El gran big shot del capitalismo postmoderno, Donald Trump, se divierte en sus ratos de ocio como conductor del reality show El aprendiz, que está dedicado al culto implacable del ganador. El juego consiste en internarse en la selva de Manhattan, no sólo sin perecer, sino más que eso, habiendo dejado regados en el camino los cadáveres de los competidores. Miles de jóvenes aspirantes a empresarios de éxito de ambos sexos disputan llegar a ser parte del grupo de 18 finalistas, 9 hombres y 9 mujeres, de donde saldrá el ganador supremo después de enfrentarse a muerte unos con otros.
Todo se vale. La sana competencia consiste en pelear con los dientes y las uñas, a mordiscos y arañazos, y si es necesario con el puñal en la mano, a cuchilladas. Sólo así se podrá ser aspirante a la llave de oro que abrirá las puertas de acceso al imperio de Donald Trump, donde el ganador pasará a ser uno de los acólitos privilegiados, manager, ejecutivo, de una de sus múltiples compañías.
Trump es el mejor maestro del arte de ser ganador que alguien pueda concebir, frente al que el último Tycoon de Scott Fitzgerald se queda pálido. (Tayacán, como decimos en Nicaragua, en la lengua teñida de anglicismos herencia de las ocupaciones militares). Nadie ha dicho que para dominar la ciencia de ganador se necesiten escrúpulos. Hubo un momento en que sus acreedores tuvieron a Trump contra la pared, la quiebra lo amenazaba, y gracias a sus artes se alzó desde sus cenizas, como el ave Fénix convertida en ave de presa de garras afiladas.
Los perdedores, mejor no hubieran nacido.
