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Escrito por

Rafael Argullol

Rafael Argullol Murgadas (Barcelona, 1949), narrador, poeta y ensayista, es catedrático de Estética y Teoría de las Artes en la Facultad de Humanidades de la Universidad Pompeu Fabra. Es autor de treinta libros en distintos ámbitos literarios. Entre ellos: poesía (Disturbios del conocimiento, Duelo en el Valle de la Muerte, El afilador de cuchillos), novela (Lampedusa, El asalto del cielo, Desciende, río invisible, La razón del mal, Transeuropa, Davalú o el dolor) y ensayo (La atracción del abismo, El Héroe y el Único, El fin del mundo como obra de arte, Aventura: Una filosofía nómada, Manifiesto contra la servidumbre). Como escritura transversal más allá de los géneros literarios ha publicado: Cazador de instantes, El puente del fuego, Enciclopedia del crepúsculo, Breviario de la aurora, Visión desde el fondo del mar. Recientemente, ha publicado Moisès Broggi, cirurgià, l'any 104 de la seva vida (2013) y Maldita perfección. Escritos sobre el sacrificio y la celebración de la belleza (2013). Ha estudiado Filosofía, Economía y Ciencias de la Información en la Universidad de Barcelona. Estudió también en la Universidad de Roma, en el Warburg Institute de Londres y en la Universidad Libre de Berlín, doctorándose en Filosofía (1979) en su ciudad natal. Fue profesor visitante en la Universidad de Berkeley. Ha impartido docencia en universidades europeas y americanas y ha dado conferencias en ciudades de Europa, América y Asia. Colaborador habitual de diarios y revistas, ha vinculado con frecuencia su faceta de viajero y su estética literaria. Ha intervenido en diversos proyectos teatrales y cinematográficos. Ha ganado el Premio Nadal con su novela La razón del mal (1993), el Premio Ensayo de Fondo de Cultura Económica con Una educación sensorial (2002), y los premios Cálamo (2010), Ciudad de Barcelona (2010) con Visión desde el fondo del mar y el Observatorio Achtall de Ensayo en 2015. Acantilado ha emprendido la publicación de toda su obra.

 

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Cambio de identidad

Rafael Argullol: Ahora ese ojo lo portamos en el bolsillo en el interior de nosotros mismos, y eso nos produce una enorme supuesta felicidad de comunicaciones virtuales.
Delfín Agudelo: Sí, pero ese virtualismo en comunicación también nos sitúa en un extremo de nosotros mismos, ya que seremos localizados, o por lo menos notificados, en cualquier lugar del mundo: sabes quien llamó; sabes quién intentó llamarte; sabes a qué hora intentó ponerte en contacto contigo. Es una prisión ambulante.
R.A.: También nos desprotege porque de alguna manera nos ha ido desacostumbrando a viajar en el sentido tradicional del viaje, que era ir descubriendo mundos sin la protección de esa comulación permanente. Además con el hecho del descubrimiento de mundos te dejaba una rememoración de los mundos que dejabas atrás. Ahora no hay mundos que se dejen atrás; si vas al otro lado del planeta y llevas esa tecnología, el mundo del que has salido se incrusta al mundo al que estás llegando. Y ahí se modifica drásticamente uno de los fundamentos mismos de la experiencia del viaje, que exigía ese dejar tierra atrás. En el terreno de la superación de la soledad también es paradójico, porque se crea un gran efecto de ilusión, un efecto espejismo. Esta chica de la que hemos hablado cuando estaba en Puerto Rico, si realmente  no conociera a nadie, estaba en la situación del viajero solitario. Pero ella tenía la ilusión de llevar una multitud de acompañantes a través de un talismán que era su portátil. Es un auténtico talismán, la palabra es esa: están concentradas todas las fuerzas y energías, y nuestras confianzas. El momento en que se rompe se cae el mundo. Ahora, también es inteligente verlo desde el otro lado: cuando se rompe, tienes la oportunidad de alejarte, por lo menos durante un momento, de ese mundo, y de tú en ese mundo. El viejo tema que creo que todo ser humano es muy útil y provechoso que se planteé, del cambio de identidad. Creo que prácticamente todos hemos tenido la tentación de cambiar de identidad, desaparecer. Pero si tenemos esa tentación es fundamentalmente para alejarnos de nosotros mismos, para ser capaces de alguna manera de mudar de piel, como una serpiente. Para conocernos mejor: es muy importante salir fuera, de nosotros, para conocernos mejor.

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11 de diciembre de 2008
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Incomunicación

Rafael Argullol: Eso nos lleva a este especie de figura rara, bifronte, un poco esquizofrenia que somos todos nosotros, que por un lado nos movemos temiendo el naufragio pero quizá ocultamente a veces deseamos el naufragio para camuflarnos respecto a nosotros mismos o respecto a esas telarañas que nos protegen pero también nos atrapan.
Delfín Agudelo: Siento que de los momentos en los que puedo estar más tranquilo y tomo la palabra en su más amplia acepción, es por ejemplo cuando se me daña el móvil o cuando no lo tengo porque no he comprado. Esto implica no tenerlo; no es que lo haya dejado en casa- ya que dejarlo en casa implica la preocupación de quién me está llamando ahora, a quién no le puedo contestar, y qué va a pensar a raíz de que no haya contestado. Sabes que lo tendrás pero en un par de días. Y el segundo es cuando en casa no hay conexión a Internet. Puede que tenga ordenador, pero sin internet lo vamos a utilizar un treinta por ciento. Digo que son los momentos más tranquilos porque me veo en la obligación de estar incomunicado, y es sentir la liberación absoluta del peso de tanto la necesidad como la obligación de comunicación, porque ya el hecho de no contestar un móvil trae la carga para quien está llamando, y ese alivio de a quien están llamado.
R.A: Creo que la imagen que antes utilizaba de la telaraña es apropiada al respecto porque todos estos artilugios tecnológicos nos permiten gozar de una red a través de la cual nos parece protegernos del miedo, nos parece protegernos sobre todo de la soledad, pero al mismo tiempo es una red que nos controla y nos ataca. Todos los aparatos que tenemos, todos, son aparatos que al mismo tiempo que se ponen al servicio de la comunicación y el principio de la mitigación de las soledades humanas también se ponen al servicio del control y del dominio. Podríamos repasarlos todos, desde el viejo teléfono al móvil actual. Cada uno de ellos nos introduce en la sensación de evitar la soledad, pero un grado más en la posibilidad de controlar. En estos momentos, por ejemplo, en el mundo laboral hay una clara percepción de esto, en la medida en que se intenta controlar lo que hacen los trabajadores con los ordenadores, cómo ocupan su tiempo, qué relaciones tienen, qué conexiones tienen, etc. En ese sentido el ojo del Gran Hermano se ha vuelto increíblemente poderoso y sutil. Probablemente si Orwell en su momento hubiera sido capaz de conocer la tecnología de comunicación que tenemos -estamos hablando de una tecnología que ha aparecido en dos o tres décadas pero que él no conocía-, evidentemente su propia visión del Gran Hermano y del control sería distinta, porque el Big Brother antiguo era un ojo sobre la ciudad. Ahora ese ojo lo portamos en el bolsillo, en el interior de nosotros mismos, y eso nos produce una enorme facilidad supuesta de comunicaciones virtuales.

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10 de diciembre de 2008
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Colección particular: la Gran Bestia

Rafael Argullol: Mira Delfín qué magnífico juego de sobras que hay en esta imagen.
Delfín Agudelo: Se trata de Alesiter Crowley, la Gran Bestia.
R.A.: Sí. Un hombre fuera de lo común, un literato especialísimo, que en esa fotografía él mismo se parodia mostrándose en una especie de escenificación diabólica, en una pose demoníaca, con su doble en la pared. Viendo esta foto me he acordado de la atracción que en un momento determinado causó en mí cuando era muy joven la figura de Crowley, que era una especie de maldito entre los malditos, un heredero especialmente extravagante de los poetas malditos de Rimbaud, Lautréamont, incluso en la lejanía de Baudelaire. Él mismo alimentaba su propio mito demoníaco y llegó a impactar en su época de una manera fuera de lo común. Recuerdo que se escribió una biografía por parte de un autor John Simmons, en el cual se hacía todo un análisis de la trayectoria de Crowley, al que se llamaba la Gran Bestia. De hecho era un seudónimo que él mismo había utilizado junto con muchísimos otros seudónimos diabólicos. Lo cierto es que transcurrido más de medio sigo desde la muerte de Crowley, las hazañas demoníacas de ese autor nos parecen prácticamente juego de niños, en comparación con los extremos a los que ha llegado cierta cultura llamada popular, o televisiva. Crowley, haciendo sombras demoníacas en la pared, tiene algo de particularmente entrañable.

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9 de diciembre de 2008
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Galería de espectros: Voltaire

Rafael Argullol: Hoy, en mi galería de espectros, he visto el de Voltaire.
Delfín Agudelo: ¿Dónde pudiste haberlo visto?
R.A.: Cuando pienso en un viaje en el tiempo hasta llegar a Voltaire a través de su espectro, siempre pienso en la escultura, en el busto que le hizo Houdon, porque ahí me parece que hay una ruptura en la historia de la representación absolutamente magnífica. Así como todos los prohombres de la historia, tanto políticos como religiosos o culturales y artísticos, desde finales de la edad media habían tendido a posar siempre en una pose seria, con un semblante serio y circunspecto. Houdon, en su representación de Voltaire rompe con esa tradición y nos muestra a un Voltaire satisfecho y sonriente. Probablemente esto fue una sugerencia del propio Voltaire, que no solo era un gran amante de lo irónico como demuestra en el Cándido, y un gran defensor de que la creación artística e intelectual no podía estar desvinculada de la alegría, sino que él mismo defendía que la manera de expresar del ser humano más adecuada era a través de la risa, de la sonrisa. Y muy probablemente mediante estas creencias de Voltaire sugirió a su propio retratista que rompiera con la tradición anterior del retrato serio y le esculpiera con esa sonrisa que podíamos casi llamar la sonrisa voltairiana que sin embargo tan pocos hombres de poder, de cualquier campo, han perseverado con posterioridad. Parece que aún hoy el retrato tienda a ser en lo que se refleja la vertiente exclusivamente seria del hombre. Voltaire se reflejó de manera contraria.

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5 de diciembre de 2008
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Un hurto decisivo

Rafael Argullol: De alguna manera retornaba a la imagen de lo que era antiguamente el viajero, que era alguien que como máximo estaba conectado a través de carta, y tenía que transcurrir sus días sin estar en una especie de conexión permanente o de estar continuamente desfilando por los hilos de la telaraña.
Delfín Agudelo: Las barcas de nuestros tiempos son aún más frágiles que las de antaño. De perderse un móvil, o un simple ordenador, nos encontraríamos ya en el océano de la desinformación e incomunicación.  
R.A.: Había salido de la telaraña, al principio estuvo con su pavor, después le encontró ciertas ventajas, no puedo decirte en qué estado de ánimo o cuál es el balance de su estado de ánimo respecto a las dos situaciones. Pero a mí me parece algo sumamente interesante porque es una sensación de naufragio por un lado, pero por el otro de libertad. Y eso me lleva a pensar que vivimos en un mundo en el que se han producido tan aceleradamente la construcción de esos hilos de la telaraña, a través del ordenador, teléfono móvil que nos acompañan a cualquier lado, que nos cuesta mucho sobrevivir sin estos hilos de la telaraña. Yo mismo que he procurado hacer muchos viajes en mi, y la mayoría los he hecho sin ningún tipo de conexión directa y permanente, reconozco que en los últimos al llevar el teléfono móvil ha cambiado la percepción misma de lo que es el viaje. El hecho de que sabes que en cualquier en todo  tiempo instantáneamente conectas con un mundo que antes dejabas atrás a centenares de kilómetros. Eso nos lleva a este especie de figura rara, bifronte, un poco esquizofrenia que somos todos nosotros, que por un lado nos movemos temiendo el naufragio pero quizá ocultamente a veces deseamos el naufragio para camuflarnos respecto a nosotros mismos o respecto a esas telarañas que nos protegen pero también nos atrapan.

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4 de diciembre de 2008
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Naufragio moderno

Rafael Argullol: Hay un tipo de naufragio distinto en nuestra época sobre el cual creo que vale la pena hablar con cierta profundidad.
Delfín Agudelo: Pensaría que al recurrir a la imagen del naufragio de nuestra época te refieres al vasto océano de información que se maneja en un ordenador o de aquello a  lo que uno puede llegar a través de éste.
R.A.: Mira, te voy a contar algo que le sucedió a una amiga mía recientemente, por cierto una amiga compatriota tuya, que viajaba de Colombia a Nueva York, y posteriormente tenía que venir a España. Hizo una escala por cuestiones de trabajo en Puerto Rico. En el hotel le robaron el portátil, un portátil además recién adquirido, y en ese portátil ella concentraba todos los datos de su trabajo, gran parte de lo que eran sus conexiones cotidianas de tipo personal, e incluso tenía todos los mecanismos que incluían la posibilidad de telefonear a larga distancia, como era su propósito hacerlo, imagino, desde Estados Unidos y España. Ella me contó que la sensación que tuvo en el momento en que había desaparecido el ordenador del cuarto de su hotel fue una sensación muy traumática. En primer lugar, por lo que ya es evidente, y es que siempre supone una violación de la intimidad todo robo y es algo sumamente desagradable que te entren en la casa o habitación de un hotel. A eso se le sumaba en esta ocasión el hecho de que ella de repente se sintió desprotegida de toda la red de conexiones que de alguna manera la mantenían en unión con su mundo, estuviera donde estuviera. Eso le llevó a sentirse tan desamparada que en un momento determinado incluso pensó en interrumpir el viaje que tenía que hacer, y volver a Colombia. Luego, con posterioridad, una vez ha pasado el trauma y cuando me contó la anécdota aquí en Barcelona, evidentemente le había dado ya la vuelta, que es también una cuestión interesante, y de pronto se sentía en cierto modo como liberada: había pasado del estado de desamparo por verse como desnudada de todas las defensas que habitualmente tenemos y que nos permiten al día de hoy estar en cualquier lugar del mundo, y estar permanentemente conectados, pero superado ese trauma, le había encontrado las ventajas al darle la vuelta porque se encontraba precisamente desconectada y de alguna manera retornaba a la imagen de lo que era antiguamente el viajero, que era alguien que como máximo estaba conectado a través de carta, y tenía que transcurrir sus días sin estar en una especie de conexión permanente o de estar continuamente desfilando por los hilos de la telaraña.

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3 de diciembre de 2008
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Colección particular: la supervisora de los beneficios

Rafael Argullol: Mira, Delfín, esa imagen tan exuberante.
Delfín Agudelo: Se trata del cuadro "Benefits supervisor sleeping" de Lucien Freud que se vendió por 21,7 millones de euros en Christie's de Nueva York el pasado mes de mayo.
R.A.: Sí, pero no se llegó a vender exactamente por esa cantidad si no que se vendió por algo menos de esa cantidad tan franciscana y humilde. Lo mejor del caso es que ese ejemplo ha servido para relacionar la actual crisis económica con el peligro de que el arte se desmorone. Me hace gracia eso porque la paradoja está contenida no solamente en el título sino en el propio contenido del cuadro. Me gusta comprobar cómo esa opulenta supervisora de los beneficios artísticos es al mismo tiempo la protagonista de la pintura más cara que existe actualmente por parte de un artista vivo. Y lo mejor es que Lucien Freud le haya puesto ese título a un cuadro en el cual al mismo tiempo se anuncia claramente la identificación entre arte y mercantilismo. No deja de ser sintomático de nuestra época que todos los medios de comunicación que se han referido a ese evento hayan relacionado el hecho de que el cuadro debió venderse por un poco menos de 21 millones de euros con el hecho de que el arte esté en peligro. Eso nos introduce al desvarío en que nos encontramos, en que la creatividad artística está puramente medida en términos de oferta y demanda, y además creo que es una manera muy irónica, a través de una ironía mordaz y negra por completo, Lucien Freud traslada eso a la pintura con esa especie de Venus deformada y completamente extravagante, que nos presenta con el extraño título de "La supervisora de los beneficios mientras duerme", y quizás soñando, o quizás trasladándonos sus pesadillas.

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2 de diciembre de 2008
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Galería de espectros: Lucien Freud

Lucien Freud, Rafael Argullol: Hoy, en mi galería de espectros, he vislumbrado el espectro del pintor Lucien Freud
Delfín Agudelo: ¿Te refieres a su autorretrato desnudo?
R.A.: Sí, me refiero a este autorretrato de ese gran autor de autorretratos que es Lucien Freud, probablemente el más importante pintor de autorretratos de nuestra época. Él, al igual que alguno de sus insignes precedentes como Courbet, ha tenido la obsesión de irse autorretratando de manera sistemática. Sin embargo, a mí me llama mucho la atención ese autorretrato desnudo de Lucien Freud porque evidentemente está inspirado en el autorretrato que también desnudo se hizo Durero, pintor maestro al que Lucien Freud tiene una especie de admiración sin límites. Creo que en ese autorretrato Lucien Freud refleja lo que son sus distintos autorretratos, una especie de desafío de la mirada del artista a la mirada del espectador que posteriormente contemplará el cuadro. Lo que ocurre es que, como es propio del desnudo, parece que en ese caso el desafío sea más fronterizo, más limítrofe. Tanto en este como en su lejano precedente de Durero, lo que más me gusta es la subversión de la ecuación tradicional en la cual el pintor pinta desnudo a la modelo o al modelo. En ese caso, , lo que hace el pintor es utilizarse a sí mismo como modelo desnudo. El tradicional tema de la pintura del modelo queda así revertido hacia el propio artista.

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1 de diciembre de 2008
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Galería de espectros: Fausto

Litrografía de Delacroix para una edición de "Fausto", 1808Rafael Argullol: Hoy, en mi galería de espectros, he visto el espectro de Fausto tal como a él le quería verse, que es cabalgando un centauro.
Delfín Agudelo: Sobra decir que te refieres al Fausto de Goethe.
R.A.: Sí, me refiero fundamentalmente al personaje de Goethe, pero también a todo el personaje Fausto que llega a desbordar la obra de un solo autor para convertirse en un prototipo literario que cruza todos los siglos modernos desde el Renacimiento hasta el propio siglo XX. Casi serían incontables los Faustos en los distintos campos -la pintura, la música, y evidentemente sobre todo en la literatura- que ha dado la cultura europea. Naturalmente quizá todos ellos deberían aglutinarse alrededor del que escribió Goethe. Pero creo que allí lo que vale la pena tener en cuenta es que una época desarrolla un prototipo porque lo necesita. Y en ese caso el hombre moderno, el hombre que se inicia en el renacimiento llega hasta nosotros. De alguna manera necesita plantearse ese personaje que en su tentación por vivir toda experiencia y por vivir todo conocimiento está dispuesto a vender su alma al diablo.
 Lo que ha ido variando con los siglos es cómo se plantea el infierno del diablo. En el primer Fausto, al final de la edad media, tal como sale en las leyendas populares alemanas, existe un diablo y un infierno medievales; en los Faustos del siglo XX, el de Valéry o Thomas Mann, el infierno es ya interior y el diablo de alguna manera es una derivación de lo mismo, una vertiente de uno mismo. Pero en todo caso es muy genuino del hombre moderno esa necesidad de plantear ese desafío con lo límites, esa transgresión, y al mismo tiempo padecer esas consecuencias, todo ello una especie de gran duelo en un escenario en el que Dios o no interviene o interviene relativamente poco. Creo que el surgimiento de Fausto y su gran duelo con Mefistófeles -que en cierto modo es el mismo visto desde otro lado, o sus ambiciones y sus pretensiones vistas desde otro lado, el juego, el duelo, el baile entre Fausto y Mefistófeles- representan como nadie el estatus del hombre moderno, que por un lado está investigando continuamente transgredir los límites de la realidad que lo rodea, pero por otro lado siente dolorosamente que la transgresión se convierta en algo desequilibrado, algo negativo y oscuro para su propio porvenir. Por tanto Fausto es esta especie de fuerza doble en el cual tan representados estamos. Por un lado tenemos la ambición máxima del progreso y de la felicidad, y por otro lado también debemos arrastrar muchas veces las consecuencias de nuestra propia ambición.

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28 de noviembre de 2008
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La jerga de los rufianes

Las trampas del lenguaje, como siempre, han desempeñado una función decisiva en lo que está ocurriendo estos días y que, ha falta de otra definición, denominamos -en una nueva trampa del lenguaje- "la crisis". Ahora, súbitamente, ha aflorado la letra pequeña de los contratos de felicidad que se habían firmado a lo largo del último decenio y esta letra pequeña, más determinante que la grande, amenaza con arruinar los sueños de bienestar que tantos habían albergado. Deslumbrados por los titulares y sus promesas, ¿a cuántos se les ocurrió examinar las cláusulas aparentemente secundarias de sus contratos?, ¿cuántos sabían lo que era una subprime en esos años de supuesta opulencia?

Soy el último en poder juzgar esta ignorancia puesto que confieso que yo también soy incapaz de leer la letra pequeña, o de escuchar con atención mientras otros leen. Las pocas veces que han intentado inducirme a operaciones más o menos financieras mis interlocutores han debido desistir ante mi evidente incapacidad para la escucha. Puedo captar expresiones como plan de pensiones o fondo de inversión, pero cuando debo sumergirme en las cláusulas sucesivas y cada vez más enrevesadas tengo la impresión de que mi mirada rebota en un muro gris e interminable. En su momento firmé un contrato de hipoteca sin, lo reconozco, saber exactamente lo que estaba firmando y únicamente movido por la necesidad de salir del despacho del director de la sucursal bancaria donde me estaban torturando con condiciones y más condiciones, todas ellas provechosas para mí.

Claro está que eso no me pasa sólo con los contratos económicos, sino con toda la literatura en la que la letra pequeña ejerce su tiranía. Odio, por ejemplo, tener que leer las instrucciones para el funcionamiento de los electrodomésticos o de los automóviles. Supongo que gracias a esta aversión me pierdo muchas cosas o, como se dice, "saco poco rendimiento" a esas máquinas; sin embargo, el lenguaje presuntamente técnico, reiterativo y estúpido de esos folletos me saca de quicio.

Al igual me sucede con las instrucciones para el buen uso de los medicamentos. Estoy dispuesto a envenenarme antes que tener que leer esta suerte de pergaminos enrollados que desde hace unos años llevan los fármacos y en los que vas avanzando fatigosamente a través de un idioma tan abstracto que cuando llegas a la posología ya estás mareado y sin ganas de saber las cápsulas que debes tomar.

No muy diferentes son los protocolos que ahora te hacen firmar antes de las pruebas médicas y las operaciones quirúrgicas para curarse en salud tanto en las clínicas como, sobre todo, las aseguradoras. Tales protocolos, que a menudo parecen verdaderas hipotecas, aunque sobre el cuerpo y no sobre el piso, llegan a exhibir redactados diabólicos en los que la letra pequeña te puede llevar a la tumba sin coste alguno por parte de los frustrados salvadores.

La dictadura de la letra pequeña se extiende y nos desarma en todos los ámbitos. Cualquiera que pretenda dominarte basta que vierta sobre ti su dialecto especializado de la manera más oscura posible. Nada podrás hacer frente a la jerga especializada y convenientemente entenebrecida del jardinero, del lampista, del científico, del profesor de filosofía. Respecto a este último, que precisamente debería aclarar el significado de las palabras, Walter Benjamin aludía a la jerga de los rufianes, repleta de conceptos impenetrables, que tan frecuentemente resuena en las aulas académicas para disuadir a enteras generaciones de estudiantes del amor a la filosofía.

No obstante, ningún lenguaje como el político para ahuyentar a los ciudadanos de la política. ¿Cuántos ciudadanos han leído, para poner un caso, el texto de la Constitución Europea, uno de los más aburridos que puedan concebirse?, ¿cuántos, por poner otro ejemplo, han examinado el redactado del Estatuto de Cataluña, uno de los peor escritos en la poco halagüeña literatura política de nuestra época?

A veces pienso en los escritores de estos documentos en los que la letra pequeña es un arma letal y siempre llego a la conclusión de que el gran maestro es el burócrata. Éste, refinado corruptor de las palabras, es el que ha inspirado al redactor de folletos de electrodomésticos y de medicamentos, al redactor de protocolos, al redactor de constituciones, al redactor de manuales de filosofía. El otro día recibí una información burocrática que en sólo dos líneas derribaba al sujeto que debía ser informado: "La desvinculación es un requisito previsto, pero no hay ninguna referencia a la no aplicación de esta desvinculación en ninguna disposición transitoria".

Touché. Den esa arma letal a los chacales y déjenles prometer felicidad. Tendrán una de las causas de "la crisis".

El País, 01/11/2008

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27 de noviembre de 2008
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