Incomunicación
Rafael Argullol: Eso nos lleva a este especie de figura rara, bifronte, un poco esquizofrenia que somos todos nosotros, que por un lado nos movemos temiendo el naufragio pero quizá ocultamente a veces deseamos el naufragio para camuflarnos respecto a nosotros mismos o respecto a esas telarañas que nos protegen pero también nos atrapan.
Delfín Agudelo: Siento que de los momentos en los que puedo estar más tranquilo y tomo la palabra en su más amplia acepción, es por ejemplo cuando se me daña el móvil o cuando no lo tengo porque no he comprado. Esto implica no tenerlo; no es que lo haya dejado en casa- ya que dejarlo en casa implica la preocupación de quién me está llamando ahora, a quién no le puedo contestar, y qué va a pensar a raíz de que no haya contestado. Sabes que lo tendrás pero en un par de días. Y el segundo es cuando en casa no hay conexión a Internet. Puede que tenga ordenador, pero sin internet lo vamos a utilizar un treinta por ciento. Digo que son los momentos más tranquilos porque me veo en la obligación de estar incomunicado, y es sentir la liberación absoluta del peso de tanto la necesidad como la obligación de comunicación, porque ya el hecho de no contestar un móvil trae la carga para quien está llamando, y ese alivio de a quien están llamado.
R.A: Creo que la imagen que antes utilizaba de la telaraña es apropiada al respecto porque todos estos artilugios tecnológicos nos permiten gozar de una red a través de la cual nos parece protegernos del miedo, nos parece protegernos sobre todo de la soledad, pero al mismo tiempo es una red que nos controla y nos ataca. Todos los aparatos que tenemos, todos, son aparatos que al mismo tiempo que se ponen al servicio de la comunicación y el principio de la mitigación de las soledades humanas también se ponen al servicio del control y del dominio. Podríamos repasarlos todos, desde el viejo teléfono al móvil actual. Cada uno de ellos nos introduce en la sensación de evitar la soledad, pero un grado más en la posibilidad de controlar. En estos momentos, por ejemplo, en el mundo laboral hay una clara percepción de esto, en la medida en que se intenta controlar lo que hacen los trabajadores con los ordenadores, cómo ocupan su tiempo, qué relaciones tienen, qué conexiones tienen, etc. En ese sentido el ojo del Gran Hermano se ha vuelto increíblemente poderoso y sutil. Probablemente si Orwell en su momento hubiera sido capaz de conocer la tecnología de comunicación que tenemos -estamos hablando de una tecnología que ha aparecido en dos o tres décadas pero que él no conocía-, evidentemente su propia visión del Gran Hermano y del control sería distinta, porque el Big Brother antiguo era un ojo sobre la ciudad. Ahora ese ojo lo portamos en el bolsillo, en el interior de nosotros mismos, y eso nos produce una enorme facilidad supuesta de comunicaciones virtuales.