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Escrito por

Marta Rebón

Marta Rebón (Barcelona, 1976), se licenció en Humanidades y Filología Eslava. Amplió sus estudios en universidades de Cagliari, Varsovia, San Petersburgo y Bruselas, cursó un postgrado en Traducción Literaria en Barcelona y un Máster en Humanidades: arte, literatura y cultura contemporáneas. Tras una breve incursión en agencias literarias se dedicó a la traducción y a la crítica literarias. Ha traducido una cincuentena de títulos, entre los que figuran novelas, ensayos, memorias y obras de teatro. Entre sus traducciones destacan El doctor Zhivago, de Borís Pasternak; El Maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov; Cartas a Véra, de Vladimir Nabokov; Gente, años, vida, de Iliá Ehrenburg; Confesión, de Lev Tolstói o Las almas muertas, de Nikolái Gógol, así como varias obras al catalán de Svetlana Aleksiévich, Premio Nobel de Literatura en 2015. Actualmente es colaboradora de La Vanguardia y El Mundo. Sus intereses de investigación incluyen el mito literario de varias ciudades y la literatura rusa del siglo XX. Fue galardonada con el premio a la mejor traducción, otorgado por la Fundación Borís Yeltsin y el Instituto Pushkin, por Vida y destino, de Vasili Grossman, escogido el mejor libro del año en 2007 por los críticos de El País. Ha expuesto obra fotográfica en Moscú, La Habana, Barcelona, Granada y Tánger en colaboración con Ferran Mateo, quien también participa en sus proyectos editoriales. Ha publicado En la ciudad líquida (Caballo de Troya, 2017) y El complejo de Caín (Destino 2022). Copyright: Outumuro

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Evgueni Vodolazkin, un viaje mítico a los orígenes del alma rusa

 

Surgida como respuesta al cinismo post-soviético, la polémica 'Laurus' es a un tiempo relato de amor, 'bildungsroman' y tratado de filosofía medieval sobre el tiempo

Al este de la cuenca del Dniéper se puede trazar una línea que une los motivos y dilemas presentes en la cultura medieval, que allí duró casi siete siglos, con su literatura contemporánea, pasando por Leskov y Dostoievski. Este largo periodo, que arranca con la conversión de Kiev al cristianismo ortodoxo y va hasta la modernización emprendida por el zar Pedro el Grande, dejó un gran poso en el imaginario colectivo, cuyo aroma a incienso ni siquiera perdió después del rodillo soviético. Porque la Edad Media (eso que en Occidente entendemos por un periodo intermedio entre la cultura de la Antigua Roma y el Renacimiento), para Rusia marcó el inicio.

De ahí que la exploración del misterio del alma, la tensión entre la razón y la fe, entre la eternidad y lo efímero, o el significado del sufrimiento sobrevenido, tengan un papel tan destacado en sus letras, pero no solo: la filmografía de Tarkovski, por ejemplo, arranca con Andréi Rubliov, el relato de un iconista medieval. Evgueni Vodolazkin (Kiev, 1964), filólogo, experto en textos medievales y autor del superventas y laureado -nunca mejor dicho- Laurus (2013), afirma que lo principal para él no es la historia en sí, sino "la historia del alma", lo mismo que afirmó Svetlana Aleksiévich en su discurso de aceptación del Nobel. Vodolazkin, de hecho, subtituló esta obra que reseñamos como "novela ahistórica".

EL PODER DE LA PALABRA

Dividida en cuatro partes -Libros del conocimiento, de la renuncia, del camino y de la tranquilidad-, Laurus cuenta la evolución vital de Arsénij en la Rus del siglo XV azotada por la peste, "años en que había más casas que personas". La omnipresente muerte lo convierte a corta edad en huérfano y pasa al cuidado de Xristofor, el abuelo, un curandero de los tiempos en que la frontera entre chamanismo y medicina "era relativa" y, más que creer en pócimas, se creía en el poder sagrado de la palabra: "la voz rusa vrach, 'médico', viene de vráti 'hablar, conjurar'".

Muerto Xristofor, Arsénij, que tiene el don de predecir si un enfermo va a sobrevivir o no, toma su relevo. Una refugiada de la epidemia, Ustina, llama a su puerta un día y surge el amor, tan intenso como fugaz. Ella no sobrevivirá al parto del hijo de ambos, y el dolor y la culpa empujan a Arsénij a un viaje de redención, que lo llevará por Europa hasta Jerusalén, y luego de vuelta al punto de origen. Se trata, pues, del periplo de transformación del protagonista -de sanador a "loco por Cristo" (yuródivi), peregrino, monje y, finalmente, ermitaño- que se reflejará en sus sucesivos cambios de nombre, hasta llegar al Laurus del título, en su búsqueda del sentido de unidad de la experiencia humana. Novela de amor, bildungsroman, hagiografía y tratado de filosofía medieval sobre el tiempo, Laurus surgió como respuesta al cinismo postsoviético.

Pero ¿por qué ahistórica? O, mejor dicho, ¿cómo consigue Vodolazkin transmitir la textura de eternidad, o la sensación del protagonista de estar "separado del tiempo"? Mediante el lenguaje, de una manera que recuerda la idea subyacente en La historia de tu vida de Ted Chiang (titulada La llegada en la versión cinematográfica de Denis Villeneuve), en que el peculiar idioma de los heptópodos alienígenas altera la manera en que se percibe el tiempo.

EL FUTURO DESDE EL PASADO

Vodolazkin mezcla orgánicamente el eslavo litúrgico y de la época -volcado aquí con el castellano de La Celestina- con jerga soviética y ruso moderno en la descripción de un universo en el que el presente aparece preñado de visiones proféticas y augurios -al pasar por Oswiecim, lo que será un día Auschwitz, vaticinan el horror futuro, "la tragedia se siente ya ahora"-, y así, por ejemplo, al derretirse la nieve en abril, emergen anacrónicamente botellas de plástico, o la ciudad natal de Arsénij se llama por su nombre moderno, Belozersk, y no por el de entonces, Beloózero.

Este virtuosismo queda perfectamente trabado con el encofrado de su construcción, cuyo diseño culmina al final. La estructura de la vida no es circular, viene a decirnos, sino en espiral, como la del ADN: "la experimentación de algo nuevo, pero no desde cero. Con el recuerdo de lo vivido antes".

Laurus, tercer título traducido al español de este autor después de El aviador y Brisbane (Rubiños 2018 y 2021), es un pequeño milagro literario que, además, nos recuerda que vivimos limitados en la linealidad de las cronologías de las redes sociales y las fotografías que se suceden, al hacer scroll, como un sucedáneo de eternidad.

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9 de marzo de 2022

Sergei Ilnitsky / Efe

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‘Goodbye, Lenin!’

 

Nikolái Gógol fue un académico frustrado. No obtuvo una plaza como profesor de historia mundial en la Universidad de Kíev ni completó su “historia de nuestra única y pobre Ucrania”. Tenía claro que buena parte de las cuestiones históricas se explican a partir de la geografía. Espacio de frontera, Ucrania constituye un lugar privilegiado para entender el mundo, pues es en los espacios de fricción donde los distintos relatos, mitos nacionales incluidos, se miran a los ojos. En esa misma época, Adam Mickiewicz impartía en el Collège de France, París, un curso sobre eslavos y redundaba en la idea de Ucrania como “pays de frontières”: una región donde colisionaban Asia y Europa. También recurría al léxico bélico: Ucrania como “campo de batalla” y “punto de encuentro de ejércitos de todo el mundo”.

Las fronteras son trazos sobre lo que antes era un ­folio­ en blanco. Una cordillera, un río o una costa no significan el principio ni el final de nada. Como invenciones humanas, son susceptibles de debate. Los límites, a menudo artificiales y arbitrarios, llevan la marca de la violencia y el colonialismo. Szymborska, con su fina ironía, se burlaba de las fronteras nacionales que cruzaban impunemente las nubes, los granos de arena, las sepias, la niebla, el polen de las estepas, y concluía: “Solo lo que es humano sabe ser verdaderamente extranjero”. El problema surge cuando las fronteras se afianzan en el espacio mental.

Identidad y frontera han sido un binomio prevalente en la mentalidad rusa. Lo fue en la época de Gógol y Mickiewicz cuando el poeta y diplomático Fiódor Tiútchev se preguntaba en Geografía rusa cuáles eran los confines de Rusia, y apuntó, no sin optimismo, que “del Nilo al Nevá, del Elba a China, del Volga al Éufrates, del Ganges al Danubio”. Esta formulación recuerda una anécdota reciente, de hace unos años: en una entrega de premios televisada, Putin preguntó a un alumno galardonado en un concurso de geografía dónde acababa Rusia. “En el estrecho de Bering, la frontera con Estados Unidos”, respondió el niño. “La frontera de Rusia no termina en ninguna parte”, corrigió Putin entre las risas del auditorio. Era el 2016, y Rusia se había anexionado Crimea y negaba que estuviera moviendo hilos en las regiones fronterizas de Donbass.

La cosa empeora cuando a identidad y frontera se les añade otro ingrediente: resentimiento. ¿Es nuevo para Moscú? Pues no. Cuando Dostoyevski hizo su primer viaje por Europa, “tierra de las sagradas maravillas”, no se quitó de encima la sensación de que le despreciaban por ser ruso. Ante el nuevo puente de Colonia creyó que el cobrador de la entrada le miraba con soberbia: “Sus ojos casi decían: ya ves qué puente el nuestro, miserable ruso”, aunque, acto seguido, reconocía que “el alemán no dijo nada de eso, y hasta es posible que ni aun lo pensara, pero da igual: yo estaba tan seguro de que era eso lo que quería decir que acabé por enfurecerme”. No hay peor ultraje hacia sí mismo que el que uno construye, pues es el más difícil de eliminar.

Algo de todo esto rimaba en el reciente discurso de casi una hora de Putin a la nación. En su peculiar clase de historia, se confirmaba el principio de mecánica cuántica aplicada a las humanidades: cuando un gobernante observa la historia esta se modifica sin remedio. La momia de Lenin debió de revolverse en su mausoleo al verse señalada por haber cometido tamaño error con Ucrania. También que existe el llamado “síndrome de Weimar ruso” sobre las humillaciones pasadas que han de ser reparadas. Para Putin todo empezó en 1991, no con el Euromaidán, pues Occidente ve a Rusia como un enemigo mientras que la ingrata Ucrania es su caballo de Troya. Ninguna mención de su apoyo a la dictadura de Bielorrusia, la prensa amordazada, la disidencia proscrita, la reescritura de la memoria, la intromisión en elecciones ajenas, los envenenamientos. Putin no responde ante nadie. Eso sí: verbalizó su idea de enmendar algunos supuestos errores. Cuando algo se previsualiza, es más fácil que ocurra. Escribió Ismail Kadaré: “No existe adversidad o catástrofe, rebelión o crimen, que no proyecte su sombra en los sueños antes de materializarse en el mundo”. La geografía de los sueños no se rige por la fidelidad histórica y siempre es mejor echarles la culpa de todo a los muertos.

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25 de febrero de 2022
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El capote ucraniano de Gógol

 

Hace tres décadas una narrativa hegemónica se disgregó en 15 relatos independientes. Ucrania, una de las 15 repúblicas que conformaban la Unión Soviética, emergió entonces como un país de nuevo cuño después de varios siglos bajo la influencia de la fuerza centrífuga rusa, que lo absorbía todo, desde la receta del borsch al talento literario. Por la teoría interesada de las zonas de influencia o de patrimonio compartido, la inercia persiste: Rusia, aun después de separarse del jardín de los cerezos que creía suyo (la obra de Chéjov homónima se desarrolla en los alrededores de Járkov), insiste en reclamar sus frutos. Al mirarse en Ucrania, se ve reflejada a sí misma, o lo que considera una prolongación suya.

En un polémico artículo sobre la unidad histórica de unos y otros, Putin puso como ejemplo a Gógol, "un patriota ruso" -el mismo calificativo que empleó el editorial del Pravda en el centenario de su muerte (1952)- que coloreó sus obras "escritas en ruso" con "refranes y motivos populares de la Rusia Menor". En la misma frase, el inquilino del Kremlin recalcó tres veces la adscripción del escritor.

El ejemplo de Nikolái Gógol (o Mykola Hohol, en ucraniano) es paradigmático. Del capote de un emigrante de la margen izquierda del Dniéper llegado a San Petersburgo en busca de empleo surgió toda la narrativa rusa, después de que un poeta de ascendencia africana como Pushkin hiciera lo propio con la lírica. En cualquier caso, si quería labrarse una carrera literaria debía hacerlo en ruso y ser legitimado en la capital del imperio.

Y he aquí otra vuelta de tuerca: después de irrumpir con relatos inspirados en el folclore ucraniano o los cosacos zaporogos, cuando volvió la mirada a San Petersburgo o las provincias rusas Gógol no dejó títere con cabeza. Su crítica es implacable, tanto en sus cuentos como en El inspector o Las almas muertas. Eso sí, con un derroche de humor, inteligencia y fantasía que obnubiló al personal, incluido el propio zar. Solo un genio podía mostrar a cara descubierta el despotismo fractal que aquejaba a los rusos: de arriba abajo se reproducía el mismo patrón de corruptelas, desidia, servilismo.

Se le afeó que no perfilara un solo personaje ruso positivo, mientras que los ucranianos desprendían candor y autenticidad. No ajeno a esas suspicacias, cuando una amiga le preguntó si su alma era rusa o ucraniana, vino a contestar que no lo sabía, que un ucraniano no era menos que un ruso y viceversa, y si no eran lo mismo -porque sus raíces son disímiles-, en todo caso se complementaban.

Aun así, cuando Gógol emprendió la segunda parte de su gran novela, que sería en teoría más optimista respecto al porvenir del carácter nacional ruso, murió (literalmente) en el intento.

La historia de las letras ucranianas es la de un doloroso «a pesar de». Al margen del idioma en el que se haya expresado, ha sido rehén de sus fronteras físicas imprecisas y de las políticas cambiantes, del menosprecio o prohibición del ucraniano como lengua literaria, de los imperios y mancomunidades, de la asimilación cultural ruso-soviética, de la represión, del asesinato por hambruna, las purgas y los desplazamientos forzados. El nazismo dio la puntilla al metatexto políglota y multicultural ucraniano -tan fértil como su históricamente codiciada tierra negra, el chernozem-, inherente a ciudades de alma cosmopolita como Odesa o Lviv.

Y así, porque se expresaron en una lengua distinta al ucraniano, porque sus vidas los llevaron a cambiar de nacionalidad por una u otra razón, no imaginamos que un pedazo de Ucrania se lee en el polaco de Zbigniew Herbert, Adam Zagajewski, Stanislaw Lem, Bruno Schulz o Zanna Sloniowska (pronto en Alianza), el hebreo del Nobel Shmuel Yosef Agnón, el portugués brasileño de Clarice Lispector, el francés de Irène Némirovsky, el inglés de Conrad o el alemán de Joseph Roth.

Y además de que no disponemos apenas de traducciones de quienes sí lo hicieron en ucraniano -Tarás Shevchenko, Iván Frankó, Lesya Ukrainka o Pavlo Tychyna-, tenemos por eminentemente rusos a ucranianos de origen que dignificaron el páramo literario soviético a cambio de un elevado coste personal: de Anna Ajmátova y Yuri Olesha a Mijaíl Bulgákov, pasando por Ilf y Petrov o Isaak Bábel, que se sentía el elegido de las "soleadas estepas perfiladas por el mar" para despejar "la misteriosa y densa niebla de Petersburgo".

 

La voz de los masacrados

Y en el centro, el profundo humanismo de Vasili Grossman, que habló por los que yacían masacrados bajo la tierra rusa, ucraniana o polaca, ya fuera por el Holodomor, la guerra, el Holocausto o el gulag. Grossman era de Berdýchiv, "la capital de los judíos" de Ucrania, sobre la que escribió su primer relato. La buena acogida que tuvo en las redacciones de las revistas literarias marcó su futuro como escritor y lo apartó de su carrera de ingeniero, que lo había llevado al Donbás, al este de Ucrania: "En fin, parece que me he encontrado con eso que llaman reconocimiento".

Siete años después, su madre reposaba en una de las fosas comunes de su ciudad natal. "Cuando muera, tú seguirás viviendo en el libro que te he dedicado, cuyo destino está unido al tuyo". Se refería a Vida y destino. En ella, la madre del protagonista -trasunto de la suya- se lleva al gueto de Berdýchiv, además de cartas y fotografías, libros de Chéjov y Pushkin.

Un último dato: como Las almas muertas de Gógol para la literatura rusa, una de las obras fundacionales de la ucraniana fue otra parodia: la Eneida, de Iván Kotliarevski (1789-1838), que cambió los troyanos de Virgilio por cosacos. Para definirse, para construir su propio relato, Ucrania no solo ha mirado hacia el Este.

 

NOTA BENE: En español la presencia de la literatura ucraniana contemporánea es escasa. Pocos autores tienen más de un título traducido, como Andréi Kurkov (rusófono) o Yuri Andrujóvich (ucraniófono). Este último califica la situación de triángulo amoroso tóxico: "Los ucranianos estamos enamorados de Europa, Europa está enamorada de Rusia, mientras que Rusia nos odia tanto a nosotros como a Europa, pero con nosotros y con Europa se comporta de manera diferente".

Si bien la guerra ha impactado en el contenido de las obras, en la vida de los autores de zonas de conflicto y en el mercado editorial -se ha complicado la importación de títulos de editoriales rusas y hay mayor demanda de libros en ucraniano-, uno de los fenómenos de mayor alcance desde la independencia es la proliferación de autoras en prosa, pues hasta entonces habían estado relegadas a la poesía.

Procedentes sobre todo del periodismo, mujeres de distintas generaciones han explorado temáticas inéditas o se han apropiado de otras ya existentes abordadas por hombres -violencia de género, nuevas sexualidades o crítica social- desde la literatura confesional, la prosa filosófica o la novela histórica. Destacan los nombres de Sofia Andrujóvych, Irena Karpa, Natalka Sniadanko, Maria Matios, Oksana Zabuzhko, Lyuko Dashvar, Lina Kostenko, Tania Maliarchuk o Larysa Denysenko.

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18 de febrero de 2022

Efe

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Sobre mares, poetas, imperios

En el inicio de El jinete de bronce, poema fundacional del mito de San Petersburgo, aparece ya mencionado el Viejo Continente. Pushkin, padre de la literatura rusa moderna, tomó una imagen de un poeta italiano para sintetizar el motivo que impulsó la creación de “la ciudad más premeditada del mundo”: abrir una ventana a Europa. Un balcón “a orilla de los mares” por el que asomarse a Occidente. Casi dos siglos después, la metáfora de abertura de una ventana, que sugería una mirada curiosa hacia fuera, ha dado paso a otra imagen más prosaica: la de un gaseoducto, el Nord Stream 2.

A mediados del siglo pasado, desde la historiografía se apuntó la necesidad de mantener una perspectiva de longue durée. Se proponía dar un paso atrás y ganar en profundidad: centrarse demasiado en lo concreto –“las crestas espumosas que las mareas de la historia llevan sobre sus lomos”– agudiza una suerte de miopía que desenfoca el conjunto. Como cuando, en una sala de museo, nos acercamos a un cuadro de grandes dimensiones para fijarnos solo en la pincelada. En la larga duración, el historiador debería captar estructuras profundas y realidades estables (“los arrecifes de coral de la historia”), como los marcos geográficos o ciertos fenómenos ideológicos. Y esto los grandes poetas, como barómetros del clima que se respira (así los calificó el polaco Zbigniew Herbert), lo captan de manera instintiva.

Durante la ocupación de Ucrania del 2014, de boca de los partidarios de una nueva tutela de Moscú se oyó repetir otro poema de Pushkin, A los calumniadores de Rusia (1831), que tiene el amargo sabor de los versos patrióticos. Compuesto con motivo del levantamiento en Varsovia contra el dominio del zar, el poeta exigía a Europa no inmiscuirse en disputas domésticas: “Incomprensible y ajena es para vosotros esta enemistad de familia”. Una disputa cuya resolución estaba determinada de antemano, no por la guerra ni por la diplomacia, sino porque Rusia, juez y parte, debía ser el centro del mundo eslavo, su único interlocutor. Desde entonces en la política exterior rusa se esgrimiría esta idea de paneslavismo centralizado. Pushkin lanzó, además, una pregunta que resuena hoy en Berlín, Kíev, Moscú, París o Washington: “¿Se unirán los riachuelos eslavos en el mar ruso? ¿O se secará? Ese es el dilema”.

El bardo ruso, en cualquier caso, no pretendía convencer a Occidente –“Nos odiáis­, de todos modos”–, sino recordar a sus compatriotas que se podía ignorar el argumentario de Europa y seguir un destino propio, forjado sobre una identidad eslava compartida. Estas ideas las reformularía en 1869 Nikolái Danilevski en su ensayo Rusia y Europa. Dostoievski auguró que sería un título de referencia, y en 1991 se convirtió en un superventas gracias a un sentimiento que estaba arraigando: Rusia no podía reducirse a un mero afluente del mar del capitalismo. Tres décadas después, con la ventana tapiada, además de la amenaza bélica otro temor recorre Europa. Lo ha formulado, entre otros, el ministro de Economía francés, Bruno Le Maire, y es que el Kremlin opte por asomarse solo a Asia. Basta con ver la buena sintonía entre Xi Jinping y Putin en la reciente visita del segundo a Pekín. ¿Se enfrentan dos ideas de democracia? ¿Una que solo ostenta el nombre (y que ya ha penetrado también en Bruselas: Hungría, por ejemplo) y otra que juega con cierta desventaja, pues es participativa, reposa sobre los derechos fundamentales y cree en la independencia (aunque imperfecta) de los tres poderes?

Otro poeta, Joseph Brods­ky escribió un poema despectivo sobre la independencia de Ucrania, aunque luego se autocensuró y no llegó a publicarlo. Brodsky –cuyo apellido, por cierto, deriva de un topónimo de la región ucraniana de Lviv– no lloraba el desmembramiento de la Unión Soviética, desde luego, sino el de un espacio cultural construido a lo largo de dos siglos de tradición literaria imperial, en el que Ucrania había tenido poca entidad propia, más bien era una prolongación: “El amor se acabó, si es que alguna vez lo hubo entre nosotros”. En 1992, durante un acto organizado por una universidad americana, cuando le presentaron a Oksana Zabuzhko como “poeta ucraniana», Brodsky preguntó con ironía: “¿Dónde está Ucrania?”. Zabuzhko señaló su silla, situada entre la de Brodsky y la de Czesław Miłosz, y respondió: “¿No lo ve? Ahí sigue, como siempre, entre Polonia y Rusia”. Hay marcos mentales que fluyen a través de los siglos, hasta el punto de parecer eternos. Es vital conocerlos para entender algo de ese enrevesado mundo de las zonas de influencia. También para cambiarlos.

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11 de febrero de 2022
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Maxim Ósipov: nada que envidiar a Chéjov

 

De entre todas las profesiones con las que se puede compaginar la de escritor, la de médico, en cualquiera de sus especialidades, está aureolada de un prestigio particular. Alguien que se enfrenta a lo más íntimo de la vida sin máscaras, que acompaña a un paciente al irse para siempre o al recuperarse de una convalecencia goza de un mirador desde donde se ve toda la condición humana, como explicó W. Carlos Williams en Los relatos de médicos (Fulgencio Pimentel). Para crear personajes de carne y hueso, hay que insuflarles vida, componer su historial, explorar sus heridas. Cuando se escribe con profundidad, se dice que se empuña, en lugar de la pluma, un bisturí, o que se tiene un ojo clínico. Escribir un relato y diagnosticar a un paciente requieren un esfuerzo de imaginación y empatía. Pensemos en Lobo Antunes, Bulgákov, Céline, El Saadawi, Stanisław Lem o Baroja. Y en la cumbre: Chéjov. Incluyan ahora en la lista a Maxim Ósipov (Moscú, 1963), si no lo hicieron ya con El grito del ave doméstica (Club Editor).

Se habla y se escribe mucho de Rusia, pero tal vez el árbol «Putin» no nos esté dejando ver el bosque, y así los rusos de a pie —como en tiempos zaristas o en la Guerra fría— continúan siendo entes abstractos y misteriosos. Para remediarlo, tenemos a Ósipov, cardiólogo en un hospital de Tarusa, a un centenar de kilómetros de la capital: la distancia mínima a la que podían acercarse, en un pasado no tan remoto, ex convictos del Gulag y otros «indeseables». Allí empieza eso que moscovitas y petersburgueses llaman glush o glubinka (lugares perdidos, remotos, desiertos), y para el autor es un punto de observación privilegiado tanto del leviatán estatal como de los destinos de gente anónima. Los diez relatos reunidos en Piedra, papel, tijeras —firmados entre 2009 y 2017 y con una complejidad estructural más próxima a la novela—, son una radiografía contemporánea del mayor país del mundo. Y suscitan la actitud con la que uno espera unos resultados médicos en una consulta; esto es, la crudeza que arrojan los síntomas, pero también un hilo de esperanza. Mal asunto sería recurrir a un médico pesimista. Ósipov se encuentra en un punto medio entre la exposición de la verdad sin paliativos de Flaubert y el arte como consuelo de George Sand.

La honestidad literaria de Ósipov pasa por escribir de lo que conoce bien. En sus relatos hay música, enfermedades, artes escénicas, absurdidad, violencia, burocracia, nostalgia, racismo, mezquindad humana alternada con bondad ciega, y el arte y su razón de ser. Parecería que no hay cabida para el análisis político, pero sí lo hay, y mucho, tanto si trata el Alzheimer de una anciana («Buena gente») como las relaciones de poder entre clases sociales («Un hombre del Renacimiento») o los trapicheos provinciales (en el cuento que da título al conjunto, «Piedra, papel, tijera», ese juego infantil en el que nadie sale ganador a la larga). Parte del interés del autor es que pertenece a una generación a caballo entre dos mundos —el soviético y analógico contra el neoliberal y digital— y es capaz de ser crítico con ambos. Aunque, como escritor (según Chéjov), su tarea no sea resolver problemas —eso se reserva para la práctica médica—, sino plantearlos de la manera correcta.

Los relatos de Ósipov no son un festival de alegría, es cierto, y en eso recuerdan a la filmografía de su coetáneo Andréi Zviáguintsev. Suerte, menos mal, del humor que los atraviesa —heredero de Gógol y Dovlátov—, del diálogo perspicaz con la tradición literaria —Dostoievski, Lérmontov, Platónov, Pushkin— y de ciertos toques poéticos. Como, por ejemplo, el significado de unos guijarros de playa en «Cape Cod», en que se cose un arco temporal intergeneracional con la guerra y la emigración de fondo. Tanto en el microcosmos eminentemente ruso («Cual ola de mar», «El Complejo», «Fantasía») como en las veces que hace cruzar fronteras a sus personajes («El amigo polaco», «En el Spree», «Sventa»), Ósipov nos regala retratos de compatriotas de ficción tan reales y universales, tan atrapados en sus circunstancias y fragilidades, que llegamos a sentir sus destinos. Por algo así Dovlátov afirmaba que el mayor disgusto de su vida había sido la muerte de Anna Karénina.

 

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21 de enero de 2022

Maxim Shemetov / Reuters

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‘No man’s land’

Las palabras ocultan más de lo que parece a simple vista. Los traductores, sobre todo, entenderán a qué me refiero, pues saben que hasta el pasaje más prosaico se convierte en un desfiladero difícil de atravesar cuando tratan de verterlo a su lengua. Todo vocablo es un depósito de memoria, y con cada uso que se hace de ellos se suman nuevas posibilidades. Tiras del hilo de uno, y la complejidad te enreda en su madeja. Como en el río de Heráclito, no puedes bañarte dos veces en la misma palabra, pues el tiempo renueva su esencia sin cesar. Y mientras decides cuál es la mejor opción para darle vida en tu idioma, te hallas por unos instantes en un no-lugar, ni en esa lengua ni en la tuya, en una especie de silencio bilingüe. Como quien hace cola en el control de pasaportes de un aeropuerto: aún no has llegado del todo a destino.

Hace poco traduje una breve novela rusa de 1958 en que aparecía una expresión en inglés, “no man’s land” (tierra de nadie). Su autora, Nina Berbérova, relata la separación de dos amantes en París, cuando Alemania invade Polonia y Francia declara la guerra: ella, una joven emigrada rusa; él, un sueco que decide replegarse a su país neutral. En el aeropuerto de Le Bourget todo son promesas, pero pasarán siete años antes de que vuelvan a encontrarse… y hasta aquí puedo leer. Berbérova había sobrevivido a guerras, la civil rusa y dos mundiales. Algo sabía, pues, del arte de perder, inherente a todo exilio. Salvas la vida, sí, pero, como escribió Hannah Arendt en Nosotros, los refugiados, pierdes la cotidianidad familiar (hogar), la confianza de ser útil (ocu­pación), la sencilla expresión de los sentimientos­ (idioma), la vida privada (seres queridos). Hasta que leí a Ber­bérova, no man’s land me remitía a espacios abandonados de ciudades, pe­riferias desangeladas, lugares en transformación imprecisos y residuales donde se nota el peso del pasado. Sitios vistos con esa mezcla de extrañeza y ansiedad que describió en los noventa Ignasi­ de Solà-Morales –quien prefería el término francés terrain vague –, pues el mundo entonces había empezado a acelerarse y a causarnos la sensación de ser “extranjeros en nuestra patria, extraños en nuestra ciudad”. En cambio, Berbérova denomina no man’s land a ese espacio íntimo, irrenunciable, “desconocido para los demás y que nos pertenece sin reservas, donde prevalecen la libertad y el misterio”; es decir, donde se gesta todo lo que nos hace únicos y, por eso, supone un peligro para totalitarismos y autocracias que se afanan en liquidarlo. Para la protagonista, ni siquiera re­tomar una relación con su amado es razón suficiente para sacrificar su “tierra de nadie” , sin la cual dejaría de ser quien es.

Con todo, si hacemos una rápida búsqueda en internet de “no man’s land”, en la pantalla aparecerán imágenes de territorios devastados entre trincheras de los bandos enemigos de la Primera Guerra Mundial, donde la vida ya no crecía y cruzarlas significaba una muerte segura. Escribe Paul Fussell, en su ya clásico La Gran Guerra y la memoria moderna, que esa imagen de dos partes en trincheras enfrentadas hasta la destrucción ilustra “la costumbre moderna del enfrentamiento”: el nosotros, a un lado, y el enemigo –una entidad colectiva–, enfrente. Añade: “Uno de los legados de la guerra es esa costumbre de distinguir, simplificar y oponer de forma sencilla. Si la verdad es la principal víctima, la otra es la ambigüedad”. Más de un siglo después, la polarización ideológica, exacerbada con la verbosidad de las redes, ha arrinconado el diálogo y la pluralidad en una tierra de nadie.

Desde entonces no ha dejado de aumentar el potencial destructor, y países enteros son susceptibles de convertirse en “tierra de nadie”. Leo en The Guardian un titular que recurre a la misma expresión, no man’s land, para describir la situación de los inmigrantes atrapados en la frontera entre Polonia y Bielorrusia. El interés mediático que ha despertado tal vez haga olvidar la de Croacia y Bosnia, o que este año se han registrado más muertes que en el anterior en el Mediterráneo, según la Organización In­ternacional para las Migraciones. Las palabras ocultan más de lo que parece a simple vista. Con solo tres tenemos una fotografía panorámica de la exis­tencia.

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13 de enero de 2022
Ilustración de Diego Mir
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Kintsugi, la belleza de las cicatrices de la vida

El ‘kintsugi’ es una técnica centenaria de Japón que consiste en reparar las piezas de cerámica rotas y que ha acabado convirtiéndose en una filosofía de vida. Frente a las adversidades y errores, hay que saber recuperarse y sobrellevar las cicatrices.

En una época dominada por el consumismo y la obsolescencia programada, lo más probable es que si una mañana te levantas con el pie cambiado y, en un tropiezo, se te cae la taza del desayuno, te resignes a recoger sus pedazos y los tires a la basura sin más. Algo impensable en Japón. Hace cinco siglos, surgió en el lejano Oriente el kintsugi, una apreciada técnica artesanal con el fin de reparar un cuenco de cerámica roto. Su propietario, el sogún Ashikaga Yoshimasa, muy apegado a ese objeto indispensable para la ceremonia del té, lo mandó a arreglar a China, donde se limitaron a asegurarlo con unas burdas grapas. No contento con el resultado, el señor feudal recurrió a los artesanos de su país, que dieron finalmente con una solución atractiva y duradera. Mediante el encaje y la unión de los fragmentos con un barniz espolvoreado de oro, la cerámica recuperó su forma original, si bien las cicatrices doradas y visibles transformaron su esencia estética, evocando el desgaste que el tiempo obra sobre las cosas físicas, la mutabilidad de la identidad y el valor de la imperfección. Así que, en lugar de disimular las líneas de rotura, las piezas tratadas con este método exhiben las heridas de su pasado, con lo que adquieren una nueva vida. Se vuelven únicas y, por lo tanto, ganan en belleza y hondura. Se da el caso de que algunos objetos tratados con el método tradicional del kintsugi —también conocido como “carpintería de oro”— han llegado a ser más preciados que antes de romperse. Así que esta técnica es una potente metáfora de la importancia de la resistencia y del amor propio frente a las adversidades.

La filosofía vinculada al kintsugi se puede extrapolar a nuestra vida actual, colmada de ansias de perfección. A lo largo del tiempo conocemos fracasos, desengaños y pérdidas. Con todo, aspiramos a esconder nuestra naturaleza frágil, esa que nos hace más humanos y auténticos, bajo la máscara de la infalibilidad y éxito. Se ocultan los defectos, aunque desde que nacemos nos recorre una grieta. Adam Soboczynski apunta en El arte de no decir la verdad (Anagrama) que hemos aprendido a camuflar “con gran esfuerzo, y manteniendo la compostura, incluso la más terrible de las conmociones que nos golpean”.

Somos vulnerables no solo física, sino también psíquicamente. Cuando las adversidades nos superan, nos sentimos rotos. A veces, es el azar el que nos lleva al punto de ruptura; otras, somos nosotros mismos, con nuestras elevadas expectativas no cumplidas y la avidez de novedad, los que nos metemos en el hoyo. Como animales dotados de creatividad, tenemos una poderosa herramienta en la capacidad de concebir alternativas a la realidad. Pero cuando soplan malos vientos, ¿qué más nos ayuda a resistir la embestida? La respuesta es, según la escritora Joan Didion, el verdadero amor propio. La gente con esta cualidad “es dura, tiene algo así como agallas morales; hace gala de eso que antes se llamaba carácter”. Y el logro de una vida plena pasa, además, por librarse de las expectativas ajenas y dejar atrás la compulsión de agradar.

No hay recomposición ni resurgimiento sin paciencia. En el kintsugi, el proceso de secado es un factor determinante. La resina tarda semanas, a veces meses, en endurecerse. Es lo que garantiza su cohesión y durabilidad. Entre los cultivadores de la paciencia, Kafka ocupa un lugar privilegiado. Para él, la capacidad de saber sufrir y de tolerar infortunios era la clave para afrontar cualquier situación. Un día, mientras paseaba con un amigo, le dio este consejo: “Hay que dejarse llevar por todo, entregarse a todo, pero al mismo tiempo conservar la calma y tener paciencia. Solo hay una forma de superación que empieza con superarse a sí mismo”. La receta para vivir del autor de El proceso es sencilla, pero no por ello menos difícil: “Tenemos que absorberlo todo pacientemente en nuestro interior y crecer”.

Saber valorar lo que se rompe en nosotros nos aporta una serenidad objetiva. Apreciémonos como somos: rotos y nuevos, únicos, irreemplazables, en permanente cambio. ¡Feliz Año Nuevo!

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30 de diciembre de 2021

DIEGO MIR

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Elogio de la conversación

 

Entre los muchos logros de Internet figura el cruce inmediato de mensajes entre personas distantes. Paradójicamente, eso ha herido la comunicación verbal, entendida como el intercambio directo de ideas.

¿Conversar es un arte en peligro de extinción? Decir que sí sería, cuando menos, controvertido, pues hoy todo a nuestro alrededor está montado de tal manera que nos llegan sin cesar oportunidades de interactuar tanto con amigos como con desconocidos. La conectividad digital permite intercambiar mensajes sin límite, de modo que vivimos en la ilusión de estar inmersos en una suerte de charla infinita. Puede que la pregunta inicial no parezca tan desatinada si nos paramos a pensar en qué se entiende por conversación y, en especial, qué se espera de sus participantes: la expresión de argumentos, por un lado, y la escucha atenta, por el otro. En nuestro actual entorno hipertecnificado, ambas acciones constituyen todo un reto. Lo primero exige ciertas dosis de soledad previa para que quien hable haya tenido la posibilidad de elaborar algo genuinamente propio; lo segundo, prestar atención. O, dicho de otro modo, remar a contracorriente en el caudaloso río de estímulos e interrupciones por el que navegamos a diario. Y, además, dialogar no es un intercambio de monólogos. Afirmaba Jean de La Bruyère que el talento de la conversación no consiste tanto en mostrar mucho como en hacer que los demás encuentren.

Nuestras vidas se basan en interacciones, y la comunicación verbal es la herramienta más a mano para producirlas. Nadie discutirá la máxima aristotélica de que el ser humano es un animal social inclinado a exteriorizar opiniones y sentimientos. Por lo tanto, el silencio impuesto conlleva pesadumbre y, cuando un ser querido deja de dirigirnos la palabra, experimentamos dolor. El escritor Henry Fielding, en su ensayo de 1743 dedicado a la conversación, la definió como el intercambio de ideas mediante el cual se examina la verdad y en el que cada cuestión se analiza desde distintos puntos de vista, de manera que el conocimiento se comparte. La historia ha conocido momentos estelares de este arte desde que Platón señalara que es la forma más elevada del conocimiento. Muchos siglos después se empezó a percibir la relación directa entre estabilidad política y el mundo conversacional, aquel que David Hume describió como el de la conversación respetuosa en la que se da y se recibe en aras de un goce mutuo. Para mantener un intercambio lingüístico auténtico se deben dejar a un lado la vanidad, la intransigencia y el orgullo; así pues, la antítesis de la charla es la polarización enconada.

La conversación, tal como se ha desarrollado tradicionalmente a lo largo de la historia, tiene un denominador común: el cara a cara, el aquí y el ahora. Y esa necesidad de comunicarnos mirándonos a los ojos es lo que la omnipresencia de las pantallas ha empezado a difuminar, hasta el punto de que hay quien ha llegado a creer que, con esos sucedáneos de coloquios mediados por un dispositivo, nada se pierde en el camino. La pantalla, cabe recordarlo, no solo es una superficie que transmite contenidos, sino también, en su segunda acepción, una separación, barrera o protección que se interpone entre los individuos. Por eso investigadores como Sherry Turkle, profesora de Estudios Sociales de Ciencia y Tecnología del MIT, alertan de la crisis de empatía que fomentan los aparatos electrónicos, pues nos privan de ver las emociones que afloran cuando dos personas se explican frente a frente y en tiempo real. Conversar, además, es la manera más eficaz de crear vínculos afectivos. Turkle apunta en En defensa de la conversación (Ático Bolsillo) que cada vez esperamos más de la tecnología y menos de las personas que nos rodean, a las que hemos arrebatado buena parte de nuestra atención para desviarla a contenidos alojados en otra parte. “Hemos sacrificado la conversación por la mera conexión”, añade, y cita estudios científicos que demuestran que la mera presencia de un teléfono en la mesa, aun desconectado, desvirtúa la atención de todos los presentes. Otro dato preocupante: cuanto más tiempo pasan conectados los niños, menor es su capacidad para identificar sentimientos ajenos.

Tal es nuestra confianza depositada en la tecnología para llenar los silencios, combatir el aburrimiento y expresarnos sin el temor a sentirnos juzgados que la industria se afana en desarrollar inteligencia artificial a fin de que hablemos con objetos en lugar de con personas. Los robots conversacionales son ya una realidad. Hoy en día es posible reunir todos los mensajes y comentarios de un usuario en la Red para que, una vez muerto, se puedan recrear sus patrones de conversación, de modo que podamos seguir chateando con él. Aunque esto, como vaticinó Alan Turing, no dejará de ser un juego de imitación. La tecnología es un medio extraordinario, pero nada es capaz, avisa Turkle, de sustituir una comunicación en persona y los beneficios que reporta. El sociólogo Georg Simmel, ya a principios del siglo pasado, calificó la conversación de antídoto contra la presión y el estrés que causaba la vida moderna. En fecha reciente, un estudio de la Universidad de Chicago ha probado que la tertulia fortuita entre dos extraños en un tren o en una sala de espera hace de ese momento una experiencia más agradable. Tal vez, señalan sus autores, sobrevaloramos el deseo de intimidad en un planeta cada vez más poblado. No entender los beneficios de la interacción social deriva forzosamente en soledad, empobrecimiento y falta de empatía.

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20 de diciembre de 2021
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La verdad os hará extranjeros

 

En mi última estancia en la capital rusa, antes de la pandemia, descubrí una ciudad distinta. Me alojé en el sur, no en el centro, en una residencia para doctorandos, por donde pasa el tercer anillo de circunvalación que rodea la plaza Roja. La estructura radial de Moscú acentúa la centralidad del Kremlin, formal y metafóricamente, como si fuera un panóptico: todo gira en torno a él, y parece que puede apretar o aflojar los anillos a su antojo. El Kremlin estruja y, si quiere, ahoga. Una ciudad distinta, decía, no por la nueva oferta de esta urbe descomunal, sino porque pude leerla mejor entre líneas. Había encontrado la web de un proyecto de Memorial –organización creada a finales de los años ochenta para la defensa de los derechos ci­viles y la investigación his­tórica– titulado Topografía del terror. Consiste en un callejero de Moscú marcado con los lugares relacionados con la disidencia y la represión –campos de trabajo, centros de detención o ejecución, etcétera– desde la década de 1920. Los puntos de colores cubren todo el mapa. Y así supe que aquel distrito universitario fue levantado por prisioneros como Alexánder Solzhenitsin, que instaló suelos de madera en los apartamentos de lujo para los funcionarios del Interior, como relató en El primer círculo. Que cerca estaba la última dirección donde vivió Nadezhda Mandelstam, que en Contra toda esperanza salvó la memoria de su marido represaliado, pero también la de la noche más larga de todo un país, o la fosa común donde se cree que yacen los restos de Isaak Bábel, el Maupassant de Odesa, maestro total del cuento. Páginas que, si se arrancaran, dejarían el libro de Moscú incompleto, comprensible solo hasta cierto punto. En ese portal de Memorial no hay opiniones, solo nombres, fechas, descripciones e imágenes de archivo. La concreción de los datos frente a las mitologías patrióticas y la desinformación.

“Mientras los gobiernos no dejan de mejorar el pasado, los periodistas intentamos mejorar el futuro”, se oyó hace una semana en Oslo, durante la ceremonia de aceptación del Nobel de la Paz. Fue en el turno de palabra de Dimitri Murátov, después de la periodista filipina Maria Ressa, ambos galardonados “por los esfuerzos para salvaguardar la libertad de expresión como condición fundamental para la democracia y la paz duradera”. Cofundador y redactor jefe de Nóvaya Gazeta –milagroso reducto de independencia informativa–, Murátov recordó un dicho ruso: el perro ladra, la caravana se mueve. Si entendemos que el perro es el periodista y la caravana el poder, las posibles lecturas son dos: por mucho que los primeros gruñan, apenas importunan el avance de la segunda. O bien: la caravana avanza gracias a los perros ladradores, cancerberos del poder. Murátov tuvo un recuerdo para los periodistas asesinados de su diario. Entre ellos, Anna Politkóvskaya, que tituló uno de sus últimos artículos “¿De qué soy culpable?”. La respuesta: “Simplemente he informado de lo que he visto, de nada más que la verdad”. A la cronista del horror de la guerra en Chechenia la mataron por no ladrar al son de la caravana.

Desde el 2012, el Gobierno de Putin puso otro escollo en forma de ley a la libertad de expresión. Las oenegés que recibieran financiación extranjera y realizaran actividades susceptibles de calificarse de “políticas”, aunque se dedicaran a ayudar a mujeres víctimas de violencia de género, pasarían a considerarse “agentes extranjeros”, que, en el imaginario ruso, remite a la jerga soviética para “espías”. La ley se traduce en un calvario burocrático y la fiscalización de toda actividad, incluidas las interacciones en redes sociales. Más tarde también apuntaron contra medios de comunicación y particulares. Cada viernes, la web del Ministerio de Justicia publica la lista ampliada de “agentes extranjeros”. Por esta misma ley, Memorial está al borde de la disolución, y se ha advertido a Nóvaya Gazeta que el Nobel no les servirá como escudo protector.

En El Maestro y Margarita (1966) Mijaíl Bulgákov aprovechó cómicamente la asociación entre “extranjero” y “enemigo” para hacer pasar al demonio, de visita en el Moscú de los años treinta, por un turista (tal vez alemán). Si la democracia se sustenta en la libre circulación de información veraz, el Nobel otorgado a la labor de Nóvaya Gazeta reconoce su coraje por ser la excepción de aquel otro dicho ruso del pasado: en los periódicos rusos, solo las erratas dicen la verdad.

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16 de diciembre de 2021

Foto de Emilia Gutiérrez

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Aprender a recordar

Cuando cuesta creer una noticia reciente, buscas más información y, aunque topes con el mismo hecho acompañado de nuevos datos que vienen a confirmar esa realidad, necesitas corroborarla una vez más, la enésima. El sábado pasado, día en que murió la autora de El corazón helado, durante el tiempo suspendido de la incredulidad, me crucé con el tuit de Enric Juliana: “Almudena Grandes vino aquí a estudiar y a escribir”. Una frase que, si la ponemos en relación con el último libro del periodista, nos recuerda que Grandes era de quienes pensaban que uno debía prepararse intelectualmente para mirar las caras de la verdad. Comprometida con la representación cultural de la Guerra Civil y la dictadura franquista, creía que el presente y el futuro de España, ambos, se descifran a partir del pasado, y a este dedicó una serie de novelas históricas que indagan en la ruptura entre el ayer y el hoy.

Si se estudia y se escribe, es para dejar un mundo mejor que el que se encontró, seas del bando que seas (por usar un término que de nuevo ilustra una parte del debate público actual). De lo contrario, ¿para qué molestarse? Ni estudiar ni escribir son el camino más fácil. Son actividades que, tomadas en serio, ponen a prueba tus límites físicos e intelectuales y te exigen, en la misma proporción, amor y dedicación.

Hace poco consulté la correspondencia entre Gustave Flaubert y una amiga escritora. El primero, después de excusarse por la tardanza en contestar, fue directo al grano: dado que su interlocutora se revolvía contra las injusticias del mundo, le prescribía su propia receta, que no era otra que estudiar, leer y solo luego escribir. “En el ardor del estudio hay grandes alegrías... A través del pensamiento únase a sus hermanos de hace tres mil años; recoja sus sufrimientos, sus sueños, y sentirá cómo se le ensanchan el corazón y la inteligencia”. Del estudio, le prometía, se sale deslumbrado y alegre, y añadía que la humanidad y el mundo eran como eran, que no se trataba tanto de cambiarlos como de conocerlos mejor. Diría que aquí Flaubert, en el fondo, jugaba con las palabras y que, de hecho, si entendemos algo mejor el mundo, en cierta medida ya lo estamos cambiando. Del legado –que trasciende lo literario– de Almudena Grandes pienso en su particular odisea, el ciclo Episodios de una guerra interminable. Para este proyecto, a la autora madrileña, con medio corazón gaditano, no le hizo falta viajar tres mil años atrás para dar con sueños y sufrimientos dignos de ser estudiados y escritos, tan cercanos que no se veían.

Luces y sombras crean relieve. Si quitas unas u otras, resulta un retrato plano, inánime. Maniquea para algunos, en universidades extranjeras, en cambio, estudian la obra de Grandes por su deseo de transmitir una aproximación más compleja de héroes y villanos y de explorar la zona gris entre unos y otros. Su tratamiento de la memoria es más plural de lo que algunos opinan, posiblemente lectores de columnas cazadas al vuelo sobre actualidad política, en las que ejercía su derecho a opinar y disentir con la responsabilidad de quien toma la palabra. El pasado no es un bloque homogéneo, ni un relato perfec­tamente trabado. Las novelas crean un espacio abierto de exploración, diálogo y entendimiento donde sondear nuestra memoria compartida. O descifrar un silencio de décadas, prorrogado luego con otras tantas de amnesia, porque preguntar no era moderno, sino revisionista y un signo de rencor, aunque en otros países europeos sí se hi­ciera. Aquí el momento adecuado sigue pareciendo ir ligado al “vuelva usted mañana”.

Mirar atrás no significa reabrir las heridas, del mismo modo que al conducir mirar por el retrovisor no es una pérdida de tiempo, sino un acto reflejo para darnos cuenta de lo que hemos dejado detrás y puede entrañar un riesgo. Dice Anne Carson en Nox que historia proviene de un antiguo verbo griego que significa preguntar, y que conlleva indagar, recopilar, dudar, anhelar, probar y culpar, además de asombrarse ante todo. Según Herodoto, no hay actividad más extraña, pues la gente se siente satisfecha con las respuestas más chocantes. Se estudia y se escribe también porque no se está satisfecho con algunas respuestas.

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3 de diciembre de 2021
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