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Síndrome de resignación

Por 5 de mayo de 2022 Sin comentarios

Marta Rebón

 

Recuerdo los años de insomnio con la desazón del que pierde el pasaporte en un lugar remoto. Las noches en vela, traducidas en imagen, son un andén de extrarradio donde los trenes, como las horas, pasan sin detenerse, con insoportable regularidad. El caso inverso se da, traspasado cierto umbral de desconsuelo, cuando el sueño te abraza y se convierte en refugio. Dormir para no sentir ni padecer. Hibernar a la espera de tiempos mejores, como hacen algunos animales hasta la primavera. Desde los años noventa, eso les ha pasado a niños refugiados llegados a Suecia de procedencias diversas. Tras huir de la persecución o de la guerra, inmersos en una cultura ajena, aprenden su idioma, se ilusionan con que “estar en el mundo” no tenga que ser pasar siempre miedo, y de pronto… la carta de expulsión. Como se cuenta en Síndrome de gel de Mohamad Bitari y Clàudia Cedó, en el Lliure de Gràcia, sienten entonces que se les arrebata su última esperanza de futuro. Superados por la vida, caen en un estado catatónico, similar a una “muerte voluntaria”, del que no despertarán hasta encontrarse a salvo. Ante la proliferación de casos, se acuñó el término uppgivenhetssyndrom, síndrome de resignación. Así reaccionan sus cuerpos, así somatizan el trauma.

Hacia el final de la función, se pronuncia un deseo repetido a menudo, incluso sabiendo que es irrealizable: los menores no deberían pasar por experiencias tan atroces. Los niños que han sido víctimas de la guerra, antes de andar solos en la vida, ya han aprendido aquello que es terrible saber y aquello que es peligroso olvidar. “Pero no éramos niños –dice uno de ellos en Últimos testigos, de Svetlana Alexiévich–; a los diez u once años ya éramos hombres y mujeres”. En ese libro, la Nobel, exiliada en Berlín por la represión del dictador bielorruso, recopiló recuerdos de niños cuya ingenuidad trituró la Segunda Guerra Mundial. Coincidían en verse atrapados en el instante en que su mundo cambió para siempre, o en la incapacidad de imaginar, por ejemplo, incluso décadas después, “a un padre tan bueno sin vida”. Leyéndolos, se entiende que no hay nada más imposible de reconstruir que una infancia mutilada. Y hoy de la Ucrania ocupada llegan testimonios de ancianos que un día fueron niños supervivientes, como los del libro de Alexiévich, que sufrieron los horrores del siglo pasado, incluida la represión soviética. Ahora reviven una pesadilla y, cuando entierran a hijos y nietos, cierran un círculo de infamia; a veces sin poder sepultarlos siquiera, por miedo a los cadáveres minados.

El cuento El viejo maestro (1943), de Vasili Grossman, que es una de las primeras piezas literarias sobre el Holocausto de las balas perpetrado en Europa del Este, está protagonizado por un jubiladoletraherido , demasiado mayor para huir, y una niña de seis años. En el relato, ambientado en un pueblo de la provincia ucraniana de Zhitómir, el autor de Vida y destino intentó imaginar el final de su madre –una vieja maestra, también, amante de Chéjov– durante los asesinatos en masa de civiles judíos. Frente a la fosa común, el viejo coge en brazos a la pequeña, que ha perdido a su familia. “¿Cómo puedo consolarla?”, piensa atenazado por una pena infinita. Es al final la niña, compasiva, con el rostro pálido “de un adulto”, quien lo reconforta. “Maestro, no mires allí, o te asustarás”, le dice, y le cubre los ojos, con gesto maternal, antes de la descarga.

Nunca más, repetimos. Contra la barbarie, insistimos. Se inauguran memoriales, se celebran conmemoraciones, se tira de memoria histórica en libros o documentales para aprender bien la lección. Pero la visión de Mariúpol, Irpín o Bucha reventadas son un recordatorio de que la guerra a lo largo de la historia ha sido lo habitual, y la democracia una excepción. La lección no puede conjugarse en pretérito, pues la lección nunca se aprende. Hay que mantenerse despierto ante cualquier avance del ultranacionalismo, atentos a que no se consolide el modelo autoritario, una tendencia al alza en un mundo donde ya hay más autocracias que democracias. Europa no debe caer­ en el síndrome de resignación ante crímenes de guerra ni subvencionarlos con la compra de materias primas, y haría bien en desprenderse de cualquier prepotencia intelectual respecto a los países del Este, vistos a veces como parias de la geoestrategia. Quienes afirman que solo el realismo político salva vidas disfrutan de una UE cuyos cimientos se asientan en ideales como los derechos humanos.

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Marta Rebón

Marta Rebón (Barcelona, 1976), se licenció en Humanidades y Filología Eslava. Amplió sus estudios en universidades de Cagliari, Varsovia, San Petersburgo y Bruselas, cursó un postgrado en Traducción Literaria en Barcelona y un Máster en Humanidades: arte, literatura y cultura contemporáneas. Tras una breve incursión en agencias literarias se dedicó a la traducción y a la crítica literarias. Ha traducido una cincuentena de títulos, entre los que figuran novelas, ensayos, memorias y obras de teatro. Entre sus traducciones destacan El doctor Zhivago, de Borís Pasternak; El Maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov; Cartas a Véra, de Vladimir Nabokov; Gente, años, vida, de Iliá Ehrenburg; Confesión, de Lev Tolstói o Las almas muertas, de Nikolái Gógol, así como varias obras al catalán de Svetlana Aleksiévich, Premio Nobel de Literatura en 2015. Actualmente es colaboradora de La Vanguardia y El Mundo. Sus intereses de investigación incluyen el mito literario de varias ciudades y la literatura rusa del siglo XX. Fue galardonada con el premio a la mejor traducción, otorgado por la Fundación Borís Yeltsin y el Instituto Pushkin, por Vida y destino, de Vasili Grossman, escogido el mejor libro del año en 2007 por los críticos de El País. Ha expuesto obra fotográfica en Moscú, La Habana, Barcelona, Granada y Tánger en colaboración con Ferran Mateo, quien también participa en sus proyectos editoriales. Ha publicado En la ciudad líquida (Caballo de Troya, 2017) y El complejo de Caín (Destino 2022). Copyright: Outumuro

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