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La guerra en cirílico

Por 18 de abril de 2022 Sin comentarios

Sílvia Poch /Teatre Lliure

Marta Rebón

La guerra y la tiranía son un polvo radiactivo que por décadas lo contamina todo: el aire que se respira, la lengua que se habla o se traduce, el suelo que se pisa. Quizás no te interese la guerra, pero tú sí a ella, dijo un experto en la materia. Antes un escritor británico lo había formulado así: “No tengo las armas nucleares en mi punto de mira; lamentablemente, ellas a mí sí”. Gracias a que no cancelaron a Dostoyevski, acudí al Teatre Lliure a ver la adaptación de Crim i càstig. Sobre el escenario, al inicio de la función, se cuenta el sueño de Raskólnikov sobre el impacto de la violencia gratuita en la mente de un niño cuando presencia la tortura consentida de un caballo, un recuerdo infantil del novelista que lo perseguiría hasta Los hermanos Karamázov. Es esta la normalidad bélica.

La lengua rusa, pervertida en los medios putinistas, es otra víctima de la actual guerra. Con las palabras se puede ensalzar la dolorosa memoria de un pueblo, como Ajmátova en sus versos, o hacer propaganda obscena, como ayer el canal Russia Today para informar de que se está “limpiando de nacionalistas Mariúpol”, donde miles siguen atrapados sin comida ni agua, con imágenes a vista aséptica de dron de edificios de viviendas destruidos.

Después del Euromaidán –y, ya antes, con la primavera árabe – en el Kremlin caló la idea de que se había alterado la composición clásica de la guerra: 20% propaganda, 80% violencia. Ya no iba solo de “guerra y paz”, sino también de “guerra en la paz”. Manifestaciones democráticas, acciones de opositores o iniciativas de oenegés pro derechos humanos pasaron a denominarse agresiones de “agentes extranjeros”. Las mutaciones de la lengua son como el canario centinela en la mina de carbón. Como tantos otros, el escritor Maxim Ósipov decidió abandonar su país cuando se prohibió el uso de la palabra guerra. Quizás las mejores obras rusas se escriban ahora en Tel Aviv, Ereván o Estambul.

En estos días se nos pide que diferenciemos entre rusos y Putin, entre cultura rusa y el Kremlin. El ejercicio requiere algo de esa habilidad que desplegamos al separar, con ayuda de la cáscara, una yema de la clara. El espíritu de los tiempos esculpe nuestros pensamientos y se ríe de nuestros sueños, dijo el polaco Adam Zagajewski, el mismo que se preguntó en un poema de 1985 qué habría sido de Rusia si Mandelstam hubiera redactado sus leyes, o si Stalin hubiera sido el personaje secundario de una epopeya georgiana olvidada. Es inaceptable la fobia a una nacionalidad, como lo es cancelar una cultura, si tal cosa es posible. Aprovechemos, sí, para mirarla mejor.

En Montjuïc resonaron de modo especial las palabras de Raskólnikov (Pol López) sobre individuos “extraordinarios” que se arrogan el derecho de cometer crímenes en pos de una idea, sea cual sea el coste de vidas, entendidas como meros “obstáculos” para su aplicación. Cobraron mayor significado los sueños febriles del protagonista que, al final, en una distópica pesadilla, ve una pandemia llegada de Oriente que polariza la sociedad y la aboca a su destrucción. Extasiados con el genio artístico ruso –justo ejemplo de resistencia, sacrificio y hondura– obviamos la pátina de su nacionalismo expansivo, y normalizamos incluso que se asimilaran como suyos frutos de creadores de naciones vecinas. Tras la muerte de Stalin, el filósofo exiliado Gueorgui Fedótov subrayó en un famoso artículo que la mentalidad imperial no obedece a los intereses de un Estado, sino al ansia de poder y al placer de dominar. Señaló el menosprecio por la lengua e historia de Ucrania, cuyo despertar asombró a la intelligentsia rusa; “en primer lugar, porque la amábamos y estábamos acostumbrados a considerar todo aquello como propio”. Reconocía además que se descuidaron los siglos que moldearon su nacionalidad y cultura de un modo distinto a la Gran Rusia: “Los ucranianos absorbieron muchos elementos de la cultura y tradición política polacas. Era más bien Moscovia, con su despotismo oriental, lo que les resultaba ajeno”.

Seguiremos leyendo con atención a los escritores rusófonos. Valoraremos más a los que supieron describirnos cicatrices y derivas: Grossman, Aleksiévich, Vladímov, Ulítskaia, Chukóvskaia… Y escuchemos y traduzcamos a las voces ucranianas, también aquí desoídas. Son las humanidades, desprestigiadas en los sistemas educativos, las que ayudarán a entender cómo se llegó a esta destrucción, a devolver la vida sobre los escombros, a levantar diques contra los embates totalitarios.

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Marta Rebón

Marta Rebón (Barcelona, 1976), se licenció en Humanidades y Filología Eslava. Amplió sus estudios en universidades de Cagliari, Varsovia, San Petersburgo y Bruselas, cursó un postgrado en Traducción Literaria en Barcelona y un Máster en Humanidades: arte, literatura y cultura contemporáneas. Tras una breve incursión en agencias literarias se dedicó a la traducción y a la crítica literarias. Ha traducido una cincuentena de títulos, entre los que figuran novelas, ensayos, memorias y obras de teatro. Entre sus traducciones destacan El doctor Zhivago, de Borís Pasternak; El Maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov; Cartas a Véra, de Vladimir Nabokov; Gente, años, vida, de Iliá Ehrenburg; Confesión, de Lev Tolstói o Las almas muertas, de Nikolái Gógol, así como varias obras al catalán de Svetlana Aleksiévich, Premio Nobel de Literatura en 2015. Actualmente es colaboradora de La Vanguardia y El Mundo. Sus intereses de investigación incluyen el mito literario de varias ciudades y la literatura rusa del siglo XX. Fue galardonada con el premio a la mejor traducción, otorgado por la Fundación Borís Yeltsin y el Instituto Pushkin, por Vida y destino, de Vasili Grossman, escogido el mejor libro del año en 2007 por los críticos de El País. Ha expuesto obra fotográfica en Moscú, La Habana, Barcelona, Granada y Tánger en colaboración con Ferran Mateo, quien también participa en sus proyectos editoriales. Ha publicado En la ciudad líquida (Caballo de Troya, 2017) y El complejo de Caín (Destino 2022). Copyright: Outumuro

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