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El capote ucraniano de Gógol

Por 18 de febrero de 2022 Sin comentarios

Marta Rebón

 

Hace tres décadas una narrativa hegemónica se disgregó en 15 relatos independientes. Ucrania, una de las 15 repúblicas que conformaban la Unión Soviética, emergió entonces como un país de nuevo cuño después de varios siglos bajo la influencia de la fuerza centrífuga rusa, que lo absorbía todo, desde la receta del borsch al talento literario. Por la teoría interesada de las zonas de influencia o de patrimonio compartido, la inercia persiste: Rusia, aun después de separarse del jardín de los cerezos que creía suyo (la obra de Chéjov homónima se desarrolla en los alrededores de Járkov), insiste en reclamar sus frutos. Al mirarse en Ucrania, se ve reflejada a sí misma, o lo que considera una prolongación suya.

En un polémico artículo sobre la unidad histórica de unos y otros, Putin puso como ejemplo a Gógol, «un patriota ruso» -el mismo calificativo que empleó el editorial del Pravda en el centenario de su muerte (1952)- que coloreó sus obras «escritas en ruso» con «refranes y motivos populares de la Rusia Menor». En la misma frase, el inquilino del Kremlin recalcó tres veces la adscripción del escritor.

El ejemplo de Nikolái Gógol (o Mykola Hohol, en ucraniano) es paradigmático. Del capote de un emigrante de la margen izquierda del Dniéper llegado a San Petersburgo en busca de empleo surgió toda la narrativa rusa, después de que un poeta de ascendencia africana como Pushkin hiciera lo propio con la lírica. En cualquier caso, si quería labrarse una carrera literaria debía hacerlo en ruso y ser legitimado en la capital del imperio.

Y he aquí otra vuelta de tuerca: después de irrumpir con relatos inspirados en el folclore ucraniano o los cosacos zaporogos, cuando volvió la mirada a San Petersburgo o las provincias rusas Gógol no dejó títere con cabeza. Su crítica es implacable, tanto en sus cuentos como en El inspector o Las almas muertas. Eso sí, con un derroche de humor, inteligencia y fantasía que obnubiló al personal, incluido el propio zar. Solo un genio podía mostrar a cara descubierta el despotismo fractal que aquejaba a los rusos: de arriba abajo se reproducía el mismo patrón de corruptelas, desidia, servilismo.

Se le afeó que no perfilara un solo personaje ruso positivo, mientras que los ucranianos desprendían candor y autenticidad. No ajeno a esas suspicacias, cuando una amiga le preguntó si su alma era rusa o ucraniana, vino a contestar que no lo sabía, que un ucraniano no era menos que un ruso y viceversa, y si no eran lo mismo -porque sus raíces son disímiles-, en todo caso se complementaban.

Aun así, cuando Gógol emprendió la segunda parte de su gran novela, que sería en teoría más optimista respecto al porvenir del carácter nacional ruso, murió (literalmente) en el intento.

La historia de las letras ucranianas es la de un doloroso «a pesar de». Al margen del idioma en el que se haya expresado, ha sido rehén de sus fronteras físicas imprecisas y de las políticas cambiantes, del menosprecio o prohibición del ucraniano como lengua literaria, de los imperios y mancomunidades, de la asimilación cultural ruso-soviética, de la represión, del asesinato por hambruna, las purgas y los desplazamientos forzados. El nazismo dio la puntilla al metatexto políglota y multicultural ucraniano -tan fértil como su históricamente codiciada tierra negra, el chernozem-, inherente a ciudades de alma cosmopolita como Odesa o Lviv.

Y así, porque se expresaron en una lengua distinta al ucraniano, porque sus vidas los llevaron a cambiar de nacionalidad por una u otra razón, no imaginamos que un pedazo de Ucrania se lee en el polaco de Zbigniew Herbert, Adam Zagajewski, Stanislaw Lem, Bruno Schulz o Zanna Sloniowska (pronto en Alianza), el hebreo del Nobel Shmuel Yosef Agnón, el portugués brasileño de Clarice Lispector, el francés de Irène Némirovsky, el inglés de Conrad o el alemán de Joseph Roth.

Y además de que no disponemos apenas de traducciones de quienes sí lo hicieron en ucraniano -Tarás Shevchenko, Iván Frankó, Lesya Ukrainka o Pavlo Tychyna-, tenemos por eminentemente rusos a ucranianos de origen que dignificaron el páramo literario soviético a cambio de un elevado coste personal: de Anna Ajmátova y Yuri Olesha a Mijaíl Bulgákov, pasando por Ilf y Petrov o Isaak Bábel, que se sentía el elegido de las «soleadas estepas perfiladas por el mar» para despejar «la misteriosa y densa niebla de Petersburgo».

 

La voz de los masacrados

Y en el centro, el profundo humanismo de Vasili Grossman, que habló por los que yacían masacrados bajo la tierra rusa, ucraniana o polaca, ya fuera por el Holodomor, la guerra, el Holocausto o el gulag. Grossman era de Berdýchiv, «la capital de los judíos» de Ucrania, sobre la que escribió su primer relato. La buena acogida que tuvo en las redacciones de las revistas literarias marcó su futuro como escritor y lo apartó de su carrera de ingeniero, que lo había llevado al Donbás, al este de Ucrania: «En fin, parece que me he encontrado con eso que llaman reconocimiento».

Siete años después, su madre reposaba en una de las fosas comunes de su ciudad natal. «Cuando muera, tú seguirás viviendo en el libro que te he dedicado, cuyo destino está unido al tuyo». Se refería a Vida y destino. En ella, la madre del protagonista -trasunto de la suya- se lleva al gueto de Berdýchiv, además de cartas y fotografías, libros de Chéjov y Pushkin.

Un último dato: como Las almas muertas de Gógol para la literatura rusa, una de las obras fundacionales de la ucraniana fue otra parodia: la Eneida, de Iván Kotliarevski (1789-1838), que cambió los troyanos de Virgilio por cosacos. Para definirse, para construir su propio relato, Ucrania no solo ha mirado hacia el Este.

 

NOTA BENE: En español la presencia de la literatura ucraniana contemporánea es escasa. Pocos autores tienen más de un título traducido, como Andréi Kurkov (rusófono) o Yuri Andrujóvich (ucraniófono). Este último califica la situación de triángulo amoroso tóxico: «Los ucranianos estamos enamorados de Europa, Europa está enamorada de Rusia, mientras que Rusia nos odia tanto a nosotros como a Europa, pero con nosotros y con Europa se comporta de manera diferente».

Si bien la guerra ha impactado en el contenido de las obras, en la vida de los autores de zonas de conflicto y en el mercado editorial -se ha complicado la importación de títulos de editoriales rusas y hay mayor demanda de libros en ucraniano-, uno de los fenómenos de mayor alcance desde la independencia es la proliferación de autoras en prosa, pues hasta entonces habían estado relegadas a la poesía.

Procedentes sobre todo del periodismo, mujeres de distintas generaciones han explorado temáticas inéditas o se han apropiado de otras ya existentes abordadas por hombres -violencia de género, nuevas sexualidades o crítica social- desde la literatura confesional, la prosa filosófica o la novela histórica. Destacan los nombres de Sofia Andrujóvych, Irena Karpa, Natalka Sniadanko, Maria Matios, Oksana Zabuzhko, Lyuko Dashvar, Lina Kostenko, Tania Maliarchuk o Larysa Denysenko.

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Marta Rebón

Marta Rebón (Barcelona, 1976), se licenció en Humanidades y Filología Eslava. Amplió sus estudios en universidades de Cagliari, Varsovia, San Petersburgo y Bruselas, cursó un postgrado en Traducción Literaria en Barcelona y un Máster en Humanidades: arte, literatura y cultura contemporáneas. Tras una breve incursión en agencias literarias se dedicó a la traducción y a la crítica literarias. Ha traducido una cincuentena de títulos, entre los que figuran novelas, ensayos, memorias y obras de teatro. Entre sus traducciones destacan El doctor Zhivago, de Borís Pasternak; El Maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov; Cartas a Véra, de Vladimir Nabokov; Gente, años, vida, de Iliá Ehrenburg; Confesión, de Lev Tolstói o Las almas muertas, de Nikolái Gógol, así como varias obras al catalán de Svetlana Aleksiévich, Premio Nobel de Literatura en 2015. Actualmente es colaboradora de La Vanguardia y El Mundo. Sus intereses de investigación incluyen el mito literario de varias ciudades y la literatura rusa del siglo XX. Fue galardonada con el premio a la mejor traducción, otorgado por la Fundación Borís Yeltsin y el Instituto Pushkin, por Vida y destino, de Vasili Grossman, escogido el mejor libro del año en 2007 por los críticos de El País. Ha expuesto obra fotográfica en Moscú, La Habana, Barcelona, Granada y Tánger en colaboración con Ferran Mateo, quien también participa en sus proyectos editoriales. Ha publicado En la ciudad líquida (Caballo de Troya, 2017) y El complejo de Caín (Destino 2022). Copyright: Outumuro

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