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Escrito por

Marta Rebón

Marta Rebón (Barcelona, 1976), se licenció en Humanidades y Filología Eslava. Amplió sus estudios en universidades de Cagliari, Varsovia, San Petersburgo y Bruselas, cursó un postgrado en Traducción Literaria en Barcelona y un Máster en Humanidades: arte, literatura y cultura contemporáneas. Tras una breve incursión en agencias literarias se dedicó a la traducción y a la crítica literarias. Ha traducido una cincuentena de títulos, entre los que figuran novelas, ensayos, memorias y obras de teatro. Entre sus traducciones destacan El doctor Zhivago, de Borís Pasternak; El Maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov; Cartas a Véra, de Vladimir Nabokov; Gente, años, vida, de Iliá Ehrenburg; Confesión, de Lev Tolstói o Las almas muertas, de Nikolái Gógol, así como varias obras al catalán de Svetlana Aleksiévich, Premio Nobel de Literatura en 2015. Actualmente es colaboradora de La Vanguardia y El Mundo. Sus intereses de investigación incluyen el mito literario de varias ciudades y la literatura rusa del siglo XX. Fue galardonada con el premio a la mejor traducción, otorgado por la Fundación Borís Yeltsin y el Instituto Pushkin, por Vida y destino, de Vasili Grossman, escogido el mejor libro del año en 2007 por los críticos de El País. Ha expuesto obra fotográfica en Moscú, La Habana, Barcelona, Granada y Tánger en colaboración con Ferran Mateo, quien también participa en sus proyectos editoriales. Ha publicado En la ciudad líquida (Caballo de Troya, 2017) y El complejo de Caín (Destino 2022). Copyright: Outumuro

Danny Willems / LV

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Bovary también eres tú

Mucho antes del metaverso (ese espacio en que el mundo físico y el virtual se unen para crear un mundo imaginario), una tecnología más modesta, el libro, hizo que los lectores de novelas, por obra y gracia de la mente, fueran Madame Bovary. A través de un largo proceso evolutivo, nuestro cerebro, como un simulador, aprendió a anticipar los estímulos sensoriales antes de percibirlos realmente. Si una obra de ficción nos atrapa, lo que les ocurre a sus personajes nos afecta como si fueran criaturas vivas. Recuerdo a alguien que nunca se sobrepuso a la muerte de Anna Karénina.

Las grandes novelas exploran temas y emociones de una forma que a la vida real se le escapa, creando lugares propios que se convierten en paisaje íntimo y compartido. Nabokov definió los mundos literarios como una “democracia mágica” donde hasta el personaje más insignificante tiene derecho a vivir y evolucionar.

Algo de esa magia me rozó en cuanto la actriz Maaike Neuville y su partenaire, ambos belgas, llenaron con su presencia el escenario semivacío del TNC en el montaje Bovary. Tan familiar es la heroína de Flaubert que no hacía falta reproducir su caracterización. En lugar del pelo moreno de Emma recogido en un moño, peinado habitual de nuestra ama de casa de provincias, Neuville tenía el cabello corto y rojizo. Decía el novelista que todo lo que uno inventa tiene algo de verdad: “Sin duda, mi pobre Bovary está sufriendo y llorando ahora mismo en veinte pueblos de Francia”.

En una era prefeminista, Emma desafía las normas de su época al no conformarse con los roles de género asignados y acaba quitándose la vida para huir del sufrimiento. Arsénico o vías del tren, ese es el final para las dos adúlteras más célebres de la literatura. Desde una óptica de primer mundo parecería un incidente anclado en el pasado, pero afirmarlo significaría no ver el cuadro completo.

Ha sido noticia que las mujeres casadas en segundas nupcias en Afganistán temen que las detengan por adulterio, porque sus divorcios infringen la ley islámica de los talibanes. La discriminación de género sigue siendo un problema omnipresente, arraigado en el mundo de ayer y en el actual. Hoy lo padecen niñas a las que se prohíbe estudiar (recordemos la ola de envenenamientos de colegialas iraníes), así como las que son entregadas vírgenes en matrimonios concertados, o las que se mutila para incapacitarlas para el placer.

En mayor o menor medida, la mujer choca con barreras más o menos hostiles y visibles. En países como el nuestro, mujeres de sobra preparadas se dan cabezazos con un techo que, aunque se denomine de cristal, es más duro que el hormigón. El día Internacional de la Mujer, celebrado ayer, es una oportunidad global para impulsar cambios y tomar medidas concretas en favor de la igualdad en todas las esferas. A quienes se declaran hartos de reivindicaciones violetas, paciencia: no va de obtener cinco minutos de atención mediática. Aún hoy una mujer por el hecho de opinar, divorciarse, salir sola o tomar unas copas corre riesgos. No es victimismo.

Volviendo al teatro, en lo primero en que me fijé fue en el corsé de la actriz, esa prenda tan en boga en el XIX que desplazaba los órganos internos, limitaba la respiración y debilitaba la musculatura pélvica. Luego la falda sobre el miriñaque, un armazón parecido a una jaula. Iniciada la representación, a Emma la falda empieza a abrírsele por detrás. Los intentos del actor por sujetarla son inútiles, mientras ella contiene la respiración. De entre las bambalinas llega el rescate, mientras Emma bromea con el público (“esto no es parte de la función”) y exclama: “¡Qué difícil es ser mujer!”. Aplausos.

Madame Bovary, c’est moi, dijo Flaubert. Con esta novela se lo jugó todo: fue la primera que publicó, con cada palabra se esforzó como si tuviera que serrarlas de un bloque de madera, porque dedicó más de un año de vida solitaria, escribiendo y corrigiendo, para transfigurar la mediocridad de una existencia vacía desbordada por el deseo de arte. Él era ella, porque también era proclive a la desesperanza y buscaba en la literatura una manera de elevarse. Su atrevimiento fue insuflar en un cuerpo femenino la insolencia propia del deseo masculino, con todos sus defectos.

Con su crítica Flaubert apuntó a sus espectadores, esa masa complaciente incapaz de reconocer la doble vara de medir: “Un hombre es libre; puede recorrer las pasiones y los países. Pero a una mujer no le surgen sino impedimentos… Siempre algún deseo que la arrastra y algún mandato del decoro que la sujeta”.

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10 de marzo de 2023
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Olga Tokarczuk, una novela para el nuevo milenio

 

Tras leer esta extensa obra sobre la figura histórica de Jacob Frank (1726-1791), compleja en cuanto al grado de detallismo y de ambigüedad en los múltiples puntos de vista y formulaciones contenidas, el poso que deja en quien firma estas líneas su millar de páginas (leídas a vuelo de pájaro, aunque es preferible una lectura lenta) es la fe de la Nobel de Literatura de 2018 en el género de la novela, entendido como vehículo de comunicación total. Leo en palabras de la propia Olga Tokarczuk (Sulechów, 1962): "Creo en la novela, es uno de los géneros más sublimes de la literatura. Tiene el poder de embelesar a los lectores y llevarlos a una especie de trance... En esa suerte de mundo virtual que aspira a construir, una especie de casa, se forja un vínculo emocional con los lectores y se estimulan los mecanismos de la empatía".

En Los libros de Jacob, con una traducción de Agata Orzeszek y Ernesto Rubio que merece una ovación, se ahonda en la historia del movimiento herético del frankismo surgido en el siglo XVIII, que desafió la creencia en los nítidos límites entre las religiones y sus principios, algo que tanto judíos como cristianos consideraban entonces inmutable. Su líder, con un poder casi absoluto sobre sus seguidores, entendió en una muestra poco común de flexibilidad que la cristiana y la judía no eran dos sociedades separadas, sino dos grandes grupos heterogéneos, lo que haría que los judíos acabaran replanteándose su manera de verse frente a los cristianos, así como su propio credo.

REFUTANDO EL PASADO

No estamos ante una novela histórica al uso que, como etiqueta, desagrada a la autora polaca y, además, es un género al que se opone porque "da prioridad a los hechos históricos" y porque suele "reforzar los esquemas conservadores". Aun así, se aprecia un diálogo a modo de juego con la novela decimonónica, del que encontramos ecos en el detallismo en la descripción ("me interesaban detalles sobre cómo viajaba la gente en aquella época, dónde paraban los viajeros para pasar la noche, qué comían, etc.) y el distanciamiento del narrador, a lo Flaubert, respecto a lo descrito.

Fascinada por la presencia judía en la cultura polaca y la interacción entre ambas comunidades a lo largo de los siglos, cuando Tokarczuk dio con la historia de Jacob Frank y sus acólitos, comprendió que se trataba de una "historia universal en el corazón de una sociedad feudal llena de divisiones, estratificaciones y prejuicios". La fuente principal para su novela fue una obra del siglo XIX poco conocida a cargo de un historiador polaco de ascendencia judía llamado Kraushar que, nunca reeditada, acumulaba polvo en los anaqueles.

Uno de los puntales que se derriban en la visita al pasado por las que nos conduce esta novela es la idea de una Polonia multicultural donde convivían armónicamente los diferentes miembros de la sociedad. También nos presenta una versión de los acontecimientos históricos en los que se da visibilidad a las mujeres, como ya hiciera en Los errantes al hablar del corazón en formol de Chopin (¿hay mayor símbolo de Polonia?) desde el punto de vista de la hermana.

LA ATRACCIÓN POR LO IMPERFECTO

"Considero que la ausencia de mujeres en la versión de la historia que va a parar a los libros de texto es un rasgo de una mentalidad patriarcal que no ve a las mujeres y no registra sus aportaciones. He encontrado un lugar para ellas en mi historia mediante la recopilación meticulosa de cada migaja de información. Lo hice con un sentido de justicia, creyendo que la mayor parte de la historia de la humanidad necesita ser reescrita desde este particular punto de vista". Así, gran parte de la novela adopta la perspectiva cenital de una anciana llamada Yenta, que cae en coma en los primeros capítulos y, en ese estado de percepción particular, se convierte en "un ojo que vaga por el espacio y el tiempo".

Quienes disfrutaron de Los errantes, deslumbrante meditación enciclopédica sobre el viaje y la experiencia contemporánea del espacio y del tiempo, la memoria, la identidad y esa frágil obra de arte que es el cuerpo humano (pues "lo une todo con todo: relatos y protagonistas, dioses y animales, el orden de las plantas y la armonía de los minerales"), se reencontrarán con el estilo minucioso y la inteligencia artística de Tokarczuk, que aúna la curiosidad de Benjamin, la imaginación de Borges, la mirada tierna y burlona de Szymborska y la libertad creativa de Gombrowicz. Aquí volvemos a estar ante una novela-constelación cuya energía gravitatoria es la atracción por lo imperfecto, los callejones sin salida; en suma, todo lo que se aparta de la norma.

Entre los personajes secundarios conectados tangencialmente con Jacob Frank, merece la pena quedarse con las palabras de Asher Rubin, un médico judío escéptico que se casa con una de las ex seguidoras de Frank, la poetisa barroca Elbieta Drubacka: "Asher Rubin opina que la mayoría de la gente es estúpida y que es la estupidez humana la que llena el mundo de tristeza. No se trata de un pecado ni de un rasgo innato, sino de una idea equivocada del mundo, una apreciación errónea de lo que ven los ojos. Como resultado, la gente lo percibe todo por separado, cada cosa desligada de las demás. La auténtica sabiduría es el arte de relacionarlo todo con todo, es entonces cuando se revela la forma verdadera de las cosas".

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23 de febrero de 2023
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A la caza del hipócrita

 

Tachadme de hipócrita. Fui a solicitar un crédito personal, con el agobio de hacerlo en plena escalada de los tipos de interés, y aparenté estar a gustísimo en la ceremonia de sonrisas que se prodigan en las sucursales bancarias. Los empleados se las cuelgan a modo de trofeo en los labios, como haciéndose eco de las que saturan la publicidad corporativa. Fingí interesarme por un sistema de alarma para la casa (“tu hogar”, en jerga mercantil), pero la “gestora personal” no pareció captar ningún disimulo en mí (su “clienta”). Sí, ella llevaba bien aprendida la lección de Muerte de un viajante, cuyo protagonista, Willy Loman, da la clave para ser un gran vendedor: “No es lo que haces, sino la sonrisa que hay en tu cara”.

Aunque la hipocresía es un arte (etimológicamente: “el de interpretar un papel”), en el escenario de la vida cotidiana no abundan los talentos. Así, tras el inventario de muecas afables, a la empleada se le congeló la cara en un rictus arisco y, con el tono desenfadado de cuando quieren endilgarte un producto, me propuso: “Si suscribes una póliza de seguro, agilizo los trámites y ahora mismo lo autorizo”.

Todo fue como la seda. Al día siguiente, acogiéndome a mi derecho al desistimiento, solicité la cancelación de la póliza: ipso facto se me restituyó el importe en la cuenta. Os lo cuento por si sirve para captar vuestra benevolencia –recordáis, supongo, alguna situación en que tuvisteis que mostrar una doble cara– y para afirmar, de paso, que en un momento dado todos somos hipócritas (más o menos, según el contexto).

A falta de algún humano cerca para conversar, le pregunto a la inteligencia artificial (a ver si ChatGPT me ilumina) si la hipocresía es necesaria para vivir. La muy hipócrita me contesta que nanay, que siempre se puede –¡y se debe!– vivir de manera auténtica y sincera. Afino más la pregunta para ponerla contra las cuerdas: ¿es necesaria la hipocresía en la política? Y vuelve con la cantinela, en un tono tirando a aleccionador: “En cualquier circunstancia la honestidad y la transparencia son valores fundamentales que contribuyen a la confianza y a la construcción de relaciones saludables y sólidas”. En fin, ChatGPT peca de idealista y la corrección política no es la mejor manera de entablar una amistad.

Un fantasma recorre el mundo de las relaciones internacionales, y ese fantasma (o arma arrojadiza) es el calificativo hipócrita. Por ejemplo, los críticos de Europa señalan la hipocresía de los mecanismos de inmigración del Viejo Continente, con su trato preferente a algunos colectivos, mientras que otros solicitantes de asilo, varados en campamentos improvisados, aguardan en condiciones insalubres. Recordad cuando hace tres años Lukashenko instrumentalizó la inmigración ilegal contra Lituania y Polonia para generar artificialmente una crisis: mediante una agencia turística estatal, ofreció a iraquíes y sirios pasaje de ida a Minsk, traslado, noche de hotel y desplazamiento hasta la frontera con Polonia. Los inmigrantes se jugaban la vida, algo que le importaba poco o nada al dictador bielorruso.

Un crítico por antonomasia de la hipocresía del orden liberal es Noam Chomsky, pero como pone en el punto de mira siempre a los mismos acaba incurriendo en otra hipocresía que lo hace cómplice de regímenes autoritarios. Fue el intelectual estadounidense que más racionalizó los atentados terroristas del 11-S y llegó a argumentar, como si una cosa justificara la otra, que el número de muertos era menor en comparación con el reguero de víctimas en el tercer mundo por el “terrorismo mucho más extremo” de la política exterior estadounidense. Pensadores de extrema izquierda consideran que todos los males del mundo son achacables a Estados Unidos: debido a su persistente déficit comercial, dicen, necesita respaldar la confianza en el dólar como divisa de reserva mundial, y ante cualquier coyuntura siempre sacan a colación la catastrófica intervención en Irak.

Son los mismos que hablan del imperio expansionista estadounidense, pero callan ante los anhelos homólogos de Rusia, y el pisoteo crónico de derechos humanos en otras latitudes. No sé si tendrán el cinismo de justificar a oligarcas y estrellas mediáticas de Rusia que denuncian al “Occidente corrupto”, pero bien que adquirían lujosas villas en nuestras­ costas. Lo mismo pasa con los líderes afganos: prohíben a las niñas estudiar, pero sus hijas se forman en el extranjero. La caza del hipócrita es un lodazal en que se ahoga cualquier solución a los problemas.

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13 de febrero de 2023
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La otra Rusia de Ulítskaya y Sorokin

En estos once meses de guerra la literatura rusa ha estado muy presente en la arena pública. Entre los partidarios de la agresión a Ucrania, la tradición literaria que ha dado nombres como el de Tolstói se ha presentado como un símbolo de grandeza de ese “mundo ruso” que Putin dice defender. A su vez, los que protestan contra la guerra recurren a la literatura como fuente de inspiración: recuerden al activista detenido en la plaza Roja por mostrar un ejemplar de Guerra y paz. En cuanto a los escritores rusos, la mayoría de los que son contrarios al argumentario del Kremlin se han visto forzados a alejarse del país y sus libros a menudo se venden marcados con la etiqueta de agentes extranjeros.

Es el caso de Liudmila Ulítskaya y Vladímir Sorokin. Los dos tienen mucho en común: aunque de generaciones distintas, ambos residen en Berlín, han formado parte de la escena cultural moscovita, tienen profundos vínculos con el mundo del arte y el teatro, han sido premiados por sus novelas, que se traducen y se leen en el extranjero, se oponen de forma abierta al belicismo y son críticos desde hace años con el putinismo. En cuanto a temática, abordan cuestiones historiográficas, filosóficas y éticas, pero mientras que Ulítskaya, más veterana, se caracteriza por su sensibilidad psicológica, su habilidad para capturar la vida cotidiana y un estilo preciso que a menudo la han hecho merecedora de comparaciones con los grandes escritores del siglo XIX, Sorokin es conocido por su ficción experimental, con sus juegos posmodernos y un escepticismo alimentado por la conciencia de que la literatura quedó marcada por su complicidad con la utopía violenta del proyecto soviético.

Ulítskaya ejemplifica que la literatura rusa contemporánea no es en absoluto un asunto masculino. Desde hace décadas ocupan un lugar central varias escritoras, entre las que destaca ella desde que debutara en la década de 1990, cuando publicó varias colecciones de relatos cortos llenos de colorido y detalles psicológicos. El pasado septiembre recibió el premio Formentor y Anagrama acaba de reeditar su novela Sóniechka, en que aborda temas como la familia y la sexualidad en un contexto soviético, y próximamente se publicarán otros títulos suyos como Una carpa bajo el cielo (Automática), Sinceramente vuestro, Shúrik y Mentiras de mujeres (las dos en Anagrama).

Sorokin tampoco es un desconocido en España: Alfaguara acaba de reeditar su novela El día del opríchnik, en que describía grotescamente un giro político neoconservador que con el tiempo se reveló profético. Con sus obras ambos desmienten esa ansiedad expresada ya en el siglo XIX por Piotr Chaadáiev según el cual Rusia carecía de una sustancia cultural propia y solo podía tomar prestados los signos de la civilización occidental. Voces como las suyas son imprescindibles y lo serán incluso más cuando llegue el momento de reconstruir y volver a tender puentes.

 

Publicado en La Vanguardia

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26 de enero de 2023
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Nabokov en Irán

 

Una imagen perturbadora. En la composición, pocos elementos: el brazo elevador de una grúa y en su extremo, a contraluz, una soga de la que cuelga un cuerpo inerte. Así murió Majidreza Rahnavard, de 23 años, ahorcado en una ejecución pública. Fue sentenciado a la pena capital por moharebeh (hostilidad contra Dios) tras una pantomima de juicio en relación con las protestas que recorren Irán. Con qué crueldad despacha el viejo ayatolá a la juventud iraní que se atreve a cuestionar al Estado, el patriarcado supremo, y a reclamar derechos a pie de calle. Y para que el castigo resulte ejemplar, la fotografía, difundida por un medio de propaganda oficial, llegó al extranjero: es la prueba de cargo de la putridez de quien se enorgullece de airear­ sus crímenes.

Pensemos, además, en la maquinaria represora bien engrasada del régimen teocrático, en los que participaron para culminar ese acto vil: desde el conductor de la grúa hasta el verdugo que ató el nudo en la garganta del reo, pasando por los jueces que condenaron en virtud de la ley islámica, o incluso el público del macabro castigo. En este y otros casos de nada sirvieron las condenas internacionales. También se desoyeron las súplicas de amigos y familiares, que no pudieron despedirse. Incluso en la diáspora los activistas sufren amenazas de la dictadura iraní.

Rahnavard es una de las quinientas vidas perdidas en la llamada revolución del hiyab, que prendió tras la muerte en septiembre de la kurda Jina (Mahsa) Amini a manos de la policía de la moral. Estudiante de Microbiología, se encontraba en Teherán con sus padres cuando la detuvieron por transgredir el riguroso código de vestimenta de la República Islámica. Ni siquiera un mechón de pelo, al asomar del velo, debe mostrar libre albedrío. Desde su funeral, transformado en una multitudinaria protesta, se ha repetido en Irán una consigna cuyo eco ha traspasado fronteras: “Mujer, vida, libertad”, una sencilla formulación de la esencia democrática. Desde hace décadas las mujeres kurdas la corean y la han puesto en práctica como combatientes en la guerra de Siria. Y es que las protestas trascienden la cuestión del hiyab. Mujeres y hombres iraníes salen a las calles, a pesar de los riesgos y las amenazas, no solo para acabar con la obligatoriedad de cubrirse. Protestan, como dice la canción Baraye de Shervin Hajipour, por la falta de futuro, la mala gestión de los asuntos públicos, el desempleo y la corrupción, males endémicos desde la instauración de la República Islámica tras la revolución de 1979, y más allá. Los secundan adultos que, tras pasarse la vida trabajando, sufren la devaluación del rial. Por primera vez se han unido contra el régimen beluchis, árabes, persas, azeríes y otras minorías étnicas.

Desde el principio las mujeres, ocupando físicamente los espacios públicos, han estado al frente del movimiento. También han llenado las redes sociales de críticas contra el control del Gobierno sobre el cuerpo femenino, entendido como un terreno sobre el que imponer marcas y significados simbólicos. Y desde fuera descubrimos lo arraigada que está la resistencia en la cultura iraní. A lo largo de la historia, las mujeres, silenciosas, a la sombra de los hombres, encontraron formas creativas de oponerse a las opresivas normas sociales con la palabra. En el siglo pasado la influyente poeta Forough Farrojzad –“toda mi existencia es un verso oscuro”– defendió un mundo justo, una vida en la que necesidades y deseos no tuvieran que entrar necesariamente en conflicto.

Bajo el régimen represivo del ayatolá Jomeini, Azar Nafisi soñó con escapar de su entorno creando un mundo donde recuperar la libertad. En Leer Lolita en Teherán escribió sobre su lectura “imposible” de esa novela en la ciudad donde un día ejerció de profesora: “Esta es la historia de cómo Teherán contribuyó a redefinir la novela de Nabokov, transformándola en nuestra Lolita”. Mientras Nafisi y sus alumnas la leían en secreto reflexionaron sobre la individualidad y la imaginación, conceptos abolidos por el régimen islámico. Sea cual sea el cambio político que se produzca, estará impulsado por la valentía y la creatividad de Lolitas y demás personas que luchan a diario por la libertad a riesgo de perderlo todo. Su determinación exige que apreciemos el valor de esa libertad que nosotros damos por sentado. Como recordó Emily Dickinson, “el agua se aprende por la sed”, y “libertad” cobra su sentido pleno cuando se contrapone a la represión letal.

 

Publicado en La Vanguardia

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17 de enero de 2023

La escritora francesa Annie Ernaux

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Conquistadoras de lo ordinario

El mensaje era escueto: “Akerman ha desbancado a Hitchcock”. Luego unos emoticonos –aplauso, pulgar alzado, cara sonriente– y el enlace a la lista de mejores películas de la historia que cada década propone la revista del Instituto de Cine Británico. Quien me enviaba el watsap sabía que estoy en Tel Aviv y que, hace unos años, aquí vi el autorretrato fílmico de Chantal Akerman, Là-bas (2006), rodado en el mismo barrio donde me alojo ahora. Los buenos amigos son los que te envuelven en risas, te renuevan confidencias y recuerdan qué películas te marcaron.

Con los directores que nos conmueven nos suele pasar: después de ver un filme suyo, se transforma nuestra relación con algo concreto, ya sea una ciudad, una situación o un objeto. Y con Là-bas empecé a mirar de otra manera ventanas, persianas y estores. Su trama es sencilla: llegada a Israel para dar un curso­ en la universidad, la directora belga ausculta el exterior de Tel Aviv desde un piso alquilado. Como James Stewart en La ventana indiscreta, se confina por una indisposición temporal. Pero mientras él fisgoneaba con los prismáticos y un teleobjetivo, primero por aburrimiento, luego para resolver un crimen, ella se detenía con el objetivo de su cámara en los gestos de los vecinos, las modulaciones de la luz, en sus cavilaciones ante ese país sobrecargado de significados. Hija de una superviviente de Auschwitz, Akerman gira en sus obras en torno a la figura materna, el monstruo de la memoria y el desarraigo heredado. “Siento que no pertenezco a ningún lugar… Voy a la deriva”, dice la voz en off.

Pero la película que coronaba la lista era otra: Jeanne Dielman, 23, quai du Commerce, 1080, Bruxelles (1975). La rodó con veinticinco años y –cosa insólita– con un equipo técnico en su mayoría femenino. Doscientos minutos para mostrar tres días en la vida de un ama de casa viuda que compagina sus quehaceres domésticos, milimétricamente ritualizados, con los servicios sexuales. Doscientos minutos de intimidad aparentemente anodina en que lo ordinario (cocinar, comer, limpiar, asearse, hacer la compra) se presenta con su duración real.

Si algo bueno tiene este tipo de rankings, es que de pronto se vuelva a hablar de una cineasta. No es que 1.639 expertos creyeran que su película fuera la mejor –las diez que cada uno seleccionó recibieron un punto por igual–, sino que fue la más nombrada. ¿Cambio de sensibilidad? De los personajes femeninos de Hitchcock, bellas rubias en apuros rescatadas por hombres, a otros menos glamurosos que cargan con el cuidado rutinario de la casa. Pero estas clasificaciones también son abono para polémicas: ¿Ese experimento es mejor que Vértigo?

Las películas que siguen generando debate son las que revelan nuevas lecturas en el futuro, y Jeanne Dielman, además de haber puesto en el centro a una mujer de 1975, se adelantó a los reality shows y a esas vidas anónimas que hoy inundan las redes. Además, no ha faltado la coletilla: “La primera directora en…”. Ser mujer conlleva que te recuerden que lo eres.

Para Annie Ernaux el Nobel de Literatura ha ido acompañado de críticas en Francia por sus opiniones al margen de lo estrictamente literario (algo que también le pasó en el 2018 a la polaca Olga Tokarczuk), como si desmereciera un reconocimiento copado por hombres. Es mucho lo que tienen en común Akerman y Ernaux: además del idioma francés, una relación maternofilial singular, la voluntad de hacer aflorar “una memoria reprimida” y de romper con el estilo “bello” o “correcto” que perpetúa una visión determinada del mundo. Jeanne Dielman es también la mujer helada de la novela homónima de Ernaux, aislada con un bebé en una casa vacía donde se amontonan tareas minúsculas.

Descubro otro vínculo entre las dos creadoras en el discurso de Ernaux en Oslo, cuando se sitúa “al final de una estirpe de campesinos sin tierras, de obreros y pequeños comerciantes, de gentes despre­ciadas por sus modales, su acento, su incultura”, y ese vínculo es el desarraigo. Como­ apuntó Simone Weil, el desarraigo no lo provocan solo las guerras y las migraciones: surge también de las relaciones económicas y de clase. Echar raíces, afirmó, quizá sea “la necesidad más importante e ignorada del alma humana”. ¿Y en qué consiste? En “la participación real, activa y natural en la existencia de una colectividad”. Visto así, la historia de las mujeres ha sido una historia de desarraigo. Cada vez somos más conscientes.

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22 de diciembre de 2022
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Apagones en sincronía

La primera imagen captada en julio por el telescopio James Webb –un cúmulo de galaxias a más de cinco mil millones de años luz de distancia– ocupa la próxima portada de la revista Time, en un número especial con una selección de “fotografías del 2022 que cambiaron nuestra forma de ver el mundo”. Es fascinante. No solo nos permite ver un lugar remotísimo, sino también un tiempo fuera de la escala humana: cada mancha de luz está formada por cuerpos celestes de trece mil millones de años de antigüedad. Esta misma semana una agencia espacial difundía otra, esta vez tomada en dirección opuesta, hacia la Tierra. La región del centro-este de Europa por la noche son manchas de luz artificial sobre un fondo oscuro. En ese encuadre Ucrania aparece sumergida en la negrura, mientras que el punto de luminosidad más intenso al norte es la colosal Moscú.

El apagón de Ucrania, de resultas del ataque indis­criminado ruso contra su infraestructura­ energética, coincide estos días con informaciones ­locales amables, como el encendido de las luces navideñas en Madrid, Barcelona o Vigo. Compruebo en mi piel que el in­vierno ha llegado sin paliativos al Este. De madrugada, en ruta hacia Israel, hago ­escala en un aeropuerto casi a nivel del mar cerca de la frontera con Moldavia. Antes de que despegue el avión, veo cómo llovizna aguanieve tras la ventanilla. Los operarios rocían con anticongelante las alas. Y pienso que, al dejar sin electricidad y calefacción a sus vecinos ucranianos, el Kremlin ha decidido que todo un país se hunda en un pasado remoto, tiempos de hambre y frío, cuando la intemperie era letal.

La imagen nocturna de Europa con uno de sus países a oscuras no tiene nada de abstracta, aunque lo parezca. El río Dnipró, línea divisoria entre las fuerzas ucranianas y las rusas después de la retirada de Jersón de los invasores, lo es ahora también del uso de la energía como arma de guerra. Tras el ocaso en una orilla se encienden velas, mientras que en la otra son bombillas las que alumbran. El ataque a las redes eléctricas que debían asegurar, al menos en parte, el resguardo de los ucranianos de las temperaturas bajo cero –o el sabotaje energético contra la frágil Moldavia– es una metáfora de cómo, en un mundo globalizado, el autoritarismo de Putin ha alargado sus tentáculos al exterior y, junto con otros regímenes afines, ha creado una red de apoyo para sustentar el apagón de derechos humanos dentro y más allá de sus fronteras.

En Bielorrusia, cuyo ilegítimo líder ha sido un cómplice necesario en esta guerra, la opositora Maria Kolésnikova, sentenciada a once años de cárcel, se encuentra en una unidad de cuidados intensivos tras su paso por una celda de castigo. En Irán, cuyos drones han destruido infraestructuras energéticas ucranianas, la policía dispara a mujeres que protestan contra la dictadura teocrática. En China, que acaba de confirmar su voluntad de estrechar su asociación energética con Rusia, jóvenes toman las calles empuñando folios en blanco contra la censura y el estrangulamiento de las libertades. En Qatar expulsan a una joven por llevar una camiseta en defensa de las mujeres iraníes en un estadio construido con sudor y sangre de mano de obra de usar y tirar.

Cuando se mencionan estos abusos contra los derechos humanos, voces que se llaman objetivas se apresuran a aludir a la hipocresía de Europa. No faltan las advertencias envueltas en la jerga de la realpolitik que hablan del “re­greso de la historia”, la “venganza de la geografía” o el “fin de los sueños”. Si el único faro por el que nos dejáramos guiar fuera el de la realpolitik –con su descripción realista de los procesos e intereses sociopolíticos, pero que también, por suponerlos inevitables, menoscaban el valor y la ética para combatirlos–, el mundo sería más terrible. En medio de la oscuridad, las palabras pueden ser puntos de luz.

El escritor de Jersón Serhiy Zhadan (Orfanato, Galaxia Gutenberg), al aceptar el premio de la Paz de los editores alemanes, respondía así a los apologistas de la realpolitik y a los “falsos pacifistas de la izquierda” favorables a una negociación expeditiva: “La paz no llega cuando la víctima depone las armas. Los civiles de Bucha, Gostómel e Irpín no iban armados, y eso no los salvó de una muerte horrible. ¿Necesitamos recordar nuestro derecho a existir?”. Ampararse en la realpolitik desde nuestras calles alumbradas no deja de ser otra manera de mirar a otro lado.

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6 de diciembre de 2022
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Un mundo siempre nuevo

 

La literatura se pone a prueba con los temas manidos, esos sobre los que parece que ya está todo dicho, ante el riesgo de que la imaginación desem­boque en el callejón sin salida del sitio común­. Cuando la semana pasada estuve en Venecia, primera ciudad global del mundo moderno, madrugué para dar un paseo por la la­guna aún dormida. Me adentraba en sus calles chapoteantes y pensaba que, si es un lugar tan mágico, escenario de infinidad de obras, es porque, al mirar con atención el cuadro de esa ciudad, cada cual ve su alma reflejada en cualquier piedra o tramo de agua. En la maleta llevaba los textos de Proust inéditos publicados recientemente en Lumen, en los que se recogen impresiones suyas sobre Venecia. Espacio saturado de miradas, encuadrado miles de veces primero al óleo y luego otros tantos millones con cámaras, su texto sobre la Serenissima surge de mirar con suma atención, de abrazar la perplejidad y desafiar lo preconcebido.

Al igual que a Proust, Venecia ha quedado asociada al nombre de Joseph Brodsky. No era un experto propiamente dicho en la materia ni un ve­neciano de pura cepa, sino alguien que encontró­ en sus estructuras de agua y piedra –el tiempo que fluye y la eternidad, respectivamente– una prolongación de Leningrado, de donde tuvo que exiliarse. Con cada metáfora de palacios y canales, nos desveló misterios sobre la vida misma. Porque eso es lo que nos brinda la lite­ra­tura: un lenguaje que opera como una llave­ maestra, con la aspiración de abrir todas las puertas.

Gracias a su Marca de agua (Brodsky pasaba los inviernos en la laguna veneciana), podemos ver el lento avance de una embarcación a través de la noche como el cruce de un pensamiento coherente por el subconsciente, y los estrechos­ callejones se nos antojan “pasadizos entre las estanterías de alguna inmensa­, olvidada biblioteca, igual de silenciosos”.

Pensamos que el amor es una calle de dirección única y que el apetito del ojo –que en Venecia se independiza del cuerpo– se debe a que el arte nos proporciona algo de seguridad y consuelo, pues este “no nos amenaza con la muerte ni nos enferma: la belleza está donde el ojo descansa”.

Los restos de Brodsky reposan entre Murano y el barrio de Cannaregio, en una islita rectangular. Esta semana el novelista ruso Mijaíl Shishkin escribía desde Suiza que, si su compatriota resucitara, volvería a exiliarse. Y seguramente volvería a pedir que lo enterraran en un camposanto extranjero, para que los patriotas de hoy no se apropiaran de él.

En la isla-cementerio de San Michele, con las tumbas de otros rusos ilustres, como Stravinsky y Diáguilev, recordé una respuesta de Salman Rushdie al Cuestionario Proust. “¿Dónde te gustaría vivir?”. “En una estantería de libros, eternamente”. Acababa de leer que, tras el intento de censura más radical que pueda haber –la eliminación física del escritor–, ocurrido el pasado 12 de agosto, había perdido la visión­ de un ojo y la movilidad de una mano­, dos herramientas para la escritura. La noticia de su atentado abrió informa­tivos y ocupó primeras páginas; unos meses­ después, en cambio, este dato sobre su vida de nuevo mutilada por la fetua quedó enterrado bajo los trending topics del momento, pues la conversación global la dicta Twitter.

Hace una década Rushdie dio una conferencia sobre la censura. Decía que la originalidad del arte es peligrosa: “Desafía, cuestiona, revoca suposiciones, desestabiliza los códigos morales, falta al respeto a las vacas sagradas”. Quiero pensar que en su convalecencia le han llegado las imágenes de estas palabras convertidas en cánticos de libertad, vencido el miedo y reconquistada la imaginación, por las calles y los centros edu­cativos de Irán, contra el mismo régimen que exigió su muerte por un libro que sus detractores seguramente no leyeron, como le pasó a Borís Pasternak con El doctor Zhivago. “El arte no es entretenimiento. En el mejor de los casos, es una revolución”, concluía.

Un estudio reciente confirma, una vez más, que infundir el hábito de la lectura a una edad temprana es el mejor regalo para el futuro, capaz incluso de salvar las desigualdades económicas de partida. Sin la lectura desde la infancia, estaríamos medio ciegos, dispuestos a aceptar cualquier consigna y a compartirla sin reflexión crítica. Leer, compartir libros, discutir ideas, apropiarse de nuevas formas de expresarse, permite ver un mundo siempre nuevo. Y mejorable, además.

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14 de noviembre de 2022
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Malabaristas de la mentira

Aunque espinosa y esquiva, la verdad es indispensable para el desarrollo funcional de una sociedad. Nuestra relación con la historia, la política y los medios de comunicación variará según el grado de conformidad con la realidad que estos presenten de hechos, hipótesis, ideas… Por deformación profesional tiendo a pensarlo todo en relación con el oficio de traductor y sus bretes. Durante mucho tiempo se consideró que la finalidad de la traducción era transmitir fielmente “la verdad” de un texto, aunque esa afirmación conlleva adentrarse en suelo resbaladizo. Yo estoy más cerca de la concepción de Cortázar, que veía la traducción como un “terreno equívoco y apasionado donde se pasa de la versión a la invención, de la paráfrasis a la palingenesia”.

Digresiones aparte, no existen las traducciones definitivas: alguien vendrá después con una versión distinta pero igual de válida, mejorará incluso aspectos de las anteriores, aunque tal vez en otros no las supere. Las traducciones que se hacen de un mismo libro reman en la misma dirección, porque no se traduce contra un traductor, sino aupado a hombros de los predecesores: la admiración es mejor maestra que la envidia o la vanidad.

Ahí está la gracia, el atractivo de la traducción como metáfora, ya sea para hablar de consenso, de aceptación de la imperfección, de escucha, de humildad. La traducción es una actividad inconclusa, sujeta a mejoramiento y corrección. Después de un siglo como el anterior, en que la imposición de verdades supremas y absolutas llevó al mundo al abismo, en el actual las orejas del lobo son la relativización de la verdad y la banalización de la mentira.

En el repertorio de la posverdad entran expresiones como hechos alternativos, y a su vera hacen carrera los demagogos. Si la posverdad tiene una finalidad, es la de radicalizarnos y no dejar una sola institución democrática al margen de la erosión y el descrédito. Son dos caras de una misma moneda. ¿Cuál es la posición óptima? Se encuentra en el canto, ese lugar delicado y de frágil equilibrio. Cuando la moneda reposa sobre él, es fácil hacerla caer. De eso se ocupa la propaganda, la desinformación o el negocio que hay detrás de las teorías conspirativas.

En el Omnibus Theatre de Londres, una sala cuya atmósfera recuerda a la Beckett cuando tenía su sede en Gràcia, acaban de llevar a la escena una pieza teatral de Lesia Ukrainka (1871-1913), una de las intelectuales más destacadas de las letras ucranianas. En Casandra da el protagonismo a ese personaje femenino secundario de la tradición griega al que Apolo otorgó el don de la profecía, pero luego maldijo: sus profecías serán siempre ciertas, pero nadie las creerá. Todo gira en torno a la verdad en la tragedia de Ukrainka.

En el acto central, asistimos a uno de los diálogos más lúcidos sobre nuestra relación con ella, o con la mentira disfrazada de verdad, o la mentira que queremos que sea verdad para no dudar de nuestros esquemas mentales, asentados con el tiempo y la dejadez. Dialogan Casandra y su hermano gemelo, Héleno, que ejerce de oráculo: la primera intenta avisar del desastre que se avecina con su verdad desnuda, mientras que el segundo manipula las emociones para dirigir a la población. “Les digo lo que necesitan oír, lo que es útil, lo que les enorgullece… Los corazones de los hombres son mis armas”. Para Héleno no tiene sentido discutir sobre la verdad y la mentira, porque la realidad se construye con palabras, y no al revés. Él hace augurios, y los rectifica sobre la marcha para adecuarlos a las circunstancias, contradiciéndose si es preciso, y de ese modo se gana la atención de los troyanos.

Más de un siglo después, las palabras de Ukrainka –figura pionera del feminismo y de la crítica al colonialismo– en un teatro alternativo del Londres post-Brexit, con la guerra en Europa como telón de fondo y los partidos de extrema derecha y de ideología nativista en auge, resuenan con una fuerza inquietante: los Hélenos de turno (vendedores de humo, de patriotismo adocenado y antiintelectualismo) parecen campar a sus anchas y reírse en la cara de las Casandras, que se topan con que la verdad sin vestimenta es demasiado incómoda. Más que por un “nuevo orden mundial” –fórmula para relativizar los derechos humanos–, las autocracias se han alineado para retorcer la verdad. Dice Héleno: “¿Qué es verdad, y cuándo? En retrospectiva el filo de la navaja divide las mentiras de la verdad. ¿Y en el presente? Nada”.

 

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26 de octubre de 2022

JOHN MACDOUGALL / AFP

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Mujeres, vida, libertad

Todas las guerras se parecen, pero cada una es terrible a su manera. Cuando hace seis años, en un escritorio de la medina de Tánger, acabé de traducir al catalán Los muchachos de zinc de la escritora bielorrusa Svetlana Alexiévich, flamante XXXIV Premi Internacional Catalunya, no me imaginaba un presente que me recordaría tanto aquella guerra brutal descrita en esas páginas al detalle. Entonces parecía ya solo una lección del pasado, pero quedó desmen­tido con la invasión ilegal de Ucrania. Actuaciones del ejército y gobierno soviéticos se han repetido ahora, pero con medios más refinados en cuanto a propaganda y extorsión. Lo que sigue igual: las víctimas inocentes del territorio invadido, soldados jóvenes y pobres como carne de cañón a los que se les aseguró que serían recibidos con júbilo y abrazos, la censura informativa (en el caso de la guerra ruso-afgana, para ocultar las pérdidas humanas, los ataúdes sellados se enterraban de noche), la apología belicista respaldada por el pasado “victorioso” y la negación de que se libraba una guerra…

La historia no avanza en línea recta como la pieza del peón sobre el tablero cuadriculado, sino dando saltos, a los lados, adelante y atrás, como el caballo. “No estaría mal escribir un libro sobre la guerra que provocara náuseas, que lograra que la mera idea de la guerra diera asco”, confiesa Alexiévich en La guerra no tiene rostro de mujer. Y bien que lo hizo, no solo dando voz a los protagonistas anónimos –“el proletario mudo de la historia, que desaparece sin dejar huella”–, sino tejiendo un texto desde la mirada femenina, que no se tiene en cuenta tampoco cuando se firman­ acuerdos de paz. “No logro quitarme de encima la sensación de que la guerra­ es fruto de la naturaleza masculina”, con­cluyó.

Me pregunto quién lee estos libros a menudo acompañados del adjetivo necesarios: ¿los leen quienes tienen entre sus manos el timón de los gobiernos y las instituciones internacionales? En un reciente título sobre liderazgo escrito por un conocido diplomático se elogia las virtudes de la lectura profunda (deep literacy) como una herramienta para lidiar con la realidad cambiante y encontrar la proporción en medio del caos: “Los libros registran las hazañas de los líderes que alguna vez se atrevieron mucho, como una advertencia”. Todo lo necesario para construir un mundo menos violento está ya impreso en papel. Sin embargo, según recordaba en la entrega del premio Formentor la escritora Liudmila Ulítskaya –como Alexiévich, emigrada forzosa en Berlín por la persecución de la libertad de expresión de Putin y Lukashenko–, la “hazaña de leer” está de capa caída, y libros que explicaron el oscuro pasado sovié­tico, liberados para el gran público durante la peres­troika (Grossman, Solzhenitsin, Vladímov, Chukóvskaya, Ajmátova…), no fueron interiorizados, pues al cabo de poco “el pueblo votó a favor de un personaje formado en las viejas tradiciones del KGB. De ahí crecen las raíces del estalinismo que renace en nuestro país”.

Y vuelvo al libro de Alexiévich sobre la guerra de Afganistán, el mismo lugar donde­ ­hoy niñas y jóvenes dan la vida por querer estudiar en una dictadura de hombres, y encuentro una confesión que un consejero militar le hace a Alexiévich: “Digan lo que digan, es bueno que haya acabado así, en derrota. Eso nos abrirá los ojos…”.

Pero los ojos no se abrirán, ni siquiera en la derrota, si una y otra vez la voz femenina no se abre paso de una vez por todas, portadora de una verdad que hoy gritan las iraníes a pleno pulmón, quitándose el pañuelo que niega su libertad, haciendo el dedo a los retratos de los radicales religiosos, parando el tráfico y plantando cara a la policía de la moral: “Mujeres, vida, libertad”. La fórmula de la paz expresada con los tres elementos fundamentales que la conforman. Allí donde la mujer no es subyugada por el hombre, allí donde se respeta la vida en todas sus manifestaciones, allí donde la libertad es la base de las relaciones humanas, no arraigan los sueños imperialistas ni la cultura de la guerra y la dominación. “Hablen de lo que hablen, las mujeres siempre tienen presente la misma idea: la guerra es ante todo un asesinato… He comprendido que para una mujer matar es mucho más difícil”, observó Alexiévich.

La guerra iniciada por Rusia nos ha recordado aquella hipótesis de que, con más mujeres en los círculos de poder, menos militarista será la política. Pero aún no hemos tenido agallas de intentarlo siquiera.

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13 de octubre de 2022
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El Boomeran(g)
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