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A la caza del hipócrita

Por 13 de febrero de 2023 Sin comentarios

Marta Rebón

 

Tachadme de hipócrita. Fui a solicitar un crédito personal, con el agobio de hacerlo en plena escalada de los tipos de interés, y aparenté estar a gustísimo en la ceremonia de sonrisas que se prodigan en las sucursales bancarias. Los empleados se las cuelgan a modo de trofeo en los labios, como haciéndose eco de las que saturan la publicidad corporativa. Fingí interesarme por un sistema de alarma para la casa (“tu hogar”, en jerga mercantil), pero la “gestora personal” no pareció captar ningún disimulo en mí (su “clienta”). Sí, ella llevaba bien aprendida la lección de Muerte de un viajante, cuyo protagonista, Willy Loman, da la clave para ser un gran vendedor: “No es lo que haces, sino la sonrisa que hay en tu cara”.

Aunque la hipocresía es un arte (etimológicamente: “el de interpretar un papel”), en el escenario de la vida cotidiana no abundan los talentos. Así, tras el inventario de muecas afables, a la empleada se le congeló la cara en un rictus arisco y, con el tono desenfadado de cuando quieren endilgarte un producto, me propuso: “Si suscribes una póliza de seguro, agilizo los trámites y ahora mismo lo autorizo”.

Todo fue como la seda. Al día siguiente, acogiéndome a mi derecho al desistimiento, solicité la cancelación de la póliza: ipso facto se me restituyó el importe en la cuenta. Os lo cuento por si sirve para captar vuestra benevolencia –recordáis, supongo, alguna situación en que tuvisteis que mostrar una doble cara– y para afirmar, de paso, que en un momento dado todos somos hipócritas (más o menos, según el contexto).

A falta de algún humano cerca para conversar, le pregunto a la inteligencia artificial (a ver si ChatGPT me ilumina) si la hipocresía es necesaria para vivir. La muy hipócrita me contesta que nanay, que siempre se puede –¡y se debe!– vivir de manera auténtica y sincera. Afino más la pregunta para ponerla contra las cuerdas: ¿es necesaria la hipocresía en la política? Y vuelve con la cantinela, en un tono tirando a aleccionador: “En cualquier circunstancia la honestidad y la transparencia son valores fundamentales que contribuyen a la confianza y a la construcción de relaciones saludables y sólidas”. En fin, ChatGPT peca de idealista y la corrección política no es la mejor manera de entablar una amistad.

Un fantasma recorre el mundo de las relaciones internacionales, y ese fantasma (o arma arrojadiza) es el calificativo hipócrita. Por ejemplo, los críticos de Europa señalan la hipocresía de los mecanismos de inmigración del Viejo Continente, con su trato preferente a algunos colectivos, mientras que otros solicitantes de asilo, varados en campamentos improvisados, aguardan en condiciones insalubres. Recordad cuando hace tres años Lukashenko instrumentalizó la inmigración ilegal contra Lituania y Polonia para generar artificialmente una crisis: mediante una agencia turística estatal, ofreció a iraquíes y sirios pasaje de ida a Minsk, traslado, noche de hotel y desplazamiento hasta la frontera con Polonia. Los inmigrantes se jugaban la vida, algo que le importaba poco o nada al dictador bielorruso.

Un crítico por antonomasia de la hipocresía del orden liberal es Noam Chomsky, pero como pone en el punto de mira siempre a los mismos acaba incurriendo en otra hipocresía que lo hace cómplice de regímenes autoritarios. Fue el intelectual estadounidense que más racionalizó los atentados terroristas del 11-S y llegó a argumentar, como si una cosa justificara la otra, que el número de muertos era menor en comparación con el reguero de víctimas en el tercer mundo por el “terrorismo mucho más extremo” de la política exterior estadounidense. Pensadores de extrema izquierda consideran que todos los males del mundo son achacables a Estados Unidos: debido a su persistente déficit comercial, dicen, necesita respaldar la confianza en el dólar como divisa de reserva mundial, y ante cualquier coyuntura siempre sacan a colación la catastrófica intervención en Irak.

Son los mismos que hablan del imperio expansionista estadounidense, pero callan ante los anhelos homólogos de Rusia, y el pisoteo crónico de derechos humanos en otras latitudes. No sé si tendrán el cinismo de justificar a oligarcas y estrellas mediáticas de Rusia que denuncian al “Occidente corrupto”, pero bien que adquirían lujosas villas en nuestras­ costas. Lo mismo pasa con los líderes afganos: prohíben a las niñas estudiar, pero sus hijas se forman en el extranjero. La caza del hipócrita es un lodazal en que se ahoga cualquier solución a los problemas.

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Marta Rebón

Marta Rebón (Barcelona, 1976), se licenció en Humanidades y Filología Eslava. Amplió sus estudios en universidades de Cagliari, Varsovia, San Petersburgo y Bruselas, cursó un postgrado en Traducción Literaria en Barcelona y un Máster en Humanidades: arte, literatura y cultura contemporáneas. Tras una breve incursión en agencias literarias se dedicó a la traducción y a la crítica literarias. Ha traducido una cincuentena de títulos, entre los que figuran novelas, ensayos, memorias y obras de teatro. Entre sus traducciones destacan El doctor Zhivago, de Borís Pasternak; El Maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov; Cartas a Véra, de Vladimir Nabokov; Gente, años, vida, de Iliá Ehrenburg; Confesión, de Lev Tolstói o Las almas muertas, de Nikolái Gógol, así como varias obras al catalán de Svetlana Aleksiévich, Premio Nobel de Literatura en 2015. Actualmente es colaboradora de La Vanguardia y El Mundo. Sus intereses de investigación incluyen el mito literario de varias ciudades y la literatura rusa del siglo XX. Fue galardonada con el premio a la mejor traducción, otorgado por la Fundación Borís Yeltsin y el Instituto Pushkin, por Vida y destino, de Vasili Grossman, escogido el mejor libro del año en 2007 por los críticos de El País. Ha expuesto obra fotográfica en Moscú, La Habana, Barcelona, Granada y Tánger en colaboración con Ferran Mateo, quien también participa en sus proyectos editoriales. Ha publicado En la ciudad líquida (Caballo de Troya, 2017) y El complejo de Caín (Destino 2022). Copyright: Outumuro

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