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Escrito por

Marta Rebón

Marta Rebón (Barcelona, 1976), se licenció en Humanidades y Filología Eslava. Amplió sus estudios en universidades de Cagliari, Varsovia, San Petersburgo y Bruselas, cursó un postgrado en Traducción Literaria en Barcelona y un Máster en Humanidades: arte, literatura y cultura contemporáneas. Tras una breve incursión en agencias literarias se dedicó a la traducción y a la crítica literarias. Ha traducido una cincuentena de títulos, entre los que figuran novelas, ensayos, memorias y obras de teatro. Entre sus traducciones destacan El doctor Zhivago, de Borís Pasternak; El Maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov; Cartas a Véra, de Vladimir Nabokov; Gente, años, vida, de Iliá Ehrenburg; Confesión, de Lev Tolstói o Las almas muertas, de Nikolái Gógol, así como varias obras al catalán de Svetlana Aleksiévich, Premio Nobel de Literatura en 2015. Actualmente es colaboradora de La Vanguardia y El Mundo. Sus intereses de investigación incluyen el mito literario de varias ciudades y la literatura rusa del siglo XX. Fue galardonada con el premio a la mejor traducción, otorgado por la Fundación Borís Yeltsin y el Instituto Pushkin, por Vida y destino, de Vasili Grossman, escogido el mejor libro del año en 2007 por los críticos de El País. Ha expuesto obra fotográfica en Moscú, La Habana, Barcelona, Granada y Tánger en colaboración con Ferran Mateo, quien también participa en sus proyectos editoriales. Ha publicado En la ciudad líquida (Caballo de Troya, 2017) y El complejo de Caín (Destino 2022). Copyright: Outumuro

'Mi corazón' de Else Lasker-Schüler. Firmamento, 2024

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Else Lasker-Schüler y la búsqueda de un amor hecho de milagro

 

A principios del siglo pasado, Berlín era una fiesta, antes de que se empezaran a cavar trincheras en Europa o la ciudad se convirtiera en la capital de los rusos blancos. Mejor dicho, era un teatro de variedades donde se daba rienda suelta a los sueños, hasta entonces, como genios, encerrados en la botella del inconsciente. Era también un gran café atestado de emigrados, artistas, intelectuales y bohemios llegados de todas partes para inventar la experiencia urbana contemporánea.

O la pista de un circo que un funámbulo cruzaba desde lo alto, clavando la mirada en un punto fijo. O era un parque de atracciones, como el Lunapark, que exhibía también a seres humanos esclavizados para el espectáculo de la mirada (los Völkerschauen, o zoos humanos).

En ese Berlín -y en esos ambientes- se integró Else Lasker-Schüler (Elberfeld, 1869-Jerusalén, 1945), una de las poetas alemanas más originales, desinhibidas e inclasificables, adorada y detestada a partes iguales. Lasker-Schüler, que se había mudado allí a los veinticinco años, fue definida por Karl Kraus, llamado en estas páginas el "Dalai Lama de Viena", como un cruce de arcángel y pescadera. Todas estas localizaciones se describen en esta novela epistolar.

 

Un manual de cartas de amor

Dirigidas a su marido, Herwarth Walden (y a su acompañante, el abogado Kurt Neimann), durante su viaje por Noruega, los protagonistas de estas cartas son la ciudad y los sentimientos de la autora. Ella explora ese espacio intermedio entre lo público y lo privado llamado extimidad. Hoy, sería fácil etiquetar Mi corazón como "literatura del yo", aunque esta clasificación resulta insuficiente tanto en la actualidad como en vida de Lasker-Schüler. Aunque ha sido más estudiada por su poesía, la apreciación de su prosa ha crecido en las últimas décadas.

En cualquier caso, para definir esta obra, me quedo con el subtítulo de su edición original de 1912: Ein liebesroman mit Bildern und wirklich lebenden Menschen (Algo así como "una novela de amor con imágenes y personas realmente vivas"). En Mi corazón sólo leemos las cartas de ella, su tránsito por los territorios del amor, la pasión, los celos, la confusión, la tristeza o el desencanto, pues su relación con Walden estaba llegando a su fin: "Te conozco y me conoces, ya no podemos sorprendernos y yo sólo puedo vivir de los milagros. ¡Inventa un milagro, por favor!".

Su visión del sentimiento amoroso es intensa, sin medias tintas. "El amor, Herwarth, ya sabes lo que yo pienso del amor: que, si fuera una bandera, la conquistaría o moriría por ella", le dice, y bromea con comercializar el epistolario como "el único manual verdadero para escribir cartas de amor".

Tener el cielo dentro

Pero que no lleve esto el lector a engaño. Mi corazón mira para adentro, y desde ese "adentro" mira también afuera, a Berlín, que no siempre es amable ("Berlín solo tiene una mirilla, un cuello de botella, y casi siempre está taponado, hasta la fantasía se ahoga"). Esa mezcla, de un tono íntimo, irónico y algo descarado, nos seduce. Lo hace con un lenguaje acrobático, sensual y juguetón, sin por ello ocultar las penurias económicas.

("Pero tener poco dinero lo soporto aún peor, no estoy acostumbrada a vivir en miniatura"), cuyo sabor agridulce compensa con descargas líricas imprevistas: ahora unos besos son "mariposas de amatista quemada", una voz es "como un cráter humeante" o de ella "resuenan flores de cristal veneciano y verdaderos encajes palaciegos crujen bajo sus palabras", y de la escritura de alguien dice que tiene "olas sagradas con aroma a oración".

El conjunto es como la búsqueda de una respuesta, con palabras y dibujos, a la pregunta que lanza Lasker-Schüler, a sí misma y al lector: "No se puede entrar en el cielo si no se tiene el cielo dentro, sólo lo eterno apremia hacia la eternidad. (...) Los milagros de los profetas, las obras de los artistas y todas las iluminaciones, también la imprevisible alegría de los ojos, surgen de la eternidad, del azul duradero del corazón". ¿Lo es este corazón?

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2 de septiembre de 2024

'La ferocidad', de Nicola Lagioia (Random House, 2024)

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Un feroz Nicola Lagioia: corrupción, codicia y machismo en estado puro

El inverosímil suicidio de la hija de un corrupto hombre de negocios sirve al escritor para pintar un descarnado fresco social del microcosmos italiano y de todas las pasiones subterráneas que mueven realmente el mundo.

De La gran belleza a Gomorra, esta es la medida del contraste. De Pasolini a D'Annunzio, del Fiat Cin-quecento al Ferrari Testarossa. La Italia meridional ochentera que retrata Nicola Lagioia (Bari, 1973) en La ferocidad (Premio Strega, 2015) es como un guion de Saviano filmado por Scorsese que plasma una "energía brutal propagada en el vacío (...) Tal vez el residuo de un tiempo anterior a las primeras leyes cinceladas en el basalto, una era lejanísima y feroz, siempre dispuesta abrirse bajo nuestros pies".

No nos sumerge en un ambiente de pipas y recortadas, sino de tejemanejes de cuello blanco, de planes urbanísticos y ecocidios. En la cima está el padrone, el septuagenario Vittorio Salvemini, un hombre hecho a sí mismo cuyo "ejército de excavadoras" no solo ocupa la costa adriática; también hay un hotel en Phuket, un balneario en Turquía... "Entre las diez y las once de la noche era el único momento en el que la maquinaria de su pequeño imperio se detenía en todas partes".

Y, si hay que transitar por el filo de la ilegalidad, se hace, porque "si los hombres de negocios no mantuvieran alto sus umbrales de inconsciencia nunca podrían gobernar el mundo como lo hacen". La corrosión del poder en estado puro y a todos los niveles.

AQUELLO QUE MUEVE EL MUNDO En este mundo profundamente misógino -"Las 'viejas furcias' eran las esposas, mientras que las 'putas' eran las mujeres (normalmente más jóvenes) con las que se acostaban fuera de sus respectivos matrimonios"-, aparece el cadáver de una joven al inicio de la novela, "desnuda, pálida y cubierta de sangre". Es Clara, la hija de Vittorio, "una Natalie Wood sin la última capa de barniz". Caso cerrado al cabo de poco: suicidio tras un grave episodio depresivo. ¿De verdad?

Lagioia envuelve desde múltiples puntos de vista esa muerte, que acaba por convertirse en un fresco social del microcosmos italiano, pero también de la codicia -y el machismo- como fuerza motriz universal. Aunque el lector no acabe de entender del todo qué movía la vida disoluta de Clara. "Nos guían fuerzas de las que no somos conscientes, actuamos sin saber por qué, decimos cosas cuyo motivo nos resulta desconocido, crímenes sin culpa y muertes sin causa aparente", dice casi a modo de excusa el autor.

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11 de julio de 2024

LONG ISLAND, de Colm Tóibín (Lumen, 2024)

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Colm Tóibín regresa a Nueva York: de nostalgias, exilios y la épica de la cotidianidad

Para quien emigra, la vida transcurre simultáneamente en dos lugares. El migrante (refugiado, exiliado, desplazado, expatriado, o como quiera que se defina su estatus) se abre camino en un país que no es el suyo, mientras que una suerte de existencia espectral sigue su curso allí donde todo era tan familiar y conocido como la lengua materna. Y lo hace según las variadas posibilidades de lo que podría haber sido. Es una experiencia de escisión en que no siempre se consigue equilibrar pérdidas y ganancias, y con el paso de los días se hace más difícil responder a la pregunta de adónde pertenece uno.

Algunos cortan por lo sano y prefieren no volver la mirada atrás; otros procuran reproducir la cultura del país de origen y actuar como si nunca se hubieran ido, o incluso se quedan atascados en un estado intermedio, un limbo donde es complicado responder sobre las raíces, las pertenencias, los afectos. En cualquier caso, también llevan consigo una maleta con los sesgos, prejuicios y bondades heredados.

DESGARRADA ENTRE DOS MUNDOS La temática de las dificultades que surgen al iniciar una nueva vida en tierra ajena es una constante en la obra del irlandés Colm Tóibín (Enniscorthy, 1955), quien emigró a Barcelona en 1975, poco después de graduarse, y fue testigo de los primeros años de la Transición española. Esta temática no solo se encuentra en sus relatos y novelas, sino también en sus narraciones sobre las vidas de otros escritores. Entre estos últimos, ha mostrado preferencia por aquellos que, por diversos motivos, residieron un periodo de su vida en otro país, como Thomas Mann, Henry James o Elizabeth Bishop.

No es casual que la novela Brooklyn, su éxito de 2009 (como también lo fue la adaptación cinematográfica), aborde estos frágiles equilibrios a los que inevitablemente se enfrentan los emigrantes. La historia sigue a una joven originaria del mismo pueblo de Tóibín, en el sudeste de Irlanda, que busca nuevas oportunidades en el Estados Unidos de la década de 1950, alejándose de un entorno social angustiosamente estrecho. Añadía un giro a la aventura de Eilis Lacey un regreso temporal a Irlanda a causa de la muerte de su hermana, quien la había ayudado a alcanzar la tierra de oportunidades. Es al volver a su pueblo cuando todo lo que se decidió dejar atrás despliega sus encantos, y lo que ata a uno al lugar de nacimiento, personas y paisajes, entona sus cantos de sirena.

No es ningún destripe contar que Eilis vuelve a América, en tanto en cuanto esta secuela se titula Long Island. A pesar de la distancia entre una costa y otra, lo que motivó que ella volviera a zarpar en un barco al final de Brooklyn es lo mismo que la hizo partir la primera vez: las habladurías, que viajan transoceánicamente hasta Enniscorthy. Eilis había contraído matrimonio con un hombre de origen italiano, Tony. Su historia sentimental con Jim Farrell, enamorado de ella, y que brota durante esos días de luto en Irlanda, se vuelve entonces imposible. En ambas novelas, los secretos y los silencios adquieren una centralidad insalvable.

Si Brooklyn tiene una tensión ascendente porque Eilis se lanza a una aventura cuyo desarrollo no puede controlar —la ansiedad permanente de "cuando su mente se acercaba al miedo o al terror real, o peor, al pensamiento de que iba a perder aquel mundo para siempre, (...) que el resto de su vida sería una lucha con lo desconocido" —, en Long Island se saca provecho de que los protagonistas no nos son (en principio) extraños, y el vértigo del conflicto se sitúa ya en la primera página.

"MUCHAS VECES LA FAMILIA ES LO PEOR" Han pasado unos veinte años, Eilis y Tony se han mudado a los suburbios, han tenido dos hijos, ella ha alcanzado cierta independencia financiera trabajando por su cuenta y es alguien más segura de sí misma. De pronto, un irlandés desconocido llama a su puerta para advertirle que su marido, fontanero, ha dejado embarazada a su mujer. "Lo dejó todo bien arreglado en nuestra casa. Incluso hizo algo más de lo presupuestado", observa y le advierte que le entregará al "pequeño bastardo", lo quiera o no. Eilis ya no es una jovencita; su enfado se cuece a fuego lento, y de nuevo se enfrenta a la pregunta: ¿qué hacer ahora?

La unidad que el autor consigue entre Brooklyn y Long Island -aunque pueden leerse de manera independiente- no se limita sólo a los personajes, que creen fugazmente dominar su destino hasta que las circunstancias los ponen en su lugar. En esta secuela Tóibín crea una serie de repeticiones notables y efectivas. Por ejemplo, Eilis huye de la jaula natal para acabar metida en otra: la que crea la familia de Tony, ya que la pareja vive pegada a la casa de los padres y hermanos de él. "Si decidía salir a dar un paseo, una de sus cuñadas o su suegra le preguntaba adónde había ido y por qué", explica el narrador, lo que genera microconflictos culturales entre la estructura familiar italiana de él y el sentimiento irlandés de ella, más independiente.

Eilis se tomará un tiempo de reflexión de resultas de la infidelidad de Tony y vuelve otra vez a Irlanda -la primera vez para sus hijos- aprovechando la excusa del ochenta aniversario de la madre y abuela, respectivamente. Otra vez Eilis se siente escrutada por los que se quedaron, pero también se reviven sentimientos dormidos. De nuevo otro triángulo (antes Eilis-Tony-Jim, ahora Eilis-Jim-Nora, la mejor amiga, viuda, con quien Jim inició una relación secreta) y de nuevo el poder devastador de un rumor en los compases finales.

Long Island no tiene (ni podía tener) un final feliz. Tampoco uno cerrado (al igual que Brooklyn). Y no parece una treta para vendernos en el futuro una trilogía. Si Tóibín decidiera dejarlo aquí, sería igualmente un díptico sobresaliente. Le ha bastado narrar bien una historia atravesada por la épica de la cotidianidad y dibujar unos personajes que no son héroes ni villanos, sino muy humanos y vulnerables, paradójicamente, por lo que tienen más próximo. "Muchas veces la familia es lo peor", afirma en un momento dado la madre de Eilis, rencorosa con ella por haber tardado tanto en visitarla, pero con un profundo y callado amor por su hija y sus nietos.

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28 de junio de 2024

'Los árboles no huyen', de Verena Stössinger (Periférica, 2024)

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Verena Stössinger: la necesidad y los peligros de buscar nuestras raíces

Un hombre mayor viaja a su infancia, no con las alas de la memoria, sino por carretera de Suiza a Kaliningrado y al istmo de Curlandia, acompañado de su esposa. Nunca había regresado desde que, junto con su hermano, lo llevaron a Berlín en el otoño de 1947 en un tren repleto de niños. Reflexiona que, con unos pocos años más, su vida habría sido totalmente distinta, pues también lo habrían reclutado: "A eso lo llaman la gracia de nacer más tarde".

Era un viaje largamente postergado, hasta "que fue plenamente consciente: si no lo hago ahora, no lo haré nunca. Y jamás volveré a ver los paisajes ni los lugares de antaño, las ciudades, el mar, los árboles, ni tampoco encontraré nunca las piezas que deberían encajar en los vacíos que se abren cuando pienso en el pasado".

UN DEAMBULAR SINUOSO En el ocaso de su vida, renace el deseo de pasar cuentas con ese tiempo pretérito, pero sobre todo de enfrentarse a sus lagunas. Porque lo único que aún conserva de aquellos primeros años, aparte de unos pocos recuerdos (él mismo enterró a su madre y su padre, desapareció), son cuatro fotografías en blanco y negro. "Ojalá los paisajes sigan siendo los mismos entonces, piensa, mientras el narrador, como un compañero de travesía, sostiene que "a quien no recuerda nada se le permite formular cualquier deseo".

Los árboles no huyen, novela-ensueño de Verena Stössinger (Lucerna, 1951), se divide en dos mitades, el durante y el después de esa visita a un territorio de la infancia donde hasta la toponimia ha cambiado -ya no son Königsberg o Dánzig, sino Kaliningrado y Gdansk-, así como las lenguas habladas allí y las fronteras, para las cuales necesitará visado. Lo que inicialmente es una tentativa bienintencionada de revivir el pasado sin más guía que unas imágenes mentales muy tenues, casi espectrales -"a su edad (...) ya es imposible detener el tiempo y pronto esa fuerza que aún posee la necesitará para dominar el presente"-, convierte este viaje de retorno en una suerte de deambular sebaldiano, cámara fotográfica en mano, en un intento de (re)conocer las huellas arqueológicas de lo vivido.

La narración es sinuosa, como las circunvoluciones del cerebro, una bruma cuyos sonidos de fondo son los bombardeos y "un olor a humedad y a viejo, a miedo y meado". Bea, su esposa, más joven que él, "muy terrenal, práctica y diligente", lo ayuda con sincero interés a encontrar los lugares donde él vivió. Llevan casi media vida juntos y "se complementan". Ella cree que "todos los problemas tienen solución", por lo que su pragmatismo e iniciativa a veces chocan con las intuiciones de él.

EL PESO DE LA VERDAD Será Bea quien ayude a su marido, en la segunda parte, de regreso en casa, a saber más, pero ya no sobre el terreno, sino a través de documentos: libros, archivos, recuerdos de otros. Entonces, la poética de la memoria del inicio cambia a un lenguaje más sobrio que revela una verdad angustiante. De cada indicio sobre quién era, por ejemplo, el padre de él, surgen más y más preguntas en un torrente irrefrenable (y turbador).

Stössinger aborda con inteligencia en este bellísimo libro algo tan quebradizo como los recuerdos y las herencias recibidas, tanto de un refugiado arrancado de cuajo de sus raíces (de ahí su anhelo de "ser como un árbol de grandes raíces fijas") como de una Europa que aún mira por el retrovisor con sentimientos encontrados: la sensibilidad de la víctima y el descaro del verdugo.

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14 de junio de 2024

"El precio que pagamos" de David Grossman. Debate, 2024

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Así se destruye un país: Israel y su peligroso camino hacia la violencia total

La épica de una victoria inesperada y rotunda puede inspirar percepciones -y, si no se desafían, cronificarlas- que alimenten la confianza de forma desmedida. Durante su investidura como doctor honoris causa por la Universidad Hebrea de Jerusalén en 2017, David Grossman (Jerusalén, 1954) recordaba las palabras de Isaac Rabin cuando era jefe del Estado Mayor, pronunciadas tras la Guerra de los Seis Días en ese mismo lugar, el campus del monte Scopus, y que a él le causaron un escalofrío que recorrió su cuerpo de tan sólo trece años.

Según Grossman, la euforia por la magnitud de la salvación experimentada "confirió a la guerra y a sus efectos la condición de un relato moral que casi traspasaba los límites de la realidad y de la lógica". Al hilo del discurso de Rabin, asesinado a traición por un extremista israelí en 1995, Grossman subrayaba la asunción entonces de que el pueblo judío no estaba "acostumbrado ni ha sido educado para disfrutar del júbilo del ocupante victorioso", herencia secular de su pasado como minoría señalada, perseguida y amenazada que de repente pasó, en una semana, de la amenaza existencial a hacerse "casi con un imperio".

ARRASTRADOS AL ABISMO Aquella idea era aceptada por la mayoría, pese a que, desde ese instante, sostiene Grossman, se habían ya plantado las semillas del racismo y el nacionalismo que germinan en toda "ocupación militar", además de la "exaltación mesiánica". No existe ningún pueblo, reflexiona en este texto incluido en El precio que pagamos, junto con otros antes publicados casi en su totalidad en las páginas de Haaretz, así como otros leídos en ceremonias y actos cívicos, "vacunado contra la embriaguez del poder".

¿Y cuál es ese precio? Tres días después del ataque terrorista del pasado 7 de octubre, Grossman lo resumió así: el de "haberse dejado arrastrar durante años por un liderazgo corrupto que lo ha llevado hacia el abismo destrozando las instituciones judiciales y su misma integridad, (...) un liderazgo dispuesto a poner al país en peligro existencial solo por salvar a su primer ministro de ir a la cárcel".

Esta compilación urgente, en la estela de su anterior Escribir en la oscuridad (Debate, 2010), nos sumerge sobre todo en el estado de ánimo social previo al atroz ataque de Hamás. Su expresión más clara fueron las manifestaciones masivas contra el proyecto de ley que socavaba la independencia judicial. La tensión en la opinión pública fue tal que los pilotos de combate en la reserva y otros militares de la Fuerza Área firmaron una carta de protesta en junio de 2023 comunicando que suspendían su servicio, lo que ponía en jaque la seguridad de Israel.

CRÍTICA Y AUTOCRÍTICA En Reflexiones sobre la paz (2004), del título citado, Grossman recogía un comentario que circulaba de boca en boca — "La guerra con los árabes nos salva de una guerra civil"—, y en El precio que pagamos cobra nueva relevancia.

Y es que la amenaza exterior ha actuado como pegamento entre grupos antagónicos internos sin la cual el riesgo de implosión del país solo ha hecho que postergarse. Por eso la polarización extrema del año pasado despertó un temor genuino a la quiebra interna (Mi país es un cuerpo enfermo, 25 agosto de 2023). Si bien el autor, cuyo hijo Uri murió durante una operación militar al sur del Líbano en 2006, no escatima esfuerzos ni ocasiones en señalar el origen del cataclismo desde dentro en los sectores de derechas más radicalizados y en las "calamidades a lo Ceauescu" de la familia Netanyahu y sus acólitos —la colonización de los territorios ocupados dibuja unas fronteras inestables que provocan la "eterna tensión" y "sospecha perpetua" entre el impulso de invadir el territorio vecino y el temor de ser invadido—, no se olvida de la autocrítica.

Advierte sobre la permisividad, el cinismo, la desconexión de la política —o lo que llama un "sofisticado mecanismo de autoengaño"—, la apatía o el fatalismo de una parte importante de la población que conduce al desmantelamiento de las bases del Estado de Derecho. "La magnitud de los sucesos de octubre borra a ratos lo que estaba sucediendo antes", afirma, porque es un galimatías hablar de "democracia ocupante".

LA UNIÓN DE LOS PACÍFICOS Y así, El precio que pagamos lanza una advertencia también sobre el caos que se genera si la sociedad civil permite que una minoría se apropie de los símbolos nacionales (como la bandera), imponga preceptos religiosos ("que se enroscan como una venenosa hiedra alrededor de la política"), promueva la fuerza militar como principio básico y posibilite que estos y otros lugares comunes de la extrema derecha, con el beneplácito de los partidos situados en una órbita próxima, se afiancen en un parlamento y carcoman principios elementales ("la igualdad es el punto de partida de la ciudadanía y no la consecuencia de ella").

Una tierra antaño "imaginada, maravillosa y de ensueño" ha acabado desfigurada en la definición que da Grossman: "Un Estado judío es el que tiene la habilidad de vivir en cuerpo y alma en una dimensión ilusoria y enajenada al tiempo que niega absolutamente la realidad (¿Qué es un Estado judío?, julio de 2023). Las ochenta brechas que se abrieron en la valla "más sofisticada del mundo" el 7 de octubre de 2023 dan buena cuenta de ello.

Pone el broche a este libro Siempre os recordaremos, unas palabras en memoria de los torturados y asesinados al sur de Israel. No se extiende al contraataque masivo posterior en Gaza cuyo final todavía no imaginamos, pero nos cuenta el marco emocional, político y social previo, así como los miedos cervales que se han despertado. Aun así, decenas de miles de muertos en Gaza después, una reflexión de 2021 (Y a pesar de todo) no ha perdido vigencia: "La verdadera lucha no debe librarse entre árabes y judíos, sino entre los que en ambos lados aspiran a vivir en paz, en medio de una colaboración justa, y aquellos, también de ambos lados, que alimentan su mente y su ideología con el odio y la violencia".

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27 de mayo de 2024

Automática Editorial, 2024

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Filip David: la imposibilidad de olvidar el ruido del horror

 

Recuerdo una videoinstalación que vi en la exposición temporal Segunda Guerra Mundial: Drama, símbolo, trauma, en el Museo de Arte Contemporáneo de Cracovia. Consistía en dos fogones encendidos proyectados contra el suelo, lo que creaba una imagen hipnótica de las llamas como un par de ojos azules en la oscuridad, acompañado del sonido del gas, un elemento familiar en muchas cocinas domésticas, pero también presente en las cámaras de exterminio. El artista, Miroslaw Balka, buscaba provocar una asociación mental perturbadora al llevar la memoria del genocidio al espacio íntimo de cualquier visitante. La pregunta implícita era cómo las generaciones sin experiencia directa del Holocausto podían interiorizar esta catástrofe histórica.

En la novela La casa del recuerdo y del olvido, su protagonista, Albert Weiss, vive atormentado desde niño por otro sonido: el chirrido y el traqueteo de las ruedas de un tren en movimiento que nunca lo abandonan. Aunque a veces parece desaparecer, siempre regresa "más fuerte, más persistente, más insoportable".

EL DOLOR DEL SUPERVIVIENTE Es tan aterrador que acude al médico, quien le confirma que sus oídos están sanos y que se trata de un tinnitus, un ruido mental interno. "Acéptelo como algo inevitable, algo con lo que tiene que vivir", concluye el médico. Pero el lector ya sabe (cap. 3) que ese ruido se trata del fantasma sonoro de una herida imposible de cicatrizar: mientras viajan hacinados en un vagón con destino a un campo de concentración, el padre de Weiss —por cuyas venas "corría la sangre del gran Houdini"— consigue abrir en la madera una vía de escape para él y su hermano pequeño.

En mitad de la noche, los dos cuerpos infantiles caerán sobre la nieve. Aunque Albert se salva gracias a la ayuda de un guardabosques alemán, pierde a su hermano y tampoco volverá a ver a sus padres. Su condición de superviviente se convierte en una zarpa que lo agarrará permanentemente por el cuello y lo mantendrá siempre con un pie fuera de la realidad, entre la depresión (la «tormenta oculta») y el insomnio, mientras se embarca en una búsqueda imposible: descubrir, como el físico Higgs hizo con la llamada "partícula de Dios", la "partícula del mal" que explique las tinieblas del alma humana.

Aunque no como Arendt, apunta Weiss en su diario, que "pudo por fin dormir tranquila con la creencia de que un crimen de la magnitud del Holocausto nunca más se iba a repetir y, de que, si ocurría, sería algo metafísico, externo a la comprensión humana".

UN MONUMENTO A LA MEMORIA El escritor y guionista Filip David (Kragujevac, Serbia, 1940) entrelaza datos de su vivencia personal del exterminio de los judíos de los Balcanes —él, hijo de madre judía sefardí y padre askenazí de ascendencia ucraniana— con una exploración literaria, filosófica y mitológica sobre el origen del mal, un saber tan opaco como inasible. Fusiona la Cábala con la física cuántica en un intento por trascender los límites de la razón y las emociones. "Cada cuarenta años se reinterpreta el pasado en la memoria colectiva —escribe en una carta otro de los personajes—. (...) Los testigos vivos desaparecen, las lecciones aprendidas dejan de estar vivas y de ser inspiradoras (...) y, desde el presente, como escribió Eric Hobsbawm, corrigen el pasado".

En esta novela galardonada con el prestigioso Premio Nin en 2015, David, uno de los últimos "testigos vivos", erige un monumento a la memoria que se alza, opino sin incurrir en la exageración, como una de las cimas de la literatura del Holocausto. Su erudición, sensibilidad y compromiso nos atraviesan como dos ojos azules de fuego en la oscuridad.

¿Olvidar o recordar?, se pregunta Weiss cuando durante un viaje a Nueva York entra en la casa a la que se alude en el título, una visión mágica al estilo de la misteriosa habitación tarkovskiana de Stalker. ¿Qué sentido tiene liberarse de ese malestar interior, si en él persiste vivo el recuerdo de sus padres y hermano? Para Weiss, ese dolor es lo que lo define; "sin él, Albert Weiss no existe".

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16 de mayo de 2024

El peón en el tablero de Irène Némirovksy (Salamandra, 2024)

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Irène Némirovsky y la historia de un desencanto en época de crisis

En 1934, cuando se publicó El peón en el tablero, Irène Némirovksy (Kiev, 1903-Auschwitz, 1942) explicó en una entrevista radiofónica que la inspiración de su obra, entonces ya reconocida en Francia, era el entorno que mejor conocía; esto es, el integrado "por desequilibrados que abandonaron el entorno en el que normalmente habrían vivido, y que no pueden adaptarse a una nueva vida sin conmoción y sufrimiento". Para esta su primera entrega en la editorial Albin Michel, siguió tirando del hilo -un arco que va de El malentendido (1926) a Los perros y los lobos (1940)— de su árbol genealógico, de cuyas ramas caían, una vez maduros, nouvelles y relatos.

En el presente título la autora se propuso, como apuntó en su diario, hacer un retrato del "hombre de 1933" o, dicho de otro modo, de la malaise existencial de ese momento. Para ella aquel fue un año de transición personal: cambio de editorial, muerte del padre y mayor estrechez económica, que la obligó a acelerar el ritmo de escritura. Con las futuras ventas en mente, Némirovsky optó por el naturalismo en detrimento de la experimentación, sin olvidar que al público "le entusiasma que le describan la vida de los "ricos".

Esto incluye su caída en desgracia, como es el caso del protagonista, Christophe Bohun, un oficinista veterano de guerra que odia la mediocridad de su oficio, herencia de los negocios mal llevados de su padre, un "David Golder" con ecos del progenitor de la propia Némirovsky, Leonid, otro empresario hecho a sí mismo para quien la acumulación de riqueza era un imperativo.

Aunque la obra parezca hablarnos de un momento concreto, Némirovsky, con este puente entre generaciones, describe un patrón histórico típico de los cambios de época -aquí la Primera Guerra Mundial y el Crack del 29, que arrasaron con el mundo de ayer-, en el que cada generación reacciona de manera distinta y a menudo contraria a las otras: aquí la de los emprendedores que conocieron la bonanza financiera (el abuelo reconoce: "quizá nosotros nos lo comimos todo antes de que llegaran ellos [la generación posterior]"), la desencantada (el padre, que ni siquiera es capaz, enfermo de nostalgia, de volver a experimentar amor) y la rebelde (el nieto, que no se siente culpable "de que todo por lo que merece la pena vivir cueste dinero").

El acercamiento estético es próximo al lenguaje cinematográfico, pues el narrador se intercala con las voces fragmentarias en off de los personajes. "¿De qué sirve quejarse? Hay que resignarse, cerrar los ojos y, sobre todo, no pensar, no pensar...", dice uno con aliento chéjoviano, ante tal páramo existencial.

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25 de abril de 2024

'Linden Hills' de Gloria Naylor. Nórdica, 2024

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Gloria Naylor y el precio a pagar para poder vivir como alguien «sin color»

 

La premiada escritora explora el racismo estructural de Estados Unidos a través de los problemas personales, sociales e identitarios de una comunidad afroamericana de clase media-alta

La topografía del Infierno que Dante describió desde su exilio en Rávena reapareció, casi siete siglos después, al norte de Estados Unidos, en una comunidad negra de clase media-alta llamada Linden Hills fabulada por Gloria Naylor (1950-2016). Allí, en cada uno de sus círculos -o avenidas del callejero en esta novela de la ganadora del National Book Award por su ópera prima The Women of Brewster Place, anterior a esta- también se ven "viejos espíritus dolientes pidiendo a voces la segunda muerte", pero no por cometer alguno de los pecados recogidos en la Biblia, sino por traicionarse a sí mismos (y a su comunidad) al prosperar en una sociedad estructuralmente racista, como ha explorado Jordan Peele en el cine.

Linden Hills es el barrio en el que sus componentes, que viven en régimen de arrendamiento rescindible si no se cumplen los estándares que impuso el promotor del lugar a finales del siglo XIX, pueden "olvidar lo que significaba ser negro"; esto es, "matarse a trabajar solo para quedarte en el mismo lugar", pero a cambio de "ser alguien sin color".

Y eso es exigirse algo antinatural que supone un daño psicológico e identitario de poder destructivo, algo así como vender ese "espejo del alma" gracias al cual "podrás mirar adentro y saber dónde estás, quién eres. Y a eso se le llama paz". Quienes se llevan la peor parte son las mujeres -Naylor está en la constelación de autoras como Alice Walker, Toni Morrison, Zora Neale o Paule Marshall-, que, a la opresión de raza y clase, suman su condición de saco de boxeo contra el cual sus parejas descargan su ansiedad.

En Linden Hills, la pareja formada por Virgilio y Dante son dos veinteañeros que cultivan la poesía oral, y la acción de la novela la componen sus descubrimientos en este viaje por el "infierno" estadounidense durante los cuatros días previos a la Navidad, encadenando trabajos de poca monta para ahorrar dinero. Así conocerán de primera mano esos "pecados" que llevan, por ejemplo, a un sacrificado directivo de General Motors a exigirse límites inhumanos de perfección. El narrador omnisciente incorpora otras subtramas, como el de la mujer raptada por su marido en el sótano porque cree que lo engaña, lugar en el que descubre, sirviéndose de documentos personales (fotografías, cartas, diarios) el via crucis por el que pasaron sus antecesoras.

Con ecos góticos a lo Poe, Naylor nos presenta una alegoría que trasciende la experiencia de la comunidad afroamericana: ¿cuánto se debe transigir para ascender en una estructura hegemónica a la que no se pertenece?

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4 de abril de 2024

Milena Jesenská con la madre de su amiga, la fotógrafa Stasa Fleischmann, en 1925.

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Milena Jesenská, la sombra de la amante de Kafka entre la niebla del campo de exterminio de Ravensbrück

Un año después de que acabara la guerra, aún albergaba la esperanza de que su madre, prisionera en Ravensbrück, estuviera viva. La noticia de la muerte de la periodista y traductora Milena Jesenská (1896-1944) le llegó en forma de carta, firmada por una de sus compañeras de infortunio, en la que no escatimaba detalles (muchos de los cuales, por su edad, escapaban a su comprensión); aun así, Jana Cerná optó por negar la evidencia. Hasta que un día la remitente le llevó una reliquia: una pieza dental. Era todo cuanto quedaba de Milena.

"Sobre la mesa, ante mis ojos -escribió en unas memorias dedicadas a la madre-, yacía un trozo de su cuerpo, un fragmento de su sonrisa, una parte de la boca que en otro tiempo me habló". Esta escena, leída hoy, nos habla también simbólicamente del silencio impuesto a una figura de incontestable interés cuyo rostro la posteridad desdibujó por su relación con Franz Kafka, aunque, cuando se conocieron, ella era un nombre mucho más popular en Praga que el autor de El castillo, y ni mucho menos fue él su único romance.

La publicación en 1952 de las cartas que este le envió, valiosas por la sinceridad y la conexión personal que rezuman, la convirtieron, tal como la definió Reiner Stach (Kafka, Acantilado, 2016), en una dirección postal. O en una de esas sombras que aparecen en el entorno de un genio y desaparecen, "como figurantes entre las bambalinas". No se conservaron las respuestas postales de Jesenská, pero el diálogo con Kafka continuaba en las columnas de ella, que él leía y comentaba.

Soy Milena de Praga de Monika Zgustova. Galaxia Gutenberg, 2024

UN RELATO EN PRIMERA PERSONA Durante décadas, Milena Jesenská no sólo sufrió la invisibilidad de la mujer opacada por el prestigio de un hombre, sino también de la autoría difusa con que se entiende la traducción literaria (ella fue la primera traductora de Kafka, alguien que supo ver desde el principio su genio), o la de la resistente antifascista que el régimen comunista establecido en la posguerra borró durante décadas porque no se alineaba con su retórica, pues Jesenská no abrazó ciegamente la Unión Soviética en la década de 1930 (tuvo conocimiento de las purgas que se producían allí). Su marido, y padre de Jana Cerná, el arquitecto Jaromír Krejcar, volvió desencantado de la Rusia estalinista.

En Soy Milena de Praga -como le gustaba presentarse a sí misma y que dice mucho del apego a su ciudad hasta las últimas consecuencias-, Monika Zgustova (Praga, 1957) coge de la mano (casi literalmente) a Jesenská, que se le aparece entre otras tantas "sombras de mujeres" entre la niebla de Ravensbrück durante una visita de la autora, y le "cuenta su historia". Si en español sólo contábamos con la biografía Milena (Tusquets, 1987) de su amiga alemana del campo, y también superviviente del gulag, Margarete Buber-Neumann, escrita cuando el mito de Jesenská ya estaba consolidado, ahora disponemos de un relato en primera persona.

No es una biografía, por tanto, sino un intento de darle voz a partir de la ficcionalización. De recrear, a partir de un retrato amable, la sensibilidad y la valentía de una mujer cuya empatía, dignidad y amor a la verdad y a la vida atestiguan su correspondencia, sus columnas periodísticas y sus crónicas ante la amenaza nazi. Como telón de fondo, el fin de un imperio, el austrohúngaro, y el nacimiento de un joven país, Checoslovaquia, cuya frágil integridad saltará por los aires con el Acuerdo de Múnich. A ello se suma el choque de una generación, la de Jesenská, que se entregó al activismo político, así como a la experimentación en el amor, el arte, las drogas y las normas, incluidas las que determinaban el papel de la mujer. Kafka sólo asoma en uno de los capítulos en este libro, publicado en el año del centenario de su muerte.

UNA MUJER INQUEBRANTABLE Para dar cabida en un centenar y medio de páginas a unos tiempos tan convulsos y a una personalidad tan expansiva alejada de los clichés, Zgustova ordena este relato cronológicamente partiendo de la "huida" de Jesenská a la ya decadente Viena con el judío Ernst Polak. El padre de Milena, un ferviente nacionalista checo, se opuso frontalmente a ese matrimonio. Polak la había introducido en los círculos literarios germanófonos de los cafés de Praga, y luego hizo lo propio en los de Viena; en contrapartida, le ofreció a Jesenská, que no tenía un alemán perfecto, pero sí una formación privilegiada para la época, una relación tormentosa.

Se nos muestra allí la Jesenská que se siente "extranjera" y experimenta la dureza de la inflación y la posguerra. Para las necesidades económicas y la soledad encuentra un refugio en la escritura y, especialmente, en la traducción, una forma de introducir las nuevas corrientes literarias en la cultura de su floreciente país, un activismo intelectual que compartió con sus antiguas compañeras de estudios, que vertían al checo a Woolf o a Joyce. Así entró en contacto con Kafka y tradujo primero El fogonero, de cuyo protagonista se sintió cercana.

De la Jesenská traductora, pasamos a la periodista y luego a la prisionera. Para mantenerse en Praga, adonde regresó tras el divorcio con Polak, desplegó una actividad frenética en las principales cabeceras. Incluso cuando tenía que contentarse con publicar en las páginas femeninas, consagradas a la moda o la cocina, introducía entre líneas la nueva modernidad, la de una mujer autosuficiente y no esclava de la imagen.

Sus convicciones no se doblegaron con la invasión de su país. Ahí están sus crónicas políticas y columnas de opinión memorables como Praga en la mañana del 15 de marzo de 1939. En ellas, apelaba a la dignidad y la valentía moral de sus compatriotas. Pero, sobre todo, en sintonía con Vasili Grossman, a la bondad y el humanismo que no sabe de nacionalidades. Valentía y solidaridad que también practicó antes de su detención en Praga, ayudando a escapar a judíos y a comunistas, así como en el campo de concentración, tras "cuatro años de hambre". La confianza, escribió, la adquieren las personas que han aprendido a perder sin desesperar.

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15 de marzo de 2024

'El cuaderno de Nerina',de Jhumpa Lahiri (Lumen, 2024)

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Jhumpa Lahiri y un misterio literario hecho de cartas y poesía

 

En la historia de la literatura el "manuscrito encontrado" ha sido una técnica narrativa sumamente fructífera. Un ejemplo emblemático en nuestra tradición literaria es el uso que Cervantes hizo de este recurso al narrar las peripecias de su caballero andante. Esta estrategia se revela como una manera eficaz de complicar la trama al multiplicar los narradores, creando así una suerte de juego de espejos.

En su última obra, titulada El cuaderno de Nerina, Jhumpa Lahiri (Londres, 1967) también recurre a esta estrategia narrativa.

Vale la pena recordar que Lahiri, de ascendencia bengalí, creció en Estados Unidos, reside y enseña en Princeton, y pasa largas temporadas en Roma, hasta el punto de que ahora escribe sus relatos, novelas y ensayos en italiano. Según señala en el prefacio, fue precisamente en esta ciudad donde, tras una mudanza, se topó con un cuaderno de poemas escritos a mano en cuya portada se leía la palabra "Nerina".

ESPEJO TRAS ESPEJO

"Estaba lleno de versos inéditos, y la caligrafía me pareció propia de una sola persona. El yo narrador de los poemas -una mujer casada, una madre, una hija- parecía tener tres almas. No fui capaz de comprender si Nerina era el nombre de la autora, o de una destinataria, o bien una musa, o simplemente el título otorgado al texto por su misterioso autor".

Así arranca una suerte de intriga filológica. Dado el estado precario de los textos poéticos, Lahiri revela haber buscado la ayuda de una experta en poesía italiana, la italianista de Pensilvania Verne Maggio, a quien le confía el manuscrito con vistas a su publicación. Aun así, el lector haría mal en aceptar a ciegas todo lo que le dicen, ya que en literatura hay que ser cauteloso con términos como "autor", una trampa que oculta engaños e imposturas.

Después de firmar el prefacio, Lahiri se oculta tras un alarde filológico. Cede el protagonismo a la labor crítica de la académica Maggio, que en un texto introductorio plantea algunas hipótesis sobre la identidad y la biografía de Nerina. Además, acompaña los textos poéticos (que constituyen la mayor parte del libro) de notas explicatorias, situadas en el anexo final, y proporcionan un marco histórico y filológico que intenta resolver (¿o complicar?) el misterio en torno a la verdadera identidad de la ¿ficticia? poeta.

ESCRIBIR EN OTRO IDIOMA

De esta manera, Lahiri construye un poemario apócrifo en italiano: como decíamos, no es su primera incursión como autora en este idioma que adoptó por fascinación; le precedieron los ensayos En otras palabras (Salamandra, 2019) y El atuendo de los libros (Gris Tormenta, 2022), así como la novela Donde me encuentro (Lumen, 2019). La relación que establece entre ella misma y la seudopoeta Nerina se puede vincular con otro gran paradigma literario: el del doble, o doppelgänger.

En el prefacio escribe: "La impresión que nos da esta obra es que Nerina es una autora que vivió a caballo entre los siglos XX y XXI, en Roma sin duda alguna, pero cuya lengua materna no es el italiano, pues los poemas están llenos de deslices léxicos inconcebibles para un italiano monolingüe".

Y es que, desde que se trasladó a Roma en 2015, Lahiri ha estado escribiendo en italiano y traduciendo también de ese idioma que ama y la inspira. Esta apertura de compuertas entre el inglés y el italiano ha transformado su relación con la escritura. La ha empujado a nuevas direcciones y, sobre todo, a una dimensión más centrada en el lenguaje y sus limitaciones, pues tal vez ninguna lengua posea palabras suficientes para expresar las infinitas sutilezas del pensamiento. Y de paso, nos regala a los lectores este misterio hecho de cartas y poesía.

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1 de marzo de 2024
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El Boomeran(g)
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