
'Cartas de una vida' de Irène Némirovsky (Salamandra, 2024)
Marta Rebón
La autora de Suite francesa no escribió su correspondencia pensando en la posteridad, nos recuerda su biógrafo y editor de Cartas de una vida, Olivier Philipponnat. En cualquier caso, fueron los acontecimientos los que se encargaron de que así fuera. La invasión de Francia y la implantación del draconiano Estatuto de los Judíos primero truncaron la carrera literaria de Irène Némirovsky (Kyiv, 1903-Auschwitz, 1942) y después la arrancaron de los brazos de su familia, resguardada desde 1940 en Issy-l’Évêque: un pueblecito «perdido en el que ni siquiera hay librería» apunta en su correo, según le cuenta a una amiga de juventud. Temporalmente la confinaron en la gendarmería de Toulon-sur-Arroux -«Estoy convencida de que esto no durará mucho. (…) Por mi parte, me siento tranquila y fuerte»- para luego trasladarla al campo de Pithiviers, hasta que un 16 de julio de 1942 los vagones de la muerte se la llevaron al lugar donde Europa perdió su humanidad.
Fue entonces cuando aquella mujer tenaz e independiente -en el París de la emigración, estudió en La Sorbona- escribió de su puño y letra sus últimas palabras a sus hijas y marido, Michel Epstein: «Creo que partimos hoy. Valor y esperanza. Os llevo en el corazón, cariños míos. Que Dios nos ayude a todos». Un «partimos» que parece resistirse a pensar en un adiós definitivo. Némirovsky dejaría inconcluso el retrato de la ocupación (y la Francia de Vichy) -«Dios mío, ¿qué me ha hecho este país? Ya que me rechaza, contemplémoslo fríamente. Observémoslo perder su honor…», anota en sus cuadernos de trabajo- que, según su plan, debía concluir con una quinta parte sobre la paz, que ya solo vivirían sus hijas, y «el triunfo del destino individual» -«la revancha del peón», en palabras de Philipponnat-, una de sus principales obsesiones literarias.
Más que un retrato de la escritora, Cartas de una vida ilumina a la mujer que se abre camino, tras la revolución bolchevique, en un país que suscitaba, como a la gran mayoría de la clase pudiente del Imperio ruso, un amor a distancia, y que ella reafirmaba con sus estancias anuales en los principales centros vacacionales para los eslavos acomodados en la zona de Biarritz y la Costa Azul. También seguimos sus pasos en el mundo literario como autora extranjera en un entorno gobernado por hombres, después de un primer éxito temprano, David Golder, que publicó a los 26. No espere el lector cartas sobre sinopsis de novelas, planificaciones editoriales o teoría literaria. Menos aún una inmersión en el ambiente intelectual de las décadas de 1920 y 1930 con sus correspondientes chismes.
Del exilio a la fama
Si de algo da cuenta esta correspondencia de una escritora que resplandeció en una lengua que no fue la materna, y en las condiciones más adversas tanto legal como personalmente -tras el despido de su marido banquero de resultas de una septicemia mal curada cargó con la economía familiar, incluso cuando ya le resultaba complicado publicar, como apátrida de origen judío, y cobrar sus contratos-, es de sus estados de ánimo. Y en todo momento, la escritura (y su publicación) están en el centro, así como sus seres más próximos. En momentos especialmente productivos o en el inicio de su matrimonio, 1925-1930, encontramos un vacío epistolar.
Olivier Philipponnat, editor también de sus obras completas, creó unas divisiones acertadas, atravesadas por una flecha del tiempo que se acelera con el ritmo de los acontecimientos. La correspondencia de Némirovsky, hija de un rico banquero, parte de los años de adolescencia y descubrimiento de París («Despreocupación») tras la huida de Rusia por Finlandia y Suecia. La única destinataria es su amiga Madeleine, con quien repasa flirteos, fiestas y bailes. «Mi larga experiencia me ha enseñado que en la vida no hay más que un gran amor, sólo que adopta nombres y rostros diferentes», le dice en 1922, para dos años después comentarle que «hay algo, o más bien alguien, que me retiene en París», refiriéndose a Michel Epstein.
«Fama» (1929-1939) comprende su irrupción en la escena literaria con la carta a Éditions Grasset, a quienes envió anónimamente el manuscrito de David Golder y a cuya respuesta entusiasmada no atendió hasta después de dar a luz, coincidiendo con la entrada a imprenta de la novela. Uno de los pocos momentos de reflexión literaria aparece en una entrevista intercalada de 1930: «Un libro está formado por múltiples elementos; por pequeños hechos sin importancia, por conversaciones que te dejaron huella, por sucesos reales que te impactaron la imaginación y, al mismo tiempo, por pensamientos íntimos y constantes que sólo puedes revelarte a ti misma porque nadie más los comprendería».
De la angustia al fin
Némirovsky demostró en todo momento, en los buenos tiempos, pero también en los años de «Incertidumbre» (1939-1941), carisma y determinación para defender sus tarifas, acuerdos y regalías. Igualmente se cartea con reseñistas para agradecerles sus críticas, incluidas las negativas, responde artículos que, considera, incurren en falsedades y se pone en contacto con autores a quienes admira. Especial es la relación que fragua con Albin Michel, editor que velará por su estabilidad económica, y cuya editorial cuidará del bienestar de sus hijas, francesas de nacimiento, ya huérfanas.
El trago amargo llega con «Angustia» (1941-1942), cuando todas las energías están puestas en conseguir dinero, en gestionar lo que quedó en París y en el empeño de publicar -con las dificultades de un país divido-, y «Pesadilla (1942-1945). Aquí las cartas en la que se piden favores, descuentos y adelantos darán paso a telegramas expeditivos de Epstein en busca de su mujer, en que llegará a preguntar si puede intercambiarse por ella. Moverá cielo y tierra por ayudarla y acabará corriendo su misma suerte, gaseado el mismo día de su llegada a Auschwitz.
Jean-Jacques Bernard, al prologar su póstumo La vida de Chéjov, le dedicó el más justo y bello epitafio: «Arrancada para vivir de su tierra natal, sería arrancada para morir de su tierra de elección. Entre estas dos páginas queda inscrita una existencia demasiado corta, aunque brillante: una joven rusa que llegó para dejar escritas, sobre el libro de oro de nuestra lengua, páginas que lo enriquecerían».