Todavía estoy temblando. Me metí en la red a chequear mails y la noticia saltó ante mis ojos, como si hubiese estado convencida de que yo iba a querer enterarme de inmediato. ‘Murió Anthony Minghella, 54, Ganador del Oscar', decía el titular. Cliquear en busca del cable original no me aportó nada, su publicista se limitaba a confirmar el hecho sin dar precisiones sobre su causa. Además de mencionar lo obvio -que Minghella había dirigido El paciente inglés, que en su momento se alzó con un regio puñado de Oscars-, la escueta información remarcaba que su último trabajo era el aún inédito piloto para una serie de HBO que filmó en Africa, The No. 1 Ladies Detective Agency. Yo había leido sobre este asunto hace pocos días, porque el proyecto había sido producido y dirigido por este hombre y yo solía devorar cualquier información sobre sus pasos. Recuerdo haberlo entrevistado hace años, precisamente el día previo a la entrega del Oscar que lo consagró mejor director. Me pareció accesible e inteligente, de una sensibilidad que no desmentía lo que Patient decía a los gritos: aunque algunas de sus historias transcurriesen en escenarios espectaculares -por ejemplo Cold Mountain-, Minghella era de esos artistas que encuentran el lirismo de la vida en los pequeños gestos.
Ya me había gustado Truly, Madly, Deeply, por la delicadeza con que trataba la manera en que uno sigue amando a los que ya han muerto. (Ahora que lo pienso, el asunto tiene algo que ver con mi nueva novela, que se llama Aquarium.)
Pero El paciente inglés me voló la cabeza. La vi por primera vez con Rodrigo Fresán, nos mandamos al cine de cabeza apenas aterrizados en Los Angeles para entrevistar a Madonna ante el estreno de Evita. Volví a verla por segunda vez en su premiere en Buenos Aires: todavía recuerdo cómo lloraba una mujer en el final, con una congoja que nunca oí nuevamente en un cine -excepción hecha de mi hija Milena ante el final de Kamchatka.
Que Minghella se hubiese enamorado de esa maravilla que es la novela original de Michael Ondaatje me ganó para su causa. Lo que me fascinó fue que hubiese encontrado la forma de trasladarla a la pantalla, aun cuando se trataba de un texto virtualmente inadaptable. Más allá del aliento épico que el desierto y la guerra conjuran de manera inevitable, Minghella supo llevar al cine las mínimas epifanías que constituían las glorias de la novela: el poder que algunas cosas en apariencia nimias pueden ejercer sobre el alma humana, se trate de un dibujo hecho a mano, de un libro ajado o la depresión que existe entre dos huesos en el pecho de la mujer amada.
Las películas que hizo después, The Talented Mr. Ripley y Cold Mountain, me gustaron hasta ahí. Pero la que sí me conmovió fue una película quizás menor en términos de producción, Breaking and Entering, con Jude Law y Juliette Binoche, que a partir de hoy quedará fijada como su última incursión en el cine. La gente con la que hablé sobre esta película me trató de loco, pero de todos modos yo sigo creyendo que Breaking and Entering conectaba con la misma sensibilidad que Minghella puso en juego en Patient y que yo sentí ausente en Ripley y Cold Mountain: esa certeza de que la vida es un hilo tenue y a la vez maravilloso, un fenómeno irrepetible que como tal merece ser objeto de infinitos cuidados, respetado como un poema, celebrado como una ocurrencia única en el espacio y en el tiempo.
En un mundo que por el contrario desprecia a diario el fenómeno de la vida, lamento su muerte con toda mi alma. Siento que perdimos a un campeón.
