Marcelo Figueras
Todos creemos en algo. Hasta el más recalcitrante de los escépticos, hasta el más desmelenado de los ateos. El sólo hecho de vivir nos conmina a creer -aunque más no sea creer que estamos vivos: todos y cada uno de nosotros otorgamos el beneficio de la duda al extraño percance de la propia existencia.
Subsistir en este mundo supone creer en una serie de convenciones -o mejor: de relatos- a los que nos sometemos (casi) sin cuestionamientos. Creemos en el derecho del Estado a la existencia, y en consecuencia en su poder sobre nuestras vidas. Creemos en el dinero. (Y en consecuencia en su poder sobre nuestras vidas.) Creemos en la ley. Creemos que el verde del semáforo nos habilita a pisar el acelerador, que las declaraciones de impuestos son inevitables, que la gravedad existe. (Aunque en realidad no exista como tal: no hay fuerza alguna a la que pueda llamarse ‘gravedad’, se trata de una consecuencia en la distorsión del espaciotiempo.)
Esta disposición natural de nuestra especie a creer, esta práctica de consensuar relatos -empezando por el mismo lenguaje- que facilita que nos entendamos y que funcionemos en sociedad, nos predispone a cometer ciertos errores. Creemos demasiado. Juan Cruz lo sugería ayer en su columna del diario El País, citando a su vez al psiquiatra Vicente Mira. Nuestra tendencia a creer, a depositar la fe en algo (por lo general en un discurso o noción cuyo efecto principal es el de tranquilizarnos), puede teñir toda nuestra percepción y así predisponernos al tropezón, a la caída.
En estos días, sin ir más lejos, oí al presidente de un país latinoamericano sostener que una intervención militar en un país ajeno que no lo había agredido equivalía a una defensa de la soberanía de su propio pueblo. En un eco malsano, el presidente de un país de América del Norte utilizó su poder de veto para preservar el derecho de sus agentes a practicar la tortura. Esta gente está llevando su relato demasiado lejos. Nuestra fe en el sistema democrático -el aval de las mayorías a sus representantes, la confianza depositada en los instrumentos de la ley- no puede, no debe ser utilizada para avalar lo contrario del sistema, a saber, el vale todo, el poder omnímodo del Estado por sobre los ciudadanos, la violencia sin control. El sistema se ha dado límites a sí mismo, en la certeza de que los necesita. No se enfrenta la ilegalidad con más ilegalidad. Lo que un presidente democrático decide no es necesariamente democrático por carácter transitivo. No todo lo que hace un presidente, por más popular que lo certifiquen las encuestas, es necesariamente legal. De otra manera deberíamos concluir que todo lo actuado por Adolf Hitler, en su carácter de representante electo en las urnas, debería ser justificado en tanto complimiento de un mandato certificado por los votantes alemanes.
El pueblo español entendió bien la diferencia, al acudir ayer mayoritariamente a las urnas. A la muerte no hay que responderle con más muerte, sino con votos -o sea: con la práctica de la ley.
Yo no quiero que nadie mate a nadie con la excusa de que me está defendiendo. No pienso ser cómplice de esa violencia.
Creamos, sí. Pero sin ser crédulos.