Marcelo Figueras
A veces uno se pone tonto y pierde grandes oportunidades. Hace algunos años viajé a Japón para entrevistar a Paul McCartney para un diario argentino. A esa altura del partido me había casi habituado a entrevistar gente famosa -de Madonna a Mick Jagger- y también a artistas cuyo talento veneraba -Martin Scorsese, Arthur Miller, Daniel Day Lewis. Cuando se concretó lo de McCartney, lo registré como una entrevista más. A pesar de que había venerado a Los Beatles desde niño (como no tenía tocadiscos, mi prima ponía el simple de I Saw Her Standing There en su casa y yo lo escuchaba… por teléfono), me lo tomé a la ligera. Mi Beatle favorito siempre había sido John, y después de su muerte nada sabía igual.
Volé veinticuatro horas y me encontré con McCartney en su camarín del estadio, un par de horas antes del show. Conversamos con la mayor de las naturalidades, como si nos conociésemos desde siempre -como si fuésemos iguales. Después de la entrevista me quedé en el estadio para presenciar el concierto. Debo haber sido el único occidental que había allí, más allá de la banda y de sus técnicos. Con el correr de los temas, entre los cuales había muchísimos del repertorio Beatle, y bajo el influjo de las imágenes de archivo que se proyectaban durante el show, empecé a caer en la cuenta de lo que había hecho. No había estado en presencia de un tipo más, de un simple artista talentoso y/o de éxito, sino de uno de los hombres que le había dado forma a mi alma. El autor de Eleanor Rigby, de Yesterday, de Penny Lane, de Hey Jude, de Let It Be. Aquel que había sido mi Beatle favorito hasta que la vida me empujó hacia la rebeldía, la acidez de John. Por pagado de mí mismo, por imbécil, me había perdido la emoción de estar en presencia de un tipo al que le debía tanto. Pero no era del todo tarde aún. Me puse a llorar como un chico mientras la música seguía sonando. Los japoneses que me vieron deben haber pensado que los occidentales nos comportamos de la manera más rara durante los conciertos.
Revisando en estos días el documental Anthology, oí a Los Beatles hablar con reverencia de un hombre que les había transformado el alma a ellos: el señor Bob Dylan. Este sábado voy a ver en vivo a Dylan por primera vez en mi vida, en el estadio Vélez Sársfield de la ciudad de Buenos Aires. Por vía de Anthology, el bueno de McCartney tuvo la delicadeza de advertirme que no cometiese otra vez el mismo error. Para determinadas experiencias, para ciertos encuentros, uno debe prepararse como quien va a misa. Voy a ver a Bob Dylan, el autor de Blowing in the Wind, de A Hard Rain’s Gonna Fall, de Idiot Wind, de Masters of War, de Most of the Time, de Not Dark Yet, de Nettie Moore. El artista ante quien Los Beatles -¡nada menos!- se quitaban el sombrero.
El lunes les cuento.