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Escrito por

Jesús Ferrero

Jesús Ferrero nació en 1952 y se licenció en Historia por la Escuela de Estudios Superiores de París. Ha escrito novelas como Bélver Yin (Premio Ciudad de Barcelona), Opium, El efecto Doppler (Premio Internacional de Novela), El último banquete (Premio Azorín), Las trece rosas, Ángeles del abismo, El beso de la sirena negra, La noche se llama Olalla, El hijo de Brian Jones (Premio Fernando Quiñones), Doctor Zibelius (Premio Ciudad de Logroño), Nieve y neón, Radical blonde (Premio Juan March de no novela corta), y Las abismales (Premio café Gijón). También es el autor de los poemarios Río Amarillo y Las noches rojas (Premio Internacional de Poesía Barcarola), y de los ensayos Las experiencias del deseo. Eros y misos (Premio Anagrama) y La posesión de la vida, de reciente aparición. Es asimismo guionista de cine en español y en francés, y firmó con Pedro Almodóvar el guión de Matador. Colabora habitualmente en el periódico El País, en Claves de Razón Práctica y en National Geographic. Su obra ha sido traducida a quince idiomas, incluido el chino.

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Más sobre Sade

Hay un tipo de lector que siempre va a confundir autor con narrador.

 

Ya he dicho más de mil veces que los límites del narrador son los límites del texto, los límites de su narración, pero ¿cuáles son los límites del autor? Ni siquiera son los de su propio cuerpo, porque en el caso de los autores cuenta también su espectro: la imagen que de ellos circula en el cuerpo social.

 

Los que acusan a Sade de satánico, demoníaco, criminal, malnacido y demás, están confundiendo al ciudadano Sade, que comparado con otros ciudadanos de su época fue incluso ejemplar, con el narrador de sus novelas, cuentos, poemas, panfletos y ensayos.

 

Hay un ciudadano Sade que rara vez se ubicó fuera de la ley, y un narrador sadiano que empieza y acaba donde empiezan y acaban sus narraciones más o menos insensatas.

 

Confundirlos en un error elemental en el que han caído, además de los lectores mentados, muchos escritores que lo han abordado como personaje novelesco. También han caído en el mismo error autores que pretendían abordarlo desde un punto de vista histórico y objetivo.

 

Estos últimos no tienen perdón.

(Ver tambien "El animal que habita en nosotros". Cultura, El País)

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5 de diciembre de 2014
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La sobreexposición en los medios de comunicación

Lo sobreexposición en los medios de comunicación es un descenso al infierno.

Mata más que el virus más letal, y nos convierte en estereotipos que nos acaban devorando desde dentro y corroyendo nuestro ser.

Hay que leer a Gracián para aprender a controlar nuestra imagen social. Gracián afirma que hemos de mostrar de forma periódica nuestro mérito, no continuamente.

Que la fama es infamia, como decía el poeta Vicente Núñez, no es ninguna paradoja: la fama acaba traicionando en algún momento a las personas marcadas por la celebridad.

Para no errar demasiado, hay que entregarse a los medios siguiendo una dialéctica de luz y de sombra.

Ahora me muestro,

ahora me oculto,

ahora me muestro y me oculto al mismo tiempo.

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27 de noviembre de 2014
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La calidad de la representación

 

 

La mayoría de los parlamentos tienen forma de teatro griego para dejar claro que lo que allí sucede es una representación teatral, con actores y el público. Cualquier diputado puede ser en un determinado momento actor, pero el protagonismo se va a asentar casi siempre en los principales miembros del gobierno y la oposición.

Probablemente la democracia surgió en Atenas porque era una ciudad que amaba mucho el teatro, es decir: la representación dramática de la vida. Y con toda seguridad las culturas que renuncian al teatro tardan en democratizarse. Dicho en otras palabras: las culturas que prohíben la representación están prohibiendo también la democracia.

Es asimismo evidente que hay representaciones buenas y malas, y que la responsabilidad de la representación recae especialmente sobre el director y los actores. La obra que se representa en el parlamento está decidida pero a la vez condenada a toda clase de improvisaciones, y se exige que los actores dominen el lenguaje. Ninguno de nuestros presidentes y sus ayudantes se ha caracterizado por emplear un lenguaje rico, preciso, elástico, diplomático, inteligente, astuto y seductor, además de bien modulado. Todos se han distinguido por una cierta pobreza verbal y un lenguaje más bien tosco y repetitivo. Lo que digo atañe también al lenguaje gestual, y lo digo con dolor. González y Guerra fueron los que más brillaron en su momento, porque surgían de una generación progre y bastante culta, pero a mi entender sus representaciones tenían notables deficiencias, a veces por exceso y otras por defecto, si bien hay que advertir que Guerra fue el primero en concebir la política como un espectáculo de masas pop cuando decidió usar el micro inalámbrico que le permitía moverse a sus anchas por el escenario.

La tosquedad verbal de más de un presidente humillaba profundamente a los ciudadanos y los sigue humillando. ¿Por qué hemos elegido, para el teatro parlamentario, actores tan deficientes? ¿Queríamos aburrirnos eternamente y eternamente abominar de la representación política? ¿Queríamos llegar al tedio, ese lujo de poetas malditos y adictos al opio? Juraría que no. Habíamos pagado una entrada muy cara y deseábamos ver una buena representación. Amor con amor se paga, y también se puede pagar con una buena actuación que te eleve el ánimo y haga más llevaderas las repeticiones en la escena política. Desde que se restauró la democracia en España, esas actuaciones han sido muy raras, y el público empieza a estar muy harto de la representación.

Siempre les faltó elegancia y vigor a los actores, y no es fácil explicar por qué. En algunos momentos pudo ser por culpa de la corrupción, que daña mucho la escena, porque le quita poder al lenguaje, lo vacía de sentido y destino, y convierte la obra en una farsa llena de impudor y sin la más mínima gracia; pero en otros momentos pudo ser simplemente la falta trágica de sutiliza y gracia, la falta de lenguaje, que es también falta de saber: la ignorancia de los poderes de la lengua, tan fundamentales en esa representación que llamamos democracia. Los griegos lo sabían mejor que nadie, y por eso su democracia se fue desarrollando a la par que un conocimiento cada vez más profundo del lenguaje, de sus virtudes y sus miserias, de sus maniobras y sus trampas. Lo contrario que nosotros, con una democracia que ha ido deslizándose hacia la ignorancia general y hacia un desconocimiento cada vez más profundo del lenguaje. El resultado ha sido la degeneración narrativa, la desorientación dramática y la distorsión, y ahora mismo no hay Dios que entienda esta representación.

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16 de noviembre de 2014
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La eternidad

 

El país está tan salpicado de fango que no te deja concentrarte en otras cosas. Te pones a leer una novela y la dejas por la mitad porque tienes delante otra novela, si no más emocionante si lo suficientemente perversa como para sumergirte en ella varias veces al día.

El eterno melodrama nacional tiene desde hace tiempo como protagonistas exclusivos a los partidos políticos, corporaciones que van a arrastrar siempre contradicciones abismales. ¿Acaso un partido político no es en sí mismo un sistema de influencias? Otra cosa es que ese tráfico sea más o menos beneficioso para el Estado, y más o menos beneficioso para ti mismo.

 

No creo que las contradicciones que alberga el concepto mismo de partido político puedan resolverse nunca, pero se podrían regular mucho mejor, pienso; luego me exijo a mi mismo olvidarme de la farsa nacional: esa representación llevada a cabo por pésimos actores que a menudo olvidan su papel y se dedican a improvisaciones tediosas y repetitivas, y cojo un libro que versa sobre el pensamiento débil. Según me adentro en sus páginas empiezo a experimentar una debilidad agobiante. Se titula: No ser Dios. Un buen consejo, aunque seguramente innecesario. Los dioses se fueron hace mucho tiempo, ahora andamos todos chapoteando entre figuras de barro. El drama tiene poca calidad, le faltan matices, abusa de los procedimientos groseros y recurre a demasiadas voces en falsete que desentonan mucho.

No estamos en una tragedia de Sófocles, estamos en un gallinero donde predomina el color negro y goyesco. La obra que representan en el parlamento y en la vida civil todas esas aves de corral en trance es interesante por su vacuidad. La obra aspira al más profundo centro de la vacuidad. Si te sumerges en ella experimentas una profunda vacuidad cada vez más expansiva, que lo torna todo vacío a tu alrededor. No tienes ganas de nada, ni de leer ni de pensar. Estás flotando en la vacuidad total del sistema, en su estúpido y grotesco melodrama en el que siempre está falseada la escena principal. El dramón nacional solo aborda desde hace décadas un único tema: la impunidad en la corrupción, por eso la obra está saturada de obviedades a la vez que llena de omisiones. A veces la trama parece derivar hacia lugares que no te esperabas, pero de nuevo retoma el tema de la corrupción, y así durante toda la eternidad.

No, decididamente no estamos en una obra de Sófocles. Las obras de Sófocles tienen un comienzo y un fin, en cambio la que representan todos los días en nuestro país ni tiene principio ni tiene fin, y su modernidad es muy relativa. De hecho parece un producto tardío y degenerado del Nouveau roman, con muchas escenas que se repiten y una estructura narrativa tan redundante como la música serial.

Al fin una sociedad tiene ante ella una imagen de lo perenne al juntar, de manera tan paradójica como letal, el concepto corrupción con la idea de eternidad. Ah, la eternidad de la corrupción... “Ah, el horror, el horror”, exclamó una vez aquel que llegó al corazón de las tinieblas en las que se sustenta toda representación.

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1 de noviembre de 2014
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La fase de la desesperación

 

Por favor, no me cuente usted su vida. Es una frase hecha que todos hemos dicho alguna vez a altas horas de la madrugada, indicando por vía directa que no hay nada más aburrido que escuchar a alguien contar su vida. Por favor, no me someta usted a ese martirio, por favor. Cuénteme cualquier cosa menos su vida.

Durante siglos, a ningún novelista se le ocurrió nunca la peregrina idea de contar su vida. La novela podía ser una imagen de la vida, pero no exactamente de la vida del escritor. Lo decía Anthony Burgess: "Es difícil imaginar una vida más aburrida que la de un escritor". A Burgess la vida de un escritor le resultaba más tediosa y sufriente que la de un monje. Horas y horas sentado en una celda, horas y horas voluntariamente encarcelado, soñando vidas ajenas o soñando la propia vida. Por cierto que Burgess decía eso al comienzo su autobiografía: quien avisa no es traidor. 

No son tantos los que se han hecho ricos contándonos su vida más o menos novelada. Me acuerdo de Papillon... Fue un superventas cuando yo era un chaval. En Papillon un ladrón bastante ejemplar narraba los avatares más memorables de sus existencia. En el fondo y en la forma destacaba el lado heroico. Al final la podías ver como una historia bastante emparentada con El conde de Montecristo. Desde esa perspectiva, unida al estilo firme y decidido del narrador, podías entender su éxito. ¿Se puede entender el éxito de los seis tomos que el noruego Karl Ove Knausgard se ha dedicado a sí mismo bajo el título genérico de Mi lucha? Se puede entender,  si bien aquí el éxito se lleva a cabo por razones opuestas a las de Papillon, y es que no hay que olvidar que estamos en la era de la pornografía. 

En Papillon Henri Carrière resumía, en cambio en Mi lucha  Knausgard emprende una aventura rígidamente proustiana, y digo rígidamente porque Knausgard carece de la capacidad de ondulación que posee la escritura de Proust. Se trata de una narración que estaba al caer por la sencilla razón de que alguien tenía que llevar hasta el límite lo que ya se ha convertido en todo un género dentro de la novela actual: la novela-realidad, la novela que intenta no recurrir a la ficción. Un proyecto imposible, a no ser que caigamos en la ingenuidad de confundir el autor con el narrador. Los límites del narrador son los límites del texto, y allí donde acaba la narración acaba también el narrador, que es una criatura textual, en realidad un espejismo; pero ¿dónde empieza y dónde acaba la vida del escritor? Configurar una ecuación donde narrador es igual a autor y escritura igual a vida resulta tan peregrino como pensar que el objeto silla es lo mismo que la palabra que lo designa. Aclarada esta cuestión, podemos admitir que hay textos que acumulan más ficción que otros, y textos que integran más realidad que otros. 

En todo movimiento literario, siempre hay alguien que lleva el método al límite, y al hacerlo mata ese mismo movimiento. Knausgard ha dado un golpe mortal a la novela-realidad al colocarla en un límite difícil de superar, en su trasparente brutalidad y en su vastedad extenuante y obsesiva. 

Tenía que ocurrir y ha ocurrido ya. Contar tu vida en seis tomos puede convertirte en un millonario con tal de que no omitas casi ninguna de tus vergüenzas. ¿Se trataría de llegar a lo que Barthes llamaba el grado cero de la escritura, o la escritura llegando a una trasparencia radical? Lo dudo por muchas razones y porque basta con acercarse al primer tomo para percibir que el autor está fabulando, está reconstruyendo literariamente (y no literalmente) el pasado, si bien se desnuda mucho más que los demás. En cualquier caso, estamos ante un límite interesante. Hay que ponerse a pensar, a pensar si la novela, tras haber pasado la fase gloriosa del siglo XIX y la fase problemática del siglo XX, no estará llegando a la fase de la desesperación, que tendría mucho que ver con el desnudo integral. 

Y así como las cantantes pop han decidido, guiadas por la impaciencia y la desesperación del mercado, explotar al máximo el culo (no está lejano el día en que una de ellas decida finalmente exhibir el ano en algún concierto), así también muchos escritores y escritoras han optado por hacer más o menos lo mismo, en un viaje literario donde la verdad se confunde con la pornografía existencial.

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20 de octubre de 2014
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El verdadero Conde de Montecristo

Nunca pensé que Alejandro Dumas se hubiese inspirado en su padre, del mismo nombre, para escribir historias como El conde de Montecristo y Los tres mosqueteros. Se supone que desde Freud el hijo ha de matar al padre y no ensalzarlo en historias de acción y diálogos desbordantes, que han hecho las delicias de generaciones y generaciones de adolescentes, y no solo de adolescentes.

Recordando la fascinación que había sentido por las novelas de Dumas en la infancia, un personaje de El jardín de los Finzi-Contini habla con nostalgia de aquel perderse entre personajes, situaciones, y acciones cruzadas que te envolvían completamente. Se refería por supuesto a El conde de Montecristo y Los tres mosqueteros.

Tom Reiss, que ya deslumbró con El orientalista, biografía del escritor camaleónico Kurban Said, que se se presentaba a los demás como musulmán, monárquico y oriental, y cuyos pasos perdidos anduvo siguiendo por el mundo más de cinco años, regresa a la palestra con otro libro monumental, en el que el tono detectivesco vinculado a la búsqueda del personaje recuerda el método de Bolaño en Estrella Distante y en 2666. Bolaño publicó su novela más poderosa en el 2004, y Reiss en el 2005, por lo que puede tratarse de meras coincidencias.

Decíamos que Reiss tardó cinco años en consumar su enrevesada búsqueda de Kurban Said, y suponemos que no menos  le ha debido de costar reproducir las idas y venidas del general Alejandro Dumas, que llegó a ser bastante célebre en los períodos más bravos de su vida, y que tenía la peculiaridad de ser mulato (como lo fue su hijo), por ser vástago de un noble desclasado y una esclava antillana. El general Dumas se hizo célebre entre la tropa por su coraje, sus improvisaciones, sus maldiciones y su humanidad, y como nos cuenta Reiss, padeció la cárcel, donde no encontró a ningún benefactor que le indicase la existencia de un tesoro como a Edmond Dantés. Es normal, como decía de joven Vargas Llosa: las novelas sirven para vengarse de la realidad, y cabría preguntarse si las biografías también. Sí, quizá sirvan para vengarse del olvido, aunque no siempre. El libro de Reiss representa la consagración de una nueva forma de construir las biografías, implicando al lector en la búsqueda del personaje, a través de un narrador en primera persona que va contando las vicisitudes de su investigación.

Así como una tendencia de la narrativa actual es la conquista de la novela-realidad, de la novela que excluye la ficción sin por eso dejar de hacer literatura, y hasta muy buena literatura, una tendencia de la biografía-ensayo actual es la que practica Reiss, y en la que resulta fundamental el rigor histórico, cierto, pero también las astucias y habilidades del narrador en primera persona, que se hace muy cercano al lector. Tendencia bien visible en este momento, y en la que cabrían igualmente la Anatomía de un instante, de Cercas, La cerca de Jean Rolin, Limonov de Carrère, y hasta me atrevería a nombrar también Galíndez de Vázquez Montalbán, biografía novelada en la que vemos anunciados los elementos básicos de esta modalidad narrativa, a medio camino entre el ensayo histórico-sociológico y la novela. ¿Habrá que recordar que lo que entendemos precisamente por novela moderna surgió imitando el discurso de la historia? Una vez más en literatura, el dragón se muerde la cola.

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8 de octubre de 2014
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Un novelista supremo

 

Alfred Döblin regresa a las librerías españolas con una obra mayor: la trilogía  Noviembre de 1918. La leí en francés hace bastante tiempo, y me deslumbró por su realismo severo y de doble filo, que acentuaba el sentido crítico de la obra más monumental de Döblin, pero no la más revolucionaria.

Confieso que estoy hablando de uno de mis novelistas preferidos. Lo admiro como escritor y como persona, y alabo que hasta el final de sus días fuese tremendamente crítico con Alemania y sus gigantescas mentiras enterradas bajo toneladas de cadáveres. Su propio hijo había fallecido en la Primera Guerra Mundial defendiendo las ambiciones del káiser.

Döblin nunca le había dado importancia a su procedencia judía, y como Husserl, era un hombre que apostaba por la ciudadanía netamente europea y alemana, por encima de su condición judía, hasta que le cayó encima la maldición gamada. Tuvo que huir a Estados Unidos, cuando regresó a Alemania tras la guerra, se encontró con la sorpresa de que los editores alemanes no querían publicar su última novela, Hamlet, por considerarla "demasiado deprimente". Curiosamente, esos editores eran, todos ellos, viejos nazis, y Döblin lo sabía, sabía que aquellos señores que lo acusaban de escritor deprimente eran en sí mismos lo más deprimente que uno podía imaginar. Conviene recordar que también el editor de Lowry le acusó de haber escrito una novela "demasiado deprimente": Bajo el Volcán.

Tengo la certeza de que su obra maestra, Berlín-Alexanderplatz, es la novela más moderna del siglo XX, y me pregunto si su modernidad ha sido superada. La novela introdujo una multiplicidad de puntos de vista de carácter fulminante antes nunca vistos, e inventó de paso lo que se podría llamar novela molecular, concebida a partir de moléculas (o breves elementos narrativos que se van juntando y formando estructuras más densas). Curiosamente, Döblin era médico, y concibió su novela como una especie de organismo vivo, de movimientos vertiginosos y oscilantes. Toda la novela tiene un aire de ruidosa fanfarria también desconocido hasta entonces (en ese sentido es una novela jazzística), e introduce el concepto "distanciamiento irónico". Muchos creen que fue un concepto concebido por Brecht, pero lo inventó Döblin. El mismo Brecht lo reconoció y confesó que "le había sido de mucha utilidad".

Todo lo que escribió Döblin me interesa, y más de la mitad de su obra la he tenido que leer en francés, pues durante bastante tiempo las únicas novelas accesibles en español de este singular y asombroso novelista eran Berlín-Alexanderplatz, que apareció por primera vez en España en los primeros años 30 del siglo pasado, poco después de su publicación en Alemania, y Hamlet.

Es sabido que Fassbinder hizo una serie televisiva sobre Berlín-Alexanderplatz, que da una versión muy falsa y empobrecida del texto. La novela de Döblin está llena de movimiento, como los cuadros futuristas que le sirvieron de inspiración, y la serie de Fassbinder es tremendamente estática y teatral.

También le sirvió de inspiración a Döblin una novela presuntamente francesa titulada Le diable boiteux. Döblin nunca supo que se trataba de una versión, adaptada a las costumbres francesas,  de la novela española El diablo cojuelo, de Vélez de Guevara. En el primer capítulo de El diablo cojuelo vemos una visión panorámica de Madrid, que aparece ante los ojos de los personajes como un mándala gigantesco en el que se están desplegando al mismo tiempo todos los vicios. Esa visión total de una ciudad representó para Döblin la iluminación que dio origen a Berlín-Alexanderplatz, y es una prueba más de que la literatura es un laberinto de vasos comunicantes.

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30 de septiembre de 2014
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La balada de Violette Leduc

Finalmente resucita Violette Leduc, que tuvo su momento de gloria relativa en los años sesenta y que más tarde fue olvidada por completo, también en Francia. En 1993 estuve en unos encuentros literarios en Toulouse y pregunté por ella a algunos profesores de literatura de París. Asombrosamente, no sabían nada de Violette Leduc y por descontado no la habían leído. Era como si hubiesen borrado su nombre de la historia de la reciente literatura francesa. El mismo Martin Provost, artífice de la resurrección de Violette gracias a su último filme, asegura que no la conocía, y que oyó hablar por primera vez de ella en voz del guionista de su película Seraphine.

Yo accedí a su obra en el verano de 1981, cuando me hallaba refugiado en un barrio periférico de París, intentando acabar mi segunda novela. En una librería de libros de segunda mano que había muy cerca de mi casa compré la novela Térèse et Isabelle. Nada más iniciar su lectura percibí el poder del estilo de Leduc, su ritmo percutante y vertiginoso, su lirismo implacable y profundamente nuevo, y su increíble naturalidad al narrar un amor profundo, y profundamente sexual, entre dos escolares de un internado de olor a represión y a lejía. Recomendé vivamente su publicación a varias editoriales en las que confiaba, pero no me hicieron caso.

La injusticia que se cernía sobre la obra absolutamente esencial y ejemplar de Violette Leduc (una novelista mucho más moderna y desinhibida que Sartre y Beauvoir) me ha resultado siempre de lo más enigmática, pues los franceses no suelen caer en olvidos así con sus escritores más sobresalientes, y Violette Leduc es uno de ellos sin la más mínima duda. Quizá la sepultaron otros escritores existencialistas más populares y más mediáticos, quizá... Aunque yo más bien tiendo a pensar que Violette Leduc fue una adelantada a su tiempo que sabía abordar con profundidad y precisión el incesto, el amor-pasión entre niños, los amores secretos y los manifiestos, en un estilo único.

El verano que la descubrí de la mano de Térèse e Isabelle, dos personajes radiantes y temblorosos como la sensación de pecado, no había visto nunca una foto de Violette Leduc, y fascinado por la belleza de su nombre, imaginé que podía haber sido una mujer muy guapa. Nada más lejos de la verdad. Violette Leduc era una rubia muy poco agraciada. Simone de Beauvoir la llamaba "la fea". ¿Solo ella? Juraría que no, juraría que todo el Barrio Latino la llamaba así.

Ahora resucita, como digo, y era previsible que en el filme de Provost apareciera dulcificada una relación que fue bastante feroz y marcada casi siempre por el desprecio. Pero da igual... Hay que dar por bienvenida esta resurrección más bien fortuita de una de las escritoras más subversivas y hondas del siglo XX. 

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23 de septiembre de 2014
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