
Jesús Ferrero
El país está tan salpicado de fango que no te deja concentrarte en otras cosas. Te pones a leer una novela y la dejas por la mitad porque tienes delante otra novela, si no más emocionante si lo suficientemente perversa como para sumergirte en ella varias veces al día.
El eterno melodrama nacional tiene desde hace tiempo como protagonistas exclusivos a los partidos políticos, corporaciones que van a arrastrar siempre contradicciones abismales. ¿Acaso un partido político no es en sí mismo un sistema de influencias? Otra cosa es que ese tráfico sea más o menos beneficioso para el Estado, y más o menos beneficioso para ti mismo.
No creo que las contradicciones que alberga el concepto mismo de partido político puedan resolverse nunca, pero se podrían regular mucho mejor, pienso; luego me exijo a mi mismo olvidarme de la farsa nacional: esa representación llevada a cabo por pésimos actores que a menudo olvidan su papel y se dedican a improvisaciones tediosas y repetitivas, y cojo un libro que versa sobre el pensamiento débil. Según me adentro en sus páginas empiezo a experimentar una debilidad agobiante. Se titula: No ser Dios. Un buen consejo, aunque seguramente innecesario. Los dioses se fueron hace mucho tiempo, ahora andamos todos chapoteando entre figuras de barro. El drama tiene poca calidad, le faltan matices, abusa de los procedimientos groseros y recurre a demasiadas voces en falsete que desentonan mucho.
No estamos en una tragedia de Sófocles, estamos en un gallinero donde predomina el color negro y goyesco. La obra que representan en el parlamento y en la vida civil todas esas aves de corral en trance es interesante por su vacuidad. La obra aspira al más profundo centro de la vacuidad. Si te sumerges en ella experimentas una profunda vacuidad cada vez más expansiva, que lo torna todo vacío a tu alrededor. No tienes ganas de nada, ni de leer ni de pensar. Estás flotando en la vacuidad total del sistema, en su estúpido y grotesco melodrama en el que siempre está falseada la escena principal. El dramón nacional solo aborda desde hace décadas un único tema: la impunidad en la corrupción, por eso la obra está saturada de obviedades a la vez que llena de omisiones. A veces la trama parece derivar hacia lugares que no te esperabas, pero de nuevo retoma el tema de la corrupción, y así durante toda la eternidad.
No, decididamente no estamos en una obra de Sófocles. Las obras de Sófocles tienen un comienzo y un fin, en cambio la que representan todos los días en nuestro país ni tiene principio ni tiene fin, y su modernidad es muy relativa. De hecho parece un producto tardío y degenerado del Nouveau roman, con muchas escenas que se repiten y una estructura narrativa tan redundante como la música serial.
Al fin una sociedad tiene ante ella una imagen de lo perenne al juntar, de manera tan paradójica como letal, el concepto corrupción con la idea de eternidad. Ah, la eternidad de la corrupción… “Ah, el horror, el horror”, exclamó una vez aquel que llegó al corazón de las tinieblas en las que se sustenta toda representación.