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Escrito por

Jesús Ferrero

Jesús Ferrero nació en 1952 y se licenció en Historia por la Escuela de Estudios Superiores de París. Ha escrito novelas como Bélver Yin (Premio Ciudad de Barcelona), Opium, El efecto Doppler (Premio Internacional de Novela), El último banquete (Premio Azorín), Las trece rosas, Ángeles del abismo, El beso de la sirena negra, La noche se llama Olalla, El hijo de Brian Jones (Premio Fernando Quiñones), Doctor Zibelius (Premio Ciudad de Logroño), Nieve y neón, Radical blonde (Premio Juan March de no novela corta), y Las abismales (Premio café Gijón). También es el autor de los poemarios Río Amarillo y Las noches rojas (Premio Internacional de Poesía Barcarola), y de los ensayos Las experiencias del deseo. Eros y misos (Premio Anagrama) y La posesión de la vida, de reciente aparición. Es asimismo guionista de cine en español y en francés, y firmó con Pedro Almodóvar el guión de Matador. Colabora habitualmente en el periódico El País, en Claves de Razón Práctica y en National Geographic. Su obra ha sido traducida a quince idiomas, incluido el chino.

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Altavoces de nuestra miseria

Las sociedades oscuras eligen a líderes oscuros en los que proyectar su propia oscuridad.

Las sociedades cobardes eligen a líderes cobardes en los que proyectar su propia cobardía.

Las sociedades mediocres eligen a líderes mediocres en los que proyectar su propia mediocridad.

Las sociedades racistas eligen a líderes racistas en los que proyectar su propio racismo.

Las sociedades amargas eligen a líderes amargos en los que proyectar su propia amargura.

Y así hasta el infinito.

Los líderes no resuelven nuestros problemas, los agrandan y son nuestra gloriosa proyección en la nada.

No resuelven tu desdicha. La expanden y la multiplican.

No resuelven tu confusión. La expanden y la multiplican.

No resuelven tu cobardía. La expanden y la multiplican.

No son diferentes a ti y están tan inseguros como tú. Si confías en ellos demasiado y les das mucho poder, multiplicarán exponencialmente tus pequeñas desgracias hasta convertirlas en desgracias gigantescas.

Si los dejas, se convertirán en la expansión nuclear de la miseria.

No los guían los principios, los guía el delirio interpretativo, lo mismo que a sus fieles, pero elevado a la enésima potencia.

 

El sueño de la razón puede producir monstruos, pero nunca tan monstruosos como los que generan la oscuridad, la mediocridad y la confusión.

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12 de octubre de 2015
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Me encontré con Francisco Umbral en un país sin nombre (2) Amigo es el que te libra del ruido

Ayer volví a encontrarme con Umbral en un país sin nombre en el que había una dacha de pasillos que se bifurcaban, configurando una imagen borgiana del infinito. No recuerdo cómo conseguimos salir de la dacha, pero sí recuerdo que de pronto comenzamos a internarnos en un bosque húmedo, oscuro y enfermo. Más allá de los densos y corrompidos árboles había una cascada y nos acercamos a ella. El rumor del agua se convirtió enseguida en un infierno. El agua caía con un ruido ensordecedor que parecía amalgamar todos los ruidos ensordecedores y todos los estruendos del mundo: truenos, latigazos, bramidos, alaridos, estallidos y crujidos, cadenas, campanas, platillos de orquesta. Casi hacía perder el sentido.

-¿Sabes dónde estamos? -me preguntó.

-No tengo ni idea -respondí.

-Estamos en la página 449 de La montaña mágica de Thomas Mann.

-Vaya sorpresa. Pensé que estábamos en África.

-Pues no. Escucha este ruido atronador, pero no te pierdas en él porque te volverás loco. Me recuerda el ruido que hacen en España los políticos. No hablan, simplemente imitan a los chamanes cuando aúllan y vociferan en sus trances. Tanto ruido siempre, y tan pocas ideas, y tan poca delicadeza, y tan poca ironía, y tan poco humor... Y cuando ves su sonrisa, siempre parece la abominable sonrisa del idiota aquel del que hablaba Rimbaud y que Baudelaire solía ver en sus peores pesadillas. Tanto ruido incesante, extenuante, aniquilador.... Malos tiempos para la lírica, amigo, muy malos. El prosaísmo nos invade como lodo envenenado, cortándonos la respiración.

Nos fuimos de allí y, a la misma velocidad con que viajamos en los sueños, nos vimos de pronto en medio de una ciudad que parecía Barcelona y al mismo tiempo Madrid, en una plaza que semejaba la plaça Reial de la Ciudad Condal y la plaza Real de Madrid. Allí nos topamos con varios individuos vestidos de blanco que estaban degollando a un dinosaurio. La sangre corría por la plaza y las calles colindantes. Los niños jugaban extasiados con el engrudo rojo. Nos acercamos a una fuente y volvimos a oír el ruido atronador que parecía amalgamar todos los ruidos posibles y en el que desaparecían las palabras y las caras. El dinosaurio seguía sangrando. Los taxis resbalaban en el engrudo y chocaban contra muros y personas. Un anciano gritó:

-Señor Umbral, ¿me puede firmar un autógrafo?

-No -dijo Francisco ofendido-. ¡Sólo he venido a hablar de mi libro!

-¿Ah, sí? ¿Y cómo se titula?

-Esperpentos, persecuciones, delirios.

-¿Y de qué trata?

-Del infierno y de los que se fueron para volver con un cuchillo.

Pronto huimos de allí y regresamos a la dacha junto al mar Negro, donde nos invitaron a caviar Beluga con vodka del Cáucaso, y donde una rusa que había sido amante de Djuna Barnes nos dijo sin venir a cuento a y a la vez con mucho atino: “Amigo es aquel que te libra del ruido sin por eso sepultarte en el silencio.”

 

Le dimos la razón. Poco después, volví a perderme en lo inconcreto y amanecí en mi cuarto lleno de nostalgia y con la certeza de que había viajado por la constelación alfa, donde todavía anidan los pájaros perdidos de la ironía y el ingenio.

 

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5 de octubre de 2015
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Eclipse en el bosque

Miraba los ruidos entre los hombres, entre los pasos, entre los pueblos. Miró el ruido de los días, de las tardes. Cuando los años caían sobre las calles miró el ruido que hacían al caer, y contemplaba el que hacían las calles al sentirlos y al comenzar a esconderlos. Poco a poco las calles escondieron los años en el polvo, los ocultaron con un ruido leve, los escondieron hasta fatigarse, hasta que empezaron a partirse, a cubrirse de piedras como si nunca hubiesen sido. Tsu-Kien miró el ruido de ese envejecer, el ruido de la tierra al ocultar sus años, el ruido que los años hacían al morir; y en sus ojos quedaron tantos ruidos que olvidó palabras y hombres.”

Estos días de tanto ruido y tanto nombre, he leído varias veces este fragmento de Historia vieja, de Carlos Montemayor.

Y de pronto, anoche, busqué el silencio de los árboles, las piedras, los astros, y estuve contemplando el eclipse desde el bosque. Necesitaba un poco de paz, un poco de silencio, y me refugié hasta el alba en la noche sin caras y sin nombres. “Como las generaciones de hojas, así las de los hombres.”

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28 de septiembre de 2015
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Me encontré con Francisco Umbral en un país sin nombre (1) La dacha del mar Negro

Me encontré con Francisco Umbral en un país brumoso. Estábamos en una dacha llena de pasillos y estancias en la que no era fácil encontrar la salida. Había más sujetos a nuestro alrededor a los que Umbral no prestaba atención. Acerca de ellos me dijo en tono confidencial:

-Son meros ectoplasmas, y si los observas bien descubrirás su naturaleza fantasmal.

Me fijé mejor y le di la razón al maestro, que enseguida añadió:

-El secreto de mi estilo está en detectar lo que hay de fantasmal en el otro y lo que hay de fantasmón.

 

En aquella dacha que quizá se hallaba en Crimea, junto al mar Negro, o quizá no (en cualquier caso podría jurar que no estaba en la comunidad Madrid), en aquella dacha de un país inconcreto e inmemorial, que podía haber sido concebido tanto por Kafka como por Lovecraft, Umbral presentaba su cara más amable. Iba muy elegante, por lo menos a mí me lo pareció, con una camisa de seda rústica que tenía un cuello muy curioso, indescriptible, del que pendía una corbata con adornos blancos y azulados que parecían de la dinastía Ming.

 

Me contó que en los últimos tiempos frecuentaba mucho a los poetas chinos y a Marcel Proust, que era un poeta persa al que le hubiese gustado ser portero del Ritz. Casi con dolor le informé que el Ritz de Madrid era asunto del pasado y que lo habían comprado los chinos, pero no los chinos de la dinastía Ming, más bien los chinos de la dinastía Mong que tenían en sus dachas de Pekín todo el oro del Rin, del río Amarillo y del Mekong. Umbral lo lamentó y volvió a utilizar el tono confidencial para decirme:

-Tengo que regresar a España para dibujaros el mapa del laberinto en el que os halláis. Puede que lo haga un día de estos, pero antes tengo que acabar un libro sobre el cainismo, el desprecio, la corrupción, el deseo, la impudicia, la obscenidad y la nostalgia de los que se fueron al país de IrásYnoVolverás.

 

Fue lo último que le oí decir. Después me perdí y amanecí en mi cuarto. Afuera el cielo tenía el color del estaño y el campo estaba lleno de rosas mortales y grises.

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16 de septiembre de 2015
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La cabeza de Murnau (7 y fin del relato) En brazos de la mujer más dura

                                                                                           A Anastasia

Sigo en el asilo psiquiátrico a las afueras de Berlín y todo en mí es desesperación. La institución parece el manicomio que abre y cierra la película de El gabinete del doctor Caligari. Ah, Dios mío, es como si me hubiese perdido en el laberinto del expresionismo alemán, y empiezo a pensar que mi locura ya no tiene salida. Los pacientes pasean por los pasillos y el jardín de asilo. El jardín es de flores artificiales: rosas, tulipanes, jacintos de plástico fosforescentes que más que tranquilizarme me vuelven más loco. ¿Tengo que creer que todos los que me rodean son androides? ¿Y los doctores también? A fin de soportar mejor mi terrible situación me hago amigo de un paciente que habla español y que se llama Diodoro. El relato que me cuenta acerca de su vida, mientras paseamos entre los rosales de plástico, es absolutamente estremecedor. He aquí lo que me confesó:

 

Animado por los amigos, y tras haber ganado un premio millonario en la Lotería Nacional, decidí pedirles a los Reyes Magos el simulacro de Angela Merkel, con el que no quería establecer ninguna relación perversa. Muy al contrario, deseaba entablar con ella una relación amistosa y neutra, que propiciara el entendimiento entre nuestros pueblos respectivos.

A fin de que Angela no se sintiera extraña en mi casa, decoré el salón al estilo alemán, adquirí un frigorífico enorme y monolítico que parecía de la Edad de Bronce, y colgué de una pared un cuadro del romanticismo alemán que me había regalado mi abuelo Ferrer Tumbado, que fue ministro de Franco. Lo recordarás inaugurando pantanos o cazando en Gredos con la duquesa Delobri, que más tarde sería acusada de apropiación indebida, adulterio e incesto.

La misma mañana de Reyes llegó a mí casa, por línea directa desde el imperio amarillo, una Angela Merkel idéntica a la real. Me cobraron veinte mil dólares por el artefacto, pero no me importó, pues se trataba de un simulacro perfecto, ya que a través del plasma neuronal de naturaleza sintética que habían adherido a su materia, podía acceder a recuerdos muy conmovedores de la Merkel: Angela trabajando de camarera y dándole un puñetazo a un borracho que ha rozado su culo. Angela entrando en un cine para ver una película titulada No soy una ninfómana. Angela jugando a los bolos en un boliche: al inclinarse para coger la bola se le escapa una ventosidad y enrojece como una colegiala. Angela ofreciéndole un plato de leche a un gatito que ha irrumpido en su jardín. El gatito le da un arañazo. Angela está a punto de hacer algo muy grave, pero al final se contiene y piensa que las bestias, bestias son, y que hay que tener mucha paciencia con la naturaleza. (Un recuerdo que me conmovió sobremanera pues mostraba el lado más humano de la Merkel).

A mí me extrañaba que hubiesen conseguido un simulacro tan extraordinario, pero desde antiguo es bien conocida la pericia manufacturera de los chinos y su capacidad para elaborar objetos mágicos.

Recuerdo que en cuanto tuve a Angela sentada frente a mí, me miró con sus ojos trasparentes y tímidos de campesina alemana y me preguntó a qué me dedicaba. Le dije la verdad:

-A nada.

Angela estalló en carcajadas. Se reía cada vez más, como una bacante descontrolada, hasta que finalmente dijo:

-Ya veo que eres un gandul de raza genuinamente mediterránea. Pero no me importa, me gustas así, canalla. Para mí solo eres un juguete sexual. Prepárate para lo que te aguarda, hermoso. Quiero que me dejes bien satisfecha.

Mi estupor iba en crescendo cuando me atreví a decir:

-Mucho me temo, Angela, que te estás equivocando de obra, de papel y de interpretación. Esto no era lo que yo había pactado con los chinos cuando encargué tu simulacro.

Angela me miró con un estupor muy superior al mío y murmuró:

-¿De modo que crees que soy un simulacro?

-¿Y qué eres si no?

A modo de respuesta, Angela se echó a reír de nuevo antes de decir:

-¿Aún ignoras que el simulacro eres tú y que fui yo la que te encargué a los chinos porque quería tener a mi servicio un gigoló español? ¿En qué ciudad crees que estás?

-En Madrid, por supuesto.

-Mira por la ventana.

Le hice caso y caí en la cuenta de que estábamos en Berlín. Ante mí derecha podía ver la Puerta de Brandenburgo, y a mi izquierda el Ángel de la Victoria, sobre la columna central del parque.

Supe entonces que había caído en la trampa de mi propio simulacro, supe que los chinos me habían construido todo entero y me habían creado falsos recuerdos, tan inverosímiles como pintorescos. Giré la cabeza y vi a Angela de nuevo. Blandía una tralla y se erguía ante mi triste figura con sus cueros y sus tacones de acero inoxidable mientras murmuraba:

-Empieza la función, muchacho, que voy a darte lo mismo que a todos tus compatriotas. Ponte de rodillas y canta Noche de Paz... No, mejor algo menos sagrado, que nos ponga a tono y nos caliente un poco. Ya lo tengo: arrástrate como un perro y canta alguna canción de los Beatles.

En Berlín, bajo una atmósfera cada vez más confusa y el cielo azul de Prusia que se veía tras el ventanal, asumí la condición canina que me asignaba mi ama, y empecé a andar a cuatro patas mientras cantaba Ob-La-Di, Ob-La-Da.

Tras esa horrible sesión que no te puedo describir en su totalidad para no destrozar tus nervios, me desvanecí y me desperté en esta institución en la que me ves y en la que te ves.>>

 

Tras escuchar el relato de Diodoro, mi locura se acentuó y corrí salvajemente por el jardín hasta chocar con una red de alambradas. Allí me desmayé de nuevo. Me he despertado en una celda oscura, atado de pies y manos, y más desesperado que antes. No veo nada. Me me hallo en la más completa oscuridad . Para entretener mi oscurísima soledad, me pongo a recitar a los clásicos y los mezclo unos con otros, si bien sabiendo siempre lo que digo:

-Ah, mísero de mí, ah infelice -grito con todas mis fuerzas-¿Qué delito cometí para que me tengáis aquí, en esta mazmorra fría, donde ni sé cuando es de día, ni cuando las noches son?. Ah, mísero de mí, ah mísero de mí. ¡Pero no pienso callar por más que con el dedo, ya tocando la boca o ya la frente, silencio aviséis o amenacéis miedo!

Periódicamente los loqueros abren la puerta de la celda y me arrojan cubos de agua helada para hacerme callar.

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8 de septiembre de 2015
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La cabeza de Murnau (6) De locura en locura

Las chabolas se amontonaban en torno a la Freidrichstrasse Station y en todo Berlín se respiraba un ambiente densamente tercermundista. La gente bebía con obstinación y avaricia en las tascas y en los bares, muchos tocaban la guitarra, y algunas aceras estaban saturadas de hombres y mujeres mortalmente ebrios que se tendían en el suelo o se apoyaban en las pareces grasientas y ennegrecidas. Berlín parecía el reino de la ociosidad, la miseria y la molicie.

Mientras nos acercábamos a la cancillería, donde me iba a recibir la señora Angela Merkel, mis acompañantes me fueron dando consejos para que el protocolo se llevase a cabo según lo convenido.

-En cuento llegues al salón te arrodillarás ante la canciller -me dijo Mek.

-¿Arrodillarme?

-Sí, los has oído bien -añadió Mog-. Le pedirás perdón por haber robado la cabeza de Murnau. Derramarás lágrimas de aflicción, gemirás y gritarás como una viaja plañidera. Sólo así ablandarás su corazón.

De pronto llegamos al gran salón de la cancillería. Era enorme. Podías ver las paredes laterales, pero no se llegaba a divisar la pared del fondo. En medio de aquel espacio de pesadilla, se hallaba la señora Merkel, sentada sobre un trono, descalza y con una minifalda muy corta. Hice lo que debía: me arrodillé de inmediato, simulé que sollozaba, que gemía de dolor, y que mi desesperación era tan real como mi vida. Entonces surgieron de todas partes legiones de fotógrafos, que empezaron a acribillarme con sus cámaras.

La señora Merkel se incorporó, acarició tiernamente mi cabeza, recibió en sus manos la cabeza de Murnau, la besó, se inclinó levemente hacia mí y susurró con una voz muy dulce:

-En verdad, en verdad te digo que estás perdonado.

Acto seguido Mek y Mog me sacaron de allí, me llevaron a una taberna maloliente y llena de gente rabiosa. En la televisión que presidía el local los noticieros hablaban de mí y proclamaban que el poeta español Jesús Smith había devuelto a los alemanes la cabeza del autor de Nosferatu. Yo seguía mirando la televisión cuando mis acompañantes me dijeron:

-Quedas libre. Ahora puedes hacer lo que te venga en gana, salvo robar cabezas de difuntos.

Fue entonces cuanto me asaltó la sensación de que hacía tiempo que yo no era dueño de mí mismo, si es que lo había sido alguna vez. Tenía la impresión de que alguien había guiado mi conducta. Lleno de angustia, le pregunté e Mek.

-¿Robe la cabeza de Murnau por locura personal o por la locura de otro?

Mek se sinceró y contestó:

-¿Aún no sabes que eres un replicante? ¿Aún no lo sabes, cabeza de chorlito? La señora Merkel quería tener en su manos la cabeza del divino Murnau e ideó el robo que consumaste haciéndote creer que lo hacías por capricho personal. Pobre infeliz, el día que sepas toda la verdad te volverás loco, porque ni los hombres ni los robots están preparados para soportar demasiada realidad.

No necesité oír más. Mi mente empezó a dar vueltas a una velocidad desmedida. No cabía en mi propio ser, los ojos se me iban de las órbitas y mi cabeza era una granada a punto de estallar. Perdí la conciencia. Cuando volví en mi me hallaba en un manicomio a las afueras de Berlín. Sí, aquello parecía un asilo mental, pero ¿de qué? ¿Un asilo mental de hombres? ¿De androides? ¿De replicantes? ¿De robots? Todo indicaba que iba pasando de una a otra locura, y que en mí las locuras se sucedían como pasillos de un laberinto sin fin.

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27 de agosto de 2015
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La cabeza de Murnau (5) El viaje de los clones

Al entrar en el avión vi a otra azafata más, que era idéntica a la que nos había recibido, y pensé que podían ser gemelas, pero mi sorpresa llegó a niveles próximos al paroxismo cuando comprobé que todos los viajeros del avión eran iguales a mí. Presa del pánico, le pregunté a Mog:

-¿Todos los viajeros son como yo?

Mog me miró con paciencia y contestó:

-Sí y no. Verás, todos los viajeros son idénticos al fotógrafo griego Timothy LaBranche, que según tendrías que saber es el autor del selfie más populoso del mundo. Pero contigo ocurre un hecho curioso del que te debo informar: a ti te fabricamos con un cuerpo idéntico al de Timothy LaBranche. Todos los que ahora se hallan en el avión de Mongolian Airlines que solemos alquilar para estas ocasiones son tu clon, son tu cuerpo y tu alma, son tu ser, y todos se llaman Jesús Smith, a pesar de ser también idénticos a Timothy LaBranche.

Fue entonces cuando sucumbí al síncope. Mi corazón empezó a acelerarse como nunca antes en mi vida. Creí que la máquina cardíaca estallaba como una granada dentro de mi pecho y me desvanecí. Cuando volví en mí lo demás viajeros habían desaparecido. Yo me hallaba sentado en una de las plazas delanteras y frente a mi veía a Mog y a Mec.

Mog encendía un cigarrillo de olor nauseabundo, sonreía plácidamente, me miraba con mucha amabilidad y decía:

 

-Incorpórate y eleva un poco el ánimo, camarada Smith. Ya estamos en la ciudad de los espías y los espejos, de los vivos y los muertos, de los demonios y los ángeles. Sí, querido, sí, ya estamos en Berlín.

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14 de agosto de 2015
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La cabeza de Murnau (4) Tangos, calambrazos, aviones de Mongolia Exterior, damas de la dinastía Ming…

La cabeza restaurada

Intenté fugarme de nuevo, pero los hombres de negro me atenazaron, me arrastraron fuera del cine y me condujeron a mi propia casa para recuperar la cabeza de Murnau. El calor africano que envolvía la ciudad había hecho milagros y he aquí que la calavera de Murnau había recobrado su tamaño original. Los alemanes se sorprendieron ante el prodigio. Les tranquilicé susurrando con amable y aterciopelada voz:

-Las altas temperaturas han inflamado la cabeza de nuestro adorado y ya no va a hacer falta utilizar productos regeneradores que además son muy caros.

-Perfecto, ¿tiene en su casa alguna nevera portátil?

-La tengo.

-Pues meta en ella la cabeza y pongámonos en marcha.

 

Como en una ópera de dos centavos

Obedecí sus órdenes y pregunté:

-¿Puedo saber a dónde vamos?

-¿No lo adivina? A Berlín, al gran Berlín, al dulce, febril y festivo Berlín; al Berlín eterno, al Berlín tétrico y vil; al Berlín de siempre, al Berlín de la vida y la muerte; al Berlín de la puerta de Brandenburgo y el París Bar; al Berlín del tango, el tecno y el chachachá; al Berlín de la belleza y la maldad; al Berlín de Marlene Dietrich y algunos más. ¿No siente ya un calor especial, un calor irreal, un calor que da vértigo? ¿No lo siente ya?

Uno de los hombres se puso a bailar conmigo mientra el otro cantaba un tango:

Corrientes y calambrazos

siento en el ascensor

que me sube al cadalso

en lo alto, alto, alto

del hotel, hotel Edén...

Corrientes y calambrazos

siento en el ascensor...

-¿Es una canción de terror? -pregunté mientras bailaba muy pegado a mi opresor.

-No. Es una canción de amor. La cataba mi abuela en el año 24.

-¿Dónde?

-Pues en el salón de baile del hotel Edén. Desde sus ventanales se veía el Tiergarten.

Pensé que o bien me hallaba ante dos locos o bien se estaban burlando de mí. Me aparté del policía que bailaba conmigo y rugí:

-¿Puedo saber cómo se llaman ustedes?

El más delgado de los dos, que tenía la cara cuadrada, ojos negros y la nariz como el pico de un cuervo contestó:

-Yo me llamo Mog.

El otro, rubio y de ojos grises y mortecinos dijo:

-Yo me llamo Mek.

-¿Mog y Mek? No creo que haya gente que pueda llamarse así, ni siquiera en Alemania -les advertí.

Ellos se echaron a reír mientras cataban.

Yo me llamo Mog, yo me llamo Mek,

¿y usted cómo se llama

si es que se puede saber?

¿No nos va a decir,

camarada,

que se llama como Cristo

y se apellida Smith?

-¿Y por qué no puedo

llamarme así?

¿Está prohibido? -canté.

Ellos recibieron con júbilo mi respuesta y cantaron a la vez:

Yo me llamo Mog, yo me llamo Mek

y él se llama Smith.

Qué bien, qué bien, qué bueno,

y nos vamos los tres a Berlín.

Avión de Mongolia y belleza oriental

Los hombres de negro me empujaron hacia la calle, me metieron en su coche y salimos a toda velocidad de Madrid, en dirección al aeródromo de Cuatrovientos. No sabía entonces que me esperaba un viaje alucinante junto a aquellos dos hijos de infierno.

Llegamos al aeródromo. El sol caía a plomo sobre la pista y ante nosotros se veían algunas avionetas destartaladas y un único avión azul y negro, en el que decía, con grandes letras amarillas:

MONGOLIAN AIRLINES/ FOREIGN SERVICE

Con gran violencia me arrastraron hacia el avión. Al final de la escalera nos esperaba una azafata de gran belleza. Parecía una damisela de la dinastía Ming.

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6 de agosto de 2015
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La cabeza de Murnau (3) Aire de comedia

Alguien llama a la puerta

He confesado en los capítulos anteriores que robé la cabeza de Murnau y la reduje a su mínima esencia. Ya saben, Friedrich Wilhelm Murnau, el mítico director de Nosferatu, de Amanecer, de Tabú, aquel que según dicen murió en un accidente de trafico mientras practicaba ejercicios afrodisíacos con su mayordomo filipino, que conducía el auto. Y también he confesado que no mucho después llegaron a mi casa dos hombres de la policía alemana. Pues bien, uno de los hombres estaba a punto de quemarme los ojos con su mechero cuando sonó el timbre de mi casa. Los policías me miraron desconcertados. Uno de ellos me preguntó:

-¿Quién puede ser?

-No lo sé -contesté-. Lo mejor sería averiguarlo.

-De eso nada. Usted no se va a mover de donde está.

-Puede que sea el cartero -murmuré-, y convendría que abriese la puerta.

-¿Por qué?

-Espero un paquete con un producto necesario para devolver a su estado original la cabeza de Murnau -dije mintiendo.

-Está bien, vaya a abrir, pero no intente maniobras extrañas, porque lo pagará caro.

Regalo milagroso

Bajé las escaleras, crucé el largo pasillo que conducía a la entrada del inmueble y comprobé que efectivamente era el cartero. Por descontado que no me traía ningún producto químico, me traía sencillamente un libro. ¿De Murnau? No, en modo alguno (la vida no suele ser tan simétrica como las novelas). Se trataba de un libro de aforismos titulado Aire de comedia, de Ramón Eder. El regalo provocó en mí un milagro: me olvidé de los policías y comencé a leerlo en el portal. Algunos aforismos me sedujeron de inmediato porque tenían mucho que ver con el momento que estaba pasando:

Los pequeños abismos son los más peligrosos porque son en los que caemos.

Qué difícil es perdonar al que hemos ofendido.

Las cloacas también tiene sus sirenas.

Toda la historia universal ha sido necesaria para que estés donde estás ahora mismo leyendo este libro.

Asombrosamente podemos ser dichosos con la muerte pisándonos los talones.

La vida es una ficción basada en hechos reales.

Alemania es un país que no cabe en sus fronteras.

Hay un tipo de generosidad que consiste en regalar nuestra ausencia.

El libro me da ideas

Tras la lectura me acordé de los policías que me aguardaban en mi propia casa y empecé a hacerme preguntas: ¿Me hallaba en un pequeño abismo o en uno más bien grande? ¿Sería capaz de perdonar a los que estaban ofendiendo? ¿Los dos hombre de negro serían faunos de las cloacas? ¿Toda la historia universal había sido necesaria para que me ocurriera lo que me estaba ocurriendo? ¿Por qué me sentía tan dichoso si era un hombre claramente amenazado? ¿Mi vida era una ficción basada en hechos reales y a la vez totalmente irreales? ¿Alemania era un país que no cabía en sus fronteras como la cabeza de Murnau que yo tenía en mi casa y como los policías que me amenazaban? Si había formas de generosidad basadas en regalar nuestra ausencia, ¿no era esa la generosidad que yo tenía que practicar con los hombres de negro?, me pregunté finalmente. Fue como ver la luz en mitad del túnel: salí corriendo de portal y me perdí por Madrid.

Un amor de Miguel Strogoff

Estaba anocheciendo cuando me oculté en un cine donde reponían una de las películas más fascinantes de todos los tiempos: El sueño de Orlopendo.

Me hallaba ya sumergido en las tribulaciones de Orlopendo y sus amores prohibidos con Miguel Strogoff cuando dos manos se posaron en mi espada: eran de nuevo los hombres de negro. Un instante después sus bocas se pegaron a mis orejas para susurrarme a la vez:

-Buenos noches, amigo. ¿Tendría usted la bondad de acompañarnos o quiere que le metamos dos agujas en los oídos?

Abracé el libro que llevaba conmigo como si se tratase de un talismán y me preparé para lo peor.

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27 de julio de 2015
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La cabeza de Murnau (2) Los hombres de negro amenazan con dejarme ciego

En el capítulo anterior tuve el deshonor de confesar que había robado la cabeza de Murnau y hasta lo anuncié en la red. Nadie ignora que la red es el imperio de la mentira y pensé, infeliz de mí, que si decía la verdad nadie me iba a creer, pero no ha sido así. Hace cuatro días recibí la visita de dos inquietantes sujetos.

Nunca pensé que los famosos hombres de negro, esos que amenazan a los ciudadanos que saben demasiado de lo que no deben saber, me iban a visitar alguna vez. De nuevo me equivoqué, y he aquí que vi ante mi puerta a dos individuos de aspecto robótico y enteramente vestidos de negro que decían pertenecer a la policía alemana.

Los dos entraron en mi casa sin decir nada y comenzaron un exhaustivo registro.

-¿Qué buscan? -grite.

-La cabeza de Murnau -dijeron al fin.

Entonces les mostré una calavera de unos diez centímetros de diámetro que se hallaba sobre uno de los anaqueles de mi biblioteca.

-¡Esa no es la cabeza de Murnau! -gritó uno de ellos.

-¡Lo es! -grité a mi vez-, simplemente ocurre que la he reducido a su mínima esencia utilizando la misma técnica que los jíbaros y luego le he colocado encima una rana, también reducida a su mínima esencia. Me encantan los batracios.

Los dos hombres me empujaron contra la pared, pusieron sus manos en mi cuello y escupieron:

-¡Como no la devuelvas a su estado original eres hombre muerto!

Les dije que podía hacerlo, pero que el proceso iba a durar unos tres días. Uno de ellos rigió:

-La señora Merkel la quiere hoy mismo en su despacho. ¡Hoy mismo! ¿Me ha oído? Y no habrá prórrogas, ni quitas, ni demoras de ningún tipo. ¡Queremos ahora mismo la cabeza de nuestro compatriota en el mismo estado que se hallaba cuando la robó!

 

Los miré con terror. Uno de ellos acercó un mechero encendido a mis ojos mientras murmuraba:

-Como no obedezcas te espera el mismo destino que a Miguel Strogoff. Miento, Miguel Strogoff consiguió salvar sus ojos, pero a ti no te va a salvar ni Dios.

(Continuará) 

 

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20 de julio de 2015
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