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Escrito por

Jesús Ferrero

Jesús Ferrero nació en 1952 y se licenció en Historia por la Escuela de Estudios Superiores de París. Ha escrito novelas como Bélver Yin (Premio Ciudad de Barcelona), Opium, El efecto Doppler (Premio Internacional de Novela), El último banquete (Premio Azorín), Las trece rosas, Ángeles del abismo, El beso de la sirena negra, La noche se llama Olalla, El hijo de Brian Jones (Premio Fernando Quiñones), Doctor Zibelius (Premio Ciudad de Logroño), Nieve y neón, Radical blonde (Premio Juan March de no novela corta), y Las abismales (Premio café Gijón). También es el autor de los poemarios Río Amarillo y Las noches rojas (Premio Internacional de Poesía Barcarola), y de los ensayos Las experiencias del deseo. Eros y misos (Premio Anagrama) y La posesión de la vida, de reciente aparición. Es asimismo guionista de cine en español y en francés, y firmó con Pedro Almodóvar el guión de Matador. Colabora habitualmente en el periódico El País, en Claves de Razón Práctica y en National Geographic. Su obra ha sido traducida a quince idiomas, incluido el chino.

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Me encontré con Francisco Umbral en un país sin nombre (3) Pactos con el diablo

"Mira, las puertas de las tinieblas se han abierto."

-Fausto, Murnau-

Ayer volví a encontrarme con Francisco Umbral en el país sin nombre. Extraño país en el que había un lago parecido al Ladoga y un mar parecido al mar Negro. Era verano en el país sin nombre. Espléndido y apacible verano. Los robles rumorosos formaban bosques interminables. Nos hallábamos en una especie de embarcadero junto a una playa del lago. Una playa desierta en la que se veían sus pisadas, las de su hijo y las mías. Su hijo llevaba con él una gata que decía palabras en egipcio. A nuestra izquierda, en una pequeña playa de guijarros se estaba bañando un unicornio, y muy cerca de nosotros daba saltos, sobre las maderas del embarcadero, la cabeza de Murnau, la que habían robado meses atrás, la increíble cabeza de Murnau a la que no le hacíamos el más mínimo caso. Mientras contemplábamos el agua estuvimos hablando de pactos con el diablo. Umbral me dijo:

-Como los gángsteres, los políticos suelen pactar con el diablo. Cuando un presidente con buenas intenciones se sienta en la mesa presidencial y revisa papeles que incitan al vómito real y al vómito existencial, ¿qué hace? Mayormente pactar con el diablo. La práctica del poder le obligará a colocarse más allá del bien y del mal, sea de la ideología que sea.

-Sí -le dije yo-. Supongo que es entonces cuando empieza a envejecer de verdad. Para él comienza un extraño viaje por un universo de relativa oscuridad y en torno a él ira creciendo una sombra vinculada a la muerte.

-No lo dudes. Cuando pactas con el diablo prepárate para el estrés. Ante ti se alza una frontera: la del antes y el después del pacto con las tinieblas intrínsecas del poder. La ventaja de llegar al poder es que lo empiezas a ver todo desde arriba. La muerte de los demás se convierte en una cifra. La muerte se convierte en una abstracción, que sin embargo se va apoderando de tus moléculas, por eso los expresidentes suelen parecer muertos vivientes: condición escatológica que nos les impide enriquecerse pasando información privilegiada a las grandes empresas que los eligen como consejeros. Con esas empresas hablan abiertamente, a cambio de cerrar la boca ante la ciudadanía. Ah, si tan solo uno de ellos decidiera traicionar ese procedimiento y confesara todo lo que ha visto y vivido en ese mundo más impuro que la muerte. Haría un gran favor a toda la humanidad. Yo sería capaz de dedicarle un poema épico -confesó Umbral.

-Y yo, pero ese ser admirable aún no ha aparecido entre nosotros, y no es probable que aparezca alguna vez. Tendría que romper un pacto de silencio que se prolonga como una maldición asfixiante y pavorosa a lo largo de la historia. El descreído Canetti creía que era una gran ingenuidad pensar que aquellos en los que depositamos el poder iban a cambiar alguna vez. Se trataba para él de una esperanza vana.

-¿Sólo para él? Lo creía también Lord Acton, aquel historiador católico que decía: Power tends to corrupt, and absolute power corrupts absolutely.

-Siguiendo ese pensamiento, las mayorías absolutas corromperían absolutamente. ¿Y las relativas?

-Corromperían relativamente, pero tendiendo siempre hacia el absoluto como meta final, o como ideal platónico -sentenció el maestro.

De pronto la cabeza de Murnau empezó a dar saltos muy veloces y erráticos. Su hijo la señaló con el dedo y dijo:

-Papá, finalmente entiendo lo que quiere decir la famosa expresión "cabeza loca". ¿Puedo ir a jugar con el unicornio?

-No -contestó su padre-. Son animales muy hermosos pero les gustan demasiado los gatos. Se los comen de un solo bocado.

El niño nos miró con un estupor mortalmente rosado y empezó a cantar una canción que decía:

- 道可道,非常道。名可名,非常名。

無名天地之始;有名萬物之母。

故常無欲,以觀其妙;常有欲,以觀其徼。

此兩者,同出而異名,同謂之玄。

玄之又玄,衆妙之門。  

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11 de enero de 2016
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El año 2015 se ha suicidado

Es faltar a la verdad decir que el año 2015 ha muerto de formar natural. Según fuentes muy fiables, el año 2015 se pegó un tiro en la cabeza a las doce en punto de la noche del 31 de diciembre, y si bien su muerte voluntaria le puede parecer reprobable a cierta parte de la sociedad, expertos en salud mental consultados por este blog aseguran que no le han faltado razones para llevar a cabo un acto tan extremo.

En el año recién fallecido, 55 mujeres han muerto a manos de sus torturadores, siguiendo una tradición secular cada ver más indignante y pestilente. La clase media se ha seguido arruinando (de la clase obrera mejor ni hablamos). Han continuado los desahucios, beneficiándose de una ley que hasta en Estados Unidos, patria del capitalismo, causaría serios escándalos, y el país está más dividido que nunca, moviéndose en una dimensión vacía y en un río revuelto del que sólo se benefician los más despiadados pescadores.

Entiendo el suicidio de este año tan desdichado, y no pienso reprochárselo. Quisiera llevarle flores a su tumba, pero nadie sabe dónde lo han enterrado.

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1 de enero de 2016
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El mal seduce a más velocidad que el bien. (Acerca de la propuesta alemana de que los chavales lean Mi lucha en las escuelas)

Confieso que la idea alemana de incluir la lectura de Mi lucha de Hitler en las escuelas me ha producido un honda inquietud, a pesar de que apruebo lo que dice mi admirado y muy querido pensador Reyes Mate en su artículo de El País.

Reyes Mate es partidario de llevar a cabo ese proyecto y dice que “en la escuela alemana se ha hablado antes que en ninguna otra del Holocausto judío y de la responsabilidad colectiva”. Puede que sea cierto, pero no conviene ignorar que no son pocos los alemanes que afirman que empezaron a enterarse del Holocausto en los años sesenta del siglo pasado, más o menos al mismo tiempo que en España. Yo, por ejemplo, me enteré de ese infierno en el año 1969.

Algún tiempo después leí Mi lucha, y el infierno regresó, si bien desde otro ángulo: el de la propaganda, el populismo, el racismo sentimentaloide, y la falsificación histórica. Pero pronto advertí que tenía fragmentos muy seductores para las mentes inmaduras y los “racistas de pura raza”, como decía con ironía uno de mis profesores de historia en París: Vidal-Naquet.

Me llena de preocupación la posibilidad de que, una vez más, a Alemania le pueda salir el tiro por la culata con el proyecto de divulgar Mi lucha en las escuelas, y temo que un buen porcentaje de adolescentes se deje seducir por la maldad del libro (debido a la rebeldía propia de la adolescencia), independientemente de las razones explicativas que esgriman los profesores. Al afirmar lo que afirmo, pienso sobre todo en algo que dice Goethe en Fausto.

(Cito de memoria porque ahora no consigo encontrar el párrafo en ninguna de mis tres ediciones diferentes de la obra de Goethe, pero creo recordar que dice más o menos lo siguiente: “Es posible que el bien seduzca poco a poco, pero el mal seduce inmediatamente.”)

Y hablando de tiros que salen por la culata, ¿cuantas veces le ha ocurrido a Alemania ese prodigioso fenómeno? Según Thomas Mann más de las necesarias.

Por lo demás, soy partidario de no censurar ningún libro, por más abominable que sea. Pero de ahí a recomendarlo en las escuelas (incluso como ejemplo de negatividad absoluta) media un abismo.

Conclusión:

 

No digo que los alemanes no tengan razón con lo que pretenden y con su firme deseo de poner luz y taquígrafos sobre algo que más que una ideología casi parecía “una religión neopagana y crudelísima”, como definió Umberto Eco el nazismo. Simplemente digo que ese proceder me inquieta profundamente y me deja el alma llena de dudas acerca de su posible eficacia.

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30 de diciembre de 2015
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La innombrable

Nadie sabe abordar a la innombrable.

 

Los dirigentes de los partidos ni la nombran. ¡Cómo van a nombrar a la innombrable, sería una paradoja!

En esta ocasión, la innombrable va a dividir mucho su voto. Eso quiere decir que nadie la ha seducido de verdad. ¿Digo seducir? La seducción implica un esfuerzo de acercamiento, y nadie ha dirigido su aliento, su corazón, a la innombrable.

 

Pero la innombrable no está muerta y tiene deseos: deseos de recuperar el estado de bienestar que ella misma creo, y deseo de recuperar lo que le han robado, si no todo, si al menos una parte, para poder asimilar con menos dolor una década perdida.

La innombrable está desconcertada. No sabe qué hacer. Se siente rodeada de innombrable oscuridad, pero tiene que votar. No le prometen nada, como mucho le podrían ofrecer un buen banquete fecal como el que celebran los personajes de El fantasma de la libertad de Buñuel.

Sí, tiene que votar aunque ni la nombren. La emoción está asegurada.

Cuando la innombrable desaparece de la escena, se oscurece el horizonte y comienza el reino de la oscuridad.

Las culturas se suicidan cuando acaban con la innombrable. El imperio romano sucumbió cuando desapareció de su tejido social la innombrable.

Cuando ella se ausenta, suele llegar un ángel exterminador. Por eso la innombrable es tan necesaria. Con su sola existencia nos libra del horror.

Pero nadie la nombra. Vamos a romper esa tradición y vamos a nombrarla. Sí, vamos a hacerlo, vamos a nombrar a la clase media para decir que ni la historia moderna ni la reciente resultan comprensibles sin ella. No tenerla en cuenta es carecer en primer lugar de memoria, en segundo lugar de realismo, y en tercer lugar de astucia elemental, virtud principal de los animales políticos.

Para ningún sistema es una buena estrategia ignorar a la innombrable, a la intermedia, a la que sostuvo el Estado de la antigüedad y sostiene el Estado moderno. Dentro de las estrategias equivocadas, la más equivocada es la encaminada a hacerla desaparecer.

Si ella desaparece, desaparece el sistema, al quitarle uno de sus elementos fundamentales. Si ella desaparece, desaparece la clase intermedia: la que equilibra y suaviza las fricciones. La que con su mera existencia reduce diferencias. La que impone la trinidad por encima de la dualidad.

 

Si la innombrable desaparece, desaparece el "tercer elemento", desaparece el juego, desaparece todo.

Aún no sabemos hasta qué punto puede ser espantoso un mundo sin clase media, aún no conocemos en plenitud ese infierno, pero podríamos conocerlo.

Es muy fácil y muy difícil destruir el sistema: basta con ahogar a la clase media. ¿Por qué? Por una razón bien simple: ella es el sistema.

Y ahora el sistema está hundido en una contradicción irresoluble: es como si quisiera estrangularse a sí mismo, estrangulando a la clase que mejor lo representa y mejor lo sustenta. Se trata de un movimiento de autoagresión: como si el sistema mismo se estuviese suicidando. Paradójicamente, es el sistema el que ahora tiene que luchar contra la tentación del abismo y contra sus impulsos autodestructivos. Es el sistema mismo.

Parece que no nos movemos pero quizá estamos en un momento angular de nuestra historia en el que el sistema se enfrenta a su pulsión de muerte, en el que el sistema apresa el cuello de su propio retrato: la clase media, aun sabiendo que al hacerlo se estrangula también a sí mismo. Es casi la historia de Dorian Gray.

El sistema ha entrado en una espiral ciega. No es fácil imaginar en qué circunstancias se producirá el colapso, y al mismo tiempo se pueden adivinar. Para no llegar a esa situación de implosión destructiva solo queda un camino: detener de inmediato la aniquilación de la innombrable. El sistema no puede destruir sus propios pies, su corazón y su motor. Se quedaría cojo y sin aliento. Le faltaría la movilidad y la respiración.

 

 

 

 

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17 de diciembre de 2015
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Resuelto el misterio de Jack el Destripador, escritor de cuentos para niños

Las grandes obras pueden originarse una tarde ociosa y banal, llena de sublimaciones como todas las tardes ociosas y banales.

Dos sacerdotes anglicanos pasean en barca con tres niñas. Es verano, arde el Támesis. Uno de los sacerdotes, Lewis Carroll, empieza a improvisar un cuento que gusta mucho a las niñas. Una de ellas le pide que lo escriba.

Lewis Carroll obedece y escribe Alicia en el País de las Maravilllas.

 

Un cuento surgido de forma tan circunstancial es ahora una obra capital de la literatura moderna. Se adelantó a tantas fórmulas que es imposible no verlo como el cofre de las anticipaciones.

Se adelantó al teatro del absurdo, al surrealismo, a la literatura fantástica en sentido moderno, y a la literatura inspirada en las matemáticas y la ciencia. A todo lo ya dicho hay que añadir desde hace años la sospecha de que Lewis Carroll fue Jack el destripador.

 

La década pasada, hallándome en China, me encontré con la escritora Esther Tusquets, que estaba por allí adquiriendo auténticos tesoros orientales. Primero la vi en Pekín, en el vestíbulo de un hotel de lujo, y más tarde en la Gran Muralla junto a varias personas que parecían sus lacayos. Fue allí donde me confesó que había tenido que vender un ejemplar de la primera edición de Alicia en el País de las Maravillas. Parecía lamentar profundamente aquella pérdida. Era desprenderse de un fetiche supremo: más que vender un ejemplar de la primera edición de Robinson Crusoe, y estamos hablando de otro mito. Mucho más. Creo recordar que la escritora me dijo que el libro había caído en las manos de una oscura persona que vivía en Londres. Comentó que el ejemplar acabaría en algún museo, aquel ejemplar que ella había tenido tanto tiempo en su casa; y recuerdo que al oírla me invadió un cierto estupor. Era como si para mí Alicia fuese una entidad mitológica que gravitase fuera de los límites de los libros, y que por lo tanto no era creíble que existiese una presunta primera edición de Alicia en el país de las Maravillas, y si existía, todo indicaba que su materialización se remontaba a la noche de los tiempos.

Es sabido que las ediciones que se pierden en la noche de los tiempos tienen un valor incalculable. Preferí no preguntarle a Esther Tusquets por cuánto había vendido el libro y nos quedamos en silencio. Estábamos en la Gran Muralla, y allí las palabras resuenan mucho, amplificadas por los ecos, para luego expandirse en el infinito de las negras montañas y las negras estepas. Es un lugar de locos, y ahora, siempre que pienso en Lewis Carroll, absolutamente siempre, me acuerdo de aquel ejemplar de la primera edición de Alicia, que Esther Tusquets tuvo que vender a un enigmático coleccionista londinense, y esa imagen se mezcla con la Gran Muralla y sus geometrías imposibles, como si perteneciesen a la misma historia y estuviesen en el mismo campo semántico.

Vuelvo a aquella tarde otoñal en China: ya nos íbamos de la Gran Muralla y descendíamos por una cuesta al fondo de la cual se veía un pueblo y un río que se iba derramando en cascadas sucesivas. Estábamos cansados y nos montamos en una especie de balancín arrastrado por un chino de músculos compactos y aspecto fiero.

 

(Confieso que al advertir que la bestia de tiro iba a ser una persona quisimos desistir, pero entonces el chino se puso furioso y se sintió humillado y aniquilado. Así que tuvimos que consentir que nos arrastrara hasta el pueblo a la velocidad del rayo. Iba tan deprisa que no podíamos ver el paisaje por el que nos íbamos desplazando. Lo percibíamos todo borroso, como si nos deslizásemos a una velocidad superior a la que necesita la vista para retener algo).

En el pueblo, estuvimos bebiendo cerveza china en la terraza de un bar junto al río. Allí Esther Tusquets me dijo:

-Verás, el hombre al que le vendí el ejemplar de Alicia ha dedicado su vida a coleccionar objetos de Lewis Carroll. Los apiña en una bodega de su casa. Un día se los robarán todos y acabará loco como el primo Pons de la novela de Balzac. El comprador en cuestión se llama David Dodgson, y asegura ser familiar lejano de Carrol. Devid Dodgson defiende la misma tesis que Richard Wallace en su libro Jack the Ripper, a saber: que Lewis Carroll fue Jack el Destripador. De modo que según su apreciación, yo le vendí en realidad un ejemplar de la primera edición del cuento más famoso de Jack el Destripador, lejano y divinizado pariente suyo. ¿Qué te parece?

Conocía la tesis del señor Wallace, y le dije que me parecía una locura. En realidad todo parecía una locura aquella tarde en la muralla china, porque allí todo se agrandaba.

-Extraño el destino de Carroll -comenté-. Para algunos ha pasado de ser un sacerdote perverso a ser un asesino legendario.

 

Esther Tusquets asintió. Para ella estaba claro que la figura de Lewis Carroll podía encajar con cualquier fantasía de la humanidad, y que se iba agrandando con el tiempo. Ahora le estaban añadiendo a su curriculum todo el poder del mal, y eso podía convertirlo en un escritor gigantesco.

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7 de diciembre de 2015
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El imperio del terror

Vivir permanentemente sometidos a la conciencia de la muerte sería lo mismo que habitar el infierno. Rubén Darío lo expresa en su magnífico poema Lo fatal:

Dichoso el árbol que es apenas sensitivo,

y más la piedra dura porque esa ya no siente,

pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,

ni mayor pesadumbre que la vida consciente.

Al hablar de la vida consciente, el poeta se refiere sobre todo a la vida consciente de la muerte: el futuro terror, que aparece en el segundo cuarteto del soneto más terrible de Rubén Darío.

Tenemos muchas maneras de evadirnos de la conciencia de la muerte, que surge en la infancia pero que se instala como una corriente helada en plena juventud, cuando llega a nosotros como una radiación lo que Martin Amis llama, en una de sus novelas, la información fulminante y definitiva de que vamos a morir.

La forma más habitual de escapar de la conciencia de la muerte estaría vinculada a la superación de la temporalidad por medio de una inmersión en el presente a través del ocio, el placer, el entretenimiento y la diversión. Y la forma más trascendente habría que relacionarla con las invenciones de la cultura y sus sistemas de elevación y sublimación: el arte, la filosofía, la religión.

El terrorismo islámico tendría por misión fundamental bloquear estas dos vías de escape. En primer lugar atacando las formas de ocio y de placer más inmediatas y habituales, llenando de sangre los lugares vinculados al disfrute (la matanza del Bataclan). En segundo lugar atacando las esferas de la cultura que más elevan y que ubican al género humano en una cierta idea de la inmortalidad, así como los espacios simbólicos en los que hemos proyectado el deseo de infinitud y el ansia de perdurar en el espacio y el tiempo (la destrucción de Palmira).

Bloqueados esos dos caminos (el de la eternidad del instante y el de la eternidad simbólica) estaríamos abocados al nihilismo y a la desesperación.

Los terrorismos más radicales anhelan instaurar de forma perpetua la sofocante conciencia de la muerte, dinamitando los dos caminos que más nos ayudan a olvidarnos de ella.

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22 de noviembre de 2015
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Lo que nadie dice del Bataclan

El Bataclan, además de ser una sala mítica en la historia de los conciertos de rock, fue un lugar fundamental en la historia de la emigración española.

Dicho de otra forma: uno de esos lugares que nunca van a aparecer vinculados a la Historia con mayúscula, de no ser por los atentados que acabamos de conocer, pero que son esenciales en la historia de la sentimentalidad sin más y en la microhistoria del corazón de la clase obrera, ya que fue la sala de baile más frecuentada por los jóvenes emigrantes españoles que buscaban pareja, allá por los años setenta del siglo pasado.

Recién llegado a París estuve explorando, de forma más bien involuntaria, el mundo de la emigración española: sus formas de vida e infravida, su situación económica, su lenguaje (utilizaban una mezcla surrealista de español y francés), y su sentimentalidad. Fue entonces cuando percibí que todos hablaban del Bataclan, y fue en voz de los emigrantes españoles donde escuché la palabra por primera vez.

¿Por qué?

Pues porque en el Bataclan se llevaba a cabo los sábados y domingos por la tarde el baile de los españoles. A eso de las siete, puede decirse que todos los jóvenes emigrantes de nuestro país acudían al Bataclan para bailar y enamorarse los fines de semana.

Se trataba de fiestas bastante tribales, folloneras y divertidas, a las que solo acudían españoles y algún portugués. Estuve más de una vez y no podía creerlo. El Bataclan era un lugar rebosante de calor latino y se llenaba hasta que no cabía ni un solo danzante más.

 

Ahora, cuando lo veo encharcado de sangre, recuerdo aquellas fiestas dominicales de las que salieron tantos noviazgos de la España emigrante, cálida y bailonguera.

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14 de noviembre de 2015
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La mezquindad y el mal

Ninguna pasión cabe en el exiguo territorio de la mezquindad.

Kierkegaard creía que la falta de pasiones es la causa de la mezquindad, cuando en realidad es al revés: la mezquindad es la causa de la falta de pasiones, y las pasiones condensan siempre más vida que la ordinaria, aunque también más muerte.

¿Qué ocurre cuando la mezquindad y la maldad se juntan? Cuando el mezquino ejerce la maldad, el mal puede ser muy considerable, pero siempre tendrá su punto de mezquindad.

¿Paga el mezquino su mezquindad? Como decía George Herbert, “el mezquino lleva en sí su propio infierno”. ¿Y cómo no lo iba a llevar? Un mezquino de verdad también lo es consigo mismo, de forma que el infierno que prodiga a los demás es muy inferior al infierno de absoluta mezquindad que se propicia a sí mismo.

Como la mezquindad es una pasión muy cicatera, una especie de anti-pasión que nos avergüenza, la solemos proyectar en los demás, como si el infierno que Herbert vincula a la mezquindad estuviese siempre fuera de nosotros.

En esto estarían milagrosamente de acuerdo Freud, Jung y... Lacan, que aseguraba que “el yo es un miserable”.

Proyectar en los otros nuestra propia mezquindad es un procedimiento vinculado al narcisismo y a la ignorancia. Cuando los griegos de la antigüedad llegaban a Delfos podían leer en el frontón del templo de Apolo: “Conócete a ti mismo”. Dicho de otra manera: afronta sin miedo tu propia mezquindad, advierte sin miedo tu propia ignorancia, aborda sin miedo tu propia oscuridad, y nunca creas que solucionas algo proyectando tu miseria en los demás.

No vomites

sobre los que te acompañan en este infierno

las amapolas que has comido con los muertos.

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9 de noviembre de 2015
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Posesión y terror absoluto

Los cuatro elementos tienen dueño: el aire, el fuego, el agua, y sobre todo los tiene la tierra. Lo decía Lawrence de Arabia en Los siete pilares de la sabiduría: “La gente suele considerar el desierto como una tierra baldía, sobre la que cualquiera puede poner la mano; pero la realidad es que cada colina y cada valle tenía a alguien que era reconocido como su propietario y que estaba inmediatamente dispuesto a afirmar los derechos de su familia o de su clan contra cualquier intento de usurpación. Hasta los pozos y los árboles tenían sus propietarios.”

La información de Lawrence me recordó la obra de Ernest Becker La negación de la muerte, a la vez que me hizo pensar en la posesión y en sus vínculos con la destrucción. ¿Colocamos nuestras posesiones como una barrera ante la muerte, ignorando que la muerte no entiende de fuertes y fronteras? Poder y posesión tienen la misma raíz, y el poder que nos confiere una posesión nos crea la ilusión de que nos va a proteger de la muerte.

La TMT, Teoría del Manejo del Terror, postula que las mentes rígidas, cerradas y excluyentes están más obsesionadas con la muerte que las mentes abiertas y tolerantes. Y también más obsesionadas con la posesión.

La misma teoría vincula el miedo a la muerte con el tribalismo, con el instinto grupal y con la creación de masas. Las masas protegen y a la vez matan (Canetti), como protegen y matan las naciones cuando instauran la religión del terror: esa religión vinculada a la tribu y a la raza (nosotros contra los otros) que se apoderó de Europa desde 1914 a 1945. Unos cien millones de personas murieron en las dos contiendas, a las que hay que añadir el medio millón que murieron en la guerra civil española, que hizo de puente entre las dos guerras más racistas de la historia.

Puede que los tribalismos sean la única causa de que no se asiente entre nosotros una verdadera conciencia de la especie. Con tantas tribus y fronteras es difícil asimilar que somos una sola especie, y que nuestro único enemigo común es la muerte: la muerte de cada uno, y la muerte integral de la especie, que sería algo parecido al terror absoluto.

Lawrence de Arabia, Los siete pilares de la sabiduría, Huerga & Fierro, 2006, Ediciones B, 1997.

Ernest Becker, La negación de la muerte, Kairos, 2003

Elías Canetti, Masa y poder, Galaxia Gutenberg, 2002

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2 de noviembre de 2015
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Mentiras literarias

Los narradores que mienten mucho son muy detallistas. ¿Siempre? No, a veces en lugar de cultivar el detalle optan por la abstracción.

Toda mentira es una narración en la que estamos falseando los hechos, y para que la mentira sea efectiva la narración tiene que ser convincente. Solo hay dos maneras de recorrer con mayor o menor pericia ese camino: o bien deteniéndose en los detalles para dar a entender que lo que estamos contando ha sido exhaustivamente vivido; o bien renunciando a los detalles para dar a entender que estamos hablando de una experiencia muy asimilada por nuestra conciencia y que puede ser narrada de forma concisa y abstracta.

Borges era partidario de recurrir a los detalles, pero tenían que ser siempre muy significativos y en consecuencia muy estratégicos. Entre nosotros abundan los autores detallistas hasta la extenuación y los que prefieren la concreción y la abstracción. Los primeros aspiran a que el lector viva la novela, los segundos pretenden que el lector la piense.

En ambas tendencias ha habido grandes autores: Flaubert, Zola y Proust son muy detallistas; en cambio Valery es muy abstracto y cristalino.

Mi estilo ideal estaría en la frontera entre el detallismo y la abstracción.

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19 de octubre de 2015
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