
Jesús Ferrero
Ninguna pasión cabe en el exiguo territorio de la mezquindad.
Kierkegaard creía que la falta de pasiones es la causa de la mezquindad, cuando en realidad es al revés: la mezquindad es la causa de la falta de pasiones, y las pasiones condensan siempre más vida que la ordinaria, aunque también más muerte.
¿Qué ocurre cuando la mezquindad y la maldad se juntan? Cuando el mezquino ejerce la maldad, el mal puede ser muy considerable, pero siempre tendrá su punto de mezquindad.
¿Paga el mezquino su mezquindad? Como decía George Herbert, “el mezquino lleva en sí su propio infierno”. ¿Y cómo no lo iba a llevar? Un mezquino de verdad también lo es consigo mismo, de forma que el infierno que prodiga a los demás es muy inferior al infierno de absoluta mezquindad que se propicia a sí mismo.
Como la mezquindad es una pasión muy cicatera, una especie de anti-pasión que nos avergüenza, la solemos proyectar en los demás, como si el infierno que Herbert vincula a la mezquindad estuviese siempre fuera de nosotros.
En esto estarían milagrosamente de acuerdo Freud, Jung y… Lacan, que aseguraba que “el yo es un miserable”.
Proyectar en los otros nuestra propia mezquindad es un procedimiento vinculado al narcisismo y a la ignorancia. Cuando los griegos de la antigüedad llegaban a Delfos podían leer en el frontón del templo de Apolo: “Conócete a ti mismo”. Dicho de otra manera: afronta sin miedo tu propia mezquindad, advierte sin miedo tu propia ignorancia, aborda sin miedo tu propia oscuridad, y nunca creas que solucionas algo proyectando tu miseria en los demás.
No vomites
sobre los que te acompañan en este infierno
las amapolas que has comido con los muertos.