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Escrito por

Jesús Ferrero

Jesús Ferrero nació en 1952 y se licenció en Historia por la Escuela de Estudios Superiores de París. Ha escrito novelas como Bélver Yin (Premio Ciudad de Barcelona), Opium, El efecto Doppler (Premio Internacional de Novela), El último banquete (Premio Azorín), Las trece rosas, Ángeles del abismo, El beso de la sirena negra, La noche se llama Olalla, El hijo de Brian Jones (Premio Fernando Quiñones), Doctor Zibelius (Premio Ciudad de Logroño), Nieve y neón, Radical blonde (Premio Juan March de no novela corta), y Las abismales (Premio café Gijón). También es el autor de los poemarios Río Amarillo y Las noches rojas (Premio Internacional de Poesía Barcarola), y de los ensayos Las experiencias del deseo. Eros y misos (Premio Anagrama) y La posesión de la vida, de reciente aparición. Es asimismo guionista de cine en español y en francés, y firmó con Pedro Almodóvar el guión de Matador. Colabora habitualmente en el periódico El País, en Claves de Razón Práctica y en National Geographic. Su obra ha sido traducida a quince idiomas, incluido el chino.

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Enfermedades de la civilización

El otro día volví a ver un reportaje en la televisión sobre una mujer que pesaba más de cuatrocientos kilos y que permanecía inmovilizada y aturdida.

Cuando era muy joven, descubrí con asombro esa clase de gordura en mi primer viaje a América. Entonces la gordura mórbida no existía ni Europa, ni en Asia, ni en África, aunque seguro que sí existía en Australia, esa mala fotocopia de América de Norte.

La mujer de la que hablo usaba pañales como un niño muy grande, como un niño gigantesco. Había regresado a la infancia. Su figura me conducía a la anoréxica. Ambas conforman los dos polos de un mismo sistema y en los dos casos se trata de un problema con la fase oral-anal

Los anoréxicos quiere regresar a la época anterior a la pubertad: quieren "recuperar" sus cuerpos de niños, y los obesos quieren regresar a la fase de la lactancia casi continua, cuando los bebés se convierten en tubos que absorben y excretan: quieren volver a la inmovilidad de la cuna.

 

Ambos han perdido la línea, en el más estricto sentido de la palabra: han perdido la figura, la postura, la forma misma del cuerpo. En el caso del anoréxico se ha perdido la figura por evaporación, y en el caso del obeso por acumulación de materia.

En el primer caso, el cuerpo parece una pluma, en el segundo una tumba. El cuerpo del anoréxico se presenta casi exento de agua (se trata de un cuerpo seco y enjuto hasta el extremo), en cambio el cuerpo del obeso mórbido es un túmulo de líquidos retenidos, de líquidos descompuestos que van envenenando la sangre y van creando un campo abonado para la gangrena.

La sociedad que nos representa no parece tener buenas relaciones con el cuerpo. Los dos extremos señalados son buena prueba de ello, pero también lo son los obsesionados por el culto al cuerpo. Ningún sacrificio extremo es bueno, y los adictos al gimnasio están tan alejados de su propio cuerpo como los anoréxicos y los que padecen de obesidad mórbida.

Y mientras tanto los especialistas en salud física van dando consejos estúpidos desde la prensa sobre cómo alimentarse con cordura o qué hacer para perder kilos o ganarlos.

Nunca van a la raíz de la enfermedad. O mejor: nunca se dirigen con mirada clínica a la enfermedad invisible en la que se apoyan todas las enfermedades visibles.

Les da miedo esa profundidad sin cuya exploración no hay cura posible.

 

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6 de junio de 2016
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Un héroe de nuestro tiempo

Cuando era niño, le fui a comprar el periódico a mi padre. Mientras caminaba hacia casa, anduve ojeando un poco el rotativo y me fijé en el anuncio de una película rusa titulada Hamlet. Ya en casa, le pregunté a mi padre quién era Hamlet. Mi padre me miró sorprendido y dijo:

-Pero hijo, ¿no conoces al príncipe de Dinamarca?

-Pues no -respondí indignado. ¿Acaso tenemos contactos con la aristocracia internacional?

-Quizá cuando lo conozcas se convierta en uno de tus mejores amigos- acabó diciendo mi padre.

No se equivocó. Años después, cuando pude leer por primera vez Hamlet, me quedé fascinado con el príncipe danés. Hamlet no es hombre de muchos amigos, pero a mí me incluyó enseguida en su círculo.

Hamlet es el héroe más paradójico de Shakespeare. Hamlet lo sabe todo y, con un voluptuoso resentimiento lleno de negrísima bilis, se calla, como monje devoto de la mortificación, o como un irónico absoluto.

Hamlet es la ironía límite, o la ironía en el límite mismo de lo posible, y practica un sarcasmo tan forzado como envenenado, que le vuelve más loco todavía.

No es que no hable porque no puede, es que no sabe cómo expresar, en lenguaje ordinario, todo lo que sabe y siente. Está atónito al principio, y al final conquista la "catatonia": la física y la mental. Su suerte estaba más que echada.

Entre los héroes del pasado, cuyas vidas nos sabemos de memoria, Hamlet es el que más se parece a nosotros, y justamente por eso su figura empezó a valorarse de verdad a finales del siglo XIX y principios del XX, y todavía en los años veinte Eliot, lector agudísimo, aseguraba que Hamlet era un bodrio artístico.

Ironías de la vida y del teatro... Antes no entendían a Hamlet, al oscuro, divertido y escurridizo Hamlet: les parecía demasiado incoherente, demasiado impertinente, demasiado indeciso, demasiado loco. Les parecía un héroe de nuestro tiempo y, no queriendo pecar de anacronismo, dejaron que lo reivindicaran los hijos del existencialismo y las dos guerras mundiales.

Y fue así como llegó hasta nosotros su desgarbada figura declamando continuamente su celebre cuestión, que algo tiene que ver con la cuestión de Descartes, que existía porque pensaba. Ser o no ser, he ahí el dilema. Pensar o no pensar, he ahí la cuestión, la única cuestión real de la conciencia.

Coleridge, que tenía una visión muy neurótica del príncipe danés, decía que lo único que le ocurría a Hamlet era que, a diferencia de los que le rodeaban, tenía un mundo propio del que no le apetecía salir. Lo que equivale a calificarlo de autista. No creo que sea ese el problema. Hamlet es la soledad del que sabe que el mundo es no-mundo. Hamlet es el absurdo de nuestros días.

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30 de mayo de 2016
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El miedo a pensar, a leer y a nombrar (2) La descomposición del lenguaje

Ahora echo en falta los artículos de Luis Magrinyà sobre el buen uso del lenguaje.

 

La lengua sufre un proceso cada vez más degenerativo y mistificador que se percibe en la política, por supuesto, pero también en la prensa y en la literatura.

Avanzamos hacia un sumidero en el que todas las palabras se corrompen, como ocurre en el mundo de la publicidad, donde la descomposición del lenguaje alcanza el paroxismo, y paroxismo, como indicaba Baudrillard, significa lo que precede al fin.

¿Estamos ya cerca del fin de la lengua como vehículo de la expresividad, la belleza, la precisión, la sutiliza y todas las formas oblicuas o directas de la verdad? Todas las lenguas apestan porque han perdido dignidad y fortaleza: las ha corrompido la retórica vil de la publicidad y los medios de comunicación de masas. 

 

¿Ahora las lenguas surgen de las cloacas antes que de las gargantas? ¿Es posible la emergencia de un mundo de interlocutores alegres, punzantes y despiertos en la cultura de los sonámbulos y los necios?

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23 de mayo de 2016
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El miedo a pensar, a leer y a nombrar

En buena medida, casi todas las regresiones de la historia las ha provocado el miedo a pensar, por lo que sería recomendable que le diéramos a ese miedo la importancia que se merece. Ocurre además que el miedo a pensar suele ser tan comunicable como la histeria y tan epidémico como la peste.

Y sin embargo, uno tiene la impresión de que, ya desde el principio, hubo otro camino bien definido: el de avivar las conciencias sin imponer una línea y una ley, mas sin dejar nunca de enjuiciar todo lo enjuiciable y de modificar todo lo modificable, en la búsqueda de una vida más justa y de una realidad menos intolerable, pues, como dijo el poeta, el arte y la filosofía "sólo aspiran a un mundo más benigno" hasta en sus peores y más crudos momentos.

 

Quizá haya que volver a los que pensaron sin miedo para observar la fractura originaria sugerida en el mito bíblico de Caín y Abel y en la secuencia evangélica del beso de Judas. Dos momentos que postulan que cuando los rencores se coagulan hasta el delirio provocan un instante monstruoso y empieza a correr la sangre.

 

Desde sus mismos orígenes griegos, la acción y la reacción no han podido despojarse de la tentación del abismo; lo cual no quiere decir que, por ambas sendas, no lleguen a detectarse, aquí y allí, pensadores que renunciaron a la rigidez con palabras y con hechos.

 

No sabemos la dimensión que hubiese podido tener el marxismo si sus fundadores lo hubiesen despojado desde el principio de pretensiones violentas y de instinto de horda. Quiero con ello decir: no sabemos lo mucho que nos habrían modificado ciertas ideologías del pasado de haber renunciado a la cobardía de no ir más allá de sí mismas. Y es que allá donde empieza la dimensión de la muerte (como amenaza o como certeza), acaba la lengua y acaba naturalmente el pensamiento.

 

Pero, ¿qué es el miedo a pensar? Básicamente es el miedo a perder la comodidad que nos procuran los lugares comunes y las "grandes ideas" recibidas.

 

Poner en cuestionamiento esas grandes ideas, que como diría Carver sólo son grandes debido a la inflación y a la repetición, puede dar miedo, y además exige un cierto impulso reflexivo, que para colmo te puede poner en contra de los que no están dispuestos a hacer ese esfuerzo, de los que no quieren salir del redil de los pensamientos sedimentados, coagulados y en definitiva muertos.

 

Cuesta salir de la muerte, cuesta salir de lo trillado, pero merece la pena, porque el miedo a pensar conduce automáticamente a otros miedos, como en una reacción en cadena de cuyos efectos ya estamos siendo las víctimas en este preciso momento. Por ejemplo: el miedo a pensar tiende a convertirse en seguida en miedo a leer: de hecho son miedos inseparables y muy implicados el uno en el otro.

 

Se están rebajado los presupuentos del espíritu a la vez que crece el miedo a acercase a la materia oscura de nuestro ser. Como si apartar los ojos de las reflexiones luminosas y audaces, que tocan conciencia y tocan negrura, nos fuera a librar de lo que ya estamos viendo: la profunda devaluación de casi todos los territorios de la cultura y la cada vez más afianzada entronización de toda clase de neologismos para ocultar las llagas (las infamias) que más hieden.

 

Pues hay que advertir que al miedo a pensar y al miedo a leer se une siempre el miedo a nombrar. Tres miedos copulativos que tienden a producir una triple ceguera que deteriora por igual la conciencia individual, la herencia escrita, y la lengua entendida como herramienta para desvelar el mundo y no para ocultarlo.

 

Pero que nadie se indigne ante la banalización del saber y ante la envolvente invasión de la estupidez. Son caminos que fueron trazados hace bastante tiempo: quizá al final de los años cuarenta, cuando Europa decidió olvidar y borrar huellas, y dejó la educación en manos de la televisión.

 

Aquel olvido voluntario está teniendo un grave efecto mariposa que va unido a un efecto bumerán. Por eso, en lugar de avanzar, estamos volviendo a la Europa descerebrada que precedió a la Primera Guerra Mundial, si bien ahora vivimos una época aún más desdibujada, perdidos en una torre de Babel estruendosa, ubicada en medio de la inmensa selva de la ignorancia.

 

 

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18 de mayo de 2016
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La increíble y triste historia del cándido Jacques y su patrón desalmado

Vivía en una cabaña de tres metros cuadrados, sin calefacción, sin cama, sin sábanas, durmiendo siempre sobre un suelo de grava. El único objeto de la cabaña era un viejo despertador.

Trabajó de sol a sol durante más de treinta años, en régimen de esclavitud. (Los esclavos griegos y romanos eran mejor tratados y dormían más a cubierto y sobre lechos menos incómodos).

Pero no estoy contando una historia de la antigüedad, tampoco una historia de ultramar.

El año pasado se expandió mucho el caso de Zunduri, la mujer esclava de una tintorería de México, que permaneció dos años encadenada del cuello y obligada a planchar día y noche. El caso del que hablo se ha expandido menos, por vergüenza y por miseria moral.

Y también porque se trata de un caso ocurrido en la Comunidad Europea. Concretando más: en el pueblo de Saint-Florent-sur-Auzonnet, del departamento de Gard y de la región del Languedoc-Roussillon, zona meridional del país que acuñó el lema de la igualdad, la libertad y por supuesto la fraternidad.

Al parecer más de un lugareño había sospechado de la situación y había hablado con la asistente social del pueblo que, en lugar de llevar a cabo una verdadera investigación, aconsejaba “mirar hacia otra parte”.

Cuando hace días hospitalizaron a Jacques, padecía una grave enfermedad pulmonar causada por las humedades, y dicen que su espalda semejaba una escuadra y estaba más deformada que la de Quasimodo.

El artículo del que extraigo esta infamia lo firma Sarah Finger, y apareció en Libération. El esclavo de la historia llegó un día a la granja del señor Gérard André, con una pensión por invalidez mental de 800 euros, que pasó a ser cobrada por su patrón, en realidad por su amo. Jacques nunca recibió un céntimo. Se lo quedaba todo Gérard André.

Los vecinos dicen haber conocido casos similares en otros pueblos colindantes, como si la situación de Jacques fuese relativamente corriente en la comarca.

Los franceses llaman a las gentes como Jacques “corazones simples”; nosotros las llamamos “almas de Dios.” Almas de Dios tratadas mucho peor que animales de labranza por más de un hijo del infierno.

 

Esperemos que el caso de Jacques sea sólo una reminiscencia del pasado. Algún malvado podría pensar algo bastante más inquietante.

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2 de mayo de 2016
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El lodazal de los niños locos

En un artículo publicado en el blog Making-of, el fotógrafo Bülent Kiliç confiesa que nada le ha impresionado más que ver cómo en Idomeni, frontera entre Grecia y Macedonia, los refugiados se están volviendo locos poco a poco, y especialmente los niños.

Bülent Kiliç asegura haber visto de todo a lo largo de la ruta que van siguiendo los refugiados.

Ha visto multitudes arrojándose desesperadas a las alambradas de las fronteras.

Ha visto a adultos y a niños morir en el camino.

Ha visto a gente desesperada llegando a Lesbos (patria de una de las poetas más delicadas de todos los tiempos).

Ha visto cadáveres flotando en el agua.

Pero comprobar cómo la gente se trastorna mentalmente, durmiendo y pululando entre lodazales, excrementos y basura bajo la lluvia implacable, le ha dejado sin respiración.

No me extraña. En este sofocante despliegue de la impiedad y la razón impura de las finanzas, las corrupciones, la insolidaridad más oscura y las guerras desalmadas, sólo hay una cosa que, en sus estados más agudos, podría ser peor que la muerte: la locura.

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25 de abril de 2016
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Un poder que masacra a los jóvenes es siempre un poder saturnino que invierte las claves del tiempo convirtiendo el pasado en futuro

Las citas en cursiva que ofrezco han sido entresacadas de un manifiesto publicado por el periódico Liberation, y redactado por un colectivo francés compuesto por más de trescientos universitarios, artistas y militantes, alarmados ante la violencia estatal que se está propagando por toda Francia tras la instauración del estado de excepción, sin que le prestemos demasiada importancia (hasta ese punto nos estamos envileciendo). Empiezo:

 

Un poder que golpea a la juventud es necio y despreciable.

 

El estado de la regresión social y de la maza ha acelerado brutalmente su descomposición.

 

El estado de la sumisión a un capital enloquecido de impaciencia para poder explotar y despedir a cualquiera ha perdido radicalmente sus complejos.

 

Todos aquellos que luchan por su dignidad, por su porvenir o simplemente por sobrevivir día a día pueden ser conducidos ante los tribunales y tratados como terroristas.

 

Progresa la violencia policial más metódica.

 

Una violencia semejante expresa bien el infinito desprecio del poder hacia los jóvenes.

 

Los medios de comunicación están siendo cómplices de la masacre.

 

El poder sabe que la ira y la solidaridad de los jóvenes contra un sistema que sólo ofrece desesperación, miseria y regresión, se agranda.

 

¿Qué clase de violencias policiales se abatirán sobre los barrios populares si no ponemos límite a un mecanismo tan siniestro como indigno?

 

La existencia se convierte cada vez más en supervivencia.

 

Tras leer el manifiesto, me ha parecido evidente que tanto el estado de excepción francés como nuestra ley mordaza tuvieron como fin adelantarse a las protestas de la sociedad civil que lucha por sus derechos más que para combatir el terrorismo.

 

Ah, con qué estúpida frecuencia olvidamos que pertenecemos a una cultura, la occidental, que ha sabido revelarse cuando la injusticia y la indignidad alcanzan límites injustificables.

 

El poder de toda Europa está cayendo en una inhumanidad que no tardará en pasar factura.

 

Qué inmunda se está volviendo la cultura que inventó la democracia, los derechos humanos y la crítica permanente a las ideas petrificadas y a las potestades absolutas.

 

Y mientras las desigualdades crecen y los jóvenes y no tan jóvenes sólo ven callejones sin salida, los más indignos de entre nosotros exhiben con arrogancia la abominable sonrisa del cretino. Son como padres que mataran a sus hijos y les hiciese mucha gracia el hecho.

 

Se ha quebrado la linealidad del tiempo. Avanzamos hacia el pasado.

 

¿Nadie empieza a sentir vértigo?

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21 de abril de 2016
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La figura del extranjero (II) Recordando a José Donoso

Como he recibido mensajes de amigos sorprendidos por mi post anterior, empezaré por lo más elemental. Para el psicoanálisis, especialmente el de la escuela de Lacan, todos somos extranjeros para nosotros mismos, como dijera Julia Kristeva, discípula directa del gran psiquiatra francés. Se trata de una evidencia que todos podemos constatar cuando abordamos las zonas más oscuras de nuestra personalidad.

Por otra parte, identificarse y reconocerse en la figura del extranjero no quiere decir serlo. En una película o en una novela nos podemos identificar con un determinado personaje, pero eso no quiere decir ni que seamos ese personaje ni que creamos serlo. Simplemente estamos proyectando nuestros deseos en él.

Respecto a las ventajas e inconvenientes que puede tener encarnar la figura del extranjero, pocos escritores lo han visto mejor que José Donoso. En el libro Correr el tupido velo escrito por su hija Pilar (un testamento que sangra en cada página y que aconsejo leer a todos los amantes de la obra de Donoso) rescata del diario íntimo del autor de Lugar sin límites y El obsceno pájaro de la noche esta reflexión sobre la extranjería:

Ser extranjero es tener que identificarse, explicarse a sí mismo ante cada persona y volver a definirse ante cada situación. En el país propio no hay necesidad de hacerlo porque se reconocen todas las claves: hablar, vestir, casa, costumbres, dirección..., modismos, todo instantáneamente descifrado. Desde allá (desde el extranjero) uno pensaba con deleite que volvía, justamente, a eso (al regresar a su país natal). Pero con el tiempo una llega a comprender que ese deleite es pasajero, además de esterilizante. Si uno exhibe señas de identidad inmediatamente reconocibles es prisionero de ellas, una terrible máscara de hierro que le impide cambiar constantemente de máscara y uno está condenado a una sola. Se echa de menos la variedad de máscaras que uno podía conjugar allá (en el extranjero), y uno se da cuenta de que la identidad es más rica si es una suma de máscaras diversas, no una sola “persona” esclavizadora.

Al igual que Lacan, Donoso tiene claro que toda identidad (geográfica, cultural, familiar) es una máscara destinada a ocultar la incómoda verdad de nuestro ser, y que si se trata de máscaras, es mejor muchas que una sola. Por lo demás, si caemos en las convenciones de la identidad para señalarnos a nosotros mismos, tendríamos que definirnos según el gentilicio de todos los lugares en los que hemos vivido, nos hemos educado y hemos amado, pues de no ser así, mentiríamos por omisión y negaríamos tanto lo que de verdad somos como lo que no somos: una mutilación a la que nos sometemos cuando optamos por una identidad única. Sería como hacer un solo papel en el teatro del mundo, ¡Qué aburrimiento más aterrador y qué mentira más opresora, sabiendo, como sabemos, que todos estamos partidos por dentro y que somos como mínimo dos!

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18 de abril de 2016
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La figura del extranjero (I) Recuerdos de Mongolia Exterior

Me reconozco en la figura del extranjero. Es casi la única figura en la que me he reconocido siempre.

 

Una extraña figura, valga la redundancia, en parte resultado de las exclusiones que impone el Estado-Nación, concebido como un humanismo de circuito cerrado, que excluye a los que no pertenecen a ese Estado-Nación; y aquí nos topamos con la idea del “otro”, que no tiene los derechos del ciudadano de la república en la que está, y que a lo sumo puede ampararse en los derechos humanos, en realidad los únicos derechos que de algún modo protegen la figura del extranjero.

La extranjería es una enfermedad que contraje en la España franquista, que se fue desarrollando en la infancia y la adolescencia, y que se agravó tras mi larga estancia en París, hasta el punto de convertirse en una dolencia crónica de la que para colmo no quiero librarme.

Para mí cualquier país de Tierra tiene el mismo estatuto que Mongolia Exterior, el único país al que, por razones enigmáticas, tenían prohibida la entrada los españoles al final de la dictadura, y así lo decía en su pasaporte.

Creo que empecé a interesarme por los mongoles debido a esa sorprendente prohibición, por eso cuando vi por primera vez desde el avión las inmensas y áridas planicies de Mongolia sentí una gran emoción. Allí, muy por debajo del avión pero perfectamente visible, estaba la famosa Mongolia Exterior, sobre la que poder deslizar una vez más la mirada del extranjero, que es, básicamente, una mirada despojada del sentimiento de pertenencia y del sentimiento de posesión.

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11 de abril de 2016
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Discontinuidad y catatonía: la política de nuestros días

Ahora mismo la discontinuidad es un concepto dominante en muchas ciencias, y en la vida real. ¿Tenía razón Unamuno cuando decía que “la ciencia es la ideología de cada época”?

La discontinuidad se está imponiendo plenamente en nuestras vidas, amores, amistades, deseos, y formas de pasar el tiempo. Es la ideología suprema de nuestra época, a la vez que su realidad más evidente. Basta con otear el mundo de la política para constatar que la discontinuidad es la norma y resulta muy difícil crear nexos. España es una narración en crisis, aquejada de discontinuidad aguda y bastante explosiva.

Es sabido que la discontinuidad (la discontinuidad en la mecánica misma de la vida) es el mejor camino para sucumbir a la ansiedad, pero también es el mejor camino para ubicarse de verdad en una nueva narración que puede dar vértigo pero que ya nos incluye en su inmensa biosfera discontinua.

Veo a mis amigos estableciendo relaciones muy discontinuas: vistas desde fuera parecen teatro del absurdo y están llenas de grietas que dificultan mucho la exploración del otro y favorecen la sensación de irrealidad. Es uno de los problemas más elementales que suele acarrear la discontinuidad: al romper los nexos narrativos, toda la narración pierde sentido y (como todo lo que no es narrable no es real) la vida entera adquiere la apariencia de una narración parpadeante e irreal, como son parpadeantes e irreales las pesadillas.

De la vida como arte que se plantearon tantos teóricos y visionarios del siglo pasado, estamos pasando a la vida como narración discontinua, veloz, errática y sin sentido.

Dicho en otras palabras: de la vida como obra estamos pasando a la vida como catatonía. El progreso es significativo.

Escalofrío interior, temblor del pensamiento. Nada está en su sitio. Todo se mueve hasta cuando no lo parece. Hay mucho movimiento, pero no hay historia, porque ni hay argumento, ni hay dirección.

Solo hay catatonía. Dicho de otra forma: solo hay rigidez, estupor mental y excitación sin fundamento. Ahí comienza y termina la política de nuestro tiempo.

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4 de abril de 2016
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