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Escrito por

Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Novelas, II

Debido en gran parte a sus numerosos excesos, el vanguardismo  tiene una cierta connotación iconoclasta y rompedora, con un inconformismo no exento de violencia y, por qué no decirlo, de gamberrismo (y pienso por ejemplo en su afición a pintarle bigotes a La Gioconda o las incitaciones de los dadaístas a entrar en los museos armados de un buen martillo).  Por esa razón, asociar con la vanguardia a  José Augusto Trinidad Martínez Ruiz, más conocido como Azorín puede resultar sorprendente al lector de hoy pues en caso de que lo conozca más bien tenderá a recordar de él al hombre comedido y discreto, tan culto y elegante, tan vinculado a dos símbolos del conservadurismo como son ABC y La Vanguardia. En suma, lo más alejado posible de la imagen de un Salvador Dalí paseando por el Paseo de Gracia de Barcelona con una tortilla francesa  en lugar del tradicional pañuelo en el  bolsillo superior de la americana. Y sin embargo basta adentrarse en el  Tomo II de Novelas que acaba de publicar la Biblioteca Castro para hacerse una idea cabal de por qué razón un conocedor del fenómeno literario como es  Mario Vargas Llosa no vacila en considerarlo como uno de los precursores de la literatura moderna en España.  Aunque todavía es más extremo  el propio Pere Gimferrer, que  lo considera un precursor del Nouveau roman. Nada menos.

Lo más curioso de todo es que novelas como Félix Vargas, El escritor o Salvadora de Olbena son inequívocamente azorinianas:  ábranse por la página que se abran, lo que el lector tiene ante los ojos son fragmentos de Azorín en estado puro. O para decirlo en una forma algo más noble, la honradez y el compromiso de Azorín con su escritura, y aunque  su búsqueda de nuevas formas de expresión le llevó a apartarse radicalmente de lo que estaban haciendo compañeros de profesión y amigos como Baroja o Valle-Inclán (ambos con gran éxito), esa búsqueda  no le empujó a cambiar también su manera de expresarse confiando en una mayor aceptación.

Resulta difícil dar una idea de lo que el lector curioso va a encontrar en este segundo grupo de novelas porque, como digo, página a página, no hay mucha diferencia con el Azorín articulista. Por ejemplo, su fascinación por lo sensible: un rayo de sol que se posa sobre un mueble, el lejano pitido de un tren que trae consigo ecos de mundos lejanos, la sombra de una lámpara sobre la pared. En Pueblo, por ejemplo,  que lleva como subtítulo Novela de los que trabajan y sufren, quien espere encontrar un retrato desgarrador y justiciero del honrado y oprimido pueblo español (algo como lo que estaban haciendo en ese momento dos maestros como Galdós o Blasco Ibáñez) va a quedar algo desconcertado porque habla de eso, sí, pero sin renunciar a su prosa de frase breve, límpida y transparente, con la que va construyendo una realidad fragmentaria y sin una relación orgánica entre sus sucesivos espejuelos. Y basta echar una ojeada a los capítulos para hacerse una idea de en qué consiste esa paciente labor de reconstrucción de una realidad superior a partir de fragmentos: "Casita", "Costurero", "Silla", "Taza", "Romero y niebla", " Ventana",  "Cocinas", "Baúl", etc. De lo general a lo particular y vuelta a lo universal. Y sin personajes individualizados, salvo en el caso de un perro cojo que cuenta su perra vida en primera persona. Quien desee hacerse una idea mejor le recomiendo que vaya directamente al capítulo XXXIII titulado "Llanto". Un prodigio de delicadeza y sabiduría. Y un ejemplo de elipsis que debería ser texto obligatorio en todos los talleres de escritura.

Curiosamente, la mejor descripción que puede hacerse de la escritura de Azorín lo encontró éste en Introducción del símbolo de la Fe, de Fray Luis de Granada y que figura como cita inicial  en El enfermo:

"Y la razón porque el hombre se llama mundo menor, es porque todo lo que hay en el mundo mayor se halla en él, aunque en forma más breve. Porque en él se halla ser, como en los elementos; y vida, como en las plantas; y sentido, como en los animales; y entendimiento y libre albedrío, como en los ángeles".

En un mundo que cubre de oro y elogios a los practicantes del realismo sucio o que considera de gran mérito una prosa que parezca cinematográfica es ocioso recomendar al lector normal que se adentre en Azorín, pero los escritores jóvenes al menos deberían empaparse de él porque como también dice Pere Gimferrer, el pasado de nuestra literatura es nuestra posteridad.

Novelas, II

Azorín

Biblioteca Castro



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18 de junio de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Kaputt

Si la historia de la humanidad es el recuento de su desgracia, Kaputt es un magnífico libro de historia. Algo tramposo, la verdad, pero hay que tener en cuenta que en el momento de escribirlo Malaparte se encontraba inmerso en ese curioso proceso que le llevó de ser un fascista reconocido y agasajado por Mussolini y sus corifeos a ser un militante de la extrema izquierda (maoísta para más señas) después de pasar unos cuantos años en la cárcel y el exilio.

 

La parte principal del libro la escribió entre 1941 y 1942, aunque luego no lo terminó hasta 1944. Dejando de lado sus vaivenes ideológicos, Malaparte se supo bandear muy bien en los años más convulsos y peligrosos de la Europa del siglo XX: no solo salió de la I Guerra Mundial vivo y con condecoraciones al valor sino que estuvo subido al carro del vencedor fascista desde los años 20 en adelante, disfrutando de toda clase de honores y prebendas. En 1931 cayó en desgracia (a quién se le ocurre criticar públicamente a Hitler y Mussolini) y fue sucesivamente encarcelado y desterrado hasta que, en 1941, reapareció vivo y aún tuvo tiempo de incorporarse a la II Guerra Mundial como corresponsal del Corriere dela Sera para cubrir el frente ruso. Antes había pertenecido al cuerpo diplomático y como también en ese ambiente supo bandearse muy bien, de esa época data su relación con los grandes protagonistas de la política y la alta sociedad europea, una familiaridad que le iba a proporcionar la mitad del material literario de Kaputt. La otra mitad sale de sus andanzas como corresponsal por una Europa desgarrada por la guerra y sufriendo el ataque de saña más bestial que haya experimentada desde su ya larga y convulsa creación.

El aspecto algo tramposo del libro, al que antes aludía,  se debe a que, a fuerza de repetirlo, el truco se acaba haciendo evidente. Muchos de los capítulos contienen largas y minuciosas descripciones de recepciones en las mansiones de gente como el príncipe Eugenio, el hermano pintor del rey de Suecia, Gustavo V; el diplomático español Agustín de Foxá, otro fascista hecho un lío como él y también diplomático; o el Reichminister Frank, gobernador alemán de Polonia y responsable de las peores brutalidades que hubo de sufrir el pobre pueblo polaco, demasiado cerca de Alemania e inútilmente cerca de  Dios, pues éste no le salvó del holocausto exterminador de los nazis. Esas reuniones tienen lugar en suntuosas mansiones, muchas de ellas decoradas con los muebles y cuadros que las tropas alemanas saqueaban a su paso victorioso; a ellas asistían condes, duques, diplomáticos y grandes hombres, todos ellos acompañados de unas sofisticadas esposas educadas desde la cuna para dar brillo a las recepciones en las que se comían delicados  manjares y se bebían  exquisitos caldos después de haber escuchado al anfitrión interpretar unas piezas de Chopin. Con delectación que tiene algo de perverso, Malaparte se complace en interrumpir de pronto la reunión para introducir relatos espeluznantes y que están teniendo lugar mientras en los salones se exhibe lo más sofisticado y espiritual de la cultura europea: caballos que se metieron en un río ucraniano y que al ser atrapados por un bajón de la temperatura han pasado todo el invierno con el agua al cuello y asomando únicamente las cabezas de crines heladas; prisioneros rusos que se comen a sus camaradas muertos y que merecen este comentario de un alto oficial alemán una vez enterado del hecho:”¿Y se los comen con gusto?”. Aunque también pueden ser soldados tártaros que atan a los prisioneros rusos a un cadáver juntando cara con cara y pecho con pecho para que el muerto se coma al vivo; campesinos rumanos alistados a la fuerza y que cometen las brutalidades escalofriantes que les ordenan los  oficiales alemanes y que ellos llevan a cabo convencido de que es un rey al que no han visto nunca quien lo manda. Y también una visita al ghetto de Varsovia en compañía de todas las damas y caballeros que asistían a la recepción del gobernador alemán y que de pronto han tenido la necesidad de saber si la situación de los judíos es tan desesperada como éstos dicen o si se trata de simples habladurías de comunistas.

La aparición de Kaputt, ahora en formato de bolsillo pero en la muy cuidada edición y traducción de David Paradela es como una segunda oportunidad para quienes  se lo perdieron hace dos. Sobre todo al principio, hasta que pillas el truco, no se sabe qué produce más horror, si las elegantes recepciones palaciegas o las monstruosidades que mientras tanto están asolando Europa, pues son como las dos caras de este pequeño continente que ha dado a luz a civilizaciones extraordinarias al tiempo que se entregaba a las guerras y al exterminio con un entusiasmo digno de mejor causa.

 

Kaputt

Curzio Malaparte

Galaxia Gutemberg  



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28 de mayo de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Historia menor de Grecia

La historia se suele escribir a partir de los grandes sucesos que han marcado el devenir de los pueblos (relato cronográfico). Y para facilitar el discurso narrativo lo normal es recurrir a los grandes hombres que unas veces los protagonizaron y otras los padecieron.

 

En su Historia menor de Grecia, Pedro Olalla ha seguido un camino muy diferente. Llama a su libro “historia menor” porque no se ocupa de los grandes acontecimientos históricos sino, como dice en el prólogo el historiador griego  Nikos Moschonas, de “pequeños instantes que la historia oficial no registra” y que son “una detección, una recomposición y, hasta cierto punto, una restauración de la historia griega”.

El título también merece otra precisión. Aunque en él aparece la palabra Grecia, y aunque en muchos casos se hable de ella, el tema central del libro es el helenismo o, mejor aún, el espíritu que iluminó el helenismo y que va surgiendo en breves pero intensos fogonazos  bajo títulos tales como “Costas de Jonia Oriental, mar Egeo, c.750 a.C.”, “Pastos de Ascra, monte Helicón, Beocia c. 720 a.C.”, “Antigonia, antes Mantinea, Arcadia, c-10”, “Constantinopla, calles de la ciudad, 395”. Así, a saltos de unas decenas de años, los fogonazos del espíritu heleno llegan hasta los dolorosos encontronazos modernos con el imperio otomano para terminar en la “Isla de Ischia (antigua Pitecusa), Italia, 1955”. El motivo son las excavaciones que entonces estaba llevando a cabo el arqueólogo Giorgio Buchner para sacar a la luz la colonia griega de Cuma, que en el siglo VIII a. C. fue una de las principales de la Magna Grecia: con ello se cierra el ciclo iniciado, cómo no, cuando en el 750 a.C. un oscuro aedo se propone contar la cólera de Aquiles y todos los sucesos posteriores a ese airado arrebato primigenio.

Es de resaltar finalmente, aunque tal vez yo debería haber empezado aquí, que el libro está escrito por un hombre nacido en Oviedo en 1966 y que siente Grecia de forma tan apasionada que lleva muchos años afincado allí porque, como él mismo dijo el día de la presentación en Barcelona, deseaba ser un helenista epitopou,  lo cual, en sus propias palabras, vendría a ser un “estudioso del mundo griego a pie de obra”. Esa cualidad de narración vivida, y muchas veces vista con sus propios ojos (por ejemplo los paisajes), confiere a los sucesivos episodios un tono intenso de intimidad y conocimiento de  primera mano, como si hubiera estado presente cuando, en el año 267, el repicar de los mazos de los canteros marca el ritmo de la enésima reconstrucción de Atenas, esta vez destruida por los hérulos, “un pueblo que saquea cuanto encuentra a su paso, mata a los suyos cuando enferman y no permite que las mujeres sobrevivan a sus maridos”. Pero también puede ser una predicación de Pablo de Tarso, la visita a la devastada biblioteca de Alejandría  por parte del joven Pablo Osorio, el último paseo que darán el abad Nectario y su amigo ateniense Giorgios Vardanis  por los alrededores del monasterio italiano de Otranto,  el inquietante asomar por Oriente de los invasores bárbaros, las salvajadas de los fanatismos religiosos y tantos otros pequeños chispazos que Pedro Olalla, con escrupulosa precisión histórica, ha ido entresacando de aquí y de allá para hilar un relato que se lee con una curiosa sensación de asombro (porque nunca sabes a dónde vas a ir a parar de un capítulo a otro) y de reconocimiento, pues al fin y al cabo está contando la historia de la civilización que nos ha conformado. Y en este sentido creo muy revelador este fragmento que el norteamericano Don Delillo incluía en su novela Los nombres al hablar de Grecia y la extraña sensación de familiaridad que el país provoca en muchos visitantes incluso cuando es la primera vez que pisan sus paisajes. Dice uno de los personajes de Delillo: “Por fin he averiguado el secreto. Durante todos estos meses me he estado preguntando qué era lo que no conseguía identificar en mis sentimientos acerca de este lugar [en el que nunca ha estado antes]. La profunda cualidad de las cosas. La forma de las rocas, el viento. Las cosas vistas contra el cielo. Esa cualidad de la luz antes del ocaso que casi me parte el corazón. Y entonces me he dado cuenta. Son todas ellas cosas que me parece recordar […] Siento que he conocido ya la claridad concreta de este aire y de esta agua. He trepado por los caminos pedregosos hasta las colinas. Es una sensación inquietante…”.

Eso es. De alguna manera, Pedro Olalla se las arregla para que Atenas, Rodas, Antioquía, Tesalónica, Palestina, Constantinopla, Macedonia  o Ioannina, surjan del pasado (o del destino) común y tengamos la sensación de haber estado allí entonces, porque todo cuanto se cuenta nos parece recordarlo. Y es una sensación en verdad inquietante la que deja la lectura de este libro apasionante y magníficamente escrito.

 

Historia menor de Grecia

Pedro Olalla

Acantilado

 



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21 de mayo de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El último testamento

Cuando, en 2003, James Frey publicó  unas memorias tituladas En mil pedazos (A Million Little Pieces), obtuvo un rotundo éxito de ventas en América, sólo superado por Harry Potter. Aprovechando el momento, Frey publicó al año siguiente Mi amigo Leonard (My Friend Leonard ), que era la continuación de la anterior y que fue asimismo un éxito de ventas.

 

Sin embargo, aquí y allá se habían ido alzando voces que acusaban a Frey de falsario, pues habría presentado como verídicos (o biográficos) unos hechos que en la realidad habían sido mucho menos dolorosos, heroicos y ejemplares de cómo él  los pintaba.  Pese a todo, probablemente la cuestión no hubiese pasado de una simple anécdota de no ser porque la divina Oprah Winfrey, que había sido una de las primeras y más encendidas entusiastas del supuesto descenso del joven Frey a los infiernos, se sintió ofendida por el engaño y le tendió a su antes protegido una alevosa trampa mediática: haciéndole creer que se hablaría de otra cosa le invitó a su multitudinario programa y millones de espectadores pudieron asistir al penoso espectáculo de un pobre tipo sentado en un sofá y viéndose obligado a confesar que sus supuestas memorias eran en realidad una invención con vistas a lograr que el texto resultase más vistoso y atractivo  para el gran público.

En plena controversia James Frey publicó una tercera novela, Una brillante mañana (Bright Shiny Morning) que fue recibida con división de opiniones.  Mientras que los críticos literarios del  New York Times y de la revista People la ensalzaron (algún otro medio habló de “resurrección”), los responsables del Los Angeles Times opinaron que era una de las peores novelas que habían leído, mientras que el New Yorker la calificaba de “banal”.

Hay que agradecerle a James Frey el que, lejos de amilanarse por lo delicado de su situación, o lejos de  buscar una componenda para contentar a todos, decidiese hacer frente a sus detractores con una novela como El último testamento que ahora publica Modadori , una continua y desvergonzada provocación que a muchas personas no les resultará  fácil de leer, y mucho menos aceptar. Os preocupa la veracidad de lo que escribo, parece haberse dicho Frey mientras encendía el ordenador y abría un archivo provisionalmente titulado  The Final Testament of the Holy Bible. Os preocupan la verosimilitud y el realismo. Queréis historias que podrían ser reales protagonizadas por alguien fácil de identificar y con quien podáis establecer una relación personal. Pues a ver qué os parece esta historia de un pobre diablo que malvive en los suburbios de Brooklyn y Queens y que se junta en los túneles del subsuelo neoyorkino con una banda fuera de la ley y que se está armando y fabricando armas con fines nada pacíficos. Un tipo que practica abiertamente la homosexualidad, que convive con una prostituta negra (a la que deja embarazada), y con la que no tiene problemas en montar fogosos tríos con otras mujeres. Un tipo que debería morir en las primeras páginas porque  le cae encima un panel de vidrio cuando éste estaba siendo izado a un rascacielos en construcción provocándole heridas mortales de necesidad pero de las que se repone en contra de toda lógica. Un hombre que cura a los enfermos, que sana a quienes tienen el alma rota y que hace milagros mientras predica el amor, un amor más bien físico, pues quienes se benefician del mismo  suelen tener prodigiosas erecciones y orgasmos antes de caer de rodillas por haber reconocido en él a Jesucristo. Verosimilitud. Realismo. Toma ya. Por si cupiera alguna duda, el libro se abre con una advertencia diciendo que habla de Ben Sión  Avrohom, también conocido como el Profeta, el Hijo, el Mesías, Dios Nuestro Señor.

La historia de Ben Sión la cuentan trece narradores distintos que, todos en primera persona, ofrecen testimonio de su encuentro con él ( o Él), siempre en momentos sucesivos para que el lector sea testigo de su trayectoria completa desde el accidente en la obra hasta su muerte en un hospital para indigentes.

Con independencia de  sus métodos en busca del éxito, no cabe duda de que James Frey es un narrador eficaz, y quien acepte su propuesta del nuevo Mesías va a tener numerosas ocasiones  de ser llevado al límite de su capacidad como lector.

 

El último testamento

James Frey

Mondadori



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Eder. Óleo de Irene Gracia

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Fantasmas de piedra

El 9 de octubre de 1963 una ladera del monte Toc ( que en el dialecto local significa “podrido”) se derrumbó sobre el embalse de Vajont, en  plenos Dolomitas de Friuli. Al caer de golpe sobre el agua embalsada los 300 millones de metros cúbicos de piedra provocaron una oleada gigantesca que saltando por encima de la presa se precipitó valle abajo arrasando todo cuanto encontró a paso. Además de Erto y Casso, las dos poblaciones situadas al pie de la presa, el agua se llevó consigo las localidades de Spesse, Pineda, Lirón, Marzana, Prada y  San Marino. La mitad de los cuatro mil habitantes que entonces tenía Erto desaparecieron aquella trágica noche. La otra mitad emigró en busca de una nueva vida salvo por trescientos irredentos que optaron por quedarse y aferrarse a los usos tradicionales y los viejos modos de vida ertanos.

 

Mauro Corona es hoy, con mucho, su habitante más famoso. No nació en Erto, pues sus padres eran vendedores ambulantes y su madre le dio a luz en un carromato cerca de Trento. Pero desde niño, y hasta la edad de trece años, todo su aprendizaje vital  tuvo lugar en esa desgraciada localidad destinada a sufrir una amputación brutal.  Ya de mayor, y tras muchos años de vagabundear y ejercer diversos oficios, Mauro Corona regresó a Erto y se ganó la vida como tallista de madera hasta  que un día acertaron a pasar por allí el escritor Claudio Magris y su esposa, hoy fallecida, Marisa Madieri. A ésta, más que su habilidad con el formón, lo que de verdad le sedujo fueron los relatos del escultor. Gracias a su insistencia y patrocinio, Mauro Corona es hoy autor de dieciocho libros que han vendido 2,4 millones de ejemplares, sólo en Italia.  

Fantasmas de piedra es un recorrido por las calles del Erto actual contemplado desde la perspectiva de las cuatro estaciones del año, que en el relato se suceden como las de un vía crucis revivido por el autor con tacto piadoso y un extraordinario poder de evocación. El recorrido se inicia en  la calle más cercana al cauce del río Vail, en la parte baja del pueblo. Y entre que ha elegido la estación más desolada del año y que esa zona quedó prácticamente arrasada por el agua, el ascenso es angustioso. Sin embargo, ya digo que Mauro Corona  posee un extraordinario don para evocar y le bastan cuatro muros que milagrosamente todavía se mantienen en pie, o una verja oxidada,o una puerta arrancada de cuajo, para reconstruir la familia que ocupaba entonces esa casa.

A su don para la evocación, Mauro Corona une una asombrosa precisión y elegancia para la descripción, ya sea de paisajes, gentes, oficios o costumbres, algunas decididamente abominables (y me refiero por ejemplo al salvaje que, a cambio de unos céntimos, animaba a los hermanos Corona a arrasar nidos y traerle unos pollos que el inductor de la  salvajada echaba enteros a la sartén después de haber tenido la precaución de aplastarles el cerebro apretando con  el índice  y el pulgar. Quizás para tranquilidad del lector, el autor aclara que de pequeño aún  hizo cosas peores…). Los herreros de antaño, los molinos movidos por el agua del río, el panadero que cada mañana regalaba a los hermanos Corona (“huérfanos de padres huidos”) un bollo de pan cuando iban camino de la escuela; el maestro local, las tabernas de entonces, el penoso abonado de los campos a base de estiércol que las mujeres subían hasta los campos en serones cargados a la espalda. Nada escapa a la mirada de un narrador al que todo interesa, razón por la cual, por ejemplo,  el lector cierra el libro con una información detallada acerca de la época en que debe cortarse la leña para el fuego, qué orientación debe dársele para que madure en el bosque o cuál  es la madera adecuada para cada uso, pero también información acerca de las herramientas de los diferentes orfebres o la información acerca de los hechos de la vida que con su conducta los adultos transmitían a los jóvenes. Es uno de esos libros que, pese a su aparente sencillez, obligan al lector a sopesar con  preocupación cómo van pasando las páginas, pues ello implica que cada vez falta menos para que se acaben. Sería de agradecer que los editores españoles se decidiesen a editar otras obras de este curioso personaje que aparte de escribir y  esculpir, todavía encuentra  tiempo para escalar  montañas, y varias vías de acceso a las cumbres de los Dolomitas y del parque de Yellowstone llevan su nombre.

 

Fantasmas de piedra

Mauro Corona

Altaïr

 

 



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30 de abril de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El príncipe de la niebla

El disparate comienza cuando la oronda señora Hanhaus, una aventurera con más ingenio que escrúpulos y que cuenta con la inestimable ayuda de la bella Puppi, su peluquera, se las arregla para que Theodor Lerner, un periodista en ciernes que está a punto de perder su trabajo por culpa justamente de la señora Hanhaus, sea  enviado al Ártico para llevar a cabo una misión trascendente. En teoría dicha misión consiste en localizar a un osado explorador que trataba de atravesar el Círculo Polar Ártico a bordo de un dirigible y que lleva varias semanas perdido. Gracias a la inestimable ayuda de la seductora Puppi, la señora Hanhaus no sólo logra que  Schoeps, el redactor jefe del periódico para el que trabaja Lerner,  no ponga a éste de patitas en la calle sino que le hace ver el golpe publicitario (y las ventas) que supondría para el periódico dar con el paradero del desgraciado explorador.   

 

Sin embargo (pero por eso digo que todo ello es un disparate) los verdaderos planes de la astuta señora Hanhaus  incluyen que Lerner tome posesión, en nombre del imperio alemán, de una isla deshabitada y pedida en el  Ártico  cuyo subsuelo guarda (supuestamente) un fabuloso yacimiento de carbón.

A partir del momento en que un cada vez más desconcertado Theodor Lerner se adentra en los hielos  infinitos a bordo de un destartalado pesquero comandado por un ex capitán de la armada imperial, los acontecimientos, diestramente manejados a distancia por la incombustible señora Hanhaus,  se irán complicando y retorciendo hasta atrapar sin escapatoria posible a Lerner, y con éste al lector. Es de aclarar sin embargo que si se tratase de una novela norteamericana, el ritmo del catastrófico acontecer sería trepidante y que las posibles discrepancias o inconsistencias de la trama quedarían disimuladas tras el vertiginoso desarrollo del artificio narrativo.

Lejos de ello, El príncipe de la niebla entra de lleno en la gran tradición de la novela europea contada sin prisas y construida sobre un exquisito rigor histórico. Por descontado que los posibles capitalistas e inversores contactados por la señora Hanhaus para crear una compañía minera no se diferencian gran cosa de los capitalistas e inversores que las crónicas de sucesos actuales desenmascaran todos los días; y por descontado que los políticos y grandes cargos cuyo prestigio debe respaldar la iniciativa polar tampoco se diferencian gran cosa de los chapuceros políticos que actualmente se sientan en los banquillos de los juzgados. Pero es de agradecer el gran trabajo que se ha tomado Martin Mosebach  en reproducir  la atmósfera, los ambientes, los personajes e incluso las vestimentas imperantes en la Centroeuropa de finales del siglo XIX, cuando el mundo germano pugnaba por erigir un imperio equiparable al de las grandes potencias del momento. Y sobre todo hay que agradecerle un  finísimo sentido del humor que le permite describir las situaciones más descabelladas, o las bajezas más reprobables con un distanciamiento y una ligereza de ánimo encomiables.

Curiosamente, leyendo esta novela que ahora publica Acantilado, y que en 2007 le valió el muy prestigioso premio Georg Büchner (el jurado destacó entonces la “alegría narrativa” del premiado y su  “conciencia humorística de la historia”), nadie adivinaría que Martin Mosebach es un escritor religioso con gran prestigio en los círculos practicantes católicos. En su obra    Häresie der Formlosigkei. Die römische Liturgie und ihr Feind (La herejía de la ausencia de forma. La liturgia romana y su enemigo), abogaba por el regreso a las formas litúrgicas tradicionales anteriores al Concilio Vaticano II. En términos generales podría decirse que Mosebach mantiene una línea de pensamiento tradicional y que apoya sin reservas a Benedicto XVI y los esfuerzos de éste por devolver a la Iglesia el rigor religioso en el que ha basado su supervivencia de dos mil años. Por la razón que sea, esa ideología no se trasluce en absoluto en El príncipe de la tiniebla, pues aquí, como queda dicho, lo que predomina es el aire de farsa apoyado en una gran precisión histórica y un notable sentido del humor.

 

El príncipe de la niebla

Martin Mosebach

Acantilado

 



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23 de abril de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La isla de los santos

El régimen que durante cuarenta años lideró el general Franco dio muestra de una estrechez de miras tan sañuda que la mitad (por poner una cifra) de los intelectuales españoles tuvo que buscar la salvación fuera de España. Esa diáspora cultural fue una tragedia personal para los exilados y una pérdida incalculable para un país como España, que nunca ha estado sobrado de mentes pensantes.

 

Sin embargo, si Franco  y sus servidores merecen la más severa de las censuras por su cerrilismo intelectual, sus herederos no somos menos culpables y resulta incomprensible que un ministerio tan inútil y falto de contenidos como es el de Cultura no haya sido íntegramente dedicado, desde la llamada restauración democrática, a la nacionalización, repatriación o como quiera llamarse a la labor de recuperar la obra  de aquellos intelectuales vergonzosamente obligados a huir y que en gran parte  permanece dispersa por las bibliotecas y hemerotecas de los países que tuvieron la generosidad de acogerlos y ofrecerles trabajo. Esa labor de recuperación ha quedado en manos de la iniciativa privada, que suple a base de entusiasmo y trabajo la absoluta y, repito, incomprensible falta de apoyo oficial.

Tal es el caso de La isla de los santos que ahora publica la editorial Igitur gracias en gran parte a la labor realizada por Laura Baeza, diplomática y nieta del autor, Ricardo Baeza. Este, nacido en 1890 en Bayamo, Cuba, y muerto en Madrid en 1956, fue un traductor, editor, periodista, promotor  teatral, cronista y diplomático que desarrolló gran parte de su fecunda labor intelectual en la década anterior a la Guerra Civil. Su inequívoca adscripción a la causa republicana, sobradamente puesta de manifiesto en sus colaboraciones en periódicos como El Sol y revistas como La Gaceta Literaria o Revista de Occidente, y su cargo diplomático en Chile justo antes del golpe de Estado de Franco hicieron de él un candidato idóneo al exilio de por vida. Pudo volver a España pocos años antes de su muerte pero sumido en el más absoluto anonimato.

La Isla de los santos es una recolección de las crónicas que Ricardo Baeza publicó en El Sol relatando un viaje de varios meses a Irlanda cuando estaba a punto de estallar allí la guerra civil que a la postre supondría la (casi total)  independencia de la República irlandesa. Lo primero que llama la atención de estas crónicas es su calidad literaria. En su momento recibieron el aprecio de los lectores (ventas) lo cual es un mérito cuando dichos lectores estaban acostumbrados a un género como el de la literatura de viajes,  brillantemente  practicado entonces por hombres de la talla de Luis Oteyza (andanzas  por Oriente), Luis Araquistáin ( Estados Unidos) o Manuel Chaves Nogales ( URSS). Destacar frente a ellos era toda una hazaña.

Junto a la gran calidad del texto merece destacarse la claridad en  la exposición de una situación enrevesada, dramática y extremadamente dolorosa que enfrentaba a dos naciones (Inglaterra e Irlanda) por las que el cronista sentía gran admiración y aprecio, pero que se estaban desangrando mutuamente ante la mirada consternada del viajero. Esa capacidad de mantener la serenidad de juicio ante una situación desquiciada resulta asimismo muy notable a la hora de tratar el tema del nacionalismo, pues si debía ser condenada sin paliativos la brutal política de castigo llevada a cabo por una mentalidad ultranacionalista como era la del imperialismo británico, no menos reprobables eran los excesos que, como respuesta, estaban llevando a cabo los nacionalistas del Sinn Fein. Su intento de mantenerse ecuánime acabaría costándole ser reprobado por ambos bandos.

Si los numerosos textos firmados por Ricardo Baeza merecen ser puestos al alcance de los lectores actuales, éstos deberían agradecerle otro aspecto de su quehacer intelectual, pues aunque no lo sepan, se están beneficiando indirectamente de la labor que él llevó a cabo entonces. Y me refiero a su actividad como traductor. Más que un trabajo, Baeza entendía la traducción como un vínculo que permitiría a la literatura española ponerse a la par de la europea, y ahí está su  labor pionera con autores como Maeterlinck, D´Annuzio, Oscar Wilde o Marcel Schwob, por no hablar de su excelente versión de Los cantos de Maldoror, de Lautréaumont, todos ellos a disposición de los lectores españoles desde los años veinte.

 

La isla de los santos. Itinerario en Irlanda

Ricardo Baeza

Ígitur

 



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16 de abril de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La palabra heredada

Las memorias de Eudora Welty ocupan apenas un par de centenares de páginas pero todas y cada una de ellas serán un regalo de inestimable valor para los (incomprensiblemente) escasos aunque fervorosos seguidores de la elegante dama sureña.

 

El libro está dividido en tres apartados titulados “Escuchar”, “Aprender a ver” y “Encontrar la voz” y corresponden, más o menos, a tres etapas sucesivas de su infancia y adolescencia: la primera, profundamente marcada por los cuentos infantiles, la escuela  y las primeras lecturas serias, como Dickens;  a continuación, la etapa de aprendizaje marcada por los antecedentes familiares y la herencia recibida de cada uno de los ancestros; y una tercera en la que se narran las primeras incursiones en la escritura.

Aunque el editor norteamericano se ocupó de documentar gran parte de los libros, poemas y obras musicales o de teatro que la Welty cita de memoria, se recomienda vivamente el recurso a Internet porque, se diga lo que se diga de Estados Unidos, en aquel país la cultura recibe un trato exquisito y en la red se da noticia, e incluso documentos gráficos, de todo el acerbo creativo que  impresionó la mente de una niña que se abrió al mundo en las primeras décadas del siglo pasado. Muchas veces, cuando hace alguna broma acerca de las canciones que la obligaban a cantar en el colegio, o cita alguna obra musical que oyó en su infancia, el inestimable Youtube ofrece ejemplos vivos de tal canción o musical. Y lo mismo ocurre cuando, por ejemplo, la autora habla con emoción del rascacielos que su padre construyó en Jackson para albergar las oficinas de la empresa de seguros para la que trabajó gran parte de su vida. Basta poner Lamar Life Tower, Jackson, para que en la pantalla del ordenador aparezcan varias fotografías de esa torre (por cierto que muy hermosa) que tanta emoción le seguía causando, a sus setenta y cinco años de edad, a la hija de su constructor.

Sobre todo en la segunda parte (“Aprender a ver”), cuando cuenta los viajes en automóvil y en tren desde Mississippi a Ohio (solar ancestral de la rama paterna) y Virginia Occidental (antepasados de la madre) la narración se puebla de alusiones al aprendizaje que supusieron para la futura narradora  aquellos paisajes repasados una y otra vez bajo el seguro amparo paterno, y las diferentes tipologías humanas que les salían  paso a lo largo de las mil millas que separaban la salida y la llegada de aquellos viajes. Años después ese aprendizaje recibiría como broche de incalculable valor los años pasados como fotógrafa por cuenta de un organismo social estatal y que le permitió recorrer y recoger testimonios gráficos de los más apartados y remotos  rincones del Estado de Mississippi y sus habitantes. Como dato anecdótico, pero que puede ayudar a entender la clase de aprendizaje que estaba recibiendo la joven reportera, es oportuno mencionar que Mississippi no abolió oficialmente la esclavitud hasta 1995. Sí, no es un error: 1995.

A lo largo del libro, pero sobre todo en la última parte, Eudora Welty trata de abrirse a sus lectores (aunque al principio fueron oyentes, pues sus memorias tienen como origen unas conferencias pronunciadas en 1983 en la Universidad de Harvard) y ofrece toda clase de pistas para que el oyente/lector conozca la génesis y el proceso de creación de muchas de sus narraciones cortas. Y ahí es donde aparece la parte esotérica o misteriosa de la creación. Sobre todo los vanguardistas, pero también muchos otros artistas y escritores, han sido muy aficionados a lanzar manifiestos con los que deseaban dejar constancia de la base teórica que sustentaba sus creaciones.  Y todo el mundo habrá podido  comprobar que la diferencia entre lo que decían y lo que hacían levantaba un abismo de incomprensión y perplejidad, pues si hubieran terminado haciendo lo contrario de lo que pretendían esos textos podrían seguir siendo los mismos. Algo parecido ocurre cuando un escritor trata de explicar los impulsos o intuiciones primeras que luego se transforman en una obra con título y tapas. Ni siquiera los más acérrimos seguidores de la Welty serán capaces de reconocer  en cuentos como “Acróbatas en el parque” o “Las manzanas doradas” el proceso seguido desde la intuición o visión primera hasta su plasmación en los cuentos que llevan esos títulos. Y la razón de ello no es en absoluto misteriosa, ya que incluso la propia Welty lo dice varias veces: la escritura sale de la distancia (aunque puede llamársele elaboración artística) que media entre la experiencia y la transformación de ésta en material literario. Y es en esa elaboración distanciadora donde se pierde toda conexión entre origen y fin.  Pero el libro es encantador y, leyéndolo, se entiende la propensión de  Eudora Welty a recibir a los periodistas con un delantal y las manos blancas con la harina de las pastitas que esta horneando. Era un alma sin doblez.

 

La palabra heredada

Eudora Welty

Impedimenta

 



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8 de abril de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Autobiografía no autorizada

Sin la menor duda, la aparición de WikiLeaks ha sido el fenómeno más importante ocurrido últimamente en un universo de la información que ya estaba (y está) experimentando unas transformaciones  tan trascendentales que nadie puede dibujar  con un mínimo de certeza  hacia dónde se dirige. Ni siquiera símbolos imperecederos de la libertad y la ponderación informativa, llámense The New York Times, The Guardian, Le Monde, El País y demás, tienen el futuro asegurado, al menos  en  su forma actual.

 

Aparte del espectacular impacto mediático de los centenares de miles de  documentos puestos en circulación por WikiLeaks, su existencia misma venía a incidir de lleno en la problemática de fondo que amenaza, y al mismo tiempo le ofrece un futuro esplendoroso, al universo de la información. Por referirme únicamente al concepto de información vinculado al periodismo, no hace tanto tiempo que la en las casas se guardaban páginas arrancadas de los periódicos e incluso suplementos enteros de los dominicales. Los periódicos se leían porque, según  cuales, transmitían la sensación de estar dando cuenta de lo que pasaba, ya fuera a nivel local, nacional o internacional. Y como muchas veces el día a día impedía leer con el detenimiento debido determinados artículos o reportajes, se guardaban con la idea de encontrar el momento adecuado para echarles una buena ojeada.

¿Quién arranca y guarda páginas de periódicos hoy en día? Y lo que es peor,  quienes lee todavía periódicos, ¿ creen estar correctamente informados de lo que pasa?

En esta Autobiografía no autorizada Julian Assange asegura ser un tipo al que no le importa meterse en líos. O por mejor decir: que éstos le estimulan y le hacen sacar lo mejor de sí mismo. Y a fe que desde su adolescencia de hacker  internacionalmente perseguido hasta su condición actual de violador contumaz, no ha parado de meterse en líos, algunos gordísimos. Después de las toneladas de basura que le han echado encima es lógico que se defienda e insista en la honradez de sus intenciones  (como propalador de noticias subversivas, me refiero). Y dedica a ello no pocas páginas y esfuerzos. Pero lo verdaderamente fascinante de su libros es que el lector no especializado tiene ocasión de ver cómo funciona (y cómo funcionará en el futuro) el fenómeno de la información. Assange no da pistas acerca de cómo se solucionará el gravísimo problema de la seriedad y la fiabilidad de las fuentes, ni de cómo se puede discernir un noticia cierta de una intoxicación. Igual que los grupos subversivos reciben documentos gráficos y escritos que causan verdadera conmoción informativa, el famoso, astuto, oscuro y siempre temible Poder tiene en sus manos los mismos medios para intoxicar a la opinión pública, generalmente por la vía del exceso de información.

Porque esa es otra: dado que la potencia de los medios de comunicación de masas es prácticamente ilimitada, también su capacidad de transmitir información lo es, y Assange da como de pasada algunas cifras asombrosas: “Nos pasaron  75.000 documentos sobre Irak”. O bien: “Para poner a buen recaudo esos 250.000 documentos que nos habían filtrado, busqué el servidor de un amigo en Indonesia…”.

Dice Assange: “ A finales de 2008 estábamos sumergidos bajo una oleada de documentos filtrados que nos enviaban desde todos los rincones del mundo”. A la vista de las cifras antes citadas, cabe preguntarse a qué se refiere cuando habla de “realizar investigaciones y editarlos para su difusión”. Si ni siquiera las redacciones conjuntas de dos monstruos como The New York Times y The Guardian eran capaces de manejar la avalancha de documentos sobre Irak y Afganistán,  qué “investigación” y qué  “edición” puede llevar a cabo una bienintencionada organización sin ánimo de lucro y que no sólo carece de redacción si no que ni siquiera está físicamente ubicada en un lugar no virtual. Deducir la veracidad de una información filtrada a partir del grado de cabreo del perjudicado es un sistema de verificación digamos que dudoso.

Y si las noticias acerca de la infancia de Assange son curiosas, toda su formación como hacker y sus andanzas por el interior de los sistemas informáticos de las principales corporaciones e instituciones internacionales es fascinante.  Un puñado de adolescentes con unos ordenadores sujetos con cinta aislante poniendo en jaque a las mentes más brillantes de la informática y la encriptación mundial. Asombroso. Y de primera mano.

 

Autobiografía no autorizada

Julian Assange

Los libros del lince  



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2 de abril de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Obras completas. Narrativa

Cuando la República de las Letras era democrática y libre -  es decir, antes de que los mercados la dejasen reducida a una especie de sucursal dentro del  negocio general  que nos anega a todos, republicanos o no – los viejos maestros utilizaron su experiencia para  poner en circulación unas cuantas máximas que terminaron adquiriendo la categoría de ley. Una de ellas aseguraba que escribir una mala novela conllevaba como penitencia cinco años en el purgatorio de la  no publicación. Otra norma decía que tras recibir un palo demoledor por parte de la crítica, a la víctima no le cabía otra que mantener una actitud de dignidad similar a la que debe adoptar un marido cuando sale a la luz pública su condición de cornúpeta irredento.  Y se aseguraba asimismo que la longevidad vital era condición indispensable para acceder al Olimpo, sobre todo porque si sobrevivías a todos tus contemporáneos pasabas a ser el portavoz y único representante autorizado de tu generación.

 

El contrapartida, la experiencia les decía a los viejos maestros que, una vez muertos, los grandes hombres deben esperar veinte años en el limbo del olvido antes de ser objeto de un regreso triunfal que les otorgará en propiedad  el siento que en vida ya ocupaban en el Olimpo. Aunque también cabe la posibilidad de la estancia en el limbo del olvido pase a ser definitiva, como les ha  ocurrido a tantos prohombres que en su día retenían la atención de las multitudes y hoy son unos perfectos desconocidos. Por poner sólo unos pocos ejemplos, los Cela, Alberti,  Gil de Biedma, Ruidrejo, Barral, Benet y demás parecen haberse sumido en el compás de espera del que hablaban los viejos maestros, y al cabo del cual se sabrá si vuelven o no para quedarse (una vez adquirida la condición de clásico).

Sin embargo, la conversión de la industria cultural (el propio término lo dice) en un negocio ha distorsionado los usos y costumbres republicanos y  ya nadie respeta los plazos de espera antes de someter al juicio público una nueva obra, la dignidad de los silencios tras un sonoro fracaso o el preceptivo alejamiento antes del regreso triunfal.  Y todo ello viene  cuento de la aparición del tomo dedicado a la narrativa de Francisco Ayala que ahora presenta Galaxia Gutenberg en edición de Antoni Munné.  Que se sepa, nadie le dio nunca un palo demoledor por ninguna de sus novelas, y eso que escribió la primera, Tragicomedia de un hombre sin espíritu (aparecida en 1925), cuando sólo contaba dieciséis años. Entre ésta y  El filósofo y un pirata, su última obra de ficción (aparecida en 1999, cuando contaba ya 93 años) fue dando a conocer  novelas como Historia de un amanecer (1926), y El boxeador y un ángel (1929) y Cazador en el alba (1930), sus obras más vanguardistas . Los años convulsos que precedieron a la Guerra Civil y el desarrollo y desenlace de la misma (exilio, así como su peregrinar por diversos países de acogida antes de recalar definitivamente en Estados Unidos), le impusieron un relativo parón, ya que las difíciles circunstancias vitales no le impidieron llevar a cabo la parte más sustancial de su obra, como por ejemplo la colección de cuentos  Los usurpadores (1940, que incluye el que probablemente sea su relato más celebrado,” El hechizado”),o sus novelas más conocidas,  La cabeza del cordero (1949) y El jardín de las delicias (1971).

Si la perduración depende de la longevidad, Francisco Ayala la tiene asegurada puesto que murió en 2009, a los 103 años de edad. Y en cuanto a la espera antes del regreso, ya digo que las reglas de juego andan muy perturbadas y uno no sabe qué dirían los viejos maestros si levantaran sus venerables cabezas. Cuando regresó del exilio, en los años 60 del siglo pasado, la comunidad republicana no sabía bien donde ubicarlo. No era uno de los rojazos al uso que volvía victorioso después de unos años de ostracismo, pero en la derecha  tampoco era muy apreciado porque en  novelas como Muertes de perro (1958) y El fondo del vaso (1962) no hacían un papel muy lucido  las dictaduras. Y como tampoco era un hombre conocido fuera de los círculos profesionales, sólo  poco a poco se le fue recuperando (académico desde 1983, varias veces propuesto para el premio Nobel de literatura, etc). La publicación de sus Obras Completas, avaladas por el reconocido prestigio de Galaxia Gutenberg, es una buena ocasión para que el público de habla española conozca de primera mano la obra de este hombre ampliamente valorado por su ejemplar honestidad intelectual.   

 

Obras Completas. Narrativa

Francisco Ayala

Galaxia Gutenberg



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19 de marzo de 2012
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El Boomeran(g)
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