Javier Fernández de Castro
Debido en gran parte a sus numerosos excesos, el vanguardismo tiene una cierta connotación iconoclasta y rompedora, con un inconformismo no exento de violencia y, por qué no decirlo, de gamberrismo (y pienso por ejemplo en su afición a pintarle bigotes a La Gioconda o las incitaciones de los dadaístas a entrar en los museos armados de un buen martillo). Por esa razón, asociar con la vanguardia a José Augusto Trinidad Martínez Ruiz, más conocido como Azorín puede resultar sorprendente al lector de hoy pues en caso de que lo conozca más bien tenderá a recordar de él al hombre comedido y discreto, tan culto y elegante, tan vinculado a dos símbolos del conservadurismo como son ABC y La Vanguardia. En suma, lo más alejado posible de la imagen de un Salvador Dalí paseando por el Paseo de Gracia de Barcelona con una tortilla francesa en lugar del tradicional pañuelo en el bolsillo superior de la americana. Y sin embargo basta adentrarse en el Tomo II de Novelas que acaba de publicar la Biblioteca Castro para hacerse una idea cabal de por qué razón un conocedor del fenómeno literario como es Mario Vargas Llosa no vacila en considerarlo como uno de los precursores de la literatura moderna en España. Aunque todavía es más extremo el propio Pere Gimferrer, que lo considera un precursor del Nouveau roman. Nada menos.
Lo más curioso de todo es que novelas como Félix Vargas, El escritor o Salvadora de Olbena son inequívocamente azorinianas: ábranse por la página que se abran, lo que el lector tiene ante los ojos son fragmentos de Azorín en estado puro. O para decirlo en una forma algo más noble, la honradez y el compromiso de Azorín con su escritura, y aunque su búsqueda de nuevas formas de expresión le llevó a apartarse radicalmente de lo que estaban haciendo compañeros de profesión y amigos como Baroja o Valle-Inclán (ambos con gran éxito), esa búsqueda no le empujó a cambiar también su manera de expresarse confiando en una mayor aceptación.
Resulta difícil dar una idea de lo que el lector curioso va a encontrar en este segundo grupo de novelas porque, como digo, página a página, no hay mucha diferencia con el Azorín articulista. Por ejemplo, su fascinación por lo sensible: un rayo de sol que se posa sobre un mueble, el lejano pitido de un tren que trae consigo ecos de mundos lejanos, la sombra de una lámpara sobre la pared. En Pueblo, por ejemplo, que lleva como subtítulo Novela de los que trabajan y sufren, quien espere encontrar un retrato desgarrador y justiciero del honrado y oprimido pueblo español (algo como lo que estaban haciendo en ese momento dos maestros como Galdós o Blasco Ibáñez) va a quedar algo desconcertado porque habla de eso, sí, pero sin renunciar a su prosa de frase breve, límpida y transparente, con la que va construyendo una realidad fragmentaria y sin una relación orgánica entre sus sucesivos espejuelos. Y basta echar una ojeada a los capítulos para hacerse una idea de en qué consiste esa paciente labor de reconstrucción de una realidad superior a partir de fragmentos: "Casita", "Costurero", "Silla", "Taza", "Romero y niebla", " Ventana", "Cocinas", "Baúl", etc. De lo general a lo particular y vuelta a lo universal. Y sin personajes individualizados, salvo en el caso de un perro cojo que cuenta su perra vida en primera persona. Quien desee hacerse una idea mejor le recomiendo que vaya directamente al capítulo XXXIII titulado "Llanto". Un prodigio de delicadeza y sabiduría. Y un ejemplo de elipsis que debería ser texto obligatorio en todos los talleres de escritura.
Curiosamente, la mejor descripción que puede hacerse de la escritura de Azorín lo encontró éste en Introducción del símbolo de la Fe, de Fray Luis de Granada y que figura como cita inicial en El enfermo:
"Y la razón porque el hombre se llama mundo menor, es porque todo lo que hay en el mundo mayor se halla en él, aunque en forma más breve. Porque en él se halla ser, como en los elementos; y vida, como en las plantas; y sentido, como en los animales; y entendimiento y libre albedrío, como en los ángeles".
En un mundo que cubre de oro y elogios a los practicantes del realismo sucio o que considera de gran mérito una prosa que parezca cinematográfica es ocioso recomendar al lector normal que se adentre en Azorín, pero los escritores jóvenes al menos deberían empaparse de él porque como también dice Pere Gimferrer, el pasado de nuestra literatura es nuestra posteridad.
Novelas, II
Azorín
Biblioteca Castro