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La palabra heredada

Eder. Óleo de Irene Gracia

Javier Fernández de Castro

Las memorias de Eudora Welty ocupan apenas un par de centenares de páginas pero todas y cada una de ellas serán un regalo de inestimable valor para los (incomprensiblemente) escasos aunque fervorosos seguidores de la elegante dama sureña.

 

El libro está dividido en tres apartados titulados “Escuchar”, “Aprender a ver” y “Encontrar la voz” y corresponden, más o menos, a tres etapas sucesivas de su infancia y adolescencia: la primera, profundamente marcada por los cuentos infantiles, la escuela  y las primeras lecturas serias, como Dickens;  a continuación, la etapa de aprendizaje marcada por los antecedentes familiares y la herencia recibida de cada uno de los ancestros; y una tercera en la que se narran las primeras incursiones en la escritura.

Aunque el editor norteamericano se ocupó de documentar gran parte de los libros, poemas y obras musicales o de teatro que la Welty cita de memoria, se recomienda vivamente el recurso a Internet porque, se diga lo que se diga de Estados Unidos, en aquel país la cultura recibe un trato exquisito y en la red se da noticia, e incluso documentos gráficos, de todo el acerbo creativo que  impresionó la mente de una niña que se abrió al mundo en las primeras décadas del siglo pasado. Muchas veces, cuando hace alguna broma acerca de las canciones que la obligaban a cantar en el colegio, o cita alguna obra musical que oyó en su infancia, el inestimable Youtube ofrece ejemplos vivos de tal canción o musical. Y lo mismo ocurre cuando, por ejemplo, la autora habla con emoción del rascacielos que su padre construyó en Jackson para albergar las oficinas de la empresa de seguros para la que trabajó gran parte de su vida. Basta poner Lamar Life Tower, Jackson, para que en la pantalla del ordenador aparezcan varias fotografías de esa torre (por cierto que muy hermosa) que tanta emoción le seguía causando, a sus setenta y cinco años de edad, a la hija de su constructor.

Sobre todo en la segunda parte (“Aprender a ver”), cuando cuenta los viajes en automóvil y en tren desde Mississippi a Ohio (solar ancestral de la rama paterna) y Virginia Occidental (antepasados de la madre) la narración se puebla de alusiones al aprendizaje que supusieron para la futura narradora  aquellos paisajes repasados una y otra vez bajo el seguro amparo paterno, y las diferentes tipologías humanas que les salían  paso a lo largo de las mil millas que separaban la salida y la llegada de aquellos viajes. Años después ese aprendizaje recibiría como broche de incalculable valor los años pasados como fotógrafa por cuenta de un organismo social estatal y que le permitió recorrer y recoger testimonios gráficos de los más apartados y remotos  rincones del Estado de Mississippi y sus habitantes. Como dato anecdótico, pero que puede ayudar a entender la clase de aprendizaje que estaba recibiendo la joven reportera, es oportuno mencionar que Mississippi no abolió oficialmente la esclavitud hasta 1995. Sí, no es un error: 1995.

A lo largo del libro, pero sobre todo en la última parte, Eudora Welty trata de abrirse a sus lectores (aunque al principio fueron oyentes, pues sus memorias tienen como origen unas conferencias pronunciadas en 1983 en la Universidad de Harvard) y ofrece toda clase de pistas para que el oyente/lector conozca la génesis y el proceso de creación de muchas de sus narraciones cortas. Y ahí es donde aparece la parte esotérica o misteriosa de la creación. Sobre todo los vanguardistas, pero también muchos otros artistas y escritores, han sido muy aficionados a lanzar manifiestos con los que deseaban dejar constancia de la base teórica que sustentaba sus creaciones.  Y todo el mundo habrá podido  comprobar que la diferencia entre lo que decían y lo que hacían levantaba un abismo de incomprensión y perplejidad, pues si hubieran terminado haciendo lo contrario de lo que pretendían esos textos podrían seguir siendo los mismos. Algo parecido ocurre cuando un escritor trata de explicar los impulsos o intuiciones primeras que luego se transforman en una obra con título y tapas. Ni siquiera los más acérrimos seguidores de la Welty serán capaces de reconocer  en cuentos como “Acróbatas en el parque” o “Las manzanas doradas” el proceso seguido desde la intuición o visión primera hasta su plasmación en los cuentos que llevan esos títulos. Y la razón de ello no es en absoluto misteriosa, ya que incluso la propia Welty lo dice varias veces: la escritura sale de la distancia (aunque puede llamársele elaboración artística) que media entre la experiencia y la transformación de ésta en material literario. Y es en esa elaboración distanciadora donde se pierde toda conexión entre origen y fin.  Pero el libro es encantador y, leyéndolo, se entiende la propensión de  Eudora Welty a recibir a los periodistas con un delantal y las manos blancas con la harina de las pastitas que esta horneando. Era un alma sin doblez.

 

La palabra heredada

Eudora Welty

Impedimenta

 

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Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

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