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Escrito por

Félix de Azúa

Félix de Azúa nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Ha publicado los libros de poemas Cepo para nutria, El velo en el rostro de Agamenón, Edgar en Stephane, Lengua de cal y Farra. Su poesía está reunida, hasta 2007, en Última sangre. Ha publicado las novelas Las lecciones de Jena, Las lecciones suspendidas, Ultima lección, Mansura, Historia de un idiota contada por él mismo, Diario de un hombre humillado (Premio Herralde), Cambio de bandera, Demasiadas preguntas y Momentos decisivos. Su obra ensayística es amplia: La paradoja del primitivo, El aprendizaje de la decepción, Venecia, Baudelaire y el artista de la vida moderna, Diccionario de las artes, Salidas de tono, Lecturas compulsivas, La invención de Caín, Cortocircuitos: imágenes mudas, Esplendor y nada y La pasión domesticada. Los libros recientes son Ovejas negras, Abierto a todas horasAutobiografía sin vida (Mondadori, 2010) y Autobiografía de papel (Mondadori, 2013)Una edición ampliada y corregida de La invención de Caín ha sido publicada por la editorial Debate en 2015; Génesis (Literatura Random House, 2015). Nuevas lecturas compulsivas (Círculo de Tiza, 2017), Volver la mirada, Ensayos sobre arte (Debate, 2019) y El arte del futuro. Ensayos sobre música (Debate, 2022) son sus últimos libros.  Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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Ginebra: se compra basura

Me resisto a creer que no haya en español una palabra capaz de definir ese temblor que asalta al viajero y que los franceses llaman dépaysement, extrañamiento del país, pérdida del lugar, lejanía de la patria, algo similar a lo que se solía describir con el castizo "caérsele a uno el pelo de la dehesa". Aunque me parece que tampoco la conocen los ingleses, como si sólo los franceses se sintieran raros al salir de casa y toleraran mal el abandono del cascarón. El caso es que ciertamente el viajero tiene la sensibilidad muy encendida en cuanto pasa un tiempo fuera de su entorno habitual y le parece asistir a fenómenos extraños allí donde los lugareños no ven nada en especial.

Leo en la Tribune de Genève que durante los próximos cuatro años la sociedad cantonal de eliminación de residuos (Services Industriels de Genève, SIG) va a importar 300.000 toneladas de basura. De inmediato me asalta la extrañeza del dépaysé: esta información es incomprensible y me deja perplejo, ¿para qué van a importar algo ontológicamente inútil? El titular era tan sólo el comienzo de una perplejidad cada vez mayor, porque el problema de las basuras ginebrinas se inicia muy atrás.

Cuando en el año 2002 el SIG puso en marcha la planta de incineración de basuras de Les Cheneviers no calculó que los ginebrinos iban a abrazar con entusiasmo la recogida ecológica de basuras domésticas. La capacidad de los tres inmensos hornos era de 350 mil toneladas anuales, pero no ha logrado superar las 200 mil toneladas en ningún momento debido al frenesí selectivo de los suizos. La situación llegó a ser tan crítica que la empresa (no se olvide que la pagan los contribuyentes) hubo de proyectar el cierre de uno de los hornos.

Iluminados por la finezza italiana, ahora los responsables discuten una nueva solución más sensata para no poner en la calle a los 50 obreros del horno inútil: importar basura italiana como quien importa aceite de oliva. Gracias a la peculiaridad napolitana, es decir, a la bronca entre la Camorra y los políticos que piden aumento de soborno, así como a la perfecta ineficacia de la Administración italiana con o sin soborno, la región de Campania puede dar trabajo a los hornos ginebrinos durante decenios. De modo que se va a establecer una cadena de transporte de basuras que cruzará la península de abajo arriba. Se trata de cargar entre 40 y 90 mil toneladas de basura fresca por año y subirlas primero en tren desde la punta de la bota hasta la frontera suiza y luego en camiones hasta Ginebra, pero no va a ser fácil.

Ante la inmediata avalancha de recelos, agravios y suspicacias, el portavoz de la empresa, Christian Brunier, se adelanta a pecho descubierto. En primer lugar, dice, sólo admitirán basura fresca ("Nous ne voulons que du frais"), no vaya a ser que los italianos aprovechen la proverbial simplicidad helvética para colar residuos radiactivos, detritus industriales clandestinos o pañales infectados de la red hospitalaria.

"¡Exigiremos conocer de antemano el lugar de procedencia de la basura!", dice Brunier. "Para lo cual enviaremos equipos de especialistas a pie de obra", remata. Esto me parece soberbio. Sin duda tengo el síndrome del dépaysé, pero ¡cómo me gustaría formar parte de ese equipo de especialistas en basura fresca! Te envían a Nápoles en donde eres acogido por un caballero elegantemente vestido de Armani, el cual, tras unos martinis, te conduce hasta una montaña de basura. "Assagi, egregio dottore, assagi, la prego". El suizo acepta la invitación y revuelve las basuras con rigor calvinista, se lleva a la nariz unos nabos podridos, desmenuza unas raspas de congrio, finalmente, aquiesce. Hay trato. Se dan la mano (el italiano se la limpia solapadamente en un pañuelo de seda de Gucci) y los camiones comienzan a cargar. El suizo vigilará sin descanso a lo largo de toda la ruta para que no aparezca otro elegante italiano a apañar los camiones a la altura de Milán. Cuando llega a la frontera tras una noche de vigilancia, el suizo, muerto de sueño y cansancio, descubre que lleva en el bolsillo del abrigo un atadijo de diamantes, varias revistas pedófilas y una foto del Papa. Divisa al elegante italiano esperando en animada charla con los carabinieri de la frontera. Ahora le saluda agitando la mano y los carabinieri montan las ametralladoras.

Este no es el mayor problema. Todos saben que la Campania gobernada por la Camorra napolitana produce 250 mil toneladas anuales de basura, carece de incineradoras, ha quemado ocho así llamados "comisarios especiales para la basura napolitana" en los últimos 14 años, ha despilfarrado 200 mil millones de euros y puede proporcionar materia prima durante todo el siglo XXI a los hornos suizos y a los de Pero Botero. La importación de basura italiana no sólo permitiría mantener los tres hornos, sino que dejaría un beneficio de unos 10 millones de francos suizos anuales. Pero no todo va a ser materialismo. El diputado del Movimiento de los Ciudadanos, Eric Stauffer, afirma que es una vergüenza que Ginebra se pasee comprando inmundicias por Europa ("faire du shopping d'ordures") para beneficiar a la mafia italiana. La fastidiamos, ya compareció el patriota.

Esta gente que habla de su país como si lo llevara atado al cerebelo con una correa, siempre es grandiosa: "Ginebra dice", "Ginebra quiere", "Ginebra llora". Son muy tontos, pero peligrosos. Así, también, el diputado Guillaume Barazzone (PDC), el cual se muestra conmovido y agraviado porque "Ginebra se va a convertir en el cubo de basura de Europa". De nada vale decirle que los hornos de Les Cheneviers llevan años importando basura alemana que cae a mano y luce mucho. Al diputado le duele ver a la patria convertida en una husmeadora de residuos como un mendigo de favela. El sentimentalismo es el opio del pueblo. Lo peor de esta oleada de agraviados viene, sin embargo, de los magistrados ecologistas, los cuales están indignados porque cuando se proyectaron los hornos nadie creyó que los ginebrinos iban a seleccionar cuidadosamente sus basuras, que es lo que ha traído todo este barullo. ¡No confiaron en el alma suiza! ¡El suizo es más limpio y disciplinado que un marine! ¡No respetan al suizo! Así gime el patriota, como si suizo no hubiera más que uno: él.

A los diputados ecologistas habría que hacerles una razonable contrapropuesta: que los ginebrinos regresen a la sana costumbre de poner toda la basura junta y lo más revuelta posible, como lo que es, mera basura. Que dejen de comportarse civilizadamente. Que abandonen un ecologismo que no hace sino crear quebraderos de cabeza a la Administración. Y que polucionen como mandriles para dar trabajo a los hornos de Les Cheveniers. Que el ginebrino produzca múltiple asquerosa basura sucia en lugar de ir a buscarla por los burdeles mediterráneos, eso sí que sería patriotismo. Y todo lo demás es rezar el rosario en familia.

Artículo publicado en: El País, 10 de marzo de 2008.

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12 de marzo de 2008
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La víspera del día antes del después

Ustedes van a votar mañana al candidato menos peor. Yo no voy a poder hacerlo, ay de mí, porque me encuentro en ese lugar llamado "el extranjero". Pero mejor que no vote porque confundo a la gente y no quiero hacerle un feo a nadie.

Que la confundo quedó demostrado ayer. Estaba yo leyendo hacia la una de la madrugada cuando oí turbadores ruidos en el tejado de la casa. Mi actual refugio es un ático bajo viejas vigas, de modo que distingo hasta el paso de un gato. No era un gato. Me asomé al rellano y vi, no sin emoción, que un sujeto se estaba descolgando desde la claraboya de la cubierta. Alarmado, inquirí sobre los motivos de semejante conducta a tan altas horas de la noche. El individuo, que llevaba un saco en la mano, me miró sin recelo y pude advertir que era un árabe delgado y extremadamente educado. "Acabo de arreglar la antena de la televisión, monsieur, le deseo un prolongado descanso", dijo cortés y salió disparado escaleras abajo. Sosegado, regresé a casa en donde mi mujer se moría de la risa. En ese momento comenzaron los gritos del vecino de abajo que gritaba "¡al ladrón, al ladrón!", pero en francés, que impresiona más porque se les dice "cambrioleurs", palabra imponente y difícil de pronunciar. En efecto, supe luego que el malhechor iba huyendo de la policía por los tejados, tras haber asaltado la casa paredaña. Sólo entonces me percaté del ulular de sirenas. Luego me dijeron que había logrado huir, pero como son educados nadie añadió: "gracias a usted, pedazo de merluzo".

Durante unas horas anduve cavilante porque si me ponían en una rueda de reconocimiento iba a ser de escasa ayuda. Al haber advertido tan nítidamente el origen africano del salteador, no pude fijar ningún detalle, ni si tenía la nariz gorda, los ojos pequeños o el pelo cano. Deduje que a veces una identidad fuerte impide la identificación mejor que cualquier disfraz. De modo que lo más identitario es lo menos identificable. Imaginen ustedes si voy a poder votar entre dos candidatos tan idénticos. Me deberían retirar el derecho de voto. 

Artículo publicado en: El Periódico, 8 de marzo de 2008.

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10 de marzo de 2008
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Desde hace dos mil quinientos años

Cuatro siglos antes del nacimiento de Jesús de Nazaret (a quien, por cierto, Eduardo Mendoza dedica su última e hilarante novela), el poeta Eurípides estrenó una tragedia titulada "Las Troyanas". Como fondo, la ciudad de Troya arrasada, sus ruinas, la humareda de los incendios. Sobre la escena cuatro mujeres condenadas a muerte o esclavitud por los vencedores. Hécuba, la madre del héroe troyano que ha visto como degollaban a su marido, mataban a sus hijos y ahora ve llegado el turno de sus hijas. Andrómaca, esposa de Héctor, también lo ha perdido todo, pero ahora va a tener que soportar el asesinato del pequeño Astianax, lo único que la ata a este mundo. Casandra, la hermana loca, la divina, la profetisa a quien nadie cree, ebria de conocimientos secretos que baila su futura violación porque sabe que sus tiranos van a perecer. Finalmente, Helena, la bella, fría, calculadora, codiciosa y adúltera causante de la destrucción, a quien su marido desea matar, pero no podrá hacerlo en cuanto la hermosa se abrace a sus rodillas. Eurípides describe con una poesía barroca y agresiva la conexión entre soberbia masculina y humillación femenina.

/upload/fotos/blogs_entradas/las_troyanas_med.jpgEn 1965 y sin que pueda yo explicarme la razón, Jean Paul Sartre estrenó su adaptación y traducción de "Las troyanas". Cualquiera que las compare verá que las mujeres de Eurípides son colosales, esculpidas en mármol, sus lamentos queman, su destino conmociona. Las de Sartre son hembras domésticas, madres y esposas burguesas en un mal trance. Excepto Helena. La mujer más seductora del mundo sigue provocando en Sartre la misma cegadora admiración que a Menelao el cornudo. De las cuatro, sólo Helena sobrevivirá.

No sé yo si esta genuflexión del macho que Eurípides conocía bien, pero odiaba, y que Sartre conoce y sin embargo acepta, no está en la raíz misma del escandaloso contraste entre una presencia agobiante de bellas publicitadas por todas partes, y pobres mujeres asesinadas en barrios marginales y pisos de renta limitada. Acaso las mujeres no puedan aspirar a otra salvación que la cirugía.

Artículo publicado en: El Periódico, 1 de marzo de 2008.

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3 de marzo de 2008
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Cumbres nevadas, banderas al viento

El asunto de la semana han sido las múltiples agresiones contra candidatos a las elecciones, llevados a cabo por grupos de hombres y mujeres fascistas que los medios de persuasión se empeñan en llamar "universitarios". Las agresiones estaban bien calculadas: Cataluña, Madrid y Galicia. Del País Vasco no hace falta decir nada. Allí el fascismo es endémico. Por primera vez, sin embargo, da la impresión de que algunos nacionalistas han comenzado a percatarse del monstruo que han creado, una Gotzilla ataviada con el traje de coros y danzas. Por lo menos en Cataluña es la primera vez que las condenas oficiales tienen alguna credibilidad y se difunden un poquito. Nada contundente, sin duda, pero ya no es la sonrisita del colega.

Las escuadras han ido creciendo gracias a la impunidad con la que han actuado hasta ahora y recuerdan poderosamente a aquellos grupos de "Defensa Universitaria" que se dedicaban a partirle la cara a los estudiantes más o menos de izquierdas. Como ellos, los fascistas actuales son de familia acomodada, se amparan en la patria y la bandera, son los perros guardianes de la oligarquía local y gozan de línea directa con las autoridades. Muchos son parientes de los mandos en plaza, caciques regionales que ya no usan correajes sino chequeras. Todos ellos viven del Régimen y se les paga al contado. Sin embargo, a diferencia de los de "Defensa Universitaria" a cuyos mandos identificaron unos pocos periodistas valientes con riesgo de sus vidas, no verán ustedes una sola identificación de los actuales paramilitares. Es más: actúan a cara descubierta, persuadidos de que no corren el más mínimo peligro mientras su familia controle los parlamentos autonómicos.

Tal es la diferencia entre el franquismo y el peronismo. Los franquistas sudaban al pensar en la izquierda. El peronismo ni siquiera hubo de preocuparse por semejante trivialidad. La izquierda, simplemente, no existía porque (decían los peronistas) la izquierda eran ellos. Por la misma razón nuestros fascistas osan llamar "fachas" a sus víctimas: la izquierda (dicen) son ellos.

Artículo publicado en: El Periódico, 23 de febrero de 2008.

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25 de febrero de 2008
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Nuestra oculta y remota identidad

El crítico Robert Hughes dedica la primera parte de su extensa autobiografía, más de la mitad del libro, a su infancia y juventud australianas, años decisivos para la formación intelectual. El lector asiste estupefacto a una vida en los antípodas, lugar rotundamente alejado e incluso opuesto al nuestro. Descritos con agudeza los ámbitos familiar, social, educativo, religioso y político de la ciudad de Sidney durante los años sesenta, al cabo de sus páginas el lector honrado no tiene más remedio que aceptar una constatación lamentable. Nosotros, los niños y jóvenes de la Barcelona de los años sesenta, éramos, en realidad, australianos. Una fea conjuración quiere hacernos creer que éramos catalanes, cuando en verdad, debemos confesarlo, éramos australianos.

No hay ni un solo elemento en la vida de Hughes que señale alguna diferencia relevante entre Sidney y Barcelona, como no sean ciertos simios y reptiles en extinción. De niño descubrió como nosotros playas y montes, de joven pasó por iguales tribulaciones en el colegio, empezó a leer en serio gracias al mismo cura heterodoxo que nos ayudó a nosotros, y sus amigos eran los que teníamos por aquí, en la calle Muntaner. /upload/fotos/blogs_entradas/barcelona_the_great_enchantress_med.jpgTodo idéntico. Por supuesto la burguesía australiana era, en realidad, catalana: gente obsesionada por un triste pasado de convictos y perdedores, dividida entre anglófilos y nacionalistas, con gran antipatía hacia la abundante población inmigrante, en fin, la típica sociedad dominada por políticos mediocres al servicio de millonarios inmorales y de una incultura abismal. La identidad, la célebre identidad tan buscada por la gente agobiada, estaba, sin ellos saberlo, en Sidney y al alcance de la mano.

El título de la autobiografía, Things I didn't know, define acertadamente esa identidad y todas las otras. Lo traduzco porque el inglés, aunque pronto lo será, no es todavía la lengua propia de Cataluña: "Algunas cosas sobre las que no tenía yo ni la más remota idea". Como era de esperar, Robert Hughes es, además, el autor de la mejor monografía sobre Barcelona.

Artículo publicado en: El Periódico, 16 de febrero de 2008.

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18 de febrero de 2008
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Prólogo a la edición italiana del «Diccionario de las artes»

Más de diez años han pasado desde que, en un orden azaroso y según variaban mis lecturas, redacté estas notas con el propósito de averiguar qué pensaba yo sobre las artes actuales o sobre el estado de cosas del Arte. Dentro de unas pocas páginas verá el lector la diferencia entre "las artes" (la vieja tradición de los oficios, la "técnica") y "el Arte" (la categoría trascendental de la estética idealista), por lo que me permito no extenderme aquí sobre la cuestión. El caso es que repasando ahora el viejo texto con el fin de darlo a la reedición, constato que nada ha cambiado en ese ámbito y que si debiera subrayar algún elemento éste sería justamente el de un acelerado desaparecer, un esfumarse, una silenciosa extinción del Arte y una explosión o metástasis de las artes. Como ya suponía entonces, el final de las prácticas artísticas rigurosas no ha tenido lugar como un acontecimiento, un suceso, un "acto", sino como un vacío. Llegará un día, pensaba, en que a nadie le importará lo más mínimo ese asunto llamado "Arte" y el silencio se encargará de destruir todos los contenidos de esa noción. Así ha sido, o por lo menos así está siendo.

La edición italiana de Diccionario de las artes será publicada en otoño.



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13 de febrero de 2008
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Origen de nuestros ojos

Vivir sin admiración, sin que algún objeto nos inspire un culto de dulía, es como vivir en blanco y negro. Los que admiran son retribuidos por su admiración y suele ser gente de corazón ligero. Hacía treinta años que no volvía sobre Victor Hugo, uno de los más olvidados novelistas del siglo XIX. Me empujó al regreso el admirable ensayo de Mario Vargas Llosa sobre Los Miserables recientemente traducido al inglés. No obstante, quise regresar por el principio y abrí con frío escepticismo la novela "mala" de Hugo, Notre-Dame de París. ¡Cielo santo, qué vuelo estratosférico! En el teatro del romanticismo, Dickens y Balzac ocupan el palco real. Esquinado en el gallinero proletario, a Victor Hugo se le pide silencio y que no moleste. Sin embargo, es demasiado grande: como un gigante torpe, en cuanto se mueve descalabra tres estatuas de escayola narrativa y hace añicos dos arañas de cristal de poesía lírica. Hugo, hélas!

El argumento de la novela es un disparate que se reparten un monstruo jorobado, un cura alquimista, una gitana casi impúber y un caballero más puro que Parsifal. Una majadería, pero ¿a quién le importa? Con esos mimbres ridículos Hugo construye un edificio literario cuya ambición no es otra que la de competir nada menos que con el célebre templo del que toma su nombre. En un capítulo de delirante especulación, Hugo expone una teoría que sin él saberlo estaba trabajando por aquellas fechas el iluminado Friedrich Hegel. En ese fragmento sobrenatural el novelista pone ante los ojos del lector la totalidad del saber humano esculpido en piedra, desde los menhires hasta las catedrales góticas, y muestra cómo a partir del siglo XV esa catástrofe llamada "la imprenta" iba a destruir la arquitectura. Los conocimientos humanos ya no se atesorarían en la piedra, sino en los libros, que son más duraderos y baratos.

Lo de menos en ese capítulo es la exactitud histórica. Lo grandioso es la visión, el ímpetu poético, la descomunal ambición de competir con los constructores de Notre-Dame. Con una fuerza hercúlea que hoy no podemos ni soñar, Hugo se enfrenta a lo más grandioso que conoce para ofrecer su alternativa sobre papel.

Comenzó a escribir la novela en julio de 1830, pero hubo de interrumpirla por un par de sucesos molestos. Primero la Revolución, luego el nacimiento de su hija Adèle. Hugo se metió de cabeza en el caos revolucionario, anduvo arriba y abajo por un París cubierto de cadáveres y colaboró con los rebeldes mientras ayudaba a su mujer en el posparto y también al mefítico amante de su mujer, Sainte-Beuve, muy afectado. Aún le quedaba tiempo para navegar por los remolinos del estreno, unos meses atrás, de Hernani y el escándalo universal que había montado. De paso, aprovechó para cambiar de domicilio porque con la nueva hija ya no cabían en casa. Bueno, pues para enero había terminado la novela. ¡Ochocientas páginas! En la actualidad, sólo el cambio de domicilio ya habría paralizado al más dotado de nuestros escritores.

Cuando abres tu corazón y admiras, te invade cordialmente el objeto admirado. Entonces ya no es el entero cuerpo lo que te deslumbra, sino cada detalle. Así por ejemplo, ese capítulo III que luce título en español macarrónico, "Besos para golpes", y que presenta a la gitana Esmeralda. Estamos en invierno, es de noche, arden las hogueras en la Place de Grève donde se han reunido los más feroces malhechores parisinos. Se les ve desde arriba, formando un círculo de hogueras en cuyo centro baila la gitanilla de pies diminutos, "totalmente andaluces" según afirma Hugo con aplomo. La vemos bailar, por así decirlo, desde la grúa, pero la cámara desciende cuando en uno de sus pases se le suelta el prendedor y la cabellera se expande con vuelo de mantón. La cámara entonces recorre los rostros boquiabiertos de los patibularios, pero se detiene en un personaje atravesado al que se acerca en un close up. Rostro inquietante cuya ambigua sonrisa hiela la sangre y nos augura que ese personaje va a jugar un papel decisivo en el destino de la niña.

Volvemos al plano general para ver a Esmeralda exhibiendo las dotes circenses de su cabra adivina, pero de nuevo nos arrastra una panorámica circular del público, como las de M el vampiro de Fritz Lang, seguida por un primer plano del siniestro individuo que ahora grita: "¡Sacrilegio! ¡Profanación!". La cámara regresa a una Esmeralda paralizada de terror, con los ojos desorbitados y una mano alzada como para protegerse de un golpe, puro Lillian Gish. Parece calcado de Eisenstein o de Griffith, pero faltaban cien años para que se inventaran ambos modelos de montaje.

Es en verdad misterioso que el romanticismo avanzara por escrito la esencia de la técnica visual cinematográfica. En otro capítulo deslumbrante de la tercera parte, "París a vuelo de pájaro", Hugo nos ofrece una panorámica aérea de París, como si nos hubiéramos subido al globo en el que Daumier dibujó a Nadar. Con una diferencia notable: las primeras fotos aéreas de París no se verían hasta treinta años más tarde. La ciudad, que sólo había interesado a Balzac (un poco más tarde a Dickens) en su horizontalidad, tomaba de pronto una tercera dimensión que no se realizaría plenamente hasta la invención de la fotografía y los primeros bombardeos aéreos.

Estas intuiciones imaginativas son puro zeitgeist y surgen en los talentos más despiertos de cada tiempo. Por aquellas mismas fechas, en 1834, vivía exiliado en París el duque de Rivas y entretenía su forzado ocio redactando un enorme poema, El moro expósito, tanto más bello cuanto más desatendido por los actuales lectores. Si alguien se detiene en esas páginas soberbias encontrará también allí secuencias a la Eisenstein. Véase esta estampa del malvado Rui-Velázquez, germen de Iván el Terrible con música de Prokofiev: "Éste, delgado y alto (...) enjuto y macilento, demostraba / temores, dudas e inquietudes grandes; / y cruzados los brazos sobre el pecho, y embozado en su manto, a desiguales / pasos la sala toda recorría / formando en suelo y muro una gigante / sombra que era mayor o más pequeña / al venir a la luz o al retirarse". Esa sombra animada, esa sombra que crece y mengua, como el baile de Esmeralda, es ya puro cine.

Sería agradecido averiguar lo que podríamos llamar el componente atómico de la imagen popular, el alfabeto del arte de masas que se encuentra ínsito en las novelas y los poemas del romanticismo, pero también en las óperas de Wagner y Puccini, en las sinfonías de Mahler y de Strauss, en la pintura de Goya y Delacroix. Un repertorio que se diría inventado por los fotógrafos y cineastas de principios del siglo XX cuando en realidad pertenece a un fondo mucho más ignoto del que todavía siguen brotando por mil fuentes imágenes lingüísticas, musicales y visuales que encantan la imaginación popular. Una enigmática sima de figuras radicalmente distintas del depósito clásico, anterior al barroco, cuando el soporte del saber era la piedra y los humanos grabábamos nuestros conocimientos en monumentos más frágiles que el papel.

Artículo publicado en: El País, 10 de febrero de 2008.

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11 de febrero de 2008
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Incorrectísima propuesta artística

Si alguien se toma el trabajo de mirar el diseño del futuro túnel que atravesará la ciudad de Barcelona por el Ensanche con el fin de que el AVE tenga no sólo orificio de entrada sino también de salida, observará que dibuja una delicada herradura al llegar a los cimientos de la Sagrada Familia. Con extrema educación, el túnel se retrasa unos metros para no poner en peligro el tremendo adminículo. Lo tengo por un error y propongo que se unan todos los ciudadanos que así lo consideren y hagan llegar su voz a quien corresponda. El túnel debería pasar lo más cerca posible, por ver de dar con este templo en el suelo de una vez.

Comprendo que no es una propuesta fácil de colar, pero considérese que cuando comencé a trabajar en la Escuela de Arquitectura de esta noble ciudad, hará unos veinte años, los más afamados cerebros exigían la demolición inmediata. El éxito del mamotreto es reciente, desde que comenzó a dar dinero, pero cuando no lo daba expertos como Oriol Bohigas escribían que, tras la ampliación, era el peor edificio de Gaudí, ensuciaba la imagen del artista y sólo le gustaba a la gente de misa diaria. ¡Y eso era antes de que los propietarios le añadieran la cavernosa obra de Subirachs!

Uno de los mejores críticos artísticos del mundo y autor de un gran libro sobre Barcelona, Robert Hughes, también desea su derribo en todas las entrevistas que concede, pero ya George Orwell, en su homenaje a Cataluña, se lamentaba de que entre los muchos templos quemados por los revolucionarios durante nuestra tan añorada república no figurara el destacado capricho.

Si el túnel del AVE pasara un poco mas cerca, a lo mejor teníamos la suerte de hundir todo lo añadido por los papistas en este desdichado siglo, con los monigotes incluidos. Quedaría lo que en verdad puede decirse que es de Gaudí, o sea, las viejas torres, las cuales, un poco arregladitas, darían para un hotel, una discoteca y un par de restaurantes a la Adrià. De ese modo los japoneses podrían seguir usándolo y todos saldríamos ganando. Se admiten adhesiones.

Artículo publicado en: El Periódico, 2 de febrero de 2008.

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4 de febrero de 2008
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De sabios es rectificar y rectifico

Perdonen que hable de mí mismo. Quizás recuerden que estuve a punto de diñarla por causa de una obra pública chapucera que había dejado un tramo mortal en medio de una carretera recién asfaltada. Echaba yo la culpa a la Generalitat y sin embargo el asunto es más insólito y aún manifiesta cierto desorden superior. Véase.

Alertado por mi artículo, el conseller de obra pública, Joaquim Nadal, que es un lince, ni corto ni perezoso tomó su automóvil y se fue a mirar si era verdad lo que decía aquel ximplet. Vio que era verdad. En la vía aullaban trescientos metros de hoyos y socavones, una guillotina en la cinta de liso asfalto. ¿Cómo podía ser aquello posible? Pues porque ese minúsculo fragmento no pertenece a la Generalitat sino al ayuntamiento de Serra de D'Aro. Por aquel pedacito habían cruzado durante siglos, primero mulas y luego tractores buscando campos donde hincar el arado. El mínimo paso tenía derecho de pernada en el diminuto municipio ampurdanés.

/upload/fotos/blogs_entradas/asfaltar3_med.jpgNadal, hombre de acción, habló con los munícipes, los cuales adujeron que no era asunto suyo si alguien se desnucaba en aquel palmo y que no iban a poner un céntimo. Sin duda el conseller podría haber esperado a que un loquitonto de moto y botellón se rompiera la crisma una noche sin luna. Porque ya no pasan por ahí mulas o borricos sino motos, coches, camionazos y hormigoneras. Los tiempos cambian y las propiedades, por estúpidas que sean, permanecen. Como es de razón, Nadal mandó asfaltar de inmediato el trozo criminal a costa del erario. Hoy he vuelto a pasar, como dice la canción, por aquel camino negro y era ya una carretera perfecta.

Y ahora, la conclusión. ¿Cómo puede ser que las comunicaciones de un país más o menos moderno continúen legalmente como en tiempos de Indíbil y Mandonio? ¿No es de todo punto imprescindible que la red viaria se unifique en un ejecutivo centralizado? ¿O acaso la reacción que nos encadena al pasado histórico ha de mantener privilegios medievales? Es como si por las vías del AVE cruzara de vez en cuando una trocha de cabras. Glorioso.

Artículo publicado en: El Periódico, 26 de enero de 2008.

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30 de enero de 2008
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La muerte de Venecia

La actual Venecia es un fósil salvado milagrosamente, un insecto prehistórico conservado en una gota de ámbar. Es imposible comprender su importancia histórica, cuando durante la edad media y el renacimiento recaudaba un 30% más que la corona de Francia, doblaba el presupuesto de Inglaterra y su renta era 16 veces superior a la media continental. ¿Tanto poder en una ciudad de apenas 100.000 habitantes?

Venecia ha sido dos cosas: una ciudad (la Dominante) y una República (la Serenísima). Su territorio no era terrestre sino marítimo. Durante siglos, el dominio del mar ha sido mucho más importante que el terrestre. El imperio de Alejandro se sustentaba sobre una corona de puertos fortificados; también el imperio romano, el de Felipe II, el de Luis XV y el de la corona británica. El imperio marítimo de Venecia incluía aún en 1790, en la más absoluta decadencia, hasta tres millones de súbditos directos.

Sin embargo, a medida que se desarrollaba la artillería crecían en importancia las posesiones terrestres. Lo cual lleva aparejada la creación de poderosos ejércitos de infantería. Venecia nunca dio importancia a su expansión militar terrestre, aunque sus colonias comerciales en la península llegaban hasta Milán. Sus ciudades, Crema, Treviso, Vicenza, Verona, Brescia, Padua, nunca fueron integradas en un sistema estatal, no supo crear un ejército de tierra y fue decayendo a medida que los ejércitos terrestres se perfeccionaban y los mercenarios eran más caros, hasta morir a manos del mayor ejército del mundo, la Grand Armée de Napoleón. Las aguas que la habían convertido en un imperio acabaron por ahogarla.

El declive, por lo tanto, comenzó con la construcción, hacia el siglo XVI, de las modernas naciones europeas inseparables de un poderoso ejército de tierra. Y el desastre era ya inevitable en el siglo XVIII cuando las naciones se convirtieron en estados nacionales. La última expedición a Inglaterra, compuesta por nueve embarcaciones atiborradas de riquezas, partió en 1702. Sólo llegaron dos de las naves. Fue la última gran expedición veneciana. A partir de ese momento sus naves quedaron varadas y comenzaron a pudrirse.

Conferencia con motivo de la exposición "El arte de los siglos XVII y XVIII en Venecia". Barcelona, 14 de enero de 2008.



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27 de enero de 2008
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