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El Boomeran(g)

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El mercado de la esperanza

El Mercado Central de Guatemala es, como todo mercado, una radiografía de los intereses de sus consumidores. Naturalmente, el primero de ellos es la comida: hay dulces de miel con almendras y chiles rellenos de carne, y frutas rojas y peludas. Hay puestos de verduras frescas y latas de picante. Hasta aquí, nada fuera de lo normal. Lo curioso es que, tras un rápido vistazo, la segunda necesidad básica guatemalteca parece ser el matrimonio.

En efecto, buena parte de las tiendas están dedicadas a la decoración nupcial: grandes alas blancas de tecnopor, fotos de parejas tomadas de revistas glamorosas, pasteles de fantasía y muñecos de plástico en traje de boda constituyen un importante porcentaje de la mercadería expuesta. Y no sólo aquí. Al lado de la plaza se puede ver una tienda llamada "Novias Miscelánea", que junto a las calculadoras y correas de reloj ofrece vestidos de novia, como si fuesen productos de los que uno necesita de un día para otro, así de repente. En un barrio más exclusivo, la zona 9, está la tienda "Diseños Románticos", en la que los trajes de novia son más caros y no se venden correas de reloj. Estas tiendas proliferan en todas las clases sociales.

El notable interés por casarse de los guatemaltecos es uno de los fenómenos más tiernos que he observado en mi viaje, pero no está aislado. En realidad, este país parece consumir grandes dosis de esperanza. En uno de los locales del mercado central, por ejemplo, hay una gruta dedicada al Sagrado Corazón de Jesús, como si fuese una tienda más. La gente pasa, deja un donativo y reza un poco, y luego sigue comprando chiles rellenos. Y es que el tercer producto más vendido del mercado -tras la comida y los matrimonios- es la suerte.

En numerosas tiendas a lo largo del mercado encuentra uno velas, inciensos y estampas de San Simón entre otras imágenes divinas. Sin embargo, lo más particular de la mercadería es que la suerte está asociada a la higiene personal. La mayoría de los productos son jabones, polvos y lociones. Según los vendedores, la buenaventura se solicita en el baño.

Compro el jabón Ven Dinero, para empezar. Es una pastilla ordinaria pero en la caja aparece una chica que recibe sonriente varios billetes de dólar. Al abrirlo, encuentro el manual de instrucciones, donde explica que "el jabón espiritual no es un amuleto, talismán ni objeto mágico, es un punto de apoyo personal para que adquieras AUTOCONFIANZA PERSONAL; con este criterio aceptado, es un punto de apoyo mental para llevarte HACIA ARRIBA".

Comprendido el funcionamiento básico del jabón Ven Dinero, escudriño las demás pociones. Hay una loción llamada Amansa guapos (To tame good-lookings). Según el manual, hay que restregarse la poción por la frente, el cuello y el corazón pensando en la persona que quieres conseguir. No falla. Hay otro llamado Vuélvete loco (You will be for me), que promete los mismos resultados.

Pero el trabajo no termina al conseguir a la persona. Como me explica un vendedor, luego hay que mantenerla. Especialmente a los hombres, que son unos lambiscones. Para eso sirve el jabón Yo domino a mi hombre (Full power finely helping you) que garantiza que "tú tendrás el dominio, él te será fiel, obediente, complaciente, amante y nada tendrá que reprocharte jamás. Pon un poco de este polvo en contacto con tu hombre y al hacerlo di mentalmente (fulano… yo te domino)". Le pregunto al vendedor cuál es el equivalente para hombres. Me muestra el Verdadero polvo tapa bocas (To stop up!! mouths powder).

Todo lo que necesites para tu vida se puede comprar en estas tiendas: pomadas contra la envidia, lociones para levantar el negocio, colonias para alejar a los malos vecinos, y amor, sobre todo, el producto con la mayor demanda.

Puede parecer pintoresco, pero al salir del mercado uno comprende que nada de esto es gratuito. Por la plaza central pasean militares armados con fusiles. Y aún así, la semana pasada apareció un cadáver en la concha acústica, a veinte metros del palacio de gobierno. Conforme me alejo del centro, escucho en la radio a la periodista Marta Yolanda Díaz-Durán, una de las más sintonizadas del país, comentar que en los últimos meses se ha registrado una oleada de linchamientos populares contra delincuentes. Indignada, ella exige la aplicación de la pena capital. Siento que la muerte para los guatemaltecos, como para muchos latinoamericanos, puede tocarte en la ruleta cotidiana. Por eso la suerte es un bien escaso, en el que nunca está de más invertir un porcentaje de la compra.

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24 de mayo de 2006
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El descuartizador y el origami

36 cadáveres fueron encontrados en un pozo. No estaban sólo muertos, sino que habían sido despedazados con saña. Lo que se encontró de ellos fueron los restos parciales. Poco después se descubrió al autor de todos los crímenes: un menor de edad, líder de la Mara 18, que respondía al apelativo de El Directo.

Quien me habla de él es el gerente editorial de Santillana en el país, Carlos Arabia, que dirigió un proyecto de capacitación en los centros de rehabilitación de menores de El Salvador. Enseñaban música, teatro, lectura y manualidades. Mientras vamos al aeropuerto, entre las flores rojas de los árboles de fuego que decoran el camino, Carlos me cuenta cuando conoció al joven delincuente, en el reformatorio de Tonacatepeque. Esta es su historia:

"Al entrar en el recinto, la policía te quita todo lo que lleves: teléfono, monedas, incluso llaves. El objetivo es que los chicos de las maras no encuentren nada por qué matarte. Ni siquiera algo que puedan confundir con una razón para matarte. Luego entras con una escolta de tres hombres, uno a cada lado y otro por delante. Cada vez que vas a atravesar una puerta, la anterior se cierra a tus espaldas".

"Nada más llegar al patio, es clara la razón de tanta seguridad. Los chicos te miran con odio. Su primer acercamiento a una persona es para meterle miedo. Es así como establecen contacto. Tienen la mirada perdida, pero muchos no están drogados. Sólo te están amenazando. Conforme entras, empiezan a rondarte, como perros de presa. Te olfatean". 

Tonacatepeque alberga a 200 chicos de la mara Salvatrucha y la 18, pero su capacidad es mucho menor. Los jóvenes viven hacinados en grupos de 25 en celdas para 4 personas. Básicamente, su función es no hacer nada en todo el día, reconcentrando su odio. Si encuentran a uno de la mara rival, lo revientan. Por eso, el principal objetivo de la capacitación era sencillamente darles algo que hacer, algo que les permita relajarse y sentirse capaces de realizar alguna actividad que no tenga que ver con aspirar pegamento o empuñar armas. Los capacitadores del proyecto habían descubierto que el único modo de tener éxito era convencer a los líderes de cada mara para participar en los cursos. Si ellos iban, los demás los seguirían. Esa era la importancia de El Directo."El Directo me sorprendió porque era menudito. Tenía los rasgos finos y la cabeza pequeña. Eso sí, estaba completamente tatuado. Casi apenas se veían sus ojillos entre los dibujos. Como los demás, su primer acercamiento era atemorizante. Los demás lo contemplaban con reverencia. Ejercía su autoridad no mediante órdenes, sino mediante miradas y gestos silenciosos que los demás entendían y obedecían, como una manada de tigres".

Las maras tuvieron su origen en los emigrantes salvadoreños a EEUU que tuvieron que enfrentarse a las pandillas ya establecidas en ese país. Conforme participaban en actos vandálicos o sangrientos, las autoridades iban devolviéndolos a Centroamérica, a donde regresaban doctorados en una violencia que las calles de su país no conocían. Poco a poco, los niños de la calle, víctimas de la desintegración familiar y la miseria, fueron plegándose a estas bandas como mecanismo de protección. Pero nadie los protege de sus propios compañeros: para ingresar en una mara, los chicos deben someterse a una paliza que demuestre su valor, y las mujeres deben dejarse violar. Carlos conoció también a la novia de El Directo. La chica se parecía mucho a su pareja pero no alcanzaba su record de asesinatos: sólo dieciocho. Carlos conoció también el reformatorio Francisco Menéndez, cerca de la frontera con Guatemala, donde están confinados los menores de doce años. Muchos de ellos ya son capaces de matar. La mara es la furia de los niños contra un mundo que los ha transformado en animales.

"Curiosamente, el Directo se animó a participar en una de nuestras actividades: el origami. Tenía una gran habilidad en los dedos, y hacía figuras preciosas. Empezamos a enviar más resmas de papel, que además, era lo único que podíamos meter en el reformatorio. Algunos chicos incluso se convirtieron en lectores empedernidos. Otros se peleaban a cuchillazos por una hoja de papel. Pero estaba funcionando".

El proyecto de capacitación soportó dos motines antes de su cancelación. En el primero, los chicos estuvieron a punto de violar a una de las profesoras, que fue rescatada mientras trataba de ahuyentarlos con una taza. El segundo estalló mientras jugaban fútbol, cuando la pelota se les fue a la cancha de la mara rival y comenzó una guerra de piedras entre ambas. En cualquier caso, durante la capacitación, muchos chicos consiguieron pensar por un momento que podían jugar. Con eso bastaba. El problema sobrevino cuando salieron o escaparon de la prisión, y la calle les recordó el frío de las navajas. En cuanto a El Directo, cumplió la mayoría de edad y fue trasladado a una prisión para adultos. Carlos no sabe si consigue papel ahí, o si sigue al menos ilusionado con el origami.               

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23 de mayo de 2006
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Teníamos demasiadas armas

El camino desde el aeropuerto de San Salvador hasta la ciudad está bordeado de verdes paisajes, palmeras y dulces vaquitas pastando. Si tomas un desvío llegas a un mar cristalino que besa la costa tropical. Después de un paseo, y de conocer la suave amabilidad de los salvadoreños, a uno le parece imposible que nada horrible pueda ocurrir aquí. Y sin embargo, en la lucha entre el estado y la guerrilla que culminó hace poco más de diez años murieron 75.000 personas, quizá más. Y en este país viven seis millones. O sea que más del 1% de la población ha sido asesinada.

Eso ha producido una curiosa paradoja. Por un lado, los salvadoreños, cuando hablan de política, bajan la voz. Prefieren evitar conflictos con el de la mesa vecina. Por otro lado, nadie niega que haya sido soldado, ni guerrillero. Nadie se toma la molestia de ocultar de qué lado peleó. Y a poco que preguntes, cualquiera te lleva a conversar con un guerrillero o soldado, porque todos saben quiénes son.

Es así como conozco a Siro Monterrosa, que peleó en la Resistencia Nacional entre principios de los 80 y las conversaciones de paz de 1992. Ahora, Siro es un tipo amable y con mucho sentido del humor que trabaja en una editorial. Pero no siempre fue así.

-¿Cómo llegaste a la guerrilla? ¿Eras militante?
-No. Uno llegaba casi sin darse cuenta. En mi pueblo, el ejército mataba a mucha gente. Gente inocente. Yo jugaba en un equipo de fútbol, del que iban desapareciendo jugadores. Ahora sólo quedamos vivos tres. De hecho, un día apareció muerto un chico que tenía síndrome de Down. Entonces nos dimos cuenta de que no importaba si eras culpable o no. Cuando llegué a estudiar educación a San Salvador, me alojé en casa de mi hermano. Descubrí que él estaba formando el comando urbano y eso era una casa de seguridad, llena de armas y granadas. De repente, ya estaba dentro. Un tiempo después, quedé a cargo de la casa.
-¿Cómo conseguían las armas?
-Nos las vendía el Ejército. Eran muy corruptos. Yo mismo les compré alguna vez fusiles en el casino militar. Fui disfrazado de narco.
-O sea que era fácil engañarlos.
-No creo que los engañásemos. Ellos sabían quiénes éramos. Pero tampoco íbamos a entrar en el casino militar con uniforme de campaña ¿no?
-¿No les daban armas los cubanos o los nicaragüenses?
-Sí, cada vez más. En un momento dado, teníamos demasiadas armas. Había gente que tenía dos fusiles. Y en el 87, conseguimos el primer misil. Eso era excelente, porque lo que más daño nos hacía eran los aviones. Y ya con los misiles, los teníamos controlados.
-¿Qué armas llevabas tú?
-Según. Al principio, usábamos fusiles G3 y FAL. Pero usaban balas muy grandes, y solían matar a las víctimas. Con el tiempo, la logística impuso el cambio por M16 y AKM que llevaban balas pequeñas, para herir al enemigo sin matarlo. Un herido pesa más que un muerto. Al muerto lo dejas, pero al herido lo llevan entre dos, que entonces descuidan la vigilancia, y los movimientos del grupo se vuelven más lentos. Al enemigo le haces más daño cuando lo hieres.
-¿Mataste a alguien?
-Nunca ejecuté a nadie fríamente. Mi trabajo cotidiano era hacer requisas de medicamentos o coches o casas para la guerrilla. También un poco de sabotaje y golpes de mano.
-¿Qué es eso?
-Tomar puestos militares.
-¿Para quedarse con las armas?
-Si podíamos, pero no era el principal objetivo. Lo importante era hostigar. Con sólo cinco o seis francotiradores podíamos darles un buen susto. Luego, ellos decían que los habían atacado decenas de guerrilleros. Todo eso salía en la prensa, y daba la impresión de que teníamos un contingente inmenso. En realidad, no éramos ni 2000.
-¿Y el sabotaje?
-Infraestructuras. Tumbábamos postes eléctricos, volábamos vehículos. Mientras más dinero tuviesen que gastar en reparaciones, menos tendrían para armas.
-¿Y las reparaban?
-La verdad, no mucho. A los oficiales les daba igual. Mientras peor les fuera en la guerra, más dinero podrían reclamar de EE. UU. para acabar con nosotros. Las fuerzas armadas de El Salvador llegaron a consumir el 60% del presupuesto nacional.

Cuando uno habla con Siro, como con muchos salvadoreños que participaron en la violencia, comprende que la guerra se vuelve con facilidad un negocio rentable para todas las partes y un tema indiferente para los demás. Las conversaciones de paz se dieron, según la gente con que converso, por la evidencia de que la batalla no terminaría nunca, pero sobre todo, por las presiones de EE. UU.  -que tras la perestroika quería cerrar ese frente- y de México –donde hasta entonces se entrenaban los guerrilleros-. Ahora, cuando le pregunto a Siro cómo recuerda esos tiempos, me contesta:

-Tras las conversaciones, los dirigentes guerrilleros se volvieron políticos como los demás. Pero en realidad, las condiciones sociales que generaron la guerrilla no han cambiado. Temo haber luchado por nada. Perdí mi primer matrimonio, estuve preso, me pasé cinco años en el monte, y ahora me preguntó si valió la pena.

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22 de mayo de 2006
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Vida y muerte de un cuerpo masculino

Como soy un adicto, no he podido esperar la traducción del libro de Philip Roth Everyman. Esta vez, la dosis es más breve que en sus libros habituales (180 páginas), pero no menos traumática.

Y es que estamos ante un degenerado profesional que nunca defrauda a quien busque historias retorcidas y contundentes. A lo largo de sus 27 libros, Roth ha creado a personajes como Kepesh, que en perversa reinterpretación de Kafka amanece una mañana convertido en teta y fantasea con penetrar a su novia con su pezón. O Sabath, que busca refugio al fracaso de su matrimonio en casa de su mejor amigo, y luego se masturba en la bañera familiar con una foto de su hija menor de edad. Incluso tiene personajes que llevan su nombre, Philip Roth, como el predicador que propone un nuevo éxodo judío y tiene un implante de pene.

La escatología carece de límites para este escritor. En la antología de sus mejores escenas figuran mujeres arrojando compresas usadas a las tostadas de sus infieles parejas. Y hombres autogratificándose sobre la tumba de sus amantes muertas. Y ancianos en pañales que bailan con usuarios de Viagra. Tengo un amigo casado y con tres hijos que afirma, casi con lágrimas en los ojos: “nadie comprende a los hombres como Roth”. Y creo que es el mejor análisis que he oído de su obra.   
   
Everyman continúa por esa senda, pero introduce un elemento perturbador nuevo: el deterioro. O más bien, la vida presentada como un largo proceso de decadencia física. El argumento es en cierto modo el de una breve biografía de un hombre común y corriente, pero no se detiene en los hitos profesionales y afectivos, sino en sus ingresos en el hospital.

Lo peor es que funciona: nuestra vida puede ser narrada como el proceso de ruina de nuestro cuerpo y el de los demás. Conforme transcurre la historia de este hombre, contemplamos desde su primera hospitalización –por una hernia-, hasta las últimas, cada vez más frecuentes, debidas a complicaciones renales y arterias obstruidas. Nos enteramos con estremecedor detalle de qué partes de su humanidad se van estropeando, de cómo su cuerpo lo va abandonando de a pocos.

A la vez, conocemos de sus relaciones personales por la lista de visitantes en cada centro médico, porque invariablemente, la gente que nos ama es la que está presente cuando abrimos los ojos en una habitación blanca. Y cada vez que él abre los ojos, hay menos gente ahí. Sus pecados se nos revelan en el abandono progresivo de las salas de espera por parte de las personas a las que ha hecho daño.

Sabemos que nuestra vida se acerca al final conforme nuestras propias visitas hospitalarias se hacen más frecuentes, y cuando los funerales se van convirtiendo en nuestro principal evento social. Ya para entonces, somos más concientes de nuestro cuerpo, precisamente porque no funciona. Se le acumulan los desperfectos. Nuestro principal tema de conversación es qué partes aún nos duran, qué medicinas tomamos, qué nuevas restricciones tiene nuestra dieta.

Por supuesto, nos negamos a pensar en ese momento. Vivimos como si no nos fuésemos a morir nunca. Y aún así, el miedo a la muerte está presente cotidianamente: asistimos a misas y pronunciamos oraciones para hacernos la ilusión de que habrá algo más allá del umbral. Nos inscribimos en el gimnasio y comemos yogurts light para que el momento de lo inevitable se retrase. Nos afanamos con la seguridad, el air bag, la doble llave, para que no se adelante. Pero nunca hablamos abiertamente de ella. Como toda buena literatura, Everyman nos enrostra precisamente lo que no queremos admitir, lo amplifica y nos lo grita al oído. Y a la vez, como todas las novelas de Roth, es un espejo deformante que refleja el lado oscuro de la masculinidad.

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19 de mayo de 2006
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En busca de Eduardo

Aún guardo una foto en la que aparezco a los ocho años metido en un sleeping bag con dos amiguitos del colegio que se habían quedado a dormir en casa. El mayor, Eduardo, era mi mejor amigo de la escuela. El más pequeño era su hermano Aaron. Desde mi regreso al Perú, esa foto fue lo único que me quedaba de mi antigua vida mexicana. Alguna vez le escribí a Eduardo, pero él no contestó. Y eso fue todo.

Por entonces, el que todos decían que era mi país estaba en guerra. Vivíamos oyendo las bombas. Comprábamos velas para los apagones. Salíamos hasta temprano debido a los toques de queda. El periódico nos traía muertos nuevos cada día. Llegado un punto, no había ni agua. Yo nunca entendí por qué nos habíamos ido de México, el lugar que para mí representaba la felicidad. En México, además, yo estudiaba en un pequeño colegio laico y mixto. En Perú pasé a un gigantesco colegio religioso de hombres, aspirantes a sementales a los que les manaban las hormonas por las orejas. En esas circunstancias, Eduardo se convirtió en el rostro del paraíso perdido.

Quince años después, durante mi primer regreso a México, visité mi antiguo colegio. Me costó encontrarlo, porque el payaso gigante que decoraba su fachada se había convertido en una sobria pared azul. Pero ahí estaba. Era mucho más pequeño que en mis recuerdos. Y aún estaba ahí Miss Mercedes, la profesora que yo mejor recordaba.

Miss Mercedes no podía creer que yo era yo. Se acordaba bien de mí, aunque creía que era chileno. Al reconocerme, convocó a los pequeños que jugaban por el patio y me presentó como un ejemplo. Les dijo que así quería verlos a todos algún día, regresando al colegio de sus primeros años. Los niños, en realidad, se querían ir a jugar. Yo me sentí un poco avergonzado.
Le pregunté por Eduardo Suárez, pero no sabía nada. Los últimos datos que figuraban en el archivo del colegio eran dos números de teléfono inutilizados. Alguien dijo que se había mudado a Cuernavaca. Por supuesto, un nombre como Eduardo Suárez no es algo que puedas buscar en la guía telefónica de una ciudad con más de veinte millones de habitantes en la que esa persona ni siquiera vive.

Me olvidé del tema hasta que regresé a México para promocionar mi libro. Entonces se me ocurrió una idea tomada de los programas de gente que busca a gente. En el primer noticiero de gran audiencia al que asistí, en Televisa, el periodista Carlos Loret de Mola me permitió decir frente a la cámara:

-Si te llamas Eduardo Suárez, tienes 31 años y asististe al colegio Ann Mansfield Sullivan, es probable que seas mi primer amigo y que yo te esté buscando. Por favor, ponte en contacto con este programa.

En ese momento, en Cuernavaca, una mujer sentada frente al televisor pegó un grito:

-¡Eduardo, creo que en la tele están hablando de ti!

Tres días, después, por intermedio de Azucena, la productora del programa, Eduardo Suárez asistió a la presentación de mi libro y cenó conmigo. El encuentro no sólo fue emotivo, sino también sorprendente. Nuestras vidas habían discurrido paralelamente. Guardaba la misma foto que tengo yo, la del sleeping bag. Sus padres se divorciaron al mismo tiempo que los míos. Había emigrado a Australia poco después que yo. Había vuelto a México al mismo tiempo que yo me instalaba en Barcelona. Ahora, él mismo planea mudarse a Barcelona. Pero lo más increíble es que el día que hice mi anuncio en la televisión era su cumpleaños número 32. Se despertó con la noticia de que yo lo estaba buscando.

-¿Te acuerdas de Oli?
-Uno güero ¿No?
-Un imbécil. No hacía más que fastidiar. Tuve pesadillas con él hasta mucho después de regresar al Perú. Soñaba que yo llegaba al colegio desnudo y él estaba vestido de Supermán y se burlaba de mí. Pero no era rubio. Tenía el pelo negro.
-¡Ese era Micky! Oli no se metía con nadie. Siempre estaba dormido.
-Es verdad. Era el imbécil de Micky. ¿Y cómo se llamaba esta chica… la morena de lentes?
-Jimena… creo. 
-Qué fea era la pobre…

Es difícil explicar el tipo de emociones que lo embargan a uno en estos casos. No se trata sólo de Eduardo, sino de un mundo perdido. Desde que abandoné ese país, de mi niñez en México no quedó nada. Nadie con quién hablar ni recordar. Era un espacio en blanco, una realidad que iba apagándose de olvido. El encuentro con Eduardo fue como confirmar que ese mundo había existido, que había otro testigo del niño que alguna vez fui yo. Fue, de alguna manera, como descubrir que uno está vivo. O al menos, que lo estuvo alguna vez.

En su ejemplar de la novela, escribí: “Para Eduardo, porque he esperado veinte años para firmarte este libro”. Creo que es la dedicatoria más sincera que he escrito en mi vida.

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18 de mayo de 2006
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Lecciones para ser una estrella

La primera vez que vi a Xavier Velasco fue en la televisión española, cuando recibió el premio Alfaguara 2003. Llevaba un traje Armani y una mirada psicótica, y con sus ojillos degenerados recitaba:

-La literatura no quiere que la respetes… la literatura quiere que le toquetees, que la tomes, que la violes…

Por entonces, Xavier solía amenizar las presentaciones de sus libros con “happenings porno artísticos”.

Yo pensaba que un ser como él sólo podía haber bajado de Marte. Y tuve la ocasión de comprobarlo personalmente el año pasado, durante la feria de Guadalajara. Xavier tenía una suite en el Hilton con minibar y otros placeres que se convirtió en la “Casa Abierta al Pueblo Xavier Velasco”. A partir de medianoche, por ahí desfilaban escritores del crack, músicos de Molotov, alcohólicos peruanos y toda la fauna que estas ocasiones convocan. Yo pasé ahí todas las noches de la feria. Cuando ya me iba, alguien me preguntó si me había gustado el centro histórico de la ciudad. Yo dije:

-¿Hay un centro histórico?

Con frecuencia, durante las tertulias del salón Velasco, saltaba la alarma antiincendios y los empleados del hotel subían a ver qué ocurría. Pero pronto comprendieron que toda la vida de Xavier es un gigantesco incendio con fuegos artificiales y luces de colores.

Para empezar, su ropa: Xavier presentó su libro con una corbata violeta, una especie de frac, un micrófono inalámbrico y unos memorables zapatos rojos con suelas amarillas, ante un auditorio atestado. El concepto que tiene Xavier de sus lectores es similar al de los fans de una estrella de rock, y los atiende como a tales. Su presentación era un concierto. Y se dedicó largamente a cada uno de los que hicieron una interminable fila para que les autografiase el libro. La feria cerró a las nueve, pero él se quedó con sus lectores hasta las diez y media en el lobby del hotel.

La última vez que vi a Xavier fue en Monterrey, a donde fue para presentar mi libro. Venía de Boston y traía un camiseta bahiaza de Olodum y una bolsa de compras más grande que su maleta. Había comprado un afiche tridimensional de Green Day, un muñeco plástico de Napoleón Dinamyte, una colección de spaghetti westerns en DVD, una yarda de cerveza con el logo de Coca Cola. Y eso sólo hasta donde llegué a ver. Cuando nos sentamos a beber una copa, le dije:

-Veo que todavía te queda el dinero del premio.
-No mames, güey, sólo me duró dos años.
-¿Y qué te compraste?
-No me acuerdo. Cuando me dieron el premio dije que lo peor que podía ocurrir era que me gastase el dinero en tonterías. Pero eso fue lo que hice.    
-¿Por qué no te compraste una casa al menos?
-Porque no me alcanzaba. Mi casa tiene cuatro dormitorios, jardín, terraza y dos perros que pesan más de cien kilos. Para vivir como quiero, sólo puedo alquilar.

Dos copas después:

-Cuando estés de gira, ten cuidado. Estás entrando en el mundo de las groupies. Y son un lío. Peligrosísimas. No te acuestes con ninguna.
Dos copas después.
-¿Sabes qué? Qué tontería. Acuéstate con todas.
-¿Tú te acostaste con muchas?
-Sobre todo con una que conocí en Guayaquil. Pero me la llevé a Perú y a Panamá.
-¿Le pagaste los pasajes? Eso no es una groupie. Eso es amor.
-No. Eso es que tenía el dinero. Ahora que lo pienso, ya sé en qué lo fui tirando.

Xavier no ha publicado una novela desde que ganó el premio. Él dice que todo el dinero que te dan es sólo para que sobrevivas durante todo el tiempo en que no vas a escribir. A pesar de eso, en la editorial no están preocupados. Una de sus editoras me dice:

-Xavier no es problema: lleva tres años vendiendo el mismo libro, pero es que se sigue vendiendo. Y tiene un público muy fiel, que lo sigue por todas sus presentaciones de libros.

No es fácil conseguir eso, porque te obliga a ser como Xavier: una estrella a tiempo completo, una estrella cuando estornuda y hasta cuando va al baño, una estrella desde que se levanta hasta que se acuesta. Y, me consta, se acuesta tarde.       

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17 de mayo de 2006
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Soledad y tristeza en el Distrito Federal

-Señores pasajeros, estamos sobrevolando la ciudad de México. Por favor, abróchense los cinturones.

En el momento en que escucho esa frase, asoman por la ventanilla pequeñas ciudades que comienzan a tejerse sobre el fondo marrón del suelo, hasta cubrirlo por entero con casas, edificios y autopistas. Pero pasan diez minutos, veinte minutos, media hora, los edificios se suceden en un extensísimo entramado, y aún no llegas. En días claros –es decir, con una capa de smog relativamente delgada-, tu vista se pierde en la infinitud de casas. No hay mar ni montañas ni límites de ningún tipo: el distrito federal no termina nunca.

Uno puede sentirlo desde que llega al aeropuerto. La siguiente ciudad más grande del continente, Nueva York, tiene tres aeropuertos internacionales. México lo resuelve todo con uno solo. En el Benito Juárez, los aviones hacen largas colas en la pista de despegue, y hasta parece que se tocan bocinazos, se pasan los semáforos en rojo, se empujan y se mentan la madre. Los camiones de equipaje parecen un gran mercado ambulante, y los minibuses de pasajeros chocan unos con otros.

Eso es sólo el preámbulo del avispero que es la calle. Uno de los recuerdos más claros de mi infancia en México es que salía con una hora de anticipación para llegar a tiempo a la escuela, que estaba a diez cuadras. Y el problema se multiplica en distancias largas. Recuerdo una vez haber ido a buscar a un amigo para ir a una reunión de trabajo: 60 km hasta su casa, 60 más hasta la reunión, y luego regresar. En total, ese día cubrí la distancia que separa a Barcelona de Zaragoza sin salir del DF. Y demoré como si hubiese llegado hasta Sevilla.

Por infernal que parezca, ése es el encanto de México: por mucho que te esfuerces, sabes que nunca terminarás de conocerlo. Sólo concebir una calle entera resulta complicado. Cada casa parece diseñada deliberadamente en un estilo distinto de la que tiene al lado. Puedes visitar un barrio rico, uno colonial, uno miserable y uno moderno en la misma manzana. México desafía a todas las leyes, incluso las del urbanismo, incluso la de gravedad.

Esa gigantesca masa de gente y lugares violentamente apachurrados acentúa la sensación de soledad. Sientes que, además de estar aislado, eres una pequeña piltrafa, una insignificancia en un mundo descomunal que no eres capaz de comprender, en el que tu voz se pierde entre el sonido de las bocinas. Eso me ocurre cuando llego a mi hotel, en Cuauhtémoc con Parroquia.

Para empezar, el pasillo del hotel es como el de El Resplandor de Kubrick. Tengo que atravesar varios pasillos deshabitados, amortiguados por alfombras mullidas e iluminados con una luz oblicua. El silencio es tan intenso que, al abrir la puerta de mi cuarto, me recorre un escalofrío. Cuando abro la ventana para que entre un poco de ruido humano, descubro que tengo vista al consultorio de un odontólogo. O más bien, que un hombre acostado con la boca abierta tiene vista a mí.Cierro la ventana.

Mi suite se llama Jaspe y tiene una bañera, incluso un minibar. Trato de sentirme exitoso y triunfador. Me desnudo y me sumerjo en el agua caliente con un whisky en la mano. Consulto sin salir del agua las posibilidades del canal porno: “Mexicanas debutantes” y “Hermanitas anales” parecen las propuestas más interesantes. Pero no consigo relajarme completamente.

Decido vestirme y bajar por una copa. En el bar, decorado en un oscuro estilo de los setenta, no hay nadie. Me pido un Bloody Mary. Me siento de humor para uno de esos. No llega nadie. Pasan las horas. Pido otro Bloody Mary. El silencioso barman parece Grady, a punto de recomendarle a Jack Nicholson que asesine a su mujer.

Al fin, un hombre entra en el bar. Lentamente, se acerca a la barra e intercambia unas palabras con Grady. Luego se dirige a un lado. Me pierdo en mis pensamientos, hasta que escucho una canción. Es una balada de Mijares: “Para amarnos más”. Comprendo que el recién llegado es el pianista del hotel. Él sigue cantando éxitos de la canción romántica mexicana: “40 y 20”, “Gavilán o Paloma”, “Brindemos por ella”.

Son las 12:40 de la noche. Me pido otra copa.

En el bar del hotel, aún no hay nadie.

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16 de mayo de 2006
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El reality show del poder

La señora está un poco nerviosa por las cámaras, pero en cuanto recibe el micrófono, pone la voz firme para hacer su demanda:
-En mi comuna no hay agua ni desagüe –protesta-. Llevan años prometiendo y prometiendo, pero no ponen tuberías. Tenemos que atravesar todo el cerro para llegar a la fuente más cercana.

Frente a ella, dirigiendo la sesión, está ni más ni menos que el presidente de Colombia Álvaro Uribe, flanqueado por sus ministros, el director de Planeación Nacional, el gobernador y su gabinete, los alcaldes y concejales del municipio, los diputados y congresistas de la zona e incluso representantes gremiales y del sector privado. Y está indignado. Se vuelve hacia el encargado de infraestructuras y le dice, casi le recrimina:

-¿Me puede explicar eso?

El aludido carraspea, se pone nervioso, tartamudea. Parece querer decir que la red de agua no puede subir hasta el final del cerro. Pero en realidad, así de porrazo, no sabe ni dónde está exactamente el barrio de la señora, ni cuáles son las previsiones y alcances de la red de tuberías punto por punto. Quizá podría preguntárselo a alguno de sus subordinados, pero esto es la tele, y cada segundo cuesta. No le queda más remedio que soportar la regañina casi paterna del presidente que exige una solución en menos de tres meses y asegura en cadena nacional que se ocupará personalmente del seguimiento del problema. 

Esta escena se repite todos los sábados, cada semana desde un punto diferente del país, y constituye una de las claves de la popularidad de Uribe. Los “consejos comunales” –que así se llama el programa- muestran a un presidente atento a los problemas de cada ciudadano colombiano, como un gran padre que, además, lo ve todo. Como Dios, vaya. Pero con la ventaja de que Dios no puede culpar a los santos y a los ángeles por sus errores. En cambio, la escenificación de los consejos comunales como una supervisión del patrón a sus empleados permite que Uribe se atribuya los aciertos pero delegue los fracasos en esta grey de funcionarios cuyo desempeño, sin embargo, vigila atentamente, día y noche, infatigablemente.

Y es que Uribe, como Hugo Chávez, hace gala de un gran talento escénico, menos chirriante pero no menos efectivo que el de su vecino. Si Chávez mezcla en su papel la retórica revolucionaria con los modos del papá populachero y acriollado, Uribe es más bien el padre severo pero justo, y en su discurso abundan las referencias a Dios, la Patria y los viejos valores de las familias decentes.

Eso funciona. El principal candidato opositor, Carlos Gaviria, era magistrado del tribunal que aprobó la ley que permite llevar una dosis de droga para consumo personal. Se trata de una ley que tienen todas las democracias. No obstante, la semana pasada, Uribe acusó a su rival de haber apoyado con ella el uso y por lo tanto el tráfico de drogas. En un país hipersensible donde el tema se confunde con la violencia guerrillera y la corrupción, Uribe sabe qué palabras empujan a Gaviria hacia el abismo. Otra de sus estrategias es llamarlo “comunista”. Gaviria, en respuesta, acusa al presidente de “macartismo”. Pero el primer adjetivo resuena mucho más fuerte en los oídos colombianos. 

Uribe domina no sólo las palabras y los escenarios, sino incluso los gestos políticos, y cuenta para ello con la propia ambición de sus opositores. Al candidato conservador Andrés Pastrana lo nombró embajador en Washington. Al liberal Horacio Serpa lo envió a la OEA. A la independiente Noemí Sanín, a Madrid. Así acalló las principales voces que lo acusaban de cercanía con los paramilitares, y neutralizó a los partidos opositores.

En el reality show del poder, Uribe es un conductor privilegiado y goza de una gran sintonía. Su imagen personal es como una luz que baña a sus aliados y condena a la oscuridad a sus enemigos. Como ocurrió con Fujimori o Chávez, eso tiene un efecto corrosivo en las instituciones democráticas: los grandes partidos tradicionales están descabezados. Y él mismo, en las últimas elecciones, no contó con una lista sino con una alianza de siete, lo cual lo libera de ceñirse a un programa. Ha conseguido reformar la constitución para optar a la reelección. Las autoridades juzgaron que la emisión de los consejos comunales en televisión pública durante la campaña por la presidencia constituía competencia desleal, y él recurrió a la intocable televisión privada.   

Colombia tiene un récord de más de cincuenta años de institucionalidad ininterrumpidos. Aquí había elecciones cuando casi todos los demás países de la región sufrían dictaduras militares. Y sin embargo, hoy, aunque haya tomado un rumbo opuesto a los demás países andinos, es una muestra más del desprestigio que sufre la democracia entre sus propios ciudadanos.

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12 de mayo de 2006
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Vírgenes y putas

Cuando yo era chico, en mi colegio religioso poblado de aspirantes a sementales con las hormonas desbocadas, las mujeres estaban divividas en dos grupos: las vírgenes y las putas. Las primeras debían ser blancas y llevar apellidos lustrosos. Los chicos las pretendíamos con la esperanza de casarnos con ellas y, teóricamente, no las tocábamos hasta el matrimonio. El sexo era considerado una falta de respeto.

Las otras, en cambio, se dejaban faltar al respeto. Debían ser de color humilde, y no era necesario conservarlas, porque estaban de antemano eliminadas como candidatas a nuestro altar señorial. Solíamos llamarlas de muchas maneras: rucas era la más frecuente. En cambio, a las virginales las llamábamos simplemente “chicas”. El mundo estaba bien organizado y cada cosa tenía su lugar. Mi problema, precisamente, era que no era capaz de comprenderlo, y siempre me enamoraba de las del lado equivocado de las buenas costumbres.

Años después, mientras visito la colección permanente de Fernando Botero en el museo de Antioquia, me encuentro con los mismos ideales de mujer de mi pubertad. El criterio clasificador de las redonditas boterianas es el de mujeres decentes contra prostitutas. Pero la ironía de sus pinturas hace que los papeles, por momentos, se inviertan, y que la línea divisoria se difumine.

Hay un retrato, por ejemplo, de una prostituta de mirada altiva que fuma un cigarro con boquilla y no se toma la molestia de mirar el fajo de billetes que el cliente le extiende. Es una puta digna. Es tanta mujer que el aspirante a sus encantos ni siquiera aparece en el cuadro. Otro de los lienzos representa un burdel, pero la imagen tampoco es sórdida o grosera. Hay una pareja en la cama –él tiene cara de susto pero ella está rosadita y segura de sí- y otros dos juguetean de pie. Hay una fisgona asomándose a la puerta y una señora de la limpieza haciendo su trabajo. Todos en la misma habitación, un lupanar como una carnicería o una tienda de abarrotes, por donde cualquiera pasa un rato y saluda a los amantes. Las prostitutas, para Botero, ofrecen el amor como un servicio social, como un producto de consumo en una sociedad tan rígida que amar gratis está mal visto.

Otro de los objetos de su fascinación son las señoras de los generales y de los ricos, a las que pinta enfundadas en estolas de zorro, flanqueadas por ridículos perros de agua y enjoyadas como árboles de Navidad. Estas mujeres compran su decencia, igual que las prostitutas venden la suya. La virtud para ellas depende del precio de sus atuendos, pero ellas mismas son sólo un elemento decorativo de sus maridos, generalotes con galones, sables y medallas. Las señoras son como llaveros gigantes de esos poderosos, como escaparates del dinero con que compran sus accesorios de vestir.

Por supuesto, tanto las putas como las señoras decentes en los cuadros de Botero se definen por su utilidad para los hombres. Como amantes de ocasión o símbolos de poder, todas están determinadas por lo que los caballeros quieran hacer con ellas. Incluso sus vírgenes son solicitadas por caballeros que les piden dinero, posiblemente para gastarlo en putas. Hasta el pequeño carboncillo de Adán y Eva invierte el mito bíblico para mostrar a Adán cogiendo la manzana. Ni eso les permite Botero decidir por sí mismas a sus mujeres.

Y sin embargo, hay un tercer grupo. Algunos cuadros representan a la familia o a la pareja clasemediera y estable. En ellos, sólo en ellos, la mujer aparece al mismo nivel que el hombre. Por lo general, ambos miran a la cámara, tienen tamaños similares y sus atuendos no presentan especial distinción de ningún tipo. Nunca están desnudos, nunca se divierten. En uno de los cuadros, las moscas sobrevuelan la habitación familiar, y parecen más reales que los propios humanos.

Estos últimos cuadros completan la mirada sobre las mujeres que nos ofrece el pintor colombiano. En su universo creativo, las prostitutas son personajes más entrañables y vivos que las señoras decentes y las amas de casa. En realidad, son las únicas que dominan a los hombres, y a la vez, las únicas que les ofrecen algo más allá de las obligaciones rutinarias. En sus burdeles atestados los hombres pueden desnudarse de sus medallas, pero también de sus grises uniformes de hombres comunes, y pueden por una vez jugar a ser lo que les gustaría ser. Las altivas putas de Botero les cobran a los caballeros por no ser lo que la realidad les ofrece y les prometen todos los placeres que la vida les niega, incluso el de suplicar.

Ahora que veo los cuadros de Botero, supongo que eso era exactamente lo que yo quería de las adoradas rucas de mi pubertad: el placer de estar con las chicas con que no debía estar, un placer que sólo es posible cuando existe esa categoría de chicas. El amor correcto siempre tiene reglas, y uno nunca termina de encariñarse con sus obligaciones. Sin embargo, si algo bueno tienen las obligaciones es que te ofrecen el placer de saltártelas.

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11 de mayo de 2006
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Cómo matar a Franco

El coche que me lleva es confortable por dentro pero sólido, probablemente blindado, por fuera. Lo contrario le ocurre al chofer, que bajo su elegante traje lleva mal escondido el revólver. Al bajar, me encuentro el espectáculo de la seguridad inexpugnable: una fila de guardaespaldas y un mayor del ejército se reparten entre varios vehículos y me piden que me identifique en la puerta. En el interior del recinto, todas las personas llevan corbata y, aunque son corteses, me hacen esperar un buen rato antes de subir. Para cuando llego a mi destino, estoy completamente intimidado.

Sin embargo, el hombre que me recibe se muestra afable y me invita a un whisky. Acepto. Como hago siempre que estoy nervioso, trato de ser divertido y cuento chistes con un tema infalible: los políticos latinoamericanos. No es una buena idea. Al segundo o tercer chiste caigo en la cuenta de que este amable caballero, Belisario Betancur, es el ex presidente de Colombia.   

Durante un instante, cruza por mi mente la idea de que Betancur enviará a su batallón de vigilantes a fusilarme por graciosito. Y sin embargo, él se ríe. No sólo no se ha ofendido, sino que, conforme transcurre la conversación, soy yo el que se ríe. Y mucho. El señor Betancur tiene una galería de anécdotas con los más variados personajes del siglo XX, que narra con un sentido del humor a prueba de balas, literalmente.

Transcribo a continuación una de sus historias. La del día en que un joven y flamante embajador Betancur presentó credenciales diplomáticas al Generalísimo Francisco Franco. Habla Betancur:

“En esa época, los embajadores asistíamos a la ceremonia de chaqué y nos desplazábamos en una especie de carroza tirada por caballos. El año coincidía con el boom cafetalero de Antioquia, y Madrid estaba llena de turistas nuevos ricos de Medellín. Los turistas se enteraron de mi recorrido y se fueron pasando la voz. Como resultado, una procesión de colombianos acompañó la carroza saludándome y, a menudo, deteniéndola para tomarse fotos conmigo, fotos que luego llevaron de vuelta a casa para contar a sus amigos que habían estado con “Belisario”, su amigo de toda la vida. Por supuesto, llegamos al palacio de Oriente tarde.

Ya en el palacio, hubo que recorrer los largos pasillos decorados con cuadros de Goya, que eran muy bonitos pero interminables. El pasillo parecía medir cuatro o cinco kilómetros. Cuando finalmente llegué a la sala de audiencias, era tardísimo y yo estaba completamente aterrorizado. De todos modos, cumplí como buenamente pude la ceremonia de entrega de credenciales. Después de los formalismos, Franco levantó su voz gutural y me preguntó:

-Entonces, embajador ¿Qué está pasando en América Latina?

Días antes, yo le había preguntado a un amigo de qué tema podía hablar con Franco. Él me había respondido que la obsesión del Generalísimo eran las guerrillas comunistas. Que si me faltaba tema, hablase de eso. Así que respondí simplemente:

-Las guerrillas comunistas, don Francisco.

Eso fue todo. A partir de entonces, Franco no paró de hablar. Disertó al respecto, explicó temas bélicos, habló de ideología y de política, mencionó a la Iglesia, y yo no tuve que decir una palabra más. Según me contaron después sus edecanes, quedó convencido de que yo era un diplomático brillante, y expresó en varias ocasiones su admiración por mí.

Un mes después, Franco murió. Yo había sido el último embajador en presentarle credenciales, el último en saludarlo, y el último que había comentado con sus subordinados. Durante las exequias de Estado, un funcionario me llamó aparte y me dijo a media voz:

-Felicitaciones. Lo mataste.

El funcionario consideraba que yo había llegado con cuarenta años de retraso, pero más vale tarde que nunca”.

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10 de mayo de 2006
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