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El Boomeran(g)

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El país de las cosas chiquitas

Uruguay es el país más civilizado de América Latina. Fue el primer estado laico, ha decidido por referéndum los temas álgidos como las privatizaciones o los juicios por abusos durante la dictadura, tiene el menor índice de delincuencia de la región. En fin, la gente se pone de acuerdo para hacer las cosas.

Basta salir a la calle para comprobar el proverbial temperamento apacible de los uruguayos. En Montevideo, aún circulan carros tirados por caballos. En Lima, el caballo no duraría ni veinte minutos sin ser robado. En México, ningún conductor se detendría ante un caballo: simplemente, decidiría que es un espejismo, que es imposible que eso esté ahí. En Madrid, le pondrían una multa al caballo.

Pero la mayor prueba de civilización es el volante que recibo en una esquina de la avenida 18 de julio. Es publicidad de un puticlub. Tiene dibujada una mujer desnuda con grandes pechos y la leyenda: “haremos realidad tus fantasías”. Pero debajo, en letra pequeña, dice: “prohibido arrojar este volante en la vía pública por disposición municipal 293084”. Como si dijera “entréguese a la pasión y a la promiscuidad, pero por favor no nos ensucie la calle”.

Por eso, creo que lo más representativo de Uruguay es la feria de Tristán Narvaja, un gran mercado de pulgas en el que uno puede encontrar, según una lista que encuentro en Internet, las siguientes cosas: “Libros viejos, juguetes de plástico, animales embalsamados, pelucas, armas, encajes, alimentos enlatados, fonógrafos, animales amaestrados, banderines, lechones, termos, sirenas, discos, revistas de cine, espejos, animales fabulosos, cuchillos y tenedores -algunas cucharas-, perros sueltos, pipas, billetes, postales, animales que se agitan como locos, pilas, madejas de lana, lentes, botellas, porcelanas, animales innumerables, bastones, platos, biblias, sombreros, animales dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, posters, rulemanes, diskettes, chorizos, regaderas, animales que acaban de romper un jarrón, carteras, sellos, botones, animales incluidos en esta clasificación, manteles de hule, fotografías fotocopiadas, flores, animales que de lejos parecen moscas. Y que de cerca, son moscas. Etcétera.”  La feria es como la misma Internet, pero material, de carne y hueso.

El domingo que el escritor Ale Ferreiro me lleva a la feria encuentro un enorme mueble-radio antiguo en que aún suenan discos de vinilo con boleros y mambos. Sobre un mantel de flores, el mismo vendedor ofrece un antiguo álbum de fotos familiar. El álbum perteneció a alguien que creció durante la primera mitad del siglo XX. Un hombre. Las fotos muestran su infancia y sus primeros amigos, pero luego lo vemos el día de su graduación. Más adelante, está su matrimonio. No se casa con su primera novia, al menos, no con la chica que llevó al baile de graduación. De todos modos, su esposa es linda, y sus pequeños, que llegan al álbum cuatro páginas después, son un par de robustos gemelos. Con el tiempo, el dueño del álbum pierde pelo pero prospera económicamente, y se compra un coche negro. También va con frecuencia al campo, aunque las imágenes urbanas aclaran que vive en Montevideo. En las últimas fotos parece a punto de ser abuelo. Los chicos ya no son tan chicos y se ve que quiere nietos. Pero su vida se interrumpe entonces, como empezó, sin sobresaltos, acompañada por los discos de viejos boleros.

La vida de este hombre, perdida entre cachivaches de toda índole, es como su país, el país de los cuentos de Benedetti y de una película como Whisky: un lugar sin las grandes tragedias ni dramas colectivos de sus vecinos, un rincón de pequeñas historias personales que se difuminan en el húmedo gris del cielo. Un país discreto con vista al río. Muchos uruguayos protestan por esta condición. Les parece que están condenados al aburrimiento. Recuerdan la definición de Fito Páez: “Montevideo es como Buenos Aires pero unplugged”. Quizá tengan razón, pero a mí no deja de parecerme que Montevideo es la única capital habitable de mi vasto continente.

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7 de junio de 2006
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Proverbios de un mundo en extinción

Hoy no voy a contarles nada. He estado leyendo La posibilidad de una isla de Michel Houellebecq, y me he empezado a preguntar si tiene algún sentido, si algo lo tiene. Houellebecq es una patada al cerebro. A continuación, algunos ejemplos para alegrarles el día.

Sobre las mujeres: “”Puede que en una época anterior las mujeres se encontrasen en una situación semejante a la de un animal doméstico. Sin duda existía el placer de constituir un organismo funcional, adecuado, concebido para llevar a cabo una serie discreta de tareas. Todo esto ha desaparecido. Ya no podemos atribuirnos un objetivo. Pasamos por la vida sin alegría y sin misterio, el tiempo nos parece breve”.

Sobre la vida en pareja: “La soledad en pareja es un infierno consentido”.

Sobre el amor después del sexo: “cuando desaparece la sexualidad, lo que aparece es el cuerpo del otro, con su presencia vagamente hostil; los ruidos, los movimientos, los olores; y la presencia misma de ese cuerpo que ya no podemos tocar, ni santificar mediante el contacto, se convierte poco a poco en algo incómodo”.

Sobre la familia y los hijos: “Desde hacía varias décadas, el despoblamiento occidental era objeto de lamentaciones hipócritas. Por primera vez, había jóvenes educados y con buen nivel socioeconómico que declaraban públicamente no querer hijos, no sentir el deseo de soportar las preocupaciones y cargas asociadas a la primogenitura. Por supuesto, una relajación semejante tenía que ser emulada”.

Sobre la amistad: “Lo único que consigue dar al traste con tus últimas ilusiones sobre la humanidad es ganar rápidamente una importante cantidad de dinero; entonces ves llegar a los buitres hipócritas. Yo era lo bastante cabrón y cínico como para darme cuenta, pero amigos, ya no tenía”.

Sobre la sensibilidad: “Es obvio que la crueldad y la compasión ya no tienen mucho sentido en las condiciones de soledad absoluta en que se desarrollan nuestras vidas. Algunos de mis predecesores manifiestan una extraña nostalgia de esta doble pérdida; luego esa nostalgia desaparece para dejar paso a una curiosidad cada vez más ocasional”.

Sobre el sexo: “Llegaron al mercado robots humanoides provistos de una vagina artificial activa. Tuvieron el éxito de la curiosidad durante unas cuantas semanas; luego, de golpe, las ventas cayeron en picado. Algunos pensaron que se trataba de una voluntad de retorno a lo natural, a la verdad de las relaciones humanas: lo cierto es que, sencillamente, los hombres se estaban dando por vencidos”.

Demoledor ¿verdad? Pues eso. Sólo quería compartir con ustedes esas ganas de vivir. Espero que mañana sea un día mejor. Pero no creo que lo consiga.

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6 de junio de 2006
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Los prófugos del Perú

Cuando voy al Perú, me enfrento con la evidencia de que mis amigos y yo hemos crecido separados. Cada uno conversa con el recuerdo que tiene del otro, y fingimos que seguimos siendo los mismos porque ese recuerdo es lo único que nos queda de una época. En México, donde pasé mi infancia, no tengo con quién compartir los recuerdos, y con frecuencia dudo que sean reales. Ya ni en Madrid, donde viví hasta agosto, me quedan muchos amigos. Los momentos de la vida, como los montajes teatrales, tienen escenarios y actores distintos. Cuando se cierra el telón y uno hace mutis, cada función muere un poco, y parece más lejana de lo que es en realidad.

Por eso, me identifico con Ricardo Somocurcio, el intérprete y traductor que protagoniza la última novela de Mario Vargas Llosa, cuando dice: “había dejado de ser un peruano en muchos sentidos, sin duda, ¿Qué era, entonces? Tampoco había llegado a ser un europeo. ¿Qué eras pues, Ricardito? Tal vez lo que en sus rabietas me decía Mrs. Richardson: un pichiruchi, nada más que un intérprete, alguien que sólo es cuando no es, un homínido que existe cuando deja de ser lo que es para que por él pasen mejor las cosas que piensan y dicen los otros”.

Travesuras de la niña mala es una novela sobre la historia del último medio siglo, sobre un personaje femenino enigmático, y acaso sobre sus peripecias sexuales. Pero sobre todo, al menos para mí, es una novela sobre la búsqueda de un lugar en el mundo. Sus personajes son tránsfugas que han perdido su arraigo, su entorno y, conforme pasan los años, van difuminando también sus recuerdos.

El Perú, en esta novela, es un lugar al que se va a morir. Así lo hace Paúl, el guerrillero, víctima de una época que obligaba a sus hijos a ser héroes. Y Juan, el hippie, que aunque huye a Inglaterra, convierte su muerte en una reconciliación con su origen y pide ser enterrado en el polvo que lo vio nacer. Pero no sólo son peruanos los trashumantes que recorren estas páginas. El turco Salomón Toledano, con su dominio de doce lenguas, no es capaz de encontrar el amor. El pequeño Yilal, vietnamita y francés, no consigue comunicarse con quienes lo rodean. Se diría que nadie en este libro es de ninguna parte, y que a todos les cuesta establecer vínculos con los demás individuos.

En este escenario en que los actores secundarios entran y salen, los dos protagonistas son prófugos del Perú que encuentran distintas vías de escape a una realidad que no los satisface. El narrador, Ricardo, opta por confundirse con un decorado hermoso. Su única ambición es vivir en París, pero no tiene que viajar hasta allá para ser un extraño. Incluso su español miraflorino y su infancia inocente lo delatan como un extranjero en su propio país. La protagonista, en cambio, “la niña mala”, es un camaleón tan adaptable al entorno que no tiene ni nombre: Kuriko, Arlette, Lily, Otilia, cada uno de sus nombres representa sólo un nuevo papel, un nuevo entorno en el que pone a prueba su capacidad de enfrentarse al mundo.

Y sin embargo, tanto el uno como el otro tienen una patria clara, aunque eventual e intermitente. Para Ricardo, esa patria es la niña mala, una patria inhóspita pero recurrente, el único lugar en que se siente en casa. Para ella, Ricardo es como el Perú, un lugar que la reconoce, pero que se siente obligada a abandonar en defensa propia. Los amantes de la niña mala se multiplican por los países que visita, pero ella no es capaz de amar a ninguno.

El país de los personajes de este libro son las personas que los quieren, aunque tengan maneras extrañas de hacerlo. Y creo que eso es lo que hace que uno sea peruano, o español o chino, más que el pasaporte o el tiempo vivido ahí: la gente en cuya mirada se reconoce y en cuyo afecto se cobija del mundo. Los amigos cuyo recuerdo quizá no sea más falso que el presente. Los actores que regresan al escenario cada vez que la memoria los convoca, y que uno va reencontrando con distintos nombres y distintas historias, en esa larga fuga hacia ninguna parte que llamamos vida.

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5 de junio de 2006
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El voto de los pobres

La segunda vuelta electoral que el domingo celebra el Perú pone a los analistas en un serio aprieto: cómo explicamos que el país deba optar democráticamente entre un militar sin más carrera política que un cuartelazo y el presidente que llevó al país a la peor crisis económica de su historia. Los diversos observadores han barajado varias hipótesis: amnesia histórica, ignorancia generalizada y estupidez crónica son algunas de ellas. Pero para quien no quede satisfecho con reemplazar los análisis por insultos, hay una explicación sencilla: tenemos demasiados pobres. Para ser precisos, el 50% de la población. Nótese que es casi la suma exacta de votos que obtuvieron García y Ollanta en la primera vuelta.

La pobreza determina la percepción de los candidatos. Evidentemente, para el votante que no tenía nada antes de García y nada después, ese gobierno no significó una crisis especialmente severa. Y, por supuesto, para quien está preocupado por qué va a comer mañana, la democracia en sí resulta una preocupación demasiado abstracta. De hecho, una reciente encuesta le concedía apenas un magro 7% de popularidad entre los peruanos, muy por detrás del empleo, la educación, la salud y la pobreza misma.   
¿Son entonces un fracaso las políticas liberales implementadas en los últimos cinco años? Hay que admitir que han logrado reducir la pobreza, exactamente, en un 2%. A este ritmo, el problema quedaría erradicado en 125 años. Es difícil, pues, convencer a los peruanos de que la continuidad de las políticas económicas resolverá sus problemas más acuciantes. No quiero dilucidar quién tiene razón o no, sólo digo que, en términos de marketing, no resulta persuasivo ofrecerle estabilidad a quien es establemente miserable.

En ese sentido, el discurso liberal sobre la estabilidad y la inversión extranjera como generadora de riqueza es percibido por la mitad del Perú como una falacia destinada a garantizar los privilegios de las élites. Y ese ha sido el gran error de los empresarios peruanos durante décadas: no se han aliado nunca con los líderes políticos para crear un proyecto más allá de la coyuntura. Con gobiernos populistas como el de García no reinvirtieron en el país, con gobiernos corruptos como el de Fujimori pactaron por debajo de la mesa –y hay videos que lo muestran-, con gobiernos liberales como el de Toledo no aceptaron aumentar la presión fiscal más allá del 13%. En el liberal Chile, su supuesto modelo, la presión es del 18%.
Así, las clases más poderosas han creado a sus propias bestias negras electorales. Gane quien gane hoy las elecciones, la lección de las urnas es clara: los votantes exigen una distribución de la riqueza más justa. Y los únicos que la han ofrecido son García y Humala. Quizá no sean las opciones que más les gustarían a los peruanos pero son las que hay. Quizá no digan la verdad, pero al menos son conscientes del problema.

Ahora bien, en una democracia, izquierda y derecha se necesitan mutuamente. El voto por Ollanta en primera vuelta mostró que un 30% de los peruanos no creen en ningún político que conozcan y prefieren el salto al vacío. Gane quien gane el domingo, ese porcentaje crecerá si los políticos de todas las tiendas no consiguen un consenso que resuelva los problemas de los ciudadanos. En ese caso, se desacreditará la democracia en sí misma. Y la bala que espera en la recámara para darle el tiro de gracia se llama Alberto Fujimori.

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2 de junio de 2006
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La república surrealista de Honduras

Aunque apenas dura veinte minutos, el vuelo de El Salvador a Honduras es el más largo de mi vida. La primera vez que trato de llegar a Tegucigalpa, el avión da varias vueltas en torno a la ciudad. Por momentos inicia el descenso, pero inmediatamente recupera altura. Finalmente, el piloto anuncia que el clima no le permite ver el aeropuerto, y que tenemos que volver a San Salvador.

Pasamos la noche ahí y volvemos a intentarlo al día siguiente, a las cinco de la mañana. Pero una vez más, es imposible. El piloto trata de aterrizar tres veces sin éxito, y al final, de nuevo, regresamos por donde vinimos.

Yo estoy reventando de furia y grito mi indignación, pero pronto noto que a los demás pasajeros no les preocupa. Lo esperaban. A muchos de ellos ya les ha pasado varias veces. Es simplemente lo habitual. Cuando al fin consigo llegar, dieciséis horas después de lo previsto, le digo a la persona que me recibe de la editorial:

-¿Por qué no ponen el aeropuerto en otro sitio?
-Porque esto es Honduras, pues. Si tuviéramos un aeropuerto normal, sería otro país.

Según me explica, éste es el único país donde un avión ha chocado con un bus. Antes, en el camino al aeropuerto, los aviones que aterrizaban pasaban volando muy bajo sobre una calle. Había que poner el semáforo en rojo cuando se acercaba uno. Pero una vez, el semáforo se estropeó, y un vuelo se llevó de encuentro a un autobús. 

Estoy seguro de que eso no puede ser verdad. En la primera charla que doy le comento a otro hondureño la historia. Para mi sorpresa, la confirma. Y añade:

-También somos el único país donde un tren ha chocado con un barco. Es que el tren venía muy rápido por la costa y descarriló, y fue a darle de lleno a un bananero que estaba ahí abajo.

Conforme recorro la ciudad, descubro que ese sentido del surrealismo es el sentido común de los hondureños. Paso por ejemplo por Ciudad Mateo, una urbanización entera construida en un sitio prohibido. Nadie la habita, pero ahí está, desierta y en pie. Y por las noches, el alumbrado público se enciende para que nadie pueda ver. Paso por la casa del director de AID, a la que se le cayó el salón. Está perfectamente pero no tiene fachada. Hasta se ven los muebles del interior. Paso por una gasolinera que no tiene gasolina. Y mis amigos hondureños no se inmutan, todo lo sobrellevan con una sonrisa.   

De hecho, se divierten contándome esas cosas. Y aunque todas parecen imposibles, cuando las contrasto, resultan ciertas. La mayor parte de las historias absurdas tienen que ver con la política. Muchos me cuentan del gobernante Roberto Suazo Córdova, que le puso un estadio de fútbol a su pueblo de La Paz, aunque ese pueblo no tiene equipo de fútbol, de modo que el estadio se ha convertido en pastizal de burros. Otros me hablan del presidente Marco Aurelio Soto, que puso la capital del país en Tegucigalpa porque ahí tenía sus negocios mineros, para vigilarlos mejor. Alguno añade que el presidente también tenía a su amante en esa ciudad.

En algún momento le pregunto a uno:

-Pero, ¿nunca se han rebelado contra tanta tontería?
-No, aquí las manifestaciones las reprimían los militares a punta de cachiporra. Ni armas llevaban. La única protesta grande que he visto fue cuando arrestaron a un narco: Ramón Mata Ballester. Los americanos lo secuestraron sin siquiera pasar por las autoridades hondureñas. Ahí sí la gente se enojó, porque ese narco era muy popular y todos lo querían mucho. Sólo desde entonces la embajada americana requirió seguridad. Hasta entonces era como una casa más.

Entre los demás centroamericanos, los hondureños tienen fama de tranquilitos. Ahora comprendo que su cotidianeidad es tan extravagante que no es posible sorprenderlos. Han desarrollado el sentido del humor como un arma de defensa contra la realidad, una realidad siempre delirante que ellos acogen con un gesto irónico y una flema admirable, casi británica.

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1 de junio de 2006
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Forever Charly

La primera vez que vi a Charly García era un hombre de color verde que se echaba ketchup en la ropa mientras cantaba: “estoy verde, no me dejan salir. Ya no sirve vivir para sufrir”. Así dicho parece ridículo, y lo era. Pero la canción se me quedó grabada en la memoria. Yo tenía unos diez años, y es la primera canción que recuerdo.

Años después, vi hablar a Charly en el programa de Susana Jiménez. Acababa de salir de una clínica de desintoxicación y Argentina celebraba la campaña “Sol sin drogas”. Susana quería conseguir unas declaraciones del cantante apoyando una vida sana, basado en su dura experiencia para abandonar los fármacos. No sabía con quién hablaba.

-Decime, Charly ¿Qué fue lo primero que hiciste al salir de la clínica?
-Lo mismo por lo que me metieron.

Susana sonrió a la cámara, incómoda.

-Ya, es que, no sé si sabes, estamos apoyando la campaña “Sol sin drogas”.
-¿O sea que cuando llueve sí nos podemos drogar?

Ahora Susana estaba francamente de mal humor, buscando la cara de su productor para mandar a comerciales.

-No, Charly. La idea es que no hay que drogarse.
-Ah, entonces mejor “Drogas sin sol”.

Ese día decidí que cuando fuese mayor usaría drogas.

Charly podía ser francamente peligroso si le dejabas abrir la boca. En otra ocasión, mientras en su país se discutía si se juzgaría o no a Videla por sus crímenes, se bajó el pantalón durante un concierto. Creo que fue en Rosario. En represalia, el gobierno de la ciudad amenazó con denunciarlo por faltas a la moral. Cuando un periodista le preguntó su opinión al respecto, respondió:

-¿Me van a meter preso? ¿Por bajarme el pantalón? Che, Videla se tiene que estar muriendo de risa ¿No?

Nadie lo denunció.   

En realidad, Charly no estaba diciendo bobadas. Decía lo que la sociedad no quería oír. Hasta cierto punto, se autoinmolaba por la realidad. Era una constante caricatura de Argentina, y por extensión, de todos los demás países latinoamericanos.  Fue gracias a él que aprendí quién era Videla. Pero también fueron canciones suyas como Rasguña las piedras las primeras que aprendí a tocar en la guitarra, cuando aún ni siquiera sabía que el autor de esos temas de adolescencia hippy era el mismo señor verde que se echaba ketchup en la ropa. Fue con sus canciones ácidas que me enamoré por primera vez, como mis padres hacían con las de Silvio Rodríguez.

De todos modos, lo más importante que Charly ha hecho por mí es salvarme la vida. Cuando eso ocurrió, yo ya no era un niño, pero supongo que mis sentimientos no habían madurado a la velocidad de mi cuerpo. El caso es que me había dejado una chica, y yo pensé en suicidarme. Estaba tirado en mi cama viendo televisión, muy deprimido, y me pasó la idea por la cabeza. No es el tipo de cosa que uno piensa en serio, es verdad. No es un pensamiento que habría durado mucho. Pero soy exagerado y dramático, y tuve uno de esos momentos de preguntarme: “¿y si me tiro por la ventana y acabamos con todo de una vez?”.

No sé cuánto habría durado ese pensamiento en circunstancias normales, pero en ese momento, apareció Charly en la tele tirándose por la ventana. Saltó de un piso nueve, se precipitó hacia el suelo y cayó en una piscina. Pensé que estaba viendo visiones, pero repitieron el salto. Sí. Era él.

Ahora, mientras hojeo el libro de fotos de Charly que ha aparecido en Buenos Aires, me doy cuenta de que él ha estado toda la vida ahí, desde que tengo memoria, marcando de un modo u otro el ritmo de mi existencia y la de toda mi generación, y la anterior, e incluso la anterior de la anterior. Charly haciendo el excéntrico, Charly diciendo boludeces, Charly sacando discos incomprensibles, Charly desmayándose en los conciertos, han sido imágenes constantes. Nuestras vidas se pueden mensurar según el grado de locura del señor García porque, para muchos latinoamericanos, él es la Argentina que hemos habitado.

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31 de mayo de 2006
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El taxista que jugó con Maradona

Es difícil escribir sobre Argentina. Cuando viajo a un lugar del que no sé nada, como Marruecos, todo me llama la atención, cualquier detalle da para contar una historia. Cuando voy a cualquier otro país de América Latina, por el contrario, me bastan unos minutos para comprender los códigos, los sobreentendidos, las situaciones, porque son equivalentes a los del Perú. Pero en Argentina, siempre tengo la sensación de que algo se me escapa, de que hay una parte del código que no llego a entender.

Quizá se deba a que éste es un país con más clase media, y un país hecho por inmigrantes, de modo que los conflictos habituales de los demás latinoamericanos aquí no operan. Por lo que sea, el caso es que me paso un día entero rumiando ideas, sin saber qué cuernos escribir para este blog. Un periodista me sugiere visitar las tiendas de armas de una céntrica galería comercial, pero cuando voy, no hay más que un pequeño puesto de cuchillos. No me sirve, y las horas pasan sin saber de qué escribir.

Aún no lo sé cuando tomo el taxi para la presentación de mi novela, en la Boutique del libro de Palermo. Estoy inquieto y de mal humor. Por eso, cuando noto que el taxista quiere conversar, trato de responder con monosílabos para ver si se aburre. Pero es inconmovible:

-¿De dónde es usted?
-Soy peruano.
-¡Ah! Tenían buen equipo de pelota.
-Sí. Cuando los partidos eran en blanco y negro.
-No. Aún mucho después. Lo sé porque yo jugaba por el equipo argentino.
-¿En serio?
-Yo jugaba con Maradona.

Mientras el taxi abandona la avenida Corrientes, pienso: porteño mentiroso ¿esperas que te crea este cuento para turistas? Pero él continúa:

-Jugamos en la categoría juvenil. Primero fuimos al Sudamericano de Uruguay, luego al mundial de Tokio, en el 79. Y lo ganamos. 3-1 les dimos a los rusos.

Sí, hombre, y yo soy el Nene Cubillas.

Desde donde estamos aún se ve el obelisco, cada vez más lejos. No es tan grande como Maradona, pero también es un símbolo. Trato de pillar al taxista en alguna mentira:

-¿Y no jugó en la de mayores?
-No me convocaron. Tampoco duré mucho en el fútbol. Jugué en el Español cuatro años más y me lesioné la rodilla. Dos veces me lesioné. La segunda acabó con mi carrera.
-¿Y cómo era Maradona?
-Un pibe más. Igualito. Luego ha cambiado.
-¿Cómo ha cambiado?
-Un hijo de puta se volvió.
-¿Ah, sí? ¿Qué te ha hecho?
-No, a mí, nada. Pero a muchos otros los ha tratado muy mal. Yo debo haberlo visto unas diez veces más, y siempre fue un pedante que se creía más que todos los demás.
-¿Por ejemplo?
-Lo que te digo, un hijo de puta.

Por más que lo intento, no consigo sacarle detalles sobre cómo se volvió Maradona tan mala gente. Quiero alguna anécdota sórdida, al menos picante, pero el taxista se limita a repetir su adjetivo. Al final, antes de bajar, le pregunto su nombre.
Minutos después, le pregunto a Fernando, el librero de la boutique, si Argentina ganó el mundial juvenil de Tokio en 1979.

-¡Claro! Todos madrugamos ese día para ver el partido. 3-1 les dimos a los rusos.
-¿Y te suena el nombre de Sergio García?
-Era el portero. Era bueno. Pero no se volvió a saber de él. Creo que jugaba en el Chacarita o en el Español.

Por la noche, al volver al hotel, busco datos en Internet sobre esa final, de ser posible, sobre ese portero. Me encuentro con unas declaraciones de Maradona sobre el mundial juvenil: "nunca me divertí tanto dentro de una cancha. Sacando mis hijas, me cuesta encontrar una alegría semejante". También encuentro un artículo de Página 12 que conmemora las bodas de plata del campeonato y narra un conversatorio entre ocho de los participantes, incluidos el entrenador del equipo, César Menotti y el portero García. Todos recuerdan el equipo con ilusión. Uno habla de Maradona como “un pibe que tenía la misma alegría dentro y fuera de la cancha”. Otro añade: “Cuando fuimos a Japón, Diego ya era una figura a nivel mundial, y jamás hizo diferencias con sus compañeros”.

Más abajo, en la misma nota, leo que el gobierno trató de convertir la final de Tokio “en una manifestación política contra la Comisión Interamericana de Derechos Humanos que recogía denuncias de familiares de desaparecidos en la Avenida de Mayo, intentando manipular para beneficio de la dictadura militar lo que había sido una conquista deportiva legítima”.

Escudriño la minúscula foto que ilustra el artículo tratando de reconocer al taxista en el borroso caballero que abraza a Menotti. Supongo que puede ser, como también puede ser cualquier otro. Pero me pregunto, ¿qué le habrá hecho Maradona? De verdad, lo odia.

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30 de mayo de 2006
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El equilibrista

Desde mi llegada a Buenos Aires me llaman la atención los carteles con leyendas como “El presidente tiene algo que decirte”, “Ahora el pueblo sabe de qué se trata” y “Todos a la plaza con Kirchner”. Están por toda la ciudad, y convocan a los ciudadanos a festejar el 25 de mayo, día nacional de Argentina y tercer aniversario de la toma de mando del gobernante. De hecho, la estrategia de marketing enfatiza hábilmente la doble celebración. Los diversos carteles transmiten constantemente el mismo mensaje: Kirchner es Argentina, un líder y un pueblo que se comunican directamente y sin  intermediarios.

Al verlo tan imponente, tan por todas partes, parece mentira que este hombre haya llegado al poder con un mísero 22% de los votos. De hecho, el entonces delfín de Duhalde era un desconocido para casi la mitad de los votantes en el 2003. Pero desde entonces, la pobreza se ha reducido en veinte puntos, el desempleo ha bajado a la mitad y el PIB crece a un ritmo del 9.2%, sólo superado por el crecimiento de China. Paralelamente, la intención de voto por Kirchner ha escalado hasta el 53% y la aprobación de su gestión ronda el 80%. Por eso, su equipo quería que la celebración del 25 de mayo fuera una gran manifestación de apoyo desde todos los confines de Argentina. Nadie menciona en público la palabra “reelección”, pero eso es lo que está en juego.

Para conseguirla, la clave es el equilibrismo. En este país en que el peronismo es la izquierda y la derecha, Kirchner camina con notable habilidad siempre en el borde del abismo: en algunos carteles aparece con veteranos líderes justicialistas, para ganarse a los del partido de toda la vida. En otros, dirigidos al electorado de izquierda, lo vemos triunfalmente rodeado de Hugo Chávez, Evo y Lula, la guardia de honor del progresismo latinoamericano. Kirchner sabe bien que los de derecha no necesitan carteles, les basta con las cifras. Y en la mayoría de los afiches, simplemente aparece la K mezclada con el mapa argentino, o los colores de la bandera. Esa es la propaganda para los votantes patriotas, siempre mayoritarios. Seas del color que seas, tienes que querer a tu país.

La publicidad televisiva del 25 de mayo siguió el mismo esquema: sucesivamente,  contemplamos a Kirchner en una reunión internacional en pose de estadista, dando un discurso con gesto enfático, cantando el himno nacional solemnemente junto a su esposa Cristina y, finalmente, descendiendo del estrado para fundirse con su pueblo: ¿alguien dijo Perón?

Este nivel de detalle con las imágenes y gestos políticos supera lo estratégico y alcanza lo obsesivo. La relación de Kirchner con la prensa ha sido tensa en estos años. Varios periodistas se sorprenden del grado de detalle con que recuerda y refuta cada crítica a su gestión, incluso de los periódicos regionales. Un entrevistador me cuenta una anécdota significativa: fue a la Casa Rosada a entrevistar a la primera dama y salió el presidente en persona a decirle que la señora iba a demorar, que si no quería mientras tanto dar un paseíto por la residencia. Durante el paseo, Kirchner se quejó al periodista por una nota que había sacado meses antes y que ni siquiera era especialmente agresiva. Pero el presidente recordaba en qué párrafos estaban sus “inexactitudes” y las corrigió una por una.

Muchos de los periodistas críticos protestan precisamente por lo que consideran el doble discurso de Kirchner: una especie de argentinidad total pero selectiva. De hecho, en una pared de la avenida 9 de julio se puede ver el lema “la patria somos todos” junto con los afiches que lo desmienten: uno de los posters muestra fotos de quienes “no van a la plaza”: Menem, de la Rúa, Cavallo –que fue ministro de los dos- y el opositor Macri. Otro lema acusa al Partido Radical de faltar a la plaza y preferir asistir a la asunción de un diputado acusado de torturador durante la dictadura. El silogismo refuerza por negación el sentido de toda la campaña: si quieres a Argentina, vas a la plaza. Y si vas a la plaza, quieres a Kirchner.

Ése es el equilibrio retórico más delicado del presidente. Pero funciona. El 25, la Plaza de Mayo está a reventar. El gobierno habla de 350 mil personas, incluso los cálculos más mesurados le conceden unas 200 mil. El transporte público es gratuito, pero además la gente ha venido de toda Argentina, muchos de ellos después de viajar toda la noche. Está el Sindicato de Obreros Maestranza, el Sindicato de Vendedores de Diarios y Revistas de Tucumán, las Madres de Mayo y las abuelas, los piqueteros con sus camisetas de Evita, incluso intendentes del Partido Radical. Durante su discurso, Kirchner convoca “a todos los argentinos que, por encima de cualquier cuestión, quieran consolidar una patria cada vez más plural”. Eso sí, advierte que los periodistas “escriben cualquier cosa”.

¿Qué es entonces el pluralismo? Para explicarlo, el ministro del Interior Aníbal Fernández hace unas declaraciones ilustrativas. Cuando le preguntan si los líderes políticos como Macri o Carrió estarán incluidos en el proyecto plural, responde: “no los imagino dentro del pluralismo, porque no piensan como nosotros”.

No todos tienen ese talento funámbulo para usar las palabras.

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29 de mayo de 2006
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Héroes

Cuando era periodista, durante el gobierno de Alberto Fujimori, trabajé en un diario oficialista. El periódico no se vendía en realidad, y perdía mucho dinero. Pero sus portadas a favor del gobierno le granjeaban al dueño ventajas en todos sus demás negocios: concesiones mineras, permisos de construcción, invulnerabilidad judicial, esas cosas.

Los trabajadores estábamos contentos. El diario era de los pocos que pagaba puntualmente, y no nos hacíamos demasiados problemas de conciencia. A veces, cuando había alguna manifestación política en las calles, bajaba una asistente del director y nos preguntaba casualmente nuestra opinión al respecto. Todos sabíamos responder con evasivas. Los editorialistas tenían un concurso: quién escribe el artículo oficialista más rápido. El récord estaba en cuatro minutos con cuarenta segundos. Alguna vez le pregunté a un redactor de la sección política si realmente creía lo que escribía. Me respondió:

-No, para nada. Pero tengo una mujer e hijos que mantener.

El libro Memoria del miedo de Andrew Graham-Yooll me ha recordado esos años, con una diferencia: en el Perú, a la dictadura solía bastarle con comprar a la gente. En la Argentina de los setenta, le pegaban tiros en la cabeza.

Graham-Yooll recopila sus historias como periodista durante los años del gobierno militar. Hay una historia escalofriante de un tipo al que unos neofascistas peronistas pasearon en un coche media hora con un arma en la nuca. Tiempo después, el jefe de sus asesinos abrió un restaurante y lo invitó a cenar. Los camareros eran los que lo habían encañonado aquella vez. Todos los relatos son por el estilo.

La guerrilla no queda mucho mejor parada en el libro. Para Graham-Yooll, los guerrilleros jugaron con las ilusiones de una generación que se sentía obligada a ser heroica, y no consiguieron morir por nada en particular. Sólo consiguieron morir.

Mientras paseo por Buenos Aires se cumplen 30 años del golpe militar, y esa estampa que pinta Graham Yooll se parece a lo que aquí muchos llaman “la teoría de los dos demonios”: la idea de que ambos bandos –y muchos más- desataron una violencia innecesaria que sólo consiguió legitimar a su oponente. Esa teoría se parece enormemente a la que dice que los campesinos peruanos fueron puestos “entre dos fuegos” por Sendero Luminoso y el Ejército.

Supongo que todos los conflictos políticos, con el tiempo, adquieren esa dimensión en la historia. En España, libros como Soldados de Salamina o Enterrar a los muertos han sorprendido por demostrar, setenta años después, lo obvio: que en ambos bandos había canallas y gente buena, que la hijoputez no tiene bandera.

Y sin embargo, lo que más me sorprende de Memoria del miedo es el papel de los otros, no de los asesinos, sino de todos los demás. Por sus páginas se pasean viejos amigos que dejan de saludarte por miedo a meterse en problemas. Reporteros que cubren noticias y luego no se atreven a publicarlas. Porteros que te anuncian que ha venido la policía a matarte, pero por suerte no estabas. Asistimos al espectáculo de un país acostumbrado al horror haciendo lo posible por adaptarse a él, como si fuese un nuevo modelo de coche.

Los seres humanos terminamos por acostumbrarnos a cualquier cosa. No somos muy afectos a ser héroes. Luego, cuando los asesinos son derrotados, nadie recuerda haberlos apoyado. Pero mientras tanto, respondemos con evasivas, hacemos el concurso de quién dice más rápido las palabras obligatorias y tratamos de ocuparnos de nuestra esposa y nuestros hijos, como los periodistas del periódico en que yo trabajaba. Terminamos por ser cómplices de las barbaridades pero ni siquiera tenemos el valor de asumirlo. Mientras tanto, los valientes, los que están dispuestos a matar y morir por lo que creen, son precisamente los asesinos. En los conflictos violentos, los más crueles terminan por considerarse moralmente superiores.

Me dan miedo los héroes. Espero nunca vivir en un país que los necesite.

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26 de mayo de 2006
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El enchufado de Dios

La cólera divina se ha abatido muchas veces contra Guatemala. La primera capital, Ciudad Vieja, fue destruida por catástrofes naturales. La segunda, Antigua, abandonada tras una inundación. La actual ciudad de Guatemala casi no tiene edificios altos en su zona central, porque está construida en zona sísmica. Además, Guatemala tiene más de veinte volcanes, una constante amenaza de Apocalipsis.

Eso, junto con su condición de centro colonial, explica el alto grado de religiosidad que se respira en la reconstruida Antigua. Como todas las ciudades de la época, Antigua tiene una imponente catedral y una universidad, la de San Carlos, cuyo local original ha sido convertido en museo de arte eclesiástico para exhibir los monumentos al sufrimiento y la tortura que los artesanos de la época llamaban arte.

En el museo se aprecian las típicas andas en que Cristo carga su propia cruz con la corona de espinas atravesándole las sienes, y las imágenes de su pasión, con legionarios romanos y lanzas atravesadas en el costado. Todo eso forma parte de la simbología internacional, pero también hay aportes propios del arte guatemalteco: en algunas pinturas, un tierno niño Jesús ya sangra por todo el cuerpo y arrastra su cruz con mirada de quien sabe lo que le espera. En los palacios antiguos suelen verse carruajes expuestos. Aquí hay una negra carroza fúnebre.

Sin embargo, a pocos kilómetros de Antigua, en el pequeño pueblo de San Andrés Itzapa, se encuentra el santuario de San Simón, una suerte de divinidad mestiza. San Simón no vive en una gran catedral sino en una casa rosada que no se distingue de las demás a primera vista, una casa de gente, donde todo el mundo puede realizar sus ritos sin las rigideces habituales del catolicismo.

Así, en el patio de entrada, tres personas queman fogatas preparadas con velas de distintos colores. Más allá, otras dos fuman puros en los que leen el destino. En un rincón hay una cantina. De hecho, parte de las ofrendas habituales son alcohol y tabaco. Al entrar en el santuario propiamente dicho, uno encuentra varias mesas llenas de velas. Las paredes están enchapadas con placas de personas que le agradecen a San Simón diversos milagros. Uno le da las gracias por haberse comprado su taxi. Otro le atribuye haber conseguido a su amor. Pero la mayor parte se refieren a enfermedades sanadas y problemas familiares o económicos resueltos.

Al fondo está San Simón, presidiendo la escena desde un altar. Viste como un patrón de hacienda: lleva un sombrero de palma y un traje negro con corbata. Tiene bigote. En la mano derecha empuña un bastón mientras extiende la otra en espera de tu ofrenda. En efecto, alrededor de su silla se acumulan panes, billetes, tabaco, botellitas de aguardiente Venado, velas, flores. La gente hace cola para llegar a él y dejarle esas cosas mientras hace sus pedidos. Me queda claro que San Simón no hace nada gratis.

A su lado, abajo, hay una imagen tamaño natural de San Judas Tadeo. Pero junto a este gamonal de la santidad, San Judas parece su guardaespaldas. Todo el escenario, de hecho, no es el de una imagen divina, sino el de un señor feudal que recibe a sus siervos y reparte sus favores. Esos favores no tienen nada que ver con los valores cristianos. Son de cualquier tipo. De hecho, para evitar excesos, un cartel en la esquina solicita a los asistentes no pedir maldiciones ni cosas malas, por favor.

En un país en que la Iglesia representa el poder triunfante de los invasores, Dios queda demasiado lejos. Tras ver las imágenes del museo San Carlos, y los uniformes romanos, y las túnicas, uno puede tener la certeza de que Jesús habla otro idioma. Afortunadamente, este también es un país de clientelajes políticos, donde lo que no te da la ley te lo dan tus influencias, tus enchufes con el poder. Y esa es precisamente la función de este santuario. San Simón es el enchufado de Dios, que a cambio de algunos vicios como alcohol y tabaco te puede conseguir un favorcito. No representa la santidad sino los contactos por debajo de la mesa. No simboliza la pureza sino la necesidad. Es el corrupto del reino de los cielos, y su pago constituye la economía informal del paraíso. San Simón representa la transposición del mundo real al más allá, y por eso mismo, para los guatemaltecos, resulta más real que el lejano Cristo ensangrentado que arrastra una cruz.

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25 de mayo de 2006
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El Boomeran(g)
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