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El Boomeran(g)

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Un ángel en el infierno

Cuando lo invitaron para bendecir la nueva cárcel de Piedras Gordas, el padre Hubert Lanssiers recorrió sus modernas instalaciones junto con las orgullosas autoridades. Al terminar el paseo le preguntaron qué opinaba. Y respondió:

-La veo incompleta. No he encontrado los hornos crematorios. 

Era más que una ironía. Piedras Gordas garantiza al máximo la seguridad y, por consiguiente, el aislamiento de los internos, como si los sepultase en vida. Para entrar hay que atravesar la reja principal, y luego un control suplementario con un nuevo registro. Más adelante se atraviesan cuatro puertas de seguridad, cada una de las cuales se abre sólo cuando ya se ha cerrado la anterior. A la mitad del largo pasillo que comienza entonces se encuentra una nueva caseta de vigilancia, a partir de la cual comienzan las distintas alas de la prisión, cada una con varios pabellones. Hay un control en cada ala, y otra más en el pabellón de destino. En total uno atraviesa siete puertas de seguridad y se identifica cinco veces a lo largo de cincuenta metros.

Entre los puntos de vigilancia sólo hay un túnel, de modo que si un interno tratase de fugar, podría ser “reducido a distancia” sin problemas. Además, la construcción garantiza que, en caso de motín, los diversos pabellones no podrán unirse. En la medida en que cada uno tiene un patio, cualquier rebelión podría ser sofocada con sólo bombas lacrimógenas. Es lo que llaman “un penal modelo”.

Quien ha conseguido que autoricen mi entrada se llama Carlos Álvarez, y trabajó con el susodicho padre Lanssiers durante más de un cuarto de siglo en las cárceles peruanas, hasta que sus figuras se hicieron inseparables, como Sancho Panza y Don Quijote. Tras la muerte de Lanssiers, hace cuatro meses, Carlos se convirtió en el único ser humano que goza de la plena confianza de las autoridades y de los reclusos al mismo tiempo. Está tan identificado con Lanssiers que todos creen que es cura. Y aunque no lo es,  hace milagros. El primero: lograr que el ataúd de Lanssiers fuese paseado por tres cárceles de máxima seguridad antes incluso de los honores oficiales y el entierro. El segundo: lograr autorización ministerial para realizar un acto cultural público por primera vez en la historia de Piedras Gordas. El acto cultural en cuestión soy yo.

-Carlos –le pregunto- ¿Y tú de qué vives?

-De nada. El cardenal Landázuri me heredó un dinero que invertí en la empresa de un amigo. Desde entonces, mi amigo me da cien dólares al mes como accionista. Por lo demás, de mi familia y mis amigos que me ayudan.

-¿Y no hay financiamiento para estas cosas?

-Aún cuando se ofreció, Lanssiers y yo nunca aceptamos dinero del estado. De todos modos, vivo bien.

-Carlos, no tienes plata ni siquiera para el taxi a la cárcel de Chorrillos.

-No, pero como tampoco necesito, no hay problema.

Así que no es un cura, pero como si lo fuera.

Primero pasamos a un pabellón de los presos comunes, que como suele ocurrir, es un jolgorio: hay radios con salsa a todo volumen, y hay un señor que se pasea en toalla, y hay dos caballeros friendo ajos y hay una chica dando clases de aeróbicos en el patio (lo juro). Carlos busca a un delegado para anunciar un concurso de poesía. El delegado le recibe el papelito sin hacerle mucho caso.

-Ya, muchas gracias.

-Hay premios.

-Ya.

-También quiero saber qué les hace falta.

Entonces, al delegado le cambia la cara. Se pone serio. Pide que le bajen el volumen a la salsa y le traigan sus lentes. Nos cuenta que los proveedores no cumplen con los menús, y que hay varios presos que no son de máxima seguridad pero han sido reubicados en Piedras Gordas porque en sus lugares de origen ya no queda sitio.

-¿Seguro? –dice Carlos-. Porque si son homicidas, ya les corresponde esta cárcel.

-A mí no –dice otro-. Yo estoy por robo agravado. Mi condena es menos de ocho años.
Carlos  toma nota de las demandas y me explica:

-A esta gente nadie en todo el país la escucha. Y algunos ni siquiera tienen familia o no están cerca de ella. Así que necesitan que alguien hable por ellos. Felizmente, en general, las autoridades comprenden las demandas básicas. No solemos tener conflictos. Es un diálogo, más bien.

Mientras cambiamos de pabellón, me cuenta que una vez se ganó un viaje a La India en un sorteo.

-¿Estás hablando en serio?

-Sí, de verdad. Ya te digo, yo vivo muy bien.

-Pero eso es tener demasiada suerte.

-Son regalitos de Dios, pues.

Pero ahora tenemos que dejar de reírnos. Es hora de identificarnos para entrar en el siguiente pabellón.         

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2 de agosto de 2006
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Fobia

Sabía que el Perú sería la parada más intensa de la gira de este año, pero no creí que pudiese serlo tanto. Desde mi llegada, he tenido por lo menos un acto público al día y agendas de prensa que han llegado a las diez horas. Pero además, por supuesto, está mi familia materna (unos 33 miembros), la paterna (18), los amigos de la universidad (24), y otros grupos nunca menores de veinte personas a los que tengo que ver, sin contar a amigos o simples conocidos que me llaman para encontrarnos.

A ese ritmo, realmente no veo a nadie. Mis amigos y parientes se suceden ante mis ojos como fogonazos de mi pasado. Todos están básicamente bien. Y frecuentemente, de todos modos, hay tanta gente alrededor que no me daría cuenta si no lo estuviesen. Todo el mundo –incluso gente que no conozco- me expresa cariño, más cariño del que puedo digerir.

El viernes empecé a comprender que ocurría algo raro. En cada reunión o acto público me escabullía al baño sólo para estar un rato en silencio. He hecho eso otras veces, en circunstancias similares, pero esta vez no era lo mismo, y podía sentir que algo estaba a punto de desencadenarse.

El sábado, después de un almuerzo familiar, caí medio muerto en la cama del hotel. Desperté a las doce de la noche entre temblores. No conseguí volver a dormirme. Al contrario, pasé todo el domingo temblando, con ese frío dolor de cuerpo que trae la fiebre. No podía pensar, ni soñar, los pensamientos se me revolvían en la cabeza. Ni siquiera eran pensamientos: eran como mariposas asustadas en mi cerebro.

Pero lo más grave no fue la fiebre sino la inesperada fobia social. Bajé a escribir el blog y un hombre se me presentó y me dijo que quería dejarme un ejemplar de su revista literaria. En cuanto se distrajo, salí corriendo. Una chica que sí conozco se acercó a saludarme, pero balbuceé un par de bobadas y desaparecí en los ascensores. Mi padre vino a almorzar conmigo pero yo me negué a bajar. Mi madre llamó a preocuparse por mí, pero casi le colgué el teléfono. Súbitamente, no era capaz de ver a nadie, ni siquiera de hablar.

No contesté el teléfono durante todo el día. Tampoco abrí la puerta a los empleados del hotel. Por la noche, los de la editorial hicieron un último esfuerzo por convencerme de asistir a un programa dominical, y el teléfono estuvo timbrando horas. Poco después, un empleado del hotel subió a ver si todo estaba bien. No respondí. Y en cuanto abrió la puerta, lo eché a gritos.

Esta noche tampoco pude dormir entre el sudor y los temblores, pero estoy tomando antibióticos y creo que la fiebre remite. De hecho, ya no me duele el cuerpo, y creo que he dormido un poco aunque fuese irregularmente. Lo que no se va es la fobia social. Como ya no hay más remedio que dejar que limpien el cuarto, he bajado a desayunar asegurándome de no cruzarme con nadie conocido. Quizá debería llamar a papá o a mamá, creo que los he tratado mal. Pero no creo que lo haga, ni que vaya a contestar el teléfono en todo el resto del día.

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1 de agosto de 2006
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Memorial del convento

La cárcel de Castro Castro está en una esquina de la ciudad de Lima, en el preciso punto donde terminan las casas y surgen los cerros secos y polvorientos. Desde el interior del penal, lo único que percibe del mundo exterior son esos cerros confundiéndose con el gris del cielo, a través de las vallas de púas.

Los doce pabellones están dispuestos en círculo alrededor de un gigantesco poliedro de concreto inservible. Estaba planeado que en esa construcción hubiese cámaras que controlando todo el penal, pero el dinero para tecnología desapareció en un oscuro caso de corrupción durante el gobierno de Belaúnde. Desde entonces, el frustrado panóptico es sólo un himno más a todas esas cosas que el Perú aún no construye.

Los presos por terrorismo –que se autodenominan “presos políticos”– se agrupan en el pabellón 4A. Descubro que hay cierta expectativa por mi llegada, porque aquí nadie viene nunca, y menos a presentar un libro. En el patio se aglomeran uno sesenta internos, suma nada despreciable. Se puede distinguir con cierta claridad que los emerretistas parecen más urbanos y los senderistas tienen un origen un poco más rural. Pero los únicos plenamente andinos son los humalistas, que aunque considerados presos comunes, sienten afinidad por los presos por terrorismo.

La charla es breve, pero la ronda de preguntas es interminable. Incluso los internos que no “aprueban” ideológicamente la novela tratan de ser respetuosos con sus preguntas. Uno me dice:

-Le agradezco su visita, pero me gustaría señalar con todo respeto que esta novela está escrita desde una perspectiva burguesa.

-Es que yo soy un burgués ¿No lo había notado?

Ellos dejan escapar una risa nerviosa. Me doy cuenta de que es como si les hubiese dicho que soy gay. Otro dice:

-Me parece que su novela no toca las causas profundas del conflicto.

-Probablemente. El tema que me interesaba era la ambigüedad moral.

-¿Qué quiere decir “ambigüedad moral”?

-Que gente con ideales aparentemente muy nobles está dispuesta a hacer cosas terribles por ellos.

Me mira a los ojos un rato y me dice:

-Ah.

Pronto se amplía el espectro de preguntas. Los internos quieren saber de política, del mundo, de cómo son vistos, de Al Qaeda. Descubro que viven en un planeta muy reducido, tocado en la parte superior por alambres de púas, y que no consiguen ver demasiado más afuera. 

Tras la charla, almuerzo con dos de ellos en una de las bibliotecas. La cárcel tiene tiendas y comedores, pero en los últimos años, se han estado abriendo bibliotecas en los diversos pabellones, por las que circulan unos mil libros al día. 

-Ahora queremos poner televisión –me dice uno.

-Pongan canal porno ¿No? -trato de bromear un poco-. Tantos hombres solos tiene que ser difícil de sobrellevar.

El interno se apresura a negarlo.

-Nada de porno aquí, ni bebida, ni drogas. Eso es para los comunes.

-O sea que ahora va a resultar que ustedes son unas monjitas cuidadosas de la regla moral.

-No es moral. Es disciplina.

En efecto, cada pabellón tiene talleres artesanales que producen cerámica y flores especialmente. Hasta hace un tiempo, los presos por terrorismo prohibían a los demás el ingreso a los talleres. Pero últimamente, los comunes dispuestos a evitar problemas han empezado a inscribirse para llenar su tiempo y su vida. La cárcel puede ser un lugar escandalosamente  corrupto, especialmente en los pabellones de narcotraficantes. Pero, como me dice un policía al salir, “los terroristas han montado un convento ahí dentro”.       

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31 de julio de 2006
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'Tour' absurdo por Lima

El fascinante centro de Lima es un lugar donde todo puede ocurrir. Y todo, de hecho, ha ocurrido ya. Sus casonas derruidas y luego reconstruidas son una gráfica de los cambios que ha vivido el Perú a lo largo de su historia. Y ahora, para conocer sus rincones más oscuros y prohibidos, el periodista Rafo León ha publicado Lima bizarra, una antiguía del barrio nuclear de la capital.

Algunas de las entradas de esta guía son en sí mismas obras literarias, como la dedicada al Palais Concert. En las primeras décadas del siglo XX, el afrancesado Palais Concert cobijaba entre mamparas y espejos modernistas a una floreciente aristocracia cultural. El aroma del café, el gin y la vainilla flotaba en las conversaciones de intelectuales como César Vallejo, José Carlos Mariátegui y Abraham Valdelomar, el Wilde peruano. Hoy, ahí funciona la discoteca Cerebro: sótano, luces rojas, olor o meados y humedad. Desde las cinco de la tarde, los estudiantes de inglés y computación se reúnen a emborracharse y ligar sobre las cenizas del glamour cultural.      

Siguiendo por el jirón de la Unión puede uno cortarse el pelo en la peluquería de Vladimiro Montesinos. El peluquero, Donativo Palacios, está siempre dispuesto a contar cómo conseguía disimular la prominente calvicie de Montesinos: le dejaba crecer los pelos de un lado de la cabeza y los atravesaba hacia el otro, como quien extiende una sábana negra y casposa para ocultar las vergüenzas. Encantador.

Como todo gran centro, el de Lima ostenta también una suculenta oferta de sexo: por supuesto, hay calles de prostitutas –y de prostitutos, e incluso de algunos entes indeterminados- y muchos pornoshops, como Tiendamor, de la galería Vía Véneto, que ofrece desarrollo del pene por 10 dólares, cápsulas, cremas, juegos de alcoba excitantes, bombas para hacer crecer el miembro y otros juguetes.

Ahora bien, en un país en que la mitad de la economía es informal, también lo es la mitad del mercado sexual: por las esquinas del jirón Lampa encuentras volantes que ofrecen brebajes selváticos y ungüentos mágicos de “eficacia garantizada”. Al leer la función de la mayoría de los productos, uno descubre que la gran obsesión de los peruanos –quizá de todos los hombres- no es atraer a las mujeres, ni aumentar su rendimiento sexual, sino simplemente alargarse el pene. Los hombres somos seres bastante básicos, está claro.

Sin embargo, no todo es pecado en el corazón del monstruo. El centro de Lima también alberga una amplia gama de manifestaciones religiosas populares, la mayoría de ellas, igualmente informales. Como el culto a Sarita Colonia, patrona de los pobres, las putas y los delincuentes, cuya imagen cuelga de todos los espejos retrovisores. El mayor milagro de Sarita es el milagro que espera toda mujer de barrio peligroso: cuando trataron de violarla, no había por dónde. Su entrepierna sólo lucía un codito.

Y por supuesto, una santa como Sarita convive con la santa oficial: Rosa de Lima, cuyo templo se eleva en la cuadra 1 de Tacna. Ahí podrán ustedes apreciar el muro del que colgaba sus cabellos para no poder dormir, porque le dedicaba su vigilia al señor. También está el pozo en que arrojó la llave de su cinturón de castidad metálico con púas por dentro, el último grito de la moda sadomaso en el siglo XVI. En el pozo uno puede pedir deseos, pero me parece que no se cumplen si involucran sexo. 

Todo eso y mucho más en la guía de Lima bizarra, un libro para turistas que quieran dar un paso más allá de la postal típica e internarse en la vida real de un país, una vida a veces enloquecida, a menudo surrealista, pero jamás carente del atractivo de lo imprevisto.   

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28 de julio de 2006
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‘Tour’ absurdo por Lima

El fascinante centro de Lima es un lugar donde todo puede ocurrir. Y todo, de hecho, ha ocurrido ya. Sus casonas derruidas y luego reconstruidas son una gráfica de los cambios que ha vivido el Perú a lo largo de su historia. Y ahora, para conocer sus rincones más oscuros y prohibidos, el periodista Rafo León ha publicado Lima bizarra, una antiguía del barrio nuclear de la capital.

Algunas de las entradas de esta guía son en sí mismas obras literarias, como la dedicada al Palais Concert. En las primeras décadas del siglo XX, el afrancesado Palais Concert cobijaba entre mamparas y espejos modernistas a una floreciente aristocracia cultural. El aroma del café, el gin y la vainilla flotaba en las conversaciones de intelectuales como César Vallejo, José Carlos Mariátegui y Abraham Valdelomar, el Wilde peruano. Hoy, ahí funciona la discoteca Cerebro: sótano, luces rojas, olor o meados y humedad. Desde las cinco de la tarde, los estudiantes de inglés y computación se reúnen a emborracharse y ligar sobre las cenizas del glamour cultural.      

Siguiendo por el jirón de la Unión puede uno cortarse el pelo en la peluquería de Vladimiro Montesinos. El peluquero, Donativo Palacios, está siempre dispuesto a contar cómo conseguía disimular la prominente calvicie de Montesinos: le dejaba crecer los pelos de un lado de la cabeza y los atravesaba hacia el otro, como quien extiende una sábana negra y casposa para ocultar las vergüenzas. Encantador.

Como todo gran centro, el de Lima ostenta también una suculenta oferta de sexo: por supuesto, hay calles de prostitutas –y de prostitutos, e incluso de algunos entes indeterminados- y muchos pornoshops, como Tiendamor, de la galería Vía Véneto, que ofrece desarrollo del pene por 10 dólares, cápsulas, cremas, juegos de alcoba excitantes, bombas para hacer crecer el miembro y otros juguetes.

Ahora bien, en un país en que la mitad de la economía es informal, también lo es la mitad del mercado sexual: por las esquinas del jirón Lampa encuentras volantes que ofrecen brebajes selváticos y ungüentos mágicos de “eficacia garantizada”. Al leer la función de la mayoría de los productos, uno descubre que la gran obsesión de los peruanos –quizá de todos los hombres- no es atraer a las mujeres, ni aumentar su rendimiento sexual, sino simplemente alargarse el pene. Los hombres somos seres bastante básicos, está claro.

Sin embargo, no todo es pecado en el corazón del monstruo. El centro de Lima también alberga una amplia gama de manifestaciones religiosas populares, la mayoría de ellas, igualmente informales. Como el culto a Sarita Colonia, patrona de los pobres, las putas y los delincuentes, cuya imagen cuelga de todos los espejos retrovisores. El mayor milagro de Sarita es el milagro que espera toda mujer de barrio peligroso: cuando trataron de violarla, no había por dónde. Su entrepierna sólo lucía un codito.

Y por supuesto, una santa como Sarita convive con la santa oficial: Rosa de Lima, cuyo templo se eleva en la cuadra 1 de Tacna. Ahí podrán ustedes apreciar el muro del que colgaba sus cabellos para no poder dormir, porque le dedicaba su vigilia al señor. También está el pozo en que arrojó la llave de su cinturón de castidad metálico con púas por dentro, el último grito de la moda sadomaso en el siglo XVI. En el pozo uno puede pedir deseos, pero me parece que no se cumplen si involucran sexo. 

Todo eso y mucho más en la guía de Lima bizarra, un libro para turistas que quieran dar un paso más allá de la postal típica e internarse en la vida real de un país, una vida a veces enloquecida, a menudo surrealista, pero jamás carente del atractivo de lo imprevisto.   

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28 de julio de 2006
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Carlitos y Estados Unidos

Cuando era niño, Lima me parecía horrible. Había bombas y apagones. No podías salir por la calle tranquilamente. Todos los niños de mi edad estaba obsesionados con el sexo y yo ni siquiera sabía qué era eso. Todos jugaban fútbol y a mí me daba miedo. Solía encerrarme a leer en mi cuarto y olvidarme del mundo. Me consideraba más inteligente que los demás, y atribuía a ello mi incapacidad para relacionarme. Hasta que llegó Carlitos.

A Carlitos lo trajo su mamá de la mano una tarde. Había visto que yo vivía en el edificio, y creía que podríamos ser amigos. Me había visto llevar libros, y consideraba que yo debía ser un chico decente. No sé si tenía razón, pero Carlitos y yo nos hicimos amigos rápidamente. Supongo que me hacía falta hablar con un ser humano.

El padre de Carlitos era almirante de la Marina, y la familia había pasado una temporada en la base americana de Naples. Desde entonces, eran fanáticos de los Estados Unidos. Todo lo que viniera de allá les gustaba. Carlitos tenía hasta guantes de béisbol que nadie sabía usar. Y su madre, cuando algo le parecía muy moderno, solía decir que era “como allá”. “Allá” significaba América, el paraíso. Comparaban todo lo peruano con “allá” y lo despreciaban. También el padre tenía esa afición. Llegaba a la casa, bajaba del auto escoltado por dos camionetas de seguridad con cristales polarizados y le decía a Carlitos:

Hey Paul, did you do your homework?

Yes, dad –respondía mi amigo. Nunca los escuché hablar en castellano.

Por supuesto, el hermano mayor de Carlitos fue enviado a estudiar a EEUU. Carlitos siempre hablaba de lo bien que le iba, de cómo se divertía, de todo lo que se compraba allá. Pero tres años después, cuando el hermano regresó, había perdido por lo menos diez kilos. Por entonces, éramos ya unos adolescentes, y al hermano le gustaba alardear de sus juergas en EEUU. Decía que mucha gente se pasaba la vida estudiando y trabajando, pero que él se había farreado cada minuto de los últimos años, y eso lo hacía sentirse satisfecho con su vida.

Meses después, el hermano fue preso. Lo capturaron cuando intentaba pasar cocaína hacia Miami. En atención a su padre el almirante, consiguió una celda especial en el presidio. Murió de SIDA ahí mismo un año después.

Según la cadena de mando, el padre de Carlitos estaba destinado a ser comandante general de la Marina. Su hoja de servicios era impecable, y había hecho una carrera brillante. Pero el gobierno truncó sus planes: se saltó a su promoción para poner a una más afín a sus propósitos. Súbita e injustamente, el papá de Carlitos se encontró en el retiro.

Por supuesto, viajó a Estados Unidos para ver si conseguía un lugar ahí, en alguna escuela naval. Pero estaba acostumbrado a sus honores militares y su estatuto semi diplomático. Esta vez, en cambio, en Houston lo detuvieron y revisaron. Quizá porque llevaba el apellido de su hijo, o quizá por el acoso que los americanos empezaban a hacerle a los militares fujimoristas. No se sabe. El caso es que lo tuvieron cuatro horas en una oficina del aeropuerto, la experiencia más humillante a la que se había sometido. Al final se embarcó en el siguiente vuelo a Miami para regresar, pero su corazón no resistió la experiencia. Murió durante la escala.

Hoy he pasado por la antigua casa de Carlitos, que ha sido reformada y ampliada. Pero mi viejo amigo ya no vive ahí. Me han dicho que está en Carolina del Norte, trabajando para un canal de televisión hispano. Su madre también vive ahí, o más bien, “allá”. Parece que está contenta, al fin.

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27 de julio de 2006
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Hombre que observa

Supe del escritor peruano Daniel Alarcón hace unos tres años, cuando publicó un cuento en The New Yorker, lo cual provocó mi más profunda envidia. Poco después, además, me enteré que era un par de años menor que yo, y eso convirtió mi envidia en hostil fijación. Leí el cuento con la esperanza de que fuese lamentable, y lo peor es que era muy bueno. Así que mi amargura se convirtió en el odio más abyecto.

Finalmente, lo conocí en persona en Madrid, en un congreso de literatura peruana. Fingí ser su amigo con el deseo secreto de empujarlo a una autopista o arrojarlo por las escaleras del metro. Y sin embargo, empezamos a coincidir en muchas cosas, y contra mi voluntad, terminamos haciéndonos amigos. 

Daniel nació en Perú pero su familia viajó a EE UU cuando era un bebé y él se crió en Alabama. Con los años recuperó su español y estudió antropología. Viajó a África y a China y a miles de sitios más. Y pasó unos meses en Perú, residiendo en el barrio popular de San Juan de Lurigancho, donde le decían “el norteamerincaico”. Ahora vive en Oakland.

En consecuencia, lo más extraño de su libro de cuentos Guerra a la luz de las velas es precisamente lo ilocalizable de su autor. Los narradores de estas historias parecen no tener un lugar en el mundo: narran en Nueva York, Yungay o Lima, pero no parecen sentirse cómodos en ninguno de esos lugares, como si los observasen desde Saturno. De hecho, Daniel no sólo narra de lugares a los que no pertenece, sino también de clases sociales que no son la suya ni lo serían de haberse quedado en el Perú: los que viven en el cinturón de miseria, los provincianos sin futuro, los inmigrantes de una Lima despiadada y gris.

Muchos de los cuentos están ambientados en Perú y trata temas sociales. En uno de ellos, un senderista trata de encontrar perros para colgarlos de los postes como acto político. Otro narra la historia de un desaparecido de la guerra contrasubversiva del Perú. Ni siquiera esos personajes parecen poseídos por la convicción que uno les supondría. Más bien, actúan como arrastrados por fuerzas que los superan, y que los llevan de un lado a otro más allá de su voluntad.

Otros cuentos parecen surgir de experiencias más personales: Ausencia o Suicidio en la Tercera Avenida parecen testimonios más personales en los que se invierte la perspectiva: son extranjeros o descendientes de extranjeros en Nueva York, tan ajenos como los demás a lo que les rodea, tan incapaces de liberarse de lo que son y lo que llevan consigo que ni siquiera se esfuerzan por intentarlo.

Hay una imagen recurrente en el libro que grafica esa visión de la realidad: la del derrumbe que arrasó el pueblo de Yungay. Nada quedó ahí más que el campanario de la iglesia sobresaliendo del lodo. Una aldea a la intemperie, sometida una vez más a fuerzas que escapan a su comprensión, incapaz de nada más que dejarse ahogar por la tierra.

Desde aquella vez en Madrid, he visto a Daniel Alarcón en Miami, Oakland, Perú y Bolivia. Es un hombre discreto y parco, a cuyo lado siempre parezco una especie de chiquilla escandalosa. Pero siempre parece estar observando todo lo que ocurre a su alrededor, en cada nuevo escenario. Supongo que está mirando la paleta con que dibuja su universo particular, un universo ajeno incluso para él mismo, teñido de soledad pero dotado de una aguda representación de la condición humana.

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26 de julio de 2006
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La ciudad y el perro

Lay Fun no es el tipo de animalito que quieres como mascota. Pesa unos cincuenta kilos y tiene ese sentido de la guerra que caracteriza a los rottweilers. De hecho, ha matado a un hombre. Pero lo más extraño es que, ahí donde lo ven, es un héroe nacional.

La historia comenzó cuando Lay Fun trabajaba como vigilante de seguridad en un estacionamiento de la avenida Abancay, en el barrio del Cercado de Lima. Por lo común, se limitaba a gruñirle a los sospechosos, trabajo de rutina y mal pagado, pero que desempeñaba con eficiencia. Hasta que una noche, un ladrón decidió entrar a robarse los electrodomésticos del lugar.

El plan del ratero era perfecto: soltaría a un gato en el estacionamiento para distraer al guardián y luego entraría. Pero Lay Fun no era tan fácil de engañar: se abalanzó sobre el ladrón con tal ansia que le abrió una arteria femoral a mordiscos. Al delincuente le bastaron unos veinte minutos en el suelo para morir desangrado.

Lay Fun y el gato fueron detenidos poco después, y llevados a un centro antirrábico. La ley considera responsable por las lesiones al dueño del perro. Pero el propietario se había dado a la fuga. La solución habitual en estos casos, como señalaron los periódicos, es sacrificar al perro.

Sin embargo, al día siguiente, había una manifestación enfrente del centro antirrábico. Más de cien personas exigían la inmediata excarcelación de Lay Fun: “sólo ha cumplido con su deber” afirmaban algunos. “La culpa es del ladrón. Total ¿Para qué se mete?” añadían otros. Las pancartas rezaban “Libertad para Lay Fun”, “Lay Fun = héroe”, “Lay Fun, estamos contigo”. Muchos de los participantes en la marcha expresaron su voluntad de adoptar al perro. Algunos activistas de la Asociación Amigos de los Animales trataron de ingresar en el centro antirrábico, pero fueron repelidos sin necesidad de recurrir al uso de la fuerza. Posteriormente, un abogado se hizo cargo del caso. Según afirmó, representaría también al hermano de Lay Fun, Lay Fa, momentáneamente hospitalizado debido al ataque de un gato.

La historia de Lay Fun y su incierto destino fueron portada de varios diarios de la capital durante toda la semana. El debate oscureció inclusive las fechas previas al cambio de mando. Todo el mundo quería participar en la polémica: ¿debe ser sacrificado Lay Fun?, ¿o debe ser liberado por haber cumplido con su deber hasta las últimas consecuencias? Chats, mails, diarios, foros públicos. Lay Fun es el personaje de la semana.

Y es que, en una sociedad harta de la política y escéptica sobre su futuro, el debate político se traduce en otros ámbitos. En una ciudad insegura y violenta, cunde el miedo. Lay Fun representa la admiración por las soluciones contundentes. Y el ladrón, a pesar del dudoso currículo de ser humano, es sólo un criminal. Nadie sabe siquiera cómo se llama. Para la opinión pública, su vida vale menos que la de un animal. 

La historia tuvo un final feliz para los defensores de Lay Fun: la policía nacional decidió reclutar a Lay Fun para la guardia canina. No sólo le salvaron la vida, sino la pusieron al servicio de la nación. Fue recibido en la escuela policial como un ejemplo.

Mientras tanto, el gato del ladrón permanece olvidado en una jaula del centro antirrábico. En la última imagen que la televisión transmitió de él, lo acompañaba una lata de atún vacía. El propietario de Lay Fun permanece en paradero desconocido. Y el muerto sigue muerto, y aún carece de nombre.

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25 de julio de 2006
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La ciudad de los muertos

Entrar por la puerta 3 al cementerio general de Guayaquil es como entrar a California por Beverly Hills. La calzada principal empedrada está bordeada de palmeras, y los mausoleos que flanquean sus orillas ostentan ángeles de mármol y fachadas barrocas. En las puertas de los sepulcros se leen apellidos ilustres como Baquerizo, Luque o Plaza Sotomayor. Es el barrio rico de la muerte.    

-Ese es el presidente Vicente Rocafuerte –me dice el vigilante. Estamos ante la tumba que corona la calzada, una mezcla de mausoleo y monumento nacional, llena de arabescos y figuras patrias esculpidas en bronce. La estatua de Rocafuerte se eleva soberbia en el centro.
-¿Fue un buen presidente? –pregunto.
-Ya da igual. Buenos o malos, aquí todos somos iguales.
-Ya.

Las palabras del vigilante no son tan ciertas. No todos son iguales en este camposanto. Ni siquiera los presidentes. Más atrás, como escondidito, descansa el ex mandatario Eloy Alfaro, implantador del laicismo en Ecuador, que ordenó el fin de los privilegios eclesiásticos. Su actitud fue tan revolucionaria que terminó asesinado por sus detractores, y casi un siglo después, la guerrilla ecuatoriana tomó el nombre “Alfaro vive carajo”. Pero el destino le jugó una broma cruel. Terminó enterrado en un cementerio católico, entre cruces y angelitos, para cuidar que no se escape.

-Este cementerio está lleno de gente importante ¿no? -comento.
El vigilante niega con la cabeza:
-Es como la ciudad. Tiene sus zonas ¿dónde se ha visto que los importantes se mezclen con los pobres?

En efecto, aquí también hay clases sociales. En los alrededores de las tumbas presidenciales se yerguen los sepulcros clasemedieros, con menos mármol y menos apellidos. Todo está tan bien organizado que uno puede incluso encontrar integrantes de organizaciones gremiales y profesionales que han decidido mantenerse juntos incluso después de que la muerte los separe: si necesitas un taxi, puedes llamar a la puerta del mausoleo del sindicato de Chóferes. Y a la misma altura, está el Benemérito Cuerpo de Bomberos, por si surge un incendio. Al lado de este último, como en toda ciudad que se respete, hay un barrio judío. Los apellidos Guttmann, Cohen, Beuthner, Oster figuran decorados con estrellas de David, apartados de los cristianos incluso más allá de la muerte. 

-Qué lugar tan apacible. No se puede usted quejar de estrés laboral.
-La verdad que no. Cuando acabé mi servicio militar me vine para el cementerio. Y me quiero quedar. Aquí hay mucha gente pero nadie molesta. 

Cómo no, también hay un barrio pobre. Y sigue el modelo urbanístico latinoamericano: las tumbas menos pudientes se desparraman arriba, por las laderas y las cumbres, desordenadas, en calles sin asfaltar cubiertas de mala hierba. Y entre ellas se encuentra un pequeño altar dedicado a los que no tienen ni tumba, las ánimas del purgatorio. Todos los lunes, la gente deja flores y velas en el altar, como quien pasa por un mercadillo de almas en pena. Y es que, según me explica el vigilante, en este mundo ni morirse es gratis:   

-Todas las tumbas llevan escrita la letra P o la A, según hayan sido compradas a perpetuidad o alquiladas por periodos de cuatro años. Vencido ese plazo, si los deudos no renuevan el contrato, los huesos se retiran del sepulcro y se guardan en unas cajas. Y si pasa mucho tiempo sin que nadie los reclame, sabe Dios dónde acaban.
-Oiga ¿Y no le da miedo trabajar entre tanto muerto?
-La verdad que no. Aquí nunca pasa nada. Los que me dan miedo son los vivos.
-Ya.

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24 de julio de 2006
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Invasión

En la convulsa Caracas, donde unas 25 personas mueren cada semana en episodios violentos, la plaza de Altamira parece un remanso de paz. A pesar de la congestión de tráfico, luce verde y limpia, y su obelisco proyecta cierta ilusión de prosperidad. Y sin embargo, la apacible Altamira también ha tenido sus sacudidas. Es aquí donde se reunían los manifestantes opositores a Hugo Chávez, entre ellos, la periodista Cynthia Rodríguez: 

-El 11 de abril del 2002 nos concentramos en esta plaza para protestar contra la politización de Petróleos de Venezuela. Éramos quizá millón y medio de personas marchando. En un momento, un actor de telenovelas que lideraba la manifestación arengó a la gente para llegar al palacio de Miraflores. ¿Por qué el líder era un actor de telenovelas? Así es este país. Él había llegado a animador. Y eso en Venezuela es como ser Dios.

Bajamos a la estación. Las instalaciones del metro de Altamira no tienen nada que envidiarle a ningún transporte público europeo, y la frecuencia de trenes es incluso mayor que en Madrid o Barcelona. Pero cuatro estaciones más adelante, al abandonar el subterráneo, volvemos al mundo real. Entre la Plaza Venezuela y el barrio de Chacaíto se extiende el bulevar de Sabana Grande, una extensa calle peatonal infestada de vendedores ambulantes. Cynthia asegura su bolso y me advierte contra los ladrones. Luego continúa su historia de abril:

-Mientras nos dirigíamos al palacio, empecé a ver a gente que corría en dirección contraria a la nuestra. Algunos de ellos estaban ensangrentados. Llamé al periódico en que trabajaba, y me advirtieron que no continuase, que la cosa se estaba poniendo muy violenta, que regresase a la oficina inmediatamente. Ahí supe que había francotiradores esperando la marcha. Ese día hubo 20 muertos.

Ahora deambulamos por los puestos de venta callejeros, que los venezolanos llaman “buhoneros”. Hasta hace unos años, en el bulevar de Sabana Grande se concentraban las tiendas de ropa cara y joyas de diseño, y los inmigrantes españoles se reunían en las terrazas a tomar café. Los primeros vendedores ambulantes eran vendedores furtivos que corrían con sus bolsas de mercancía al ver a la policía. Hoy, las autoridades les permiten quedarse.

La mayor parte del comercio se realiza en la calle. Aquí puedes conseguir ropa interior, bisutería de Miss Universo, discos y películas de estreno, manicura, trajes de novia, artículos esotéricos o pequeños trabajos de costura. Las tiendas de lujo han ido despareciendo o transformándose, y las sobrevivientes sacan la mercancía a la calle para poder competir con los buhoneros. En Sabana Grande, donde los pobres estaban prohibidos, ahora hay que confundirse con ellos para sobrevivir.

-Ese mismo día, tras la violencia callejera, un grupo de altos oficiales exigió la renuncia de Chávez. Según dijeron, Chávez firmó la renuncia, pero nadie vio ese papel. El caso es que entonces, todo se empezó a volver muy confuso. Los medios no informaban con claridad. Nadie sabía qué ocurría. Repentinamente, gobernaba Carmona, un empresario que representaba a los grandes capitales, y anuló por decreto las decisiones que se habían tomado en referéndum. Todo de porrazo. Amanecimos con un prepotente y, horas más tarde, teníamos a otro haciendo exactamente lo contrario. Y luego, para colmo, volvió Chávez. Todo en 24 horas.

No sólo las calles de Sabana Grande han sido ocupadas. En los alrededores del bulevar hay edificios vacíos que fueron tomados por familias bajo protección oficial. En los edificios se alquilan espacios para que los buhoneros guarden su mercancía. De ellos salen constantemente cajas y maniquíes de mujeres sin brazos pero con culos perfectos y respingones. Sabana Grande es una red, una ciudadela del microcomercio, una especie de zona liberada. Y al final, cuando llegamos a Chacaíto, termina también la historia de Cynthia:
   
-Nunca se supo quién disparó contra los manifestantes. Los chavistas dicen que fueron los opositores y viceversa. Yo, que participé en la manifestación, aún no sé para quién estaba trabajando, ni a quién apoyé realmente. En cuanto al actor de telenovelas que nos llevó hacia Miraflores, ahora vive en Miami.

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21 de julio de 2006
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El Boomeran(g)
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