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Un ángel en el infierno

Por 2 de agosto de 2006 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Cuando lo invitaron para bendecir la nueva cárcel de Piedras Gordas, el padre Hubert Lanssiers recorrió sus modernas instalaciones junto con las orgullosas autoridades. Al terminar el paseo le preguntaron qué opinaba. Y respondió:

-La veo incompleta. No he encontrado los hornos crematorios. 

Era más que una ironía. Piedras Gordas garantiza al máximo la seguridad y, por consiguiente, el aislamiento de los internos, como si los sepultase en vida. Para entrar hay que atravesar la reja principal, y luego un control suplementario con un nuevo registro. Más adelante se atraviesan cuatro puertas de seguridad, cada una de las cuales se abre sólo cuando ya se ha cerrado la anterior. A la mitad del largo pasillo que comienza entonces se encuentra una nueva caseta de vigilancia, a partir de la cual comienzan las distintas alas de la prisión, cada una con varios pabellones. Hay un control en cada ala, y otra más en el pabellón de destino. En total uno atraviesa siete puertas de seguridad y se identifica cinco veces a lo largo de cincuenta metros.

Entre los puntos de vigilancia sólo hay un túnel, de modo que si un interno tratase de fugar, podría ser “reducido a distancia” sin problemas. Además, la construcción garantiza que, en caso de motín, los diversos pabellones no podrán unirse. En la medida en que cada uno tiene un patio, cualquier rebelión podría ser sofocada con sólo bombas lacrimógenas. Es lo que llaman “un penal modelo”.

Quien ha conseguido que autoricen mi entrada se llama Carlos Álvarez, y trabajó con el susodicho padre Lanssiers durante más de un cuarto de siglo en las cárceles peruanas, hasta que sus figuras se hicieron inseparables, como Sancho Panza y Don Quijote. Tras la muerte de Lanssiers, hace cuatro meses, Carlos se convirtió en el único ser humano que goza de la plena confianza de las autoridades y de los reclusos al mismo tiempo. Está tan identificado con Lanssiers que todos creen que es cura. Y aunque no lo es,  hace milagros. El primero: lograr que el ataúd de Lanssiers fuese paseado por tres cárceles de máxima seguridad antes incluso de los honores oficiales y el entierro. El segundo: lograr autorización ministerial para realizar un acto cultural público por primera vez en la historia de Piedras Gordas. El acto cultural en cuestión soy yo.

-Carlos –le pregunto- ¿Y tú de qué vives?

-De nada. El cardenal Landázuri me heredó un dinero que invertí en la empresa de un amigo. Desde entonces, mi amigo me da cien dólares al mes como accionista. Por lo demás, de mi familia y mis amigos que me ayudan.

-¿Y no hay financiamiento para estas cosas?

-Aún cuando se ofreció, Lanssiers y yo nunca aceptamos dinero del estado. De todos modos, vivo bien.

-Carlos, no tienes plata ni siquiera para el taxi a la cárcel de Chorrillos.

-No, pero como tampoco necesito, no hay problema.

Así que no es un cura, pero como si lo fuera.

Primero pasamos a un pabellón de los presos comunes, que como suele ocurrir, es un jolgorio: hay radios con salsa a todo volumen, y hay un señor que se pasea en toalla, y hay dos caballeros friendo ajos y hay una chica dando clases de aeróbicos en el patio (lo juro). Carlos busca a un delegado para anunciar un concurso de poesía. El delegado le recibe el papelito sin hacerle mucho caso.

-Ya, muchas gracias.

-Hay premios.

-Ya.

-También quiero saber qué les hace falta.

Entonces, al delegado le cambia la cara. Se pone serio. Pide que le bajen el volumen a la salsa y le traigan sus lentes. Nos cuenta que los proveedores no cumplen con los menús, y que hay varios presos que no son de máxima seguridad pero han sido reubicados en Piedras Gordas porque en sus lugares de origen ya no queda sitio.

-¿Seguro? –dice Carlos-. Porque si son homicidas, ya les corresponde esta cárcel.

-A mí no –dice otro-. Yo estoy por robo agravado. Mi condena es menos de ocho años.
Carlos  toma nota de las demandas y me explica:

-A esta gente nadie en todo el país la escucha. Y algunos ni siquiera tienen familia o no están cerca de ella. Así que necesitan que alguien hable por ellos. Felizmente, en general, las autoridades comprenden las demandas básicas. No solemos tener conflictos. Es un diálogo, más bien.

Mientras cambiamos de pabellón, me cuenta que una vez se ganó un viaje a La India en un sorteo.

-¿Estás hablando en serio?

-Sí, de verdad. Ya te digo, yo vivo muy bien.

-Pero eso es tener demasiada suerte.

-Son regalitos de Dios, pues.

Pero ahora tenemos que dejar de reírnos. Es hora de identificarnos para entrar en el siguiente pabellón.         

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