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Memorial del convento

Por 31 de julio de 2006 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

La cárcel de Castro Castro está en una esquina de la ciudad de Lima, en el preciso punto donde terminan las casas y surgen los cerros secos y polvorientos. Desde el interior del penal, lo único que percibe del mundo exterior son esos cerros confundiéndose con el gris del cielo, a través de las vallas de púas.

Los doce pabellones están dispuestos en círculo alrededor de un gigantesco poliedro de concreto inservible. Estaba planeado que en esa construcción hubiese cámaras que controlando todo el penal, pero el dinero para tecnología desapareció en un oscuro caso de corrupción durante el gobierno de Belaúnde. Desde entonces, el frustrado panóptico es sólo un himno más a todas esas cosas que el Perú aún no construye.

Los presos por terrorismo –que se autodenominan “presos políticos”– se agrupan en el pabellón 4A. Descubro que hay cierta expectativa por mi llegada, porque aquí nadie viene nunca, y menos a presentar un libro. En el patio se aglomeran uno sesenta internos, suma nada despreciable. Se puede distinguir con cierta claridad que los emerretistas parecen más urbanos y los senderistas tienen un origen un poco más rural. Pero los únicos plenamente andinos son los humalistas, que aunque considerados presos comunes, sienten afinidad por los presos por terrorismo.

La charla es breve, pero la ronda de preguntas es interminable. Incluso los internos que no “aprueban” ideológicamente la novela tratan de ser respetuosos con sus preguntas. Uno me dice:

-Le agradezco su visita, pero me gustaría señalar con todo respeto que esta novela está escrita desde una perspectiva burguesa.

-Es que yo soy un burgués ¿No lo había notado?

Ellos dejan escapar una risa nerviosa. Me doy cuenta de que es como si les hubiese dicho que soy gay. Otro dice:

-Me parece que su novela no toca las causas profundas del conflicto.

-Probablemente. El tema que me interesaba era la ambigüedad moral.

-¿Qué quiere decir “ambigüedad moral”?

-Que gente con ideales aparentemente muy nobles está dispuesta a hacer cosas terribles por ellos.

Me mira a los ojos un rato y me dice:

-Ah.

Pronto se amplía el espectro de preguntas. Los internos quieren saber de política, del mundo, de cómo son vistos, de Al Qaeda. Descubro que viven en un planeta muy reducido, tocado en la parte superior por alambres de púas, y que no consiguen ver demasiado más afuera. 

Tras la charla, almuerzo con dos de ellos en una de las bibliotecas. La cárcel tiene tiendas y comedores, pero en los últimos años, se han estado abriendo bibliotecas en los diversos pabellones, por las que circulan unos mil libros al día. 

-Ahora queremos poner televisión –me dice uno.

-Pongan canal porno ¿No? -trato de bromear un poco-. Tantos hombres solos tiene que ser difícil de sobrellevar.

El interno se apresura a negarlo.

-Nada de porno aquí, ni bebida, ni drogas. Eso es para los comunes.

-O sea que ahora va a resultar que ustedes son unas monjitas cuidadosas de la regla moral.

-No es moral. Es disciplina.

En efecto, cada pabellón tiene talleres artesanales que producen cerámica y flores especialmente. Hasta hace un tiempo, los presos por terrorismo prohibían a los demás el ingreso a los talleres. Pero últimamente, los comunes dispuestos a evitar problemas han empezado a inscribirse para llenar su tiempo y su vida. La cárcel puede ser un lugar escandalosamente  corrupto, especialmente en los pabellones de narcotraficantes. Pero, como me dice un policía al salir, “los terroristas han montado un convento ahí dentro”.       

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