Vicente Verdú
Por azar he venido a leer, al compás de este verano, algunos libros de Azorín referidos a España y los españoles y caigo en la cuenta de lo poco que los españoles -no los políticos españoles, no los ciclistas, los toreros o los especuladores españoles- y España -no las comunidades autónomas, no el Estado español- han contado en la literatura o el periodismo de estos últimos veinte años.
De una parte ha interesado tanto la reconstitución del Estado español que proporcionalmente ha interesado apenas la cambiante fisonomía española. De otra parte, se ha celebrado tanto la integración de España en Europa y el panorama internacional que seguramente ha parecido cateto y pasado de época dirigir la vista a lo interior.
El caso es que desde hace demasiado no se habla de la real realidad española, cuya rápida y tumultuosa evolución constituye un fenómeno superlativo.
En los años 60 el trasvase de población del campo a la ciudad, del interior al extranjero supuso un movimiento migratorio como no se había conocido en la historia de Europa. Ese transtorno no cesaba de ser tratado en los libros y en los periódicos. Ahora la transfiguración de la cultura y las costumbres españolas en este último cuarto de siglo comporta una convulsión igual o superior y, sin embargo, no ha convocado ni la mitad del interés.
La política, los políticos, la política institucional, han ofuscado de tal modo la visión de todo lo demás que los medios parecen tuertos o ciegos en el momento de reflejar la situación rural o urbana, la vida actual de los pueblos y las capitales, los nuevos hábitos de compra, de entretenimiento o de reunión. Incluso el espacio inaugural de Internet que afecta decisivamente la vida cotidiana de los adolescentes, los trabajadores y los matrimonios recientes aparece tan sólo a “fogononazos” y sin trabarse para dar cuenta de su inédita naturaleza. Con todo, la consecuencia viene a ser que habitamos este país como si residiéramos en una plataforma flotante y sobre cuya identidad nadie habla tanto por vergonzosa corrección como por suma ignorancia. De hecho, es muy probable que no haya país europeo con tan desvaída pronunciación sobre sí. Ninguna nación que vindique menos su entidad, ninguna organización que, al cabo, posea un proyecto más tenue sobre su porvenir. Poblamos España como náufragos de procedencias locales o regionales y agregados en un mapa que, a fuerza de los desgarrones secesionistas, siente pudor de su cuerpo y, sorprendido, no sabe, no contesta, no conoce, ni se atreve a proponerse algo en común. ¿Bueno? ¿Malo? ¿Indiferente? Sin duda muy extraño y anómalo, demasiado anémico o anómico, tendente a la desgana colectiva y a la muy fácil desmoralización.