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El Boomeran(g)

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La soledad de los hoteles

El hotel donde me alojo en Madrid tiene enfrente un gigantesco afiche publicitario con una bellísima modelo que mira a mi balcón desde la profundidad de sus ojos azules. A veces salgo, y nos miramos un rato por encima de la Gran Vía. Creo que ella me hace ojitos. Pero no basta para hacerme sentir acompañado.

Este año he conocido unos 28 hoteles. El primero, el día en que me dieron el premio Alfaguara, fue este mismo. Acabé la noche en el cuarto con dos amigos y mi novia, encargando botellas de champán, comiéndonos los chocolates del armario y vaciando el minibar. Sólo por gastar dinero ajeno, dejamos encendido el canal porno durante tres horas, mientras bebíamos y celebrábamos. De todo eso, en el resto de los hoteles del año, lo único que me  quedó fue el minibar y el canal porno.

La mayoría de los hoteles son básicamente iguales, aunque presentan diferencias regionales. Los escandinavos, por ejemplo, suelen carecer de bañera, y a veces incluso de cortina de baño: la ducha es una parte más del cuarto, y debes procurar no mojar el water. Los latinoamericanos de países pequeños suelen tener vista a un centro comercial llamado mall, el mejor paisaje posible. El hotel madrileño tiene poemas de Juan Ramón Jiménez o Machado pintados en las paredes, y cuando bajas al bar, siempre te encuentras con alguna estrella como Enrique Bunbury o Leonor Watling. Es el tipo de hotel que te hace sentir importante y artista, además de solo.

Y es que los hoteles deben estar hechos para que cualquier público se sienta cómodo, sea un cantante de rock, un escritor, un político, un padre de familia o un ingeniero de caminos. Por lo general, las pinturas son acuarelas vagamente figurativas con paisajes difuminados en el lienzo, las alfombras están donde tus pies se posan al levantarte, y hay un sofá en el que nunca te sientas. No hay ninguna señal de un lugar habitado, alterado por la presencia de un ser humano con gustos individuales. Imagino que el decorador es siempre el mismo, y está muerto.

Siempre finjo no fumar. Me quedo en dormitorios de no fumadores, y termino por comprar cigarros que no pago y abrir la ventana para fumarlos. Eso es más difícil en Europa, donde suena la alarma contra incendios. Pero en América Latina, te dejan saltarte las normas. De hecho, en América Latina tus necesidades son más fáciles de resolver. Siempre hay alguien que tiene lo que necesitas. No hay hora en que se cierre el servicio al dormitorio. Todos harán lo que quieras y conseguirán lo que pidas, incluso un látigo sadomaso a las cuatro de la mañana. Y si estás de mal humor, puedes gritarles a los empleados.
Mientras tu cuenta esté al día, puedes portarte como un imbécil si eso quieres. En Europa, pagas por pasar la noche bajo un techo. En América Latina, pagas por ser quien tú quieras.

Pero eso no les sirve a todos. Según el caso, uno va desarrollando estrategias para sentirse bien. Yo, que ando en giras promocionales, he desarrollado un pasatiempo: después de hablar con decenas de personas a lo largo del día, me encierro con mi Ipod y una botella de lo que sea para cantar y beber en calzoncillos. Por alguna razón, la paso realmente bien así.

Alguna vez, sobre todo al principio, he buscado sexo. El sexo está bien. El problema es la resaca: al día siguiente, sientes un vacío brutal. Por lo general, además, nunca vuelves a ver a esa persona, y si la vuelves a ver te das cuenta de que no tenías mucho en común con ella, lo cual te hace sentir aún peor. Conforme pasan los días y cambias de habitaciones, cada vez te resulta más difícil conciliar el sueño, solo o acompañado.

Supongo que por eso hay canales porno en todos los hoteles.

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9 de octubre de 2006
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El señor embajador

La primera vez que vi personalmente a Jorge Edwards, paseaba con elegancia por un bar de Segovia con un whisky en la mano. Pasaba la medianoche e iban quedando solo algunos editores y escritores jóvenes, de los que no abandonan el bar hasta que los echen. Pero Edwards, que podía ser el padre de cualquiera de nosotros e incluso el abuelo de alguno, parecía fresco como una lechuga, contaba anécdotas, juzgaba la calidad de las copas, se divertía. A las tres de la mañana, cuando yo no podía más,  abandoné el bar. Edwards aún seguía ahí.

A la mañana siguiente, cuando bajé a remojar en café mi resaca, Edwards ya estaba en el comedor del hotel, tan hablador y simpático como la noche anterior. Por un momento pensé que seguía tomando el mismo whisky, pero estaba desayunando. Recordé entonces que la única palabra que aparece en su libro Persona non grata más veces que el nombre de Fidel Castro es “whisky”. Edwards no solo sabe de política. Sabe beber, que es algo mucho más importante para la vida práctica.

Hoy en día, Edwards se pasea por la política como por el bar. Habla de Cuba con el mismo desparpajo sonriente de viejo zorro que está ya de vuelta de todo. Pero no siempre fue así. De hecho, admite haber sido “un pésimo diplomático”.

-Es que solía decir demasiado lo que pensaba. Y tenía amigos que eran poetas ajenos al régimen, y que despertaban las suspicacias de la revolución. Al final opté por mis amigos. Y creo que hice bien.

Persona non grata es un retrato de la Cuba del 71, cuando la revolución empezaba a montar un Estado policial para contrarrestar el descontento producido por el bajo rendimiento de la economía. Para muchos de sus detractores, Edwards es un paranoico que veía micrófonos por todas partes:

-Cabrera Infante me dijo entonces que no hay delirio de persecución ahí donde la persecución es un delirio. Mucha gente en esos días encontró en la delación –cierta o falsa- la mejor demostración de su lealtad revolucionaria. Y ya delataban tonterías. A veces, ni siquiera los policías les hacían caso.

En el libro, Fidel es retratado como una especie de titánico iluso, un hombre de prodigiosa memoria y una personalidad tan impetuosa como sus fantasías respecto a las posibilidades de la isla.

-Tenía una granja de experimentación en que pretendía producir quesos camembert. Y había miles de proyectos así. Había logrado a fuerza de su voluntad cambiar las leyes políticas de Cuba, y creía poder hacer lo mismo con las leyes de la naturaleza.

-¿Hace mucho que no viaja usted a Cuba? ¿Iría ahora?

-No. Pero no le temo al ataque, sino al abrazo. Creo que los coroneles del libro me tratarían muy bien y se harían fotos abrazándome. Y entonces, perdería a los amigos que no dejaron de hablarme cuando publiqué el libro.

Muchos escritores latinoamericanos de la generación de Edwards viven encaramados en sus pedestales y hablan con sentencias pontificias. A menudo incluso escriben con ellas, o valoran una prosa inaccesible como señal de buena literatura. Edwards no. Tanto en su habla como en sus libros, puede ser profundo y agudo sin dejar de usar un lenguaje transparente y fluido. O quizá más bien por eso. De hecho, es capaz de responder con dos palabras que muchos escritores nunca se atreven a decir:

-¿Y qué cree que pase en Cuba después de Castro?
-No sé.

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6 de octubre de 2006
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La coca salvadora

Diez días después de su sulfuroso discurso ante la Asamblea de las Naciones Unidas, Chávez no parece haber surtido un gran efecto: sus apoyos y obstáculos para alcanzar un asiento en el Consejo de Seguridad siguen siendo los mismos, y la retórica antiimperalista -aunque grata a muchos oídos- no resulta muy contundente en boca de un gran socio comercial de Estados Unidos como él. Quizá el máximo efecto de su discurso fue disparar las ventas del libro de Noam Chomsky que mostró en el estrado. Nunca está de más promocionar un poco la lectura.

El que sí tuvo un eco inesperado en la prensa internacional -Newsweek le dedicó una página y el Herald Tribune, un editorial, por citar solo dos ejemplos- fue el menos rimbombante Evo Morales quien, en vez de un libro, empuñó una hoja de coca. Morales está haciendo campaña para diferenciar la coca de su derivado más tóxico: la cocaína. Y quizá a los Estados Unidos le convendría poner más atención a lo que dice.

La lucha contra el narcotráfico constituye el eje de la política norteamericana hacia la zona andina y buena parte de Centroamérica. En nombre de la salud de sus ciudadanos, EE. UU. no vaciló, por ejemplo, en invadir Panamá y vetar la entrada en su país a un ex presidente colombiano. Y aunque los métodos de lucha se han refinado un poco en los últimos años, la estrategia para luchar contra las drogas sigue basándose en la erradicación absoluta, con frecuencia recurriendo a infraestructura militar. Es como si para erradicar el alcoholismo bombardeasen con napalm los viñedos franceses.

Significativamente, la mayor resistencia contra Estados Unidos en la región andina se ha articulado precisamente en torno a las zonas que producen coca: es ahí donde comenzó su carrera política el propio Evo Morales, es ahí donde se hizo fuerte la guerrilla colombiana y es ahí donde más tenazmente sobrevivió Sendero Luminoso en el Perú.

La razón es simple: la violencia en la guerra contra la cocaína no suele afectar a los narcotraficantes y sus laboratorios, sino a los campesinos que cultivan lo que ha formado parte de su cultura durante siglos. Esos campesinos no pueden recurrir a las autoridades del Estado, que además a menudo son compradas por las ingentes masas de dinero que produce el negocio ilegal. En su camino hacia EE. UU., la cocaína deja tras de sí un reguero de conflictos sociales que van de la guerrilla a las maras. El resultado de todo esto es el caldo de cultivo perfecto para grupos antisistema, violentos o no, que capitalizan el descontento.   

¿Cómo se soluciona todo esto? Dándole otro uso a la coca. Un uso legal. La propuesta de Morales y de muchos pequeños empresarios andinos es precisamente producir dentífricos, bebidas, medicinas, y convertir la coca en un polo de desarrollo para las poblaciones más deprimidas. Habrá que ver, claro, qué tan viable es eso, y qué solidez tiene la evidencia científica que ensalza a la hoja de coca como una panacea. Pero sí hay evidencia de una cosa: la política actual contra las drogas no está funcionando. No se han reducido significativamente los cultivos, y no lo harán mientras se mantenga el cóctel entre gente muy pobre y zonas geográficas muy inaccesibles.

La lección para EE. UU. parece difícil de aprender. De hecho, en Afganistán cometen el mismo error: en vez de dar una salida factible a los cultivadores de opio, los dejan en manos de los talibanes, que se están rearmando con el dinero del narcotráfico, gracias a EE. UU. Pero en el caso de la coca, la comunidad internacional puede dar un paso importante derogando la prohibición de Naciones Unidas que pesa sobre los productos derivados de la coca (prohibición que, por cierto, tiene excepciones que permiten a la Coca Cola comprar estos insumos). Ese sería el primer escalón para una solución pacífica y negociada que, además, beneficiaría tanto a los campesinos como a los Estados Unidos. Queda por ver si la administración norteamericana está dispuesta a que la salven de sí misma.

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4 de octubre de 2006
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Amor de plástico

Amanda tiene un aviso en Internet, junto a sus amigas, que se promocionan para tener sexo contigo. Puedes echarle un vistazo aquí. El texto de Amanda la describe «rubia, ojos azules, color de piel variado, cara tipo 7 y cuerpo tipo 4 & 5». Algunas de sus características pueden resultar difíciles de comprender en una lectura rápida, pero quedan aclaradas en cuanto comprendes que Amanda, en realidad, es de plástico.

Ella forma parte del catálogo de Real Dolls, una empresa que fabrica y distribuye muñecas inflables con características tan humanas que resultan mejores que las humanas de verdad. Piénsalo: no le temen a ninguna experiencia, no amanecen con ojeras, no tienen ni una palabra de protesta si eres un pésimo amante y se parecen eternamente a lo que quieras. Por lo demás, sus orificios corporales asemejan a la perfección a los de una fémina humana: los genitales producen un efecto de succión, y la cavidad bucal viene con suaves dientes y lengua de silicona. La piel es suave al tacto y no despide más olor que un suave aroma frutal, y los labios vaginales pueden manipularse a voluntad. Además, consiguen sostenerse en cuatro patas con ayuda de una almohada. 

Real Doll no es una empresa machista, y para probarlo está Charlie (moreno, ojos marrones, tono de piel medio, cara 1, cuerpo 1), un ejemplar que nunca fallará a las chicas más exigentes en la medida en que su erección es perpetua. Sin embargo, hay que admitir que la mayor parte de su catálogo es para chicos y ha sido diseñado pensando en tipos claros de varón. Los que prefieran la exótica belleza oriental tienen a Kaori, y los amantes de la sensualidad africana disponen de Melissa. Los fanáticos de los pechos optarán sin duda por Anna Mae, que por un suplemento trae el pelo rosado  y pestañas de fantasía. Y todas (menos Charlie) vienen con minifalda, tacones y ropa interior, para que te hagas la ilusión de pelarla como a una fruta: no se puede pedir más por $7000.   

El precio de una muñeca de estas equivale al de un caballo de buena calidad, pero si la tratas bien, la muñeca dura más. De hecho, la idea es que solucione para siempre tus problemas con las relaciones sexuales. Porque por mucho que se parezcan a las personas, las muñecas no tienen personalidad, ni voluntad, no exigirán nada de ti. Como el sexo telefónico, las pelis porno, los yogures sin lactosa o el café sin cafeína, las Reall Dolls son productos diseñados para saciar una necesidad sin producir los perjuicios del producto original: son un sucedáneo del sexo. Y sin embargo, si el sexo es definidio de un modo rigurosamente físico, el sucedáneo es más eficiente que el original, con el que a menudo es necesario conversar, por lo menos mientras ambos se emborrachan.   

Supongo que vivimos en un mundo cada vez más solitario, donde la soledad entra en el mercado de forma cada vez más sofisticada. Pronto, quizá la ciencia consiga que estas muñecas también digan lo que uno quiere escuchar: «qué bueno, papi», «qué rico lo haces» ese tipo de cosas (No creo que reciten a Becquer, en todo caso). La cuestión es que, cuando hablen, las muñecas entrarán en competencia con las prostitutas, que siempre se podrán conseguir a mejor precio, así que ese debe ser un nicho de mercado demasiado arriesgado. Al fin y al cabo, Real Doll está diseñada para un consumidor con una demanda clara y un apetito limitado, como un McDonalds del amor.

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2 de octubre de 2006
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Maneras de estar triste

Cuando queremos deprimirnos, los latinoamericanos montamos un circo. Lloramos, sufrimos, nos cortamos las venas, gritamos. La exteriorización impúdica del dolor forma parte de nuestra manera de superarlo.

En cambio, si uno recorre la sala Munch de la Galería Nacional de Oslo, encuentra genuinas muestras de la manera noruega de lidiar con la depresión. Munch -aquí le dicen Munk- se pone triste "para adentro", se hace un ovillo y se encierra en sí mismo a sufrir.

La descripción es literal: en uno de los cuadros, llamado Cenizas, una mujer se tira de los cabellos mientras Munch oculta la cabeza entre las manos en un rincón. En otro, aparece la figura del pintor apenas delineada en la oscuridad, pálidamente iluminada por la luna, difuminándose entre el humo del tabaco. En Melancolía (y fíjense nomás en los nombrecitos que escoge) se le ve en la playa, triste mirando al suelo, mientras al fondo del cuadro, para mayor escarnio, la gente de colores se divierte.

El equivalente latinoamericano como catalizador del sufrimiento es la canción romántica, de la que la cultura noruega carece. Comparemos, por ejemplo, a Munch con el baladista mexicano José José. Cuando le da por sufrir, José José no mira al suelo, sino al barman. Amenaza con emborracharse, cumple sus amenazas y está dispuesto incluso a alcoholizarse hasta la inconsciencia con otro tipo que está enamorado de la misma que él, como en Quiero que brindemos por ella. José Jose socializa y esparce su dolor. Con Munch se habría aburrido de lo lindo.

Quizá la explicación estriba en los motivos de la tristeza. Munch dedica por lo menos tres cuadros a la muerte: el fallecimiento de su hermana es retratado en uno de ellos, y otros dos muestran la agonía de esa mujer víctima de tubercolisis, pálida, más bien verde, atendida por alguien que la observa patéticamente. El sufrimiento de los demás cuadros se debe a cosas tan abstractas como la existencia, la soledad o la incomprensión.

José José, en cambio, sufre solo, única y exclusivamente por el amor que "vuelve a quien lo toma gavilán o paloma" porque "el que ama todo lo da" (y poco recibe en sus canciones), que la edad es un impedimento, que el abandono, que el desamor. Si Munch le contase sus penas, José José le propinaría sin duda un botellazo por perder el tiempo con tonterías.

De hecho, lo más cercano del pintor nórdico a un cuadro sensual, la Madonna, es una mujer oscura y vaporosa semioculta en la penumbra, con las ojeras más marcadas que los ojos. Hay un cuadro de un beso -se llama así, El beso- pero es un beso furtivo, arrinconado, y el centro del cuadro en realidad lo ocupa la ventana abierta sobre la aplastante ciudad.

En otra de sus pinturas, llamada El día después, una mujer reposa sobre la cama agotada, frente a una mesa llena de botellas vacías. Imagino que acostarse con Munch debe haber sido una experiencia emocional agotadora.

Luego, claro, de tanto sufrir para adentro, a Munch le roban los cuadros a plena luz del día y sus vigilantes no se dan cuenta. Pero esta semana, al fin, vuelve a colgarse en el museo del pintor su cuadro más famoso: El grito, una metáfora más de la angustia generalizada que produce el hecho de existir. Imagino que José José, si alguna vez visita la exposición, le echará un vistazo al lienzo con sus ojitos rojos, lo interpretará sesudamente y lo rebautizará con el nombre de La resaca.

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29 de septiembre de 2006
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El mexicano tranquilo

El día en que Cuba entera se quedó sin luz debido a la crisis energética, Juan Villoro fue encomendado para escribir una crónica al respecto. Sería un relato poético y a la vez irónico sobre las ilusiones apagadas y las metáforas eléctricas. Juan tenía un comienzo perfecto para la crónica, un comienzo que había esperado decenios para encontrar el relato que le correspondía: y es que su abuela, que vivía en Yucatán, durante su infancia jugaba a divisar las luces de la isla más allá del mar. Y ahora todas esas luces habían desaparecido. Hermoso, realmente. Juan había encontrado también una cita de Martí que parecía escrita pensando en él: "tengo dos patrias: Cuba y la noche". El escenario estaba dispuesto.

Pero el día en que Juan llegó a La Habana, la luz se había restablecido. Su crónica se arruinó antes de comenzar.

Villoro es un narrador literario de la realidad. Juega con ella, le  roba el material de sus historias, y a veces a cambio soporta sus malas pasadas. Creo que es entonces cuando escribe ficción. En todo caso, es mexicano, y como tal, vive en una especie de limbo en el que todo es posible. Supongo que en México, como en Perú, la verdad es el género literario con más posibilidades sorprendentes.

-¿Tú me puedes explicar qué cuernos está pasando en tu país? -le  pregunto cuando lo veo en Segovia.
-Pues no. Si se pudiese explicar, no sería México.

Otra particularidad de Villoro es que dice todo en el mismo tono. Es como si no se enojase jamás, ni se pusiese eufórico. Tampoco hace distingos con sus interlocutores. La mayoría de la gente en los festivales literarios persigue a los grandes escritores y desprecia a los chicos, y siempre te mira por encima del hombro en las conversaciones, a ver si detrás de ti aparece alguien más interesante. Villoro no. Le dedica a Ian McEwan, a un periodista, a Rosa Montero, o al camarero del bar la misma cortés y parsimoniosa ironía, la misma mirada que desplaza por temas tan variados como el fútbol, la literatura o, por supuesto la política.

-Con la información disponible fuera de México, resulta difícil entender a López Obrador -le digo-. Parece que hubiese enloquecido.
-Tiene el antecedente de las elecciones que ganó Salinas de Gortari.
Ahí hubo un fraude muy claro, y la izquierda no consiguió articular ninguna respuesta hasta hoy.
-¿Pero hubo fraude o no?
-No hay evidencias contundentes de que sí, pero tampoco de que no. El tribunal no permitió el recuento de votos. Y eso, en un país que no confía en las instituciones, produce mucha desconfianza.
-¿Y esto hasta dónde puede llegar? ¿Puede estar la gente bloqueando el país indefinidamente?
-Tras su radicalización, la popularidad de López Obrador ha descendido mucho. Pero la percepción ciudadana de que hubo fraude ha aumentado. Todas estas movilizaciones servirían si no se quedasen acá, si fuesen el principio de un movimiento ciudadano de vigilancia y reacción ante los abusos desde el Estado.
-Eso es lo que estaba tratando de hacer el Subcomandante Marcos.
-Sí, pero él nunca cuajó. Y ahora, con un López Obrador antisistema, no le queda ningún espacio político.

Hasta ahí llega nuestra conversación, porque oímos que ha comenzado el concierto de Bob Geldof. Yo he visto a ese cantante en fotos con Bono, con Sting, con George Bush y con Mandela, pero nunca he escuchado una canción de él. Villoro, en cambio, es su fan de toda la vida, y ésta es su primera oportunidad de verlo en vivo. Nos dirigimos a la plaza del acueducto. Llueve en Segovia. Cuando al fin llegamos, el concierto se suspende por las condiciones del clima. Es la única noche lluviosa del Hay Festival, pero es justo la del concierto. Sin embargo, Villoro no se inmuta ni se frustra. Acostumbrado a los reveses de la realidad, mantiene la sonrisa incólume y sugiere:

-OK, hagamos algo serio. ¿Vamos a otro bar?

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27 de septiembre de 2006
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Ángel en guerra

En el aeropuerto de Barajas debo esperar un par de horas a que lleguen otros invitados al Hay Festival de Segovia, para partir todos juntos en un transporte común. No me importa porque tengo un iPod para encerrarme en mí mismo, y ahí me quedo hasta que el conductor me toca el hombro y me presenta a la siguiente invitada. De mala gana, me levanto a saludar.

Frente a mí se eleva una noruega rubia y alta que me saluda con dos ojos azules y angelicales. Pienso en el festival al que vamos. Como todos los encuentros literarios, estará lleno de señores gordos y mayores de edad a menudo calvos a los que yo admiraré con pasión. De inmediato malicio que esta mujer es demasiado guapa para escribir bien. 

Pero es inteligente y simpática. Me cuenta que es periodista, y que ha escrito sobre Afganistán, Irak y Serbia. Me cuesta imaginarla como corresponsal de guerra, a menos que sea en una película de Hollywood, de esas en que la gente rueda por el suelo y atraviesa los nidos de ametralladoras sin despeinarse. Pero estoy a punto de descubrir que todas esas ideas mías sobre esta mujer no son sólo machistas, sino plenamente características del perfecto imbécil que habita en mí.

Las primeras señales llegan en el festival, cuando procuro presentársela a la gente con la inocente intención de que no se sienta sola. El primer editor amigo que encuentro se nos acerca con una sonrisa. Ya estoy a punto de recibirlo con un abrazo, pero pasa de largo de mí y va donde ella:

-Tú eres Asne Seirstad ¿verdad? ¡Me encanta tu trabajo!

Circula por ahí también el director de una feria del libro europea. Me lo han presentado unas cuarenta veces y nunca recuerda mi nombre. Pero al ver a Asne corre, se arrastra, babea y gorgotea. Cuando no le queda más remedio que volverse a saludarme a mí también, le nombro a las decenas de personas que nos han presentado antes. Es inútil. Para él soy el amigo de Asne. Y con eso le basta. Al final del festival, aún no recuerda mi nombre, pero me invita a su feria el próximo año. Rato después, Asne me presenta a Ian McEwan.

Procuro informarme. Resulta que el libro de Asne, El librero de Kabul, vendió 300.000 ejemplares en Noruega, un país de cuatro millones de habitantes. Hay casi un ejemplar en cada familia. En la lista de los cien libros más vendidos en Reino Unido, hay sólo dos traducidos de otras lenguas: uno de ellos es el suyo. Ha sido traducida a casi cuarenta idiomas, ha estado en cuatro guerras, habla otros tantos idiomas, ha recibido premios por periodista, por escritora y por corresponsal de guerra. Ha cenado con Tony Blair. Es amiga de la familia real noruega.  Y solo tiene 35 años ¿A qué hora hizo todo eso?

Y lo peor de todo es que es muy buena. El librero de Kabul es la crónica de una familia afgana después del 11 de setiembre y la invasión de ese país. Para escribirla, Asne convivió con ellos durante meses. Para salir de compras con la familia y pasar desapercibida, Asne usaba una burka. Mimetizada así, penetró hasta donde es posible para un extraño en una cultura ajena, y especialmente, en el trato que reciben las mujeres en esa cultura. Pero su texto no es sólo una denuncia social, sino el retrato humano de una familia con luces y sombras, y de la vida en un rincón del mundo del que hablamos mucho y sabemos muy poco. 

La tendencia entre los escritores es creer que sabemos mucho de algo, y que ese conocimiento es tan valioso que nos hace importantes. La actitud de Asne en Segovia es precisamente la contraria: sabe precisamente que el mundo es demasiado grande, y que aún le queda mucho por mirar. Es simple, pero supongo que es lo más importante que aprendí de ella, y quizá, en un mundo en colisión, lo más importante que cualquier debería aprender.

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25 de septiembre de 2006
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El provocador discreto

Todo el mundo conoce a Alfred Hitchcock. Y a Billy Wilder. Y a Charles Chaplin. Pero quizá porque no era un maestro de la autopromoción, o porque no ganó tantos oscars, o porque no aparecía con frecuencia en la pantalla, a Otto Preminger nunca le hacen tanto caso. Este año se cumplen cien de su nacimiento y veinte de su muerte, y quizá sea una buena ocasión para recordarlo o descubrirlo. Creo que se lo merece, porque le debemos muchas cosas que hoy consideramos normales, como los créditos en animación, George Scott, o la posibilidad de decir “virgen” en una película.

Esta última fue toda una lucha. En 1953, una pícara Maggie McNamara protagonizaba The moon is blue y hablaba de la seducción con una ligereza que escandalizó a la censura de la época. Ahora parece increíble, pero en esa época, el público recibió muy mal líneas de diálogo como: “los hombres piensan que las vírgenes somos aburridas” o “¿cree usted que soy una virgen profesional?”. La exagerada extensión de los besos tampoco sentaba muy bien. Si se fijan bien, en las películas de esa época, incluso las parejas casadas dormían en camas separadas.

Preminger resistió: no cedió a la presión de censores y exhibidores, y terminó descubriendo algo más, que quedaría grabado en la cultura mercantil de nuestra era: el escándalo es rentable. The moon is blue fue un gran éxito, y recibió tres nominaciones al Oscar. Dos años después de esa experiencia, Preminger lanzó The man with the golden arm, con Frank Sinatra en el papel de un adicto a la heroína. Esta vez, los guardianes de la moral habían aprendido la lección. Optaron por quedarse callados y retirar la drogadicción de la lista de temas censurados. Aún así, la película fue un éxito y recibió otras tres nominaciones al Oscar.

Cosas aún más osadas pueblan el currículum de este director. En 1960, contrató para escribir el guión de Exodus a Dalton Trumbo, proscrito por la caza de brujas desatada por McCarthy. Trumbo firmó con seudónimo, pero Preminger nunca se hizo problemas al respecto. Cuando un periodista le preguntó por qué reconocía públicamente haber contratado a un escritor vetado, respondió:

-Porque usted me lo ha preguntado.

Preminger se permitía esos lujos porque trabajaba en libertad (otro de sus inventos fue la figura de productor independiente) y sobre todo porque trabajaba con total discreción. Ante la censura, nunca respondía desafiante y agresivo, sino apacible y seguro de sí mismo. Aparecía poco y dejaba que su trabajo hablase por él. Su reino no era la opinión pública, sino el estudio de grabación.

Eso sí, en el estudio era un tirano. Michael Caine, Deborah Kerr, Tom Tryon y todos los actores que trabajaron con él dan fe de su carácter irascible y su tendencia a gritarles brutalmente a todos los actores del estudio. Aunque encantador en la vida social, en el trabajo se transformaba en un monstruo, obsesionado con moldear un mundo a su exacta medida, y forzar a sus actores a habitar en él.   

Un mundo cruel, por cierto. Sus personajes enfrentan casi siempre grandes dilemas morales, porque sus convicciones individuales o sus apetitos suelen entrar en conflicto con sus obligaciones o sus creencias. El cardenal deja morir a su hermana para no quebrar la ley de Dios; el presidente de Advise and Consent saca adelante sus nobles decisiones contra todo el corrupto sistema que preside; el embaucador de Fallen Angel estafa por amor; la niña mimada de Bon jour tristesse destruye a su padre porque lo quiere demasiado. Creo que la actualidad de Otto Preminger reside precisamente en esa obsesión. Sus filmes nos muestran lo que no queremos ver de nosotros mismos: el conflicto entre la recta conciencia y la esclavitud a nuestras pasiones. Él mismo era un ejemplo de eso, mientras forjaba a grito pelado, casi a golpes –pero sin aspavientos públicos-, un giro total para la libertad de expresión y para la manera de ver el cine durante el siglo XX.

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22 de septiembre de 2006
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El gobierno de los muertos

La tumba de Lenin está hecha de mármol negro y granito pardo rojizo, y se ubica junto a uno de los muros del Kremlin que mira a la Plaza Roja. Sólo se puede visitar dos días por semana, en los que se cierra la plaza y se forman largas colas que duran toda la mañana. Una vez dentro, la negrura es tan absoluta que las paredes no se distinguen del techo. La temperatura desciende. Soldados armados prohíben que el visitante se detenga a mirar. Es obligatorio circular permanentemente. Al llegar al centro de la cripta, Lenin descansa embalsamado entre sedas rojas. Es más bajito y pelirrojo de lo que uno podría pensar. Y su piel disecada parece la de un muñeco de porcelana. Pero la atmósfera está diseñada de modo que parezca un mártir que flota entre las tinieblas.

La escenificación del cadáver de Lenin es una muestra del poder político de los muertos. En realidad, él quería ser enterrado en San Petersburgo, con su familia. Pero Stalin decidió convertir su perpetuo velatorio en un símbolo de la revolución. El duelo por su fallecimiento duró una semana, y Stalin cargó personalmente el féretro. Y por cierto, se aseguró de que su rival Trotsky no se enterase a tiempo de la fecha de la ceremonia. Así consiguió convertir a Lenin en un objeto de culto, y asociar su imagen a la suya. 

La momificación del líder comunista fue sólo una manifestación más de la devoción colectiva por los muertos que los seres humanos hemos desarrollado desde el principio de los tiempos ¿Qué son las pirámides si no tumbas gigantescas? ¿Y el símbolo del cristianismo no es un muerto aún clavado en su instrumento de tortura y ejecución? ¿Y a quién se le ocurrió conservar pedazos de los cuerpos muertos de los santos –como dientes y huesos- y llamarlos reliquias cristianas?

Olaf B. Rader acaba de publicar en español su libro Tumba y poder, en el que estudia el culto político a los muertos a lo largo de toda la historia de la cultura. Los cuerpos de los líderes, especialmente los asesinados por sus enemigos, se han usado en situaciones de conmoción política para aglutinar a la población en torno a un ideal, darle la sensación de estar conectada con lo trascendental, generar una identidad colectiva con rostro personalizado y ofrecerle un lugar sagrado donde renovar sus votos y expresar sus creencias. Incluso una comunidad materialista como el Partido Comunista, que consideraba que la religión era el opio del pueblo, creó para su pueblo una religión material, la única con el cuerpo del Mesías enteramente visible, incorrupto –como las leyendas dicen de los santos- y palpable. 

De un modo intuitivo, las autoridades en guerra tienen esa conciencia incluso ante poblaciones no religiosas: el cadáver del Che Guevara fue escondido por sus asesinos, y el de Hitler “nunca se encontró”. Los policías y militares peruanos que combatían el terrorismo en los años ochenta ocultaron con frecuencia los cuerpos de los caídos para evitar que sus tumbas se convirtiesen en lugares de culto. Y en el sentido inverso, en 1989, Slobodan Milosevic arengó a su guerra nacionalista sobre la tumba del príncipe serbio Knez Lazar, vencido por los turcos en el siglo XIV.

El libro de Rader nos muestra cómo toda colectividad, todo nacionalismo, toda tierra prometida necesita un muerto ilustre, y nos invita a preguntarnos ¿cuál es el nuestro?

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20 de septiembre de 2006
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Elogio del subversivo

Cuando yo era niño, mi papá y sus amigos –unos señores latinoamericanos mayoritariamente barbudos y con lentes de carey- solían comentar las noticias del periódico como quién lee un calendario. Todo eran señales que anunciaban la llegada inminente de la revolución. Nunca se preguntaban si llegaría realmente, o si sería necesaria. Sólo sabían que llegaría. La revolución era como un huracán del Caribe, un fenómeno natural incontenible: y ante su emergencia uno sólo podía sumarse o ser abandonado por la historia. 

Un año antes de mi nacimiento, Salvador Puig Antich fue ejecutado en España con el cruel sistema del garrote vil, acusado de asesinar a un policía durante un enfrentamiento. Fue la última ejecución ordenada por Franco antes de su muerte, y tuvo un sentido político: El presidente de gobierno Luis Carrero Blanco acababa de morir víctima de un atentado de ETA. Su automóvil había saltado por los aires con él dentro. El régimen necesitaba enviar una señal de fuerza contra los subversivos. Le tocó a Puig Antich.

La película Salvador, estrenada esta semana en España, narra los últimos meses de la vida de este anarquista. Las reacciones de quienes lo conocieron han sido diversas: sus hermanas ven al joven idealista fielmente retratado. Sus compañeros de militancia en el Movimiento Ibérico de Liberación consideran que se vacía de contenido político al personaje, y que la bella historia de amistad con un carcelero franquista es sencillamente inverosímil. Supongo que cada persona alberga a muchas personas distintas, y que cada uno de nuestros amigos o parientes ve sólo uno de nuestros numerosos rostros.

No obstante, hay un punto de unión entre la historia política y la familiar: el padre de Puig Antich. Joaquim Puig había sido militante de Acció Catalana durante la República. Tras la guerra civil fue encerrado en un campo de concentración en Francia, y a su regreso a España fue condenado a muerte. El indulto le llegó en el último minuto. En la película, el personaje del padre es un hombre derrotado, que apenas habla. El protagonista lo describe como un hombre “acostumbrado a vivir con miedo”. En contraste, el film describe a Salvador como un hombre “que se atrevió a vivir sin miedo”. De alguna manera, su rebelión es también una rebelión contra lo que ve en su padre, y a la vez, una rebelión para liberarlo a él.

Ahora bien, desde un punto de vista táctico y desde el siglo XXI, la rebelión del Movimiento Ibérico de Liberación sorprende por su ingenuidad. Asaltaban bancos a cara descubierta, se saltaban las normas de seguridad de la clandestinidad, dedicaban el botín a la publicación de revistas y pretendían financiar a obreros huelguistas que ni siquiera aceptaban su dinero porque sospechaban el origen. Para colmo, eran anarquistas, la versión más utópica de la liberación. El objetivo final de sus escaramuzas era un mundo sin clases, sin jefes, sin líderes, en el que todo el mundo fuese igual y libre. Nada menos.

Yo estaba en primera fila en los años noventa, cuando todo ese mundo de Robin Hoods se vino abajo: los amigos de papá mayoritariamente se afeitaron y se volvieron empresarios, y cambiaron las banderas rojas por cheques al portador. Creo que eso me hizo muy escéptico, y frecuentemente bastante cínico. Supongo que a Salvador este mundo tampoco le habría terminado de gustar. Pero paradójicamente, la película me hizo pensar que él consiguió lo que quería: defendiendo lo imposible murió víctima de lo real. Así redimió a su padre, y a la vez, se convirtió en el fantasma de una ilusión. La gran ventaja es que a los fantasmas nadie los puede matar.

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18 de septiembre de 2006
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El Boomeran(g)
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