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No queremos una guerra

En la crisis se desconecta lo global y lo local. Cuando pincha la globalización, todo es repliegue. Y vísceras. Echémonos a temblar. Las campañas electorales toman el propio ombligo como centro. Eso es el Tea Party. En esto se puede convertir cualquier campaña, también la catalana, si se sobrevuela el mundo real y se instala en la virtualidad de los prejuicios y de las ideas recibidas. Por ejemplo: echar la culpa de la crisis, los recortes, la delincuencia y el lucero del alba al extraño, a su identidad, su lengua, su religión, incluso a su rostro. O echársela a Madrid. O a su contrario. Pincha la globalización y el poder económico y político se desplaza a velocidad de crucero en dirección a Oriente. Cuanto más ensimismada es una campaña electoral, mejor expresa estos cambios que sitúan la política local de espaldas al mundo. China, Turquía o Brasil quedan lejos, demasiado lejos. El mundo bien conectado e interdependiente, por el contrario, no es tan solo potencialmente más sabio, sino también más libre. Nos ocupamos más unos de los otros y menos de nosotros mismos. No es tan fácil la técnica brutal del cuarto oscuro: se encierra a una población indómita en su territorio, sin luz ni taquígrafos, y se procede. Así las gasta el nuevo mundo multipolar de arrogantes naciones emergentes y soberanas. Pekín, en Tíbet y Xinjiang; Israel, en Gaza; Rusia, en Chechenia, y ahora, Marruecos, en el Sáhara. No sabemos nada de lo que sucede allí dentro, donde los saharauis están solos con los policías y militares marroquíes. Basta repasar la prensa internacional para darse cuenta de que si no son los periodistas españoles los que van al Sáhara apenas va nadie. Por eso somos el mismo diablo para las autoridades marroquíes. Es un conflicto excéntrico, pequeño y molesto para la centralidad de la política europea e internacional. También para la centralidad de la política catalana. Los jóvenes saharauis que se han manifestado estos días gritan que quieren una guerra. ¡Por favor! Querrán decir que quieren ser derrotados y morir. Han escogido un enemigo temible, que tiene a Washington de su parte. Francia entera es un lobby marroquí, que nunca fallará al monarca alauí. Y España está perfectamente atrapada por un mecanismo de disuasión de débil a fuerte que tiene dos piezas cruciales en Ceuta y Melilla, y una ristra de políticas obligatorias en seguridad, inmigración, antiterrorismo y narcotráfico. Mejor habrían ido las cosas para los saharauis si se hubieran podido apuntar, como los independentistas catalanes, al programa gradualista: con 'llibertat, amnistia i estatut d?autonomia' su combate sería el de la democracia marroquí. Imbatible. Y después ya se verá, como aquí. De momento esta guerra que todavía no ha empezado se ha cobrado ya algunas bajas. La más visible se llama Mohamed VI. Se acabó cualquier esperanza. Ahora es candidato a un digno lugar en la galería de déspotas impenitentes al lado de su padre, Hasán II. La segunda se llama Zapatero, y subsidiariamente, Trinidad Jiménez, la recién estrenada ministra de Exteriores: peor, imposible. Pocos países pueden permitirse el lujo de situar la defensa absoluta de sus principios por encima de sus intereses. E incluso quienes lo hacen es porque apenas los tienen. Nada más cómodo y simpático que criticar la realpolitik desde la oposición o la irrelevancia. Tan patética como la actuación del Gobierno es la del portavoz popular, Esteban González Pons, del brazo de los actores de la ceja, los amigos de siempre del pueblo saharaui. Pero esta nueva pinza no resta patetismo a la reacción de Zapatero, incapaz de hilvanar una frase matizada, una idea moralmente digna y valiente en la que se condene la actuación de este monarca brutal sin hipotecar la comunicación y la capacidad de influir sobre Rabat. Cuesta recuperar la conexión cuando se corta. Cada crisis se encadena con la siguiente. Y se intensifica el círculo vicioso. Vamos a ver la dimensión del cuarto oscuro y hasta dónde llegan los desperfectos, humanos y políticos, en Marruecos y aquí, en la escena española. Y en la catalana. De seguir así, el 'efecto Rubalcaba' quedará amortizado en cosa de días. Montilla y los socialistas catalanes estarán mesándose los cabellos.

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15 de noviembre de 2010
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Degas y Picasso coinciden en el burdel

Picasso sintió fascinación por la visión de Degas del mundo femenino, desde las escenas de baño al ambiente espeso de las prostitutas. El Museo Picasso de Barcelona muestra el voyeurismo de dos maestros.  

No sé si fue el azar o la dolorosa necesidad lo que intervino para que la exposición Picasso ante Degas del Museo Picasso de Barcelona sea en realidad una exposición sobre las mujeres. Cabe decir que en ella se accede a dos juicios adicionales sobre la aparición de la mujer moderna, ya que ambos, Degas y Picasso, pertenecen al siglo XIX, por mucho que el segundo se diga la figura más valiosa de la pintura del siglo XX. Cuando digo "la mujer moderna" me refiero al prototipo revolucionario que accederá a la vida autónoma, usará su propio dinero y será dueña de su vida amorosa, a cambio de convertirse en la segunda fuerza de trabajo después del proletariado y en mercancía sexual absoluta. Cualquiera que se dé una vuelta por los quioscos de prensa, los comercios de DVD o las agencias de publicidad constatará que junto a las mujeres que trabajan hay una gigantesca cantidad de mujeres que están siendo trabajadas.

Una exposición sobre dos miradas masculinas sobre la femineidad es algo inusual. En nuestros días, cualquier posición pública sobre el mundo femenino ha de ser cosa de hembras. Si la expresa algún macho será de inmediato fulminado por meterse en un ámbito donde es indeseable, está mal visto, y carece de conocimientos. ¿Cómo va un hombre a decir algo relevante sobre las mujeres? Solo las mujeres pueden hablar de las mujeres. De los hombres más vale no hablar.

Sin embargo, dos artistas como Degas y Picasso pueden permitirse una exposición en la que aparece su entendimiento del mundo femenino porque son de una época en la que la mujer actual comenzaba a hacer eclosión. Desde luego, Picasso vivió su vida sexual en términos patriarcales y Degas apenas tuvo vida sexual. Son, por tanto, dos valiosos testigos sobre algo que podríamos llamar "la prehistoria de la mujer de hoy".

En el recorrido de la muestra pueden separarse cuatro ámbitos. Es muy notable, primero, la fascinación que ejercen sobre ambos pintores las mujeres bajo la luz artificial. En ese inicio emancipatorio se desvela la alianza entre sociedad nocturna, invento de finales del siglo XIX, y mujeres. Dicho de modo resumido: es de sospechar que sin mujeres, en la modernidad no habría habido vida nocturna. La noche había sido un tiempo exclusivo de hombres, fueran guerreros, salteadores, sabios, criminales, monjes o políticos. Ni siquiera la prostitución necesitaba iluminación, como puede observarse en la pintura flamenca, donde aparecen tabernas y prostitutas a la luz del día, o bien, si es de noche, reducidas a la alcoba con velón.

El segundo aspecto es el de las mujeres en tanto que divinidades menores, antecedente de las actuales modelos, actrices y cortesanas mediáticas. Se reúnen aquí algunos de los centenares de maravillosas pinturas y pasteles de Degas sobre el mundo de la danza clásica y también sus equivalentes picassianos. La figura heroica de las mujeres eternizadas en una postura, a la manera antigua, cristalizan en esa turbadora escultura llamada Joven bailarina de 14 años en cuarta posición, uno de los mejores ídolos del moribundo siglo XIX.

Quizá el capítulo más emocionante, sin embargo, es el que documenta aspectos de la vida íntima de las mujeres, con dos actividades dominantes, la higiene y el peinado. Una vez más será la agudeza de Degas, su ojo implacable, el que adapte ese universo antiquísimo a su condición moderna. Al cual se añaden las producciones de Picasso inspiradas por Degas.

Finalmente, el mundo cerrado, asfixiante, del burdel, ilustra sobre las mujeres como mercancías y el valor incalculable que adquirirán en la economía moderna, tanto por medio de la prostitución como de la publicidad y los medios de entretenimiento masivo. También instruye sobre la paradoja de una sexualidad sin fertilidad adoptada masivamente a partir del siglo XX. Los hombres que figuran en estas piezas, atraídos en enjambre hacia los sexos abiertos de las mujeres, parecen nubes de insectos desnortados que se precipitan en mortíferos simulacros de genitividad. Tantas toneladas de semen infecundo cautivaron a Degas y a Picasso hasta hacer del burdel un templo que, como veremos, tiene algo de cenotafio.

Aunque se llevaban casi sesenta años, el clasicismo de Picasso, uno de los últimos pintores con educación académica rigurosa, lo aproxima a Degas, pero hay otro factor de mucho mayor calado, y es que ambos eran extraordinarios dibujantes. Picasso sintió desde muy joven la virtud que le unía al viejo Degas: ambos pensaban dibujando. Ni el uno ni el otro se caracterizaron por sus ideas, su intuición teórica, su interés por la literatura o la música. Eran, por así decirlo, cerebros vacíos que leían el mundo mediante el dibujo. No hay datos que nos permitan saber qué pensaban. Degas fue antisemita durante el affaire Dreyfus, y Picasso fue estalinista. Es todo lo que sabemos, pero es poco, porque Picasso no tuvo recato en recibir, tratar y comerciar con nazis, así como Degas nunca actuó de antisemita. La unidad de visión en algo tan particular y enigmático como el dibujo los emparenta en profundidad. Basta comparar dos admirables estampas del comienzo de la exposición, ambas ejercicio de academia sobre relieves en yeso, sendos caballos montados por jinetes sin estribos. Por paradoja, el de Picasso es más sensual, más ochocentista, más romántico que el de Degas.

La moderna vida nocturna y la iluminación artificial van de par, una es origen de otra. A la novedad de un cromatismo chocante, frío en las calles iluminadas por el gas, casi siempre fúnebre en los cafés, caliente y sombrío en los teatros, se une la nueva fauna de esos ámbitos. Si hoy ciertos sociólogos han visto en los "no-lugares" el índice de nuestra actualidad, los cafetines y teatruchos del París fin-de-siècle eran los que la determinaban entonces.

Ya Rusiñol y Casas, hacia 1890, habían imitado de los franceses este nuevo paisaje urbano. Diez años más tarde, Picasso insiste en lo mismo, pero tomando como escenario el barrio chino de Barcelona, lo que en realidad es enteramente distinto. Los nocturnos de Degas, aunque muy anteriores (de 1878 es la espléndida Chanteuse de Café), coinciden con el malagueño en otro orden de cosas. No es solo la novedad lumínica y espacial lo que le interesa, sino también la fauna humana tan literaria que allí se reúne, la bohème del ochocientos. Es otro aspecto romántico que se mantiene vivo en Picasso y que le hace mirar con nostalgia al pasado una y otra vez.

Para muchos espectadores, el mundo del ballet clásico, tal y como lo construye Degas, ha de parecer una antigualla algo cursi. Estos tales han de loar la suprema técnica del pintor, pero prescindir de otros valores. Sin embargo, es posible ver en estas figuras fantasmagóricas, quemadas por una luz irreal, suspendidas en un instante inseguro, uno de los últimos aspectos totémicos de la figura femenina. Aunque los sociólogos del arte hablan de la promiscuidad de las bailarinas, del carácter venal de las jovencísimas rats, creo que es una reducción innecesaria ver en estos soberbios pasteles y óleos una estampa de la vida sexual parisina. Muy al contrario, a mi entender, Degas quería dar cuenta de la transfiguración que se produce cuando bajo una luz potentísima e irreal, el cuerpo de una adolescente se hace escultura viva, muchas veces con el vientre y el pubis envueltos en una nube de tafetán o seda amarilla, blanca, verde, azul, que convierte su zona genital en un estallido lumínico. ¿Sexualidad en las bailarinas de Degas? Sin duda, pero no la de Afrodita, sino, en todo caso, la de Melusina.

Sobresale entre estas peligrosas muchachas la escultura mistérica de la niña de 14 años en la cuarta posición, idolillo más cercano a las terracotas de los arcanos etruscos que a la pederastia. En ella y en sus cientos de variantes, apenas vistas en vida de Degas, hay un enigma que requiere un tiempo del que ahora carecemos. Ella desdice, desde su intangibilidad, a las bailarinas de Picasso que solo le interesaron en 1918 tras su matrimonio con Olga Khokhlova y los decorados para Diagilev. Dibujos a lo Ingres en los que las bailarinas aparecen como ocas grotescas de rostro imbécil, aunque hay una posibilidad de que la figura de la izquierda de Les demoiselles d'Avignon sea reelaboración de la niña en la cuarta posición (Kendall).

Relacionadas con esta idolatría femenina y sin duda la parte más religiosa de la misma, se exponen en Barcelona abundantes estampas de vida íntima que remiten a tópicos famosos: la moza que lava su cabello en el arroyo, el niño que arranca una espina del pie, la sirvienta que sostiene el espejo del ama. Una vez más, la potencia lírica de Degas recuerda un topos clásico y lo trae a la modernidad. Los cuerpos desnudos que se lavan los pies, los muslos, los grandes senos, las axilas, los glúteos, las vulvas sonrosadas, en cuartos cerrados, sobre un barreño de estaño o de rústica tabla, son cuerpos que nos niegan. Estas mujeres absortas en su purificación no admiten injerencias. Degas dibuja en ángulos a veces sorprendentemente fotográficos, como si solo osara acceder al gineceo por medio de un ojo mecánico. No hay invitación alguna a la lujuria, a pesar de que algunos expertos (Cowling) creen ver en estas piezas una excusa de voyeur. A mi entender, es todo lo contrario, aquí las mujeres rechazan cualquier acceso masculino, afirman su capacidad, como las bailarinas, para ser entes autónomos y admirables, pero sin someterse a la predación sexual.

Donde sí hay sexo y de modo oceánico es en nuestro último apartado, el burdel. Aquí las mujeres aparecen encarnando su futuro papel como materia mercantil de primer orden en la vida moderna. Este es el aspecto con mayor desarrollo comercial y social en nuestros días. Sin embargo, hay que hacer de inmediato una corrección. El burdel era un espacio del romanticismo con caracteres enteramente distintos a las actuales empresas de prostitución. Hasta que los hombres liberaron sexualmente a las mujeres, muy entrado el siglo XX, el burdel era lugar de iniciación de todo varón de la burguesía. La prostitución callejera pertenecía al proletariado. Muchas mujeres casadas que al cabo de un par de años repugnaban la copulación conyugal veían en el burdel una espita de alivio que las libraba de la imposición marital. Las autoridades cívicas, además, creían que era un modo de evitar la violencia doméstica y el crimen sexual que comenzaban a extenderse. De modo que las escenas de burdel de Degas y Picasso hay que verlas como el complemento espacial de todo lo anterior. Aquí sí estamos en el refugio nocturno propiamente masculino. Este no es un ámbito sagrado, sino estrictamente profano.

Aunque no del todo. A poco que se observen con detenimiento los increíbles monotipos de Degas, imitados sumisamente por Picasso, se verá que también en este reducto masculino la dominación física es claramente femenina. Ellos mandan porque pagan, ellos se pavonean entre mujeres desnudas que abren sus piernas y exhiben sus grandes culos, pero no hay que ser muy agudo para ver que las auténticas propietarias de la sexualidad son las rameras, las cuales incluso muestran en alguna estampa la tierna dedicación al macho bigotudo que tendría una madre con su hijuelo.

Es especialmente estremecedor el último capítulo de la exposición, los terroríficos grabados de Picasso llamados Suite 347 y Suite 156. El artista estaba al borde de la muerte, la cual le tomaría entre sus muslos un año más tarde. Y escribo "muslos" porque el final de Picasso nos devuelve a esa sacralidad del sexo que en sus últimos años se le mostró en su abismal hondura. A partir de 1958, el pintor había comprado hasta 12 de los monotipos sobre burdeles que Degas había mantenido fuera de la luz pública y que solo se vieron a su muerte. Al principio, y con la habitual frescura, imitó tan solo el aspecto, digamos, sureño y levantino del burdel, su ludibrio, la juerga de toreros y señoritos. Poco a poco, el burdel se fue haciendo más sombrío. Al acercarse la muerte, las potentes hembras que atacan con sus sexos abiertos o que humillan a los ridículos machos con sus enormes cuerpos toman el control de los grabados. Y entonces sucede algo milagroso. En esos burdeles donde Picasso desea morir devorado por las grandes madres hay un testigo, un caballero perfectamente vestido, serio, sereno, que observa la escena o toma notas en un cuaderno desde un rincón del grabado. Es Degas.

Última encarnación del espíritu, Picasso sitúa en su tumba genital al impasible, al inaccesible, al estrictamente ocular Edgar Degas, el artista que alcanzó a ver, quizá por última vez, a las divinidades femeninas en su monstruosa adaptación a la vida moderna.

 

Publicado el domingo 14 de noviembre de 2010.

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15 de noviembre de 2010
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La fábula de Cristo

 

Al séptimo día fue elegido papa Giovanni de Médicis, hijo de Lorenzo el Magnífico, quien escogió llamarse León X. Tenía treinta y siete años. Era algo asombroso, teniendo en cuenta las costumbres del pasado. Pero, por primera vez, los cardenales jóvenes se habían puesto de acuerdo para elegir a uno de ellos. Fue una especial amargura para el cardenal Riario, quien había tropezado ya en cinco cónclaves con el obstáculo de ser “demasiado joven”.

León X tuvo una carrera difícil, a los siete años era protonotario y a los trece, cardenal. Muy amante de los bufones, sus favoritos eran el dúo Querno y Fetti, quienes hacían de vate beodo y fraile tullido, aunque lo eran. Como apenas tenía vista, usaba catalejo o lupa, según fuera el asunto. El rey Enmanuel de Portugal, con buen criterio, le regaló un elefante y un rinoceronte. También gustaba de la caza, lo mismo corredora que de altanería; se valía de una lente gorda y nunca se preguntó cómo era que tenía tan extraordinario tino con el falconete: los criados siempre le traían pieza por tiro. Hizo decir que era ingenioso, así como músico e intérprete de varios instrumentos. Y también que ennobleció al violín, hasta entonces artefacto callejero y pedigüeño. Era obeso y paticorto. Despreciaba a las órdenes mendicantes y prefería a los efebos.

Y fue el más claro modelo de la preceptiva que estableció Matarazzo, el cronista de Perusa: “La magnificencia de un gran señor se echa de ver en sus caballos, perros, halcones y demás volatería, además de sus bufones, músicos, poetas y demás animales extraños que posee.” Pocos años después, su sobrino, el cardenal Ippolito de Médicis, se distinguió también en el apartado de los animales extraños, con una colección de bárbaros, comedores de cosas imposibles, y perorantes en lenguas inextricables, que mantenía en su corte y mostraba a las visitas.

Una de las obligaciones tediosas que León X hubo de atender fue la conclusión del concilio de Letrán, en cuya octava sesión se dogmatizó la inmortalidad del alma, contra los desvaríos de los neoaristotélicos, panteístas y excépticos arábigos. Votó en contra el obispo de Bérgamo, diciendo que los teólogos no debían ocuparse de cosas profanas. Como cierre del concilio, se quemó públicamente el Tractatus de immortalitate animae, de Pietro Pomponazzi, profesor de medicina en Padua, quien aseguraba haber comprobado que el alma se muere.

A falta de grandes guerras, la vida en la curia era regalada como no lo había sido desde hacía muchos pontificados. Solo hacía falta ser del bando mediceo. Cuando Giuliano de Médicis, hermano de León X, se casó con Filiberta de Savoya y fue sabido que proyectaba vivir en el palacio Belvedere, el cardenal Bernardo da Bibbiena, uno de los literatos pensionados por el pontífice y autor de La Calandria, le escribió: “Alabado sea Dios, porque aquí no nos falta más que una corte de damas”. Pero tal cosa era impensable en alguien tan rígido e inconmovible como León X en su inclinación por los mocitos.

El cardenal Marco Cornaro decidió dejar en las crónicas romanas una hazaña de ardua superación. A fin de que León X se regocijara de que en su pontificado se hizo un dispendio memorable, dio un banquete de sesenta y cinco selectos platos, cada cual servido con una cubertería nueva, siempre de plata y oro, que sus eminencias tasaban con ojo experto. Durante el ágape, brotaban de las sorprendentes y audaces edificaciones pasteleras, ruiseñores, bufones, poetas y niños cantores, para regocijo de los miembros del sacro colegio.

De entre quienes odiaban a León X, hubo uno que no pudo esperar más y se puso a tramar contra su vida. Era el cardenal Alfonso Petrucci, carcomido de rencor porque el papa no tenía en cuenta lo que su padre, Pandolfo Petrucci, tirano de Siena, hizo para que los Médicis volvieran a tiranizar Florencia, y lo que él mismo porfió en el cónclave para que el Espíritu Santo lo elevara al pontificado. En pago de tanto beneficio, León X había privado de la tiranía sienesa a su hermano Borguese Petrucci, que la poseía pacíficamente y conforme a derecho, para dársela a su primo, el obispo Raffaelo Petrucci.

Lo más insufrible para el cardenal Petrucci, hermano del tirano legítimo pero depuesto, era que sin la tiranía se hallaba privado de las riquezas paternas e impedido para sostener, con el esplendor debido, el rango de cardenal. Concibió el designio de apuñalar al papa, empresa atractiva por el precedente y escándalo que causaría en la cristiandad, pero peligrosa y difícil. Se inclinó por el veneno administrado por mano ajena, expediente menos vistoso, pero más seguro para el patrocinador. Hacía falta un cirujano de prestigio. El elegido fue Battista de Vercelli, hábil cirujano que ejercía su arte en Florencia. La cirujía era pretexto obligado porque León X tenía una fístula anal, que los mejores prácticos atendían continuamente, y, si un especialista renombrado pasaba por Roma, era invitado a explorar aquella región papal.  A fin de conseguir que Vercelli llegara hasta León X, había que celebrar su habilidad para que fuera llamado a Roma. Y, al mismo tiempo, tantear al cirujano para ver si colaboraría, o si haría falta decirle que al papa sólo se le atendía con instrumental especialmente bendecido que se le proveería cuidadosamente envenenado.

Estos planes los urdía el cardenal Petrucci por carta, con su secretario Antonio Nino. Desde que ideó la conjura, se retiró a Sovana, donde su hermano Lattanzio era obispo. Su retirada no era por cobardía, sino por su seguridad. El papa, que también tenía miramiento por la suya, hizo interceptar las cartas y comprendió que se urdía un complot contra su bella vida. Hizo llamar a Petrucci, para tratar el sostenimiento de su rango cardenalicio y la concesión de algún beneficio más productivo, porque había deliberado que su mérito soprepujaba en demasía sus ingresos. Le otorgó un salvoconducto y le hizo llegar, por medio del embajador de España, palabra papal de que lo respetaría.

Confiando en esa garantía y curioso por la golosina, Petrucci se presentó ante León X. Fue detenido en el acto y aherrojado en el calabozo Marroco, el más hondo, negro y chapoteante de Sant’Angelo. Hijo y hermano de tiranos, olvidó que la más elemental tiranía prescribe el caso omiso a los salvoconductos. El embajador de España protestó que dar palabra al embajador era darla al rey, y el papa respondió que el salvoconducto era para el cardenal Petrucci, pero no para el envenenador convicto de crimen de lesa santidad y depuesto del cardenalato de quien ahora era cuestión.

De paso, León X ordenó la detención y encarcelamiento del cardenal Bandinello de Sauli, que había sido uno de los artífices de su elevación pontifical y miembro de la célebre familia de banqueros genoveses.

También fueron detenidos el secretario Nino, el cirujano Vercelli, que seguía en Florencia, y Pocointesta da Bagnacavallo, capitán de la guardia del difunto tirano Pandolfo Petrucci y del tirano derrocado Borguese Petrucci. Todos fueron interrogados, con meticulosa tortura judicial, por el procurador fiscal Mario Perusco. Una vez levantada acta de la confesión del crimen indudable, el cirujano, el secretario y el capitán fueron descuartizados en el Campo de’ Fiori. 

En Siena, el obispo Raffaelo Petrucci, tirano de la rama advenediza, aprovechó para empezar a demostrar su legitimidad y preparación para el cargo. Así, coincidiendo con los ajusticiamientos de Roma, y a fin de que los sieneses no tuvieran que desplazarse, hizo ejecutar a Leonardo Bentelli y sus hijos Guido y Giulio, quienes le habían ayudado a llegar al poder, derrocando a su primo Petrucci. Lo hizo porque preveía que se hubieran vuelto en su contra, de haberse consumado la conjura contra el papa, y este, aplaudiendo tanta previsión, lo nombró cardenal.

Al inicio del consistorio siguiente a las ejecuciones, Raffaelo Sansoni Riario, cardenal decano, camarlingo de la sede apostólica, primero del sacro colegio por sus riquezas, la magnificencia de su corte y la dignidad del cargo que ocupaba desde hacía cuarenta años, fue detenido y conducido a Sant’Angelo. La implicación de Riario se dedujo de las torturas a los descuartizados y a los aún bastante vivos cardenales Petrucci y Sauli. Su santidad León X ordenó que les inquirieran curiosamente a quién preveían papa, una vez asesinado él mismo. Pero los interrogados no decían nada bueno, o gritaban mucho, o decían muchos nombres a disparate; cosas todas confusas y de poca satisfacción. Hizo, entonces, que les preguntaran si les parecía que Riario, y todos dijeron que sí, que tiene tantas letras como no, pero parecía más acertado.

Una vez así espantado el sacro colegio, el papa pronunció un bello sermón donde se quejó de que su vida hubiera sido amenazada con tanta crueldad y maldad por quienes, por su dignidad y su lugar eminente en la curia, debieran verse más obligados que nadie a defender la apostólica sede. Se lamentó de su infortunio con tanta convicción, que varias eminencias comenzaron a sollozar, por si acaso. Siguió León X deplorando que no le hubiera servido de nada haber concedido y conceder tantos beneficios a cada uno de ellos. Aquí, sus claros ojos cegatos recorrieron los sitiales y hubo quien temió que requeriera falconete o escopetón con lente. Añadió que otros cardenales habían cometido el horrible sacrilegio. Si confesaban tal crimen antes de levantar la sesión, usaría su gran clemencia. Pero, una vez levantado el consistorio, tiraría de severidad y justicia contra todo implicado en la maldad.

Ante tales palabras, Adriano Castellesi da Corneto, el adinerado cardenal poeta que todos los otoños invitaba a su santidad a su coto de Corneto y hacía que le sirvieran los mejores gamos y ciervos con tiro entre los ojos, el dueño del bello palacio en la Via Alejandrina, el estudioso humanista, dios unos pocos pasos y cayó de rodillas ante el trono pontifical. Y casi al mismo tiempo, pero un poco después, porque se sentaba unas varas más lejos de su santidad, el cardenal Francesco Soderini hizo lo propio.

Ambos dijeron haber oído al cardenal Petrucci hablar en muy feos términos de su santidad, mea culpa, mea culpa, que eso es horrible pecado de omisión sicofante, pero que amar, amaban a su santidad, hasta la adoraban, y bien que les pesaba que se hubiera cometido tan gran sacrilegio, pero que nada más lejos de sus pensamientos.

Cuando la sentencia pontificia se pasó a limpio, fue leída al consistorio. Petrucci y Sauli eran privados de la dignidad cardenalicia y remitidos al brazo secular, que sabría ocuparse. Esa misma noche, en las negras honduras chapoteantes del Marroco, Alfonso Petrucci fue estrangulado. A Bandinello Sauli, una vez bien maduro de espanto, se le conmutó la pena de muerte por prisión vitalicia; y poco después, una vez que el genovés Banco de’ Sauli hubo pagado a León X una fuerte suma, aún mayor que la prestada por el mismo banco a Carlos VIII, el rey botarate, para que invadiera Italia, el papa le dejó salir de prisión y lo restableció en el cardenalato. Pero salió muy pachucho y solo vivió un par de días. 

Quiso León X que se dijera cómo procedió con mayor mansedumbre con Riario, en consideración a su prestigio, su autoridad y la angosta amistad que los unía desde antes que su santidad lo fuera, cuando la memorable conjura de los Pazzi, en que nació tierno afecto entre ellos. De modo que le indultó graciosamente el último suplicio, que le correspondería si su santidad mirase sólo por preservar la autoridad que confiere la severidad, y le restituyó la dignidad cardenalicia, el título de camarlingo y el voto activo en el cónclave, mediando un solo pago a la vista de ciento cincuenta mil ducados, cantidad mareante que algunos descreían que nadie pudiera juntar, más otros ciento cincuenta mil, en el caso de que cediera a la tentación de abandonar Roma.

En cuanto se deshizo de aquellos cardenales, y se hizo con su dinero, pensó León X que el sacro colegio le quedaba un tanto despoblado y desafecto. Para remediarlo, impartió treinta y un nuevos capelos rojos, en una sola mañana. Era una hornada sin precedentes y el consistorio accedió por miedo, y por si acaso. Entre los nombrados estaba Alfonso, infante de Portugal, que tenía siete años, en pago del detalle que tuvo su padre con el elefante y el rinoceronte. También estaban los hijos de las hermanas del santo padre.

León X murió en su villa de Magliana, a dos leguas de Roma. De tanta exploración y sajado de su reconocida fístula, vino una fiebre séptica, que los médicos diagnosticaron benigna. En efecto, no duró tres días.

Y, a lo que íbamos, Pietro Bembo, humanista, literato y secretario del papa, y también cardenal molto papabile en su tiempo, aseguró haber recogido de labios de León X estas palabras: 

Quantum nobis nostrisque ea de Christo fabula profuerit, satis est omnibus saeculis notum

que valen como decir: “Es cosa notable cuánto provecho sacamos de esta fábula de Cristo que da abasto para todos los siglos”. 

Cabe que fuera una invención de Bembo, ya se sabe que los literatos se perecen por esas chucherías. El otro día anduvo el papa por la comarca mediática y hubo motivo para que se agitaran los aprovechadores de la “fábula de Cristo”. Una redactora jefa aseguró en la tele que ella se emburkaría para entrevistar a un clerizonte iraní y se empaquetaría de monja budista reptante si tuviera que hacer lo mismo con el Dalai Lama, todo ello por respeto, ahora bien, se apresuraba a declarar al papa persona non grata porque “no mantiene la pobreza original que tuvo la barca de san Pedro”. También televisaron a un líder comunista diciendo que todo lo del papa le parecía una maniobra de distracción de “este gobierno, que nos quiere vender el milagro de los panes y los peces”. Barca de san Pedro, panes y peces… ¡qué pías comparaciones! ¿De qué fábula las sacarían? Y lo mejor fue un teólogo exclaustrado con pompa mediática, que aprovechaba el micro para predicar que la figura del papa “es un esquema medieval insostenible”. ¿Puede haber algo más medieval que un teólogo rabiando por ser papa en lugar del papa? Es como el visir Iznogud, que quiere ser califa en lugar del califa. Estos anticlericales españoles, con su fijación por la fábula de Cristo, y su discurso hiperclerical, por no decir curil y monjil, ¿no serán agentes vaticanistas?

 

 

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15 de noviembre de 2010
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"El tren", km. 1777

He visto el obelisco cuando faltaban unos treinta metros para que nuestro compartimento se situara a su altura. "Ahí está!, le he dicho a Rusalka. Un instante después ha quedado encuadrado en la ventana; pequeño, liso, modestísimo. No sé por qué, esperaba un obelisco semejante a los obeliscos que coronan tantas fuentes barrocas romanas. Y ha sido al instante siguiente, con el obelisco alejándose, convertido de nuevo en una mancha blanca, cuando se ha cruzado ante mi la imagen turbadora y he sabido de inmediato que, si no era la muerte misma, era su preciso portavoz.

Lo he sabido dentro de mí, al sentir el azote frío, porque fuera, allá en la ventana, sólo venía una confusa silueta reflejada en el cristal sucio de la ventana, engullida enseguida por el deslumbramiento provocado por el sol del atardecer. El obelisco se había desvanecido y una pronunciada curva había colocado el sol, todavía cegador, en el centro de la ventana.

Nunca he creído en las premoniciones. Y sin embargo algo mortal había sucedido en aquel mismo momento. Estaba seguro. Pero no comenté nada.  

Visión desde el fondo del mar, pg. 913 

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15 de noviembre de 2010
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Fuguet despide a Escanlar

Gustavo Escanlar ?Un sicópata y un hermano cósmico menos? ha dicho Alberto Fuguet en su blog Apuntes Autistas a propósito de la muerte de Gustavo Escanlar. ?El primer McOndo en morir? dijo Edmundo Paz Soldán. La muerte de Escanlar ha pasado desapercibida en la mayoría de medios no uruguayos, pero no para aquellos que lo hemos leído. Así se despide Fuguet:

Nos vimos poco, cara a cara. Tampoco nos escribimos mucho. Nos conocimos antes del mail, cuando un silencio era sólo eso, no un vacío o un refugio. Apareció por correo, a la editorial planeta: Oda al niño prostituto (The Wrong Way Kid). El autor: Gustavo Escanlar. No lo conocía pero yo estaba entre los que me agradecía. ¿Por qué? En la primer página, una dedicatoria: PARA UN MAC HERMANO ENCONTRADO CASUALMENTE EN EL MALL (EN LA LIBRERIA DEL MALL). Nos intercambiamos un par de cartas; lo publicamos en la Zona; inspiró una famosa columna de Bianchi que, tal como un capítulo de Escanlar (¿era un capítulo, qué era ese libro bendito/maldito?) titulado Yo, también, una suerte de credo de los tropiezos generacionales. Me presentó en Montevideo. O intentó. Ahí lo conocí. El ?chico de prensa? Fernando Estévez pensó que él sería la persona ideal para presentarme en la Feria del Libro de, creo, 1996. Me lo dijo en el aeropuerto de Carrasco. Le dije: genial, Escanlar es mi autor uruguayo favorito. Nos conocimos en un bar, una hora antes de la presentación. A la presentación no llegó nadie. Nos fuimos los tres a una parilla. Luego Fernando se fue antes que uno de los dos, o los dos, bautizaron mi novela Prensa amarilla como Tinta Roja. -Es un tango, pero la literatura es afanar. Luego pase un par de días caminando por la rambla, en librerías, alucinado con este genio loco maldito que se autodestruía con humor, a lo Belushi. Escanlar había visto todo lo incorrecto y no distinguía entre malo o bueno sino aquello que lo había echo sentir y ?escapar, ché?. Adicto al VHS, a la tele, a novelas basuras, a los autores malditos, Escanlar era un poeta y siempre lo admiré. Ya para entonces McOndo estaba por salir y Escanlar fue uno de los primero elegidos (¿acaso el Mac de esa dedicatoria viene de él?) fue uno de sus defensores, quizás el más acérrimo, incluso cuando yo quise huir de ese monstruo. Su cuento ocurría en USA para ser ?aún más Mc? Cuando sacó NO ES FALTA DE CARIÑO, me pidió un blurb. Se lo faxee feliz. Apareció en la contratapa con un Escanlar post rapado, más joven y más delgado, casi sujetándonse de una Coca ColaGustavo cerró el siglo pasado con Estocolmo, publicado por Reservoir Books con una foto de Stranger Than Paradise. Miro todo lo que subrayé y pienso en cómo más que perderse, Escanlar, que lo dio todo, nunca encontró un lugar literario porque era muy arrabalero, muy border, pero que eso también era parte de su poética -era su poética- y que ahora, como mucho malditos (aunque poca veces he consido un maldito tan dulce, bonachón y curioso, lleno de vida) quizás ahora en que el canon se vino abajo, en que la crítica ya no dictamina, en que un gordo que no se afeita puede ser perfectamente un autor que, mirando sus ultimos escritos, veo que celebró el Nobel a Vargas LlosLuego lo vimos -todos lo vimos- en Madrid, cuando Lengua De Trapo y Casa de Américas lanzó la antología Líneas Aéreas y armó un congreso. Lo vi menos porque él quería demoler hoteles y yo ya quería dormir no más en ellos. Su cuento era uno de los mejores del grueso volumen: Una fiesta popular. Y cuando llego gordo, peludo, sin camisa, a la charla magistral de Mario Benedetti, Escanlar lo encaró. ?Cómo se atreve a aconsejar a los jóvenes si usted nunca lo fue. Usted cree que la vida se divide en blanco y negro, usted escribe puras mentiras?. Creo que lo sacaron del recinto y se puso la remera y algunos de nosotros nos fuimos con él a un bar a comer tapas y tomar sangría y creo que después no quedamos solo y me contó mil cosas, cosas en extremo personales porque me dijo, como te conozco y no te conozco, como sos mi hermano cósmico, te las cuento. Después desapareció. Y supe que se volvió el periodista/notero/no-tan-enfant terrible de la tele del Uruguay. Y fue tan amado como odiado. Apareció en mi vida hace menos de un año, por mail, cuando se topó con Missing. El estaba volviendo a escribir: La alemana. Quedó en enviármela y no me llegó. me emocionasteme hiciste pensar que para algo sirve esto de escribirvolvi a pensar en nuestra hermandad cosmica mas alla del tiempo y la distancia (no puede ser que nos gusten los mismos libros!!! quiero darle un abrazo a ellroy por mis rincones oscuros!!!)y, sobre todo, te agradezco porque leyendote me dieron ganas de escribir, de cerrar cuentas, de mirar el pasado familiar luego: llegó el terremoto y uno de los primeros mails era de Escanlar: hey psicopata!!!como estas???te afecto el terremoto??cualquier cosa, si quieres venirte por aqui un tiempito, sos bienvenidoun abrazo Cuando vi esa gran cinta que es Gigante, pensé : está cinta es como de Escanlar o tiene algo de Escanlar pero si los excesos, sólo la parte blanda. No digo que fue el mejor de todos pero tuvo algo que hizo que sin duda era en muchos casos el mejor porque no le importaba nada, porque era tan literaria su vida que se atrevió a casi no tener una carrera literario y sin embargo dejó poco pero lo que dejó está vivo, sangre, humea y está con tanto rencor como de alegría. Hoy lanzo un libro sobre los 90 y los 00 y sólo pienso en Escanlar. Paz Soldán me dice: es el primer McOndo que cae. Leo blogs, notas, del Uruguay. Lo veo en You Tube. Leo notas de él. Leo la última nota de él en Búsqueda y es casi como si lo supiera que la cortina se cerraba, y donde analiza muy a la ?Yo también? los últimos 25 años, los años que donde él no sólo fue testigo sino partícipe. aqui un ?cuento? o algo así llamado EX (todo en Escanlar era al final no-ficción) aparecido en El Malpensate de COL. Gustavo sufrió un ataque al corazón ayer; ya había utilizado sus seis bisagras. Me dan ganas de mandarte un mail; aquí  miro tu dirección. Si te envió uno, ¿ podrás responder?

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14 de noviembre de 2010
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Terrorismo de Estado

Hay terrorismo de Estado. ¿Alguien es capaz de ponerlo en duda? Lo practican numerosos Gobiernos iliberales amigos y socios de los países europeos. Y también lo practican Estados democráticos: nuestro adorado Obama, sin ir más lejos, mantiene la autorización de asesinatos selectivos en Afganistán e incluso Pakistán, que ha incrementado en proporciones espectaculares en comparación con la etapa de Bush. Muchas de estas acciones ni siquiera son militares, sino que corren a cargo de la CIA y se realizan mediante drones o aviones no tripulados, dirigidos desde una base en territorio norteamericano.

La Unión Europea, con su Carta de Derechos Fundamentales en la mano, es el territorio del derecho y de las libertades, donde no caben este tipo de prácticas. Alguien la definió hace años como el territorio libre de la pena de muerte. No se puede unir si no es por el derecho, patrimonio que viene de la misma Roma, y no hay derecho cuando prima la razón del más fuerte, que aplicada al poder político se convierte en la razón de Estado. De ahí el multilateralismo europeo en política, su sometimiento a la legalidad internacional y su preferencia por el poder blando. Con la caída del muro de Berlín pudimos creer que este dibujo europeo pasaría del territorio brumoso de las utopías al de las realidades tangibles y eficaces. No sirvió nuestro sometimiento al derecho para resolver las guerras balcánicas con rapidez y eficacia. Hubo que contener a Serbia y evitar el genocidio en Kosovo sin el auxilio de la ley internacional. Pero luego empezó una nueva pendiente en la restricción de derechos. Sucedió en las Azores, cuando varios países europeos se implicaron en la ilegalidad de la guerra de Irak. Siguió cuando algunos nuevos socios acogieron las cárceles secretas de la CIA y muchos otros autorizaron los vuelos y las entregas extraordinarias de sospechosos de terrorismo. Y luego llegó el turno a los inmigrantes, a los que se puede mantener bajo privación de libertad sin juicio hasta 180 días, según una directiva europea. O las expulsiones por motivo de raza en Italia y Francia. El GAL dejó de actuar en 1987, el año en que España empezaba a integrarse en las instituciones europeas. El debate sobre el terrorismo de Estado regresa justo cuando se nota en todo el mundo un regreso de los Estados soberanos, con sus intereses nacionales y sus razones de Estado a cuestas. No sabemos si el sueño europeo se ha eclipsado momentáneamente o se ha desvanecido del todo; en todo caso, apenas rige como utopía conductora. Suspendida su vigencia, esas palabras tan polémicas de Felipe González nos recuerdan que siguen vigentes los dilemas morales que se le plantean a un gobernante cuando hasta su teléfono, el último, llegan las propuestas ilegales de Maquiavelo.

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14 de noviembre de 2010
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Color mostaza

Secuencia de azoteas, avenidas y calles estrechas reproducidas con plástico y pintura. Ciudad a pequeña escala encerrada en el salón de la Maqueta de La Habana que se ubica en un local del barrio Miramar. Unos catalejos amarillos permiten recorrer con la mirada los caminos, las esquinas, las pocas elevaciones y la serpenteante costa. Los mismos lentes de aumento nos ayudan también a disfrutar de la cúpula del Capitolio vista desde arriba o de la cara oculta de El Morro. Modelo en miniatura de una urbe que desde cualquier edificio alto se muestra infinita pero que aquí está recogida en un duplicado diminuto, atrapada en los pocos metros de una mesa. Réplica sin derrumbes, sin huecos, sin manchas; una capital de cartón y atrezo que nos parece sin embargo más habitable y cómoda que la real. La guía del peculiar museo aclara ?nada más entrar? que la representación ha sido pintada con cuatro diferentes colores: marrón para las  construcciones de la colonia, mostaza para lo edificado desde 1902 hasta 1959, un tono hueso sobre los edificios levantados en las últimas cinco décadas y el blanco ?llamativo y lejano? vistiendo a los monumentos y a los proyectos futuros. Todos los visitantes y turistas terminan diciendo lo mismo: ¡La Habana es mostaza! Y les confirmo que sí, mientras sigo explicando un detalle aquí, un recoveco allá. Sí, mi ciudad es mostaza, picante y ácida, condimentada por lo viejo y cada día más distante de la modernidad. Una muestra a tamaño natural, donde hay días en que uno quisiera ser ?como en la Maqueta de La Habana? de plástico o de cartón para no padecer tanta ruina.

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14 de noviembre de 2010
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Adiós, Remington

Máquina de escribir Mi primer libro de cuentos lo escribí en una Remington ultra ligera (el modelo Air de las máquinas de escribir) y en resmas de papel color melón que compré en el centro de Lima. Nunca publiqué ese libro, del cual solo recuerdo dos cuentos, uno llamado ?El inicio? y otro de nombre confuso, epígrafe de Yves Navarre y que tenía que ver con fotografías y con un personaje llamado Dalnest. No era fácil darle a esas teclas siempre con la misma fuerza, para que no quedaran letras más claras que otras. Y no era sencillo tampoco que la última línea saliese pegada al fin de la hoja. Las palabras equivocadas o las frases las borraba escribiéndoles xxxx encima. Mi padre luego compró una máquina eléctrica y algunas cosas mejoraron, pero no cambió mucho. Ahí hice mis trabajos de universidad y escribí algunos cuentos como ?No necesariamente rubia?, que apareció en Las fotografías de Frances Farmer. Edwin Chávez en su blog ?Sala de espera? de La Mula escribe sobre la nostalgia de las máquinas de escribir. Dice:

Hubo una época anterior a las laptops e impresoras y procesadores de texto. Una época en que había que escribir con buen pulso y disfrutar del recio y rimbombante push de las teclas qwerty, en que las marcas famosas no simbolizaban manzanas ni ventanas sino apellidos como Remington, Olympia y Olivetti. Era la época de los rodillos y timbres y palancas y armazones. La época en que los escritores del siglo XX se sentaban al escritorio con un vaso de whisky y escribían y se equivocaban y volvían a escribir y se volvían a equivocar. Era la época en que escoger una máquina de escribir era un acontecimiento único y memorable. Sabías que podía acompañarte por 20 ó 30 ó 40 años. Escoger una máquina de escribir podía ser mucho más especial incluso que pedirle matrimonio a una mujer. Era una apuesta segura: no habría traición, permanecería a tu lado en las buenas y en las malas, moriría (si moría) luchando en la batalla contra la página en blanco. Ya no quedan muchos escritores de la vieja guardia. De aquellos que persisten en el casi extinto ritual de colocar un papel y mover un rodillo. Son pocos. Ya no son legión. Hay un Nobel: Gunter Grass. Hay un norteamericano: Cormac McCarthy. Hay un español: Javier Marías. Ningún peruano. Vargas Llosa y Bryce Echenique hace tiempo que cambiaron sus viejas y clásicas  Times-Corona por sus nuevas y modernas Apple. ¿A dónde se han ido sus máquinas de escribir entonces? ¿A dónde se han ido todas las máquinas de escribir? A los museos y las salas de exposición, al olor a papel viejo y desinfectante, a los espacios donde viven los souvenirs de un tiempo lejano y simbólico. Algunas se van a subastas y luego a las manos de algún coleccionista. Algunas están olvidadas en algún puesto de cachinas o en el almacén de una vieja casa de mitad del siglo XX. Pero hay una verdad: los escritores de la vieja guardia ? los leales y los tránsfugas- no soportan la muerte de un viejo amor. Hay dolor en el deceso de una máquina de escribir. Hay dolor en saber que pertenece al mundo de los objetos perdidos. 

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14 de noviembre de 2010
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"No me gustan los escritores que no escriben"

César Aira. IIustración: Loredano Pero la aparición en Babelia de César Aira no se resume a la reseña de Ernesto Ayala-Dip sino que Soledad Gallego-Díaz le ha hecho un extenso cuestionario, respondido obviamente a la manera-Aira.  Algunas preguntas y respuestas:

P. ¿Arranca con la idea de una historia que quiere contar? R. Sí, siempre empiezo con una idea. Tiene que ser una idea sugerente, no muy definida, de modo que me permita aventurarme en algo desconocido, pero siempre hay algo que me lleva a empezar. A veces es una idea más conceptual y a veces un lugar, los gimnasios, por ejemplo, o una ciudad. P. Cuando empezó a escribir El error, ¿existía el bandolero Pepe Dueñas? R. No. La idea con la que empecé fue pequeñísima, la que está en las primeras líneas del libro, alguien que entra a la novela por una puerta que dice ?error? y se justifica diciendo que era la única puerta que había. Esa fue una idea pequeñísima y tonta que se agotó en las tres primeras líneas, pero justamente es la clase de idea que me gusta porque me da completa libertad. P. Tiene sentido de humor. R. Yo nunca hago humor deliberadamente, me parece peligroso. El humor depende demasiado del efecto que produce. Es ponerse a merced del lector, si le va a causar gracia o no; eso no me gusta. Pero me sale naturalmente en el curso de la invención, de la imaginación. P. ¿Cuál es su relación con la pintura? R. Tengo más que nada una relación con el cine. Ha sido una pasión mía desde muy chico. P. ¿Le gusta el cine de Almodóvar? R. Tengo mucha admiración por Almodóvar. La última vez que estuve en Madrid me hospedé en un pequeño hostal. Yo no había visto Volver, y a la noche encendí un pequeño televisor que colgaba de la pared, sin control remoto, para ver si había algún noticiero. Estaba empezando precisamente esa película. Me pareció una obra maestra, de lo mejor que ha hecho Almodóvar. Lo consideré como un regalo del destino y me alegró una noche madrileña. P. Usted hablaba mucho de la fantasía, ¿es la vida una fantasía en la que uno se mueve? R. No. La vida es real, lamentablemente, diría alguien. Quizás me hice escritor por eso, para refugiarme en el mundo de los libros. Desde muy chico, por ser tímido o miope, me refugié en el mundo de los libros, de las aventuras, de la fantasía, de la imaginación. Y después seguí con eso. P. A sus personajes les pasan muchas cosas, pero no dicen nunca lo que sienten. R. Mis personajes, por lo general, no tienen psicología porque no me interesa. No me interesa la persona, me interesa la historia, la trama, los personajes tienen que ser simplemente funcionales a la historia. Creo que no tienen espesor psicológico, pero no lo busco. De hecho, me hacen reír esos escritores que hablan de sus personajes como si fuesen seres reales. Lo mío no va por ese lado. P. ¿Se ríe mucho? R. Sí, quizás es una defensa. Soy risueño. Salvo en gente que sufrió mucho de verdad, me parece que ser trágico es un poco impostar. Me acuerdo de una tira cómica que salía en una revista de alguien que se mostraba todo el tiempo muy torturado y angustiado y después se encerraba en un cuarto a reírse a carcajadas. Lo mío es lo contrario, yo me estoy riendo todo el tiempo y luego tengo mis angustias como todo el mundo, pero a puerta cerrada. P. ¿Tiene más relación con poetas que con novelistas? R. Yo me formé en un círculo de poetas. De ahí puede venir mi amor por los libritos delgaditos, pequeñitos, que hacen los poetas. A esas novelas gruesas, pesadas, enormes, me parece que les falta una cierta elegancia que tienen los libros de los poetas, y yo quise escribir mis propios libros delgaditos, pero, como no soy poeta, naturalmente escribo novelas. P. De los poetas que lee, ¿hay alguno en particular que quiera usted nombrar? R. Ahora estoy releyendo a Jules Laforgue, el poeta uruguayo-francés, que es muy difícil de leer porque tiene frases muy retorcidas. Estoy leyendo siempre buena poesía, clásicos y jóvenes nuevos. Estoy releyendo también la obra de un poeta que fue amigo mío y murió hace varios años, Emeterio Cerro. Era un genio, un genio raro. P. He leído que usted se deja influenciar más por gente joven que por autores de su propia generación. R. Ahora prefiero la compañía de los jóvenes. Es natural en los mayores ir a beber sangre fresca. Me gusta el entusiasmo, el empuje de los jóvenes, que se va apagando con el tiempo. La mayoría de mis amigos de mi generación, mis amigos de juventud, ya han perdido la llama. Yo trato de conservarla con el contacto con los jóvenes. La mayoría de mis amigos tiene hoy menos de 30 años. P. ¿No tiene usted la impresión de que muchos de esos jóvenes son muy convencionales? R. Sí. Algunos sí, pero otros no. Ahora hay un reflujo respecto de lo que fueron mis años juveniles, los sesenta, los setenta, donde era casi obligatorio para un joven ser algo de ruptura, algo nuevo, algo distinto. Hoy día puede ser que haya más convencionalismo, resignación a hacer lo que quieren las editoriales, que tienen la obligación de seguir publicando libros para mantener en marcha su máquina y hay gente que les da ese material. A mí me parece que ya hay suficientes libros buenos en todas las bibliotecas como para seguir escribiendo novelas iguales a las que ya hay, por buenas que sean. Por bien hechas que estén, son más libros. Nuestra misión, para darle un nombre un poco más místico, es hacer algo nuevo, algo distinto, y de eso hay poca gente que se ocupe.

P. Algunos críticos dicen que sus novelas son ligeras. ¿Cómo lo toma? R. Según como se defina esta cuestión. El que no se ocupa de promover los valores humanos, históricos, sociales, el que se ocupa de la literatura como una pura actividad artística, puede ser tachado de frívolo. A mí me lo han dicho más de una vez. Y me lo tomo bien. P. Ligero o denso, usted le dedica la vida entera. R. Sí, y con mucho gusto y mucho placer. Durante muchos años pensé que me había dedicado a la literatura por descarte, porque no podía hacer lo que realmente había querido: hacer música, pintura, cine; no tenía talento, ni posibilidades de nada de eso. Así que lo más fácil era escribir, algo para lo que no se necesita más que un lápiz y un cuaderno, y saber escribir. Pero, con el tiempo, me di cuenta, muy a la larga, de que la literatura es el arte más difícil de todos; así que si lo elegí por descarte, hice un mal negocio. P. Goza usted de un gran respeto dentro de la crítica argentina. Fue usted invitado a la última Feria de Fráncfort, en la que Argentina fue el país estrella, pero no fue. R. Sí, no quise ir, era algo demasiado oficial. Y sí, la crítica ha sido muy benévola conmigo. Son contadísimas las críticas negativas que recibí. No sé por qué. Quizás no soy tan bueno como yo creí. A un buen escritor, en el sentido de un escritor que inaugure algo nuevo, tendrían que criticarlo más. Siempre es bueno tener un enemigo. Justamente, el arte contemporáneo tiene una figura fundamental que es ?el enemigo del arte contemporáneo?, que vocifera que son todos unos fraudes y unos vagos, que ganan millones con el esnobismo de la gente. Lamentablemente, en la literatura no tenemos este enemigo. P. ¿Es cierto que odia usted a Juan Rulfo porque escribió poco? R. No, pero no me gustan los escritores que no escriben. Hay gente que necesita tener carné de escritor, porque eso les sirve para moverse socialmente, pero lamentablemente para eso necesitan escribir y eso no les gusta. Pero no tengo nada contra Rulfo, salvo considerarlo un escritor bastante mediocre, pero eso son opiniones y gustos personales que no le impongo a nadie. P. ¿Qué escritor, de los que lee últimamente, recomendaría? R. Creo que el único escritor vivo al que sigo con cada libro que publica es Kazuo Ishiguro. Pero tampoco me hago un deber de estar al día con la literatura actual. Estoy en la edad de la relectura, releer es un placer doble. P. En buena parte de la literatura argentina de los últimos 30 años está presente el tema de la dictadura militar y de los desaparecidos. En su literatura eso no existe. R. No, para nada. Siempre he pensado que, al final, todo lo que uno escribe, por más que sean estas cosas que escribo yo, todo se traduce al final en plata y hacer plata con la desgracia ajena me parece una cosa desagradable. Nunca lo haría. P. ¿No es un poco duro con sus colegas? R. Bueno, no, cada cual tiene su modo de hacer las cosas. No me gusta además la temática. En el cine europeo, el equivalente a nuestro cine o novela de desaparecidos es el tema de los inmigrantes. Son igual de deprimentes e igual de tristes? Todas esas películas alemanas sobre los turcos? Además, una novela que tenga un tema, yo ya desconfío. Yo no quiero escribir sobre los desaparecidos o los inmigrantes. El que investigue esos temas, que haga su libro o su película, pero no una novela y no una película de ficción. Me parece un poco deshonesto.

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13 de noviembre de 2010
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Gustavo Nielsen, premio Clarín 2010

Gustavo Nielsen El narrador argentino Gustavo Nielsen, a quien conocí hace décadas en el inolvidable e inesperado Mollina, ha sido ganador del Premio Clarín de Novela 2010 gracias a un jurado compuesto por  Juan Cruz, Rosa Montero y Edgardo Cozarinsky, junto al Editor General de Clarín Ricardo Kirschbaum y el Editor Adjunto de Revista Ñ , Jorge Aulicino. El premio se lo lleva con la novela La otra playa que, según dice la nota, cuenta:

la historia de dos matrimonios amigos que se reúnen para ver las diapositivas del viaje de vacaciones de una pareja en Brasil, que encontraron en unas valijas compradas en el Ejército de Salvación. Les inventan una historia, un pasado y un futuro. A partir de ahí, se abre un relato que combina el realismo con las historias de fantasmas. (?) Rosa Montero habló en nombre del jurado: ?La novela de Gustavo es más original que la media, es arriesgada, es atrevida. Está llena de intrigas y de sorpresas. Es de ungénero fantástico y con un tono sutil. Es una novela de una estructura magnífica, que te mete en un mundo que se va moviendo constantemente, en corrimiento?, dijo. Sólo la interrumpió el teléfono celular del ganador, que una y otra vez volvió a sonar.

Bajo el título ?Me atrae explorar lo siniestro? hoy Jorgelina Núñez lo entrevista para Revista Ñ. Dice:

¿Cuál fue el disparador de ?La otra playa?? Nace de una anécdota muy chiquitita, que me contó una chica, a la que se le había muerto el padre. Ella era nadadora y cuando en la pileta se iban todos, ella se quedaba haciendo la plancha, sintiendo que la tristeza le bajaba ahí y parecía que la iba a hundir. Había decidido dejar de nadar. Cuando me lo contó me dije ?Tengo que hacer algo para que esta chica siga nadando?. Ese fue el detonante, digamos. Pero en esa misma semana, estuve en la fiesta de unos amigos que habían comprado una valija de diapositivas en el Ejército de Salvación. Empezaron a proyectar, contra una medianera, esas fotos. Las imágenes registraban paso a paso un viaje que habían hecho dos personas. Todos nos pusimos a imaginarles una vida y de pronto caímos en la cuenta de que las películas eran de 1974 o 1976, que ellos no podían haber vendido esas fotos, que debían de haber muerto o desaparecido. Lo que era una fiesta se transformó en una depresión. Y yo sentí que recibía un mensaje de alguien que no estaba ahí. Entonces, me dije: ?Esto es un primer capítulo?. ¿Cómo juntó las dos cosas? Empecé a contarlas como historias paralelas, capítulo a capítulo. Pero después me pareció que era un artificio de best-séller. Resolví consolidar una historia, llegar hasta un momento en que el personaje se dijera ?Bueno, voy a ver quién es?, y entonces hacer un truco para enganchar la otra historia. Y hacerlo lo más rápido posible para mantener la atención del lector. Lo que tienen de bueno las novelas es la posibilidad de pulir y perfeccionar, de decidir qué no hay que mostrar. En esta novela los personajes son los que deliberadamente ocultan la historia. Pero, ¿cuál es esa historia? Es difícil referir el argumento de La otra playa sin traicionar su naturaleza: el misterio que la constituye. Baste decir que en esa primera, notable escena, dos matrimonios amigos, Antonio y Marta, Sara y Zopi, se reúnen para comer y ver diapositivas del viaje de vacaciones de una pareja en Brasil. Les inventan un pasado y un futuro, los matices del vínculo. Antonio es fotógrafo y Zopi, periodista. Marta y Antonio tienen una hija adolescente, y como pareja atraviesan una crisis. El cree que no ama a Marta como ella lo ama a él. En su desasosiego, sale por la ciudad de Buenos Aires a sacar fotos. Persigue con la cámara a una chica que le resulta atractiva. Más tarde, se aleja unos días de su hogar para viajar con Zopi a una casa en la playa, donde le cuenta sus problemas. Ahí escucha ruidos, ve bultos que se mueven entre los yuyos mientras preparan el asado. Al día siguiente pasean por la costa y Antonio fotografía con insistencia a una niña. Luego sufre un ataque y balbucea una frase y un nombre: ?Gustavo?. Por otro lado, Gustavo es un escritor de novelas de fantasmas bastante neurótico, que está en la playa, adonde viajó para concentrarse y escribir. Es novio de Lorena, también fotógrafa, que vive con su madre viuda. La historia, a partir de lo que les ocurre a unos y a otros (que se ignoran por completo hasta la primera mitad de la novela), crece en espesor dramático. El resto? hay que leerlo. ¿Percibe una presencia de lo fantástico en lo cotidiano? Soy de los que no creen en nada, un ateo total que a veces cruza los dedos. Me creo hiperracionalista y, sin embargo, no lo soy. Me doy cuenta cuando percibo que me pasa algo que no alcanzo a definir. La escritura es el lugar en el que yo siento que se pueden hacer muchas cosas porque te permite una libertad total y donde el recurso a la fantasía no me parece para nada malo. A la vez, es un espacio casi sagrado, de autoindagación. Me interesa que ocurran sucesos extraordinarios y la literatura siempre te lo permite. La suspensión de la incredulidad, de la que hablaba Borges. Exacto. Desde los doce años, yo tengo algo que contar. Por suerte no sé qué es, porque así lo sigo contando. Tampoco quiero preguntarme demasiado, de ese modo consigo mantener el interés a través del suspenso. Yo soy incapaz de preciosismo literario, no tengo esa virtud; soy arquitecto, no un hombre de letras. Por eso entretener me parece una cosa muy importante en la literatura. Los libros que me marcaron, Madame Bovary , por ejemplo, Pastoral americana de Philip Roth, Desgracia de Coetzee o El entenado de Saer , además de provocarme muchas cosas, también me entretuvieron enormemente. A mí me gustaría ser de ese club, ese tipo de escritor.

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13 de noviembre de 2010
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