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Buscando buenos titulares desesperadamente

A falta de buenas noticias, o mejor dicho, vista la abundancia de las malas, hay que espabilarse para tratar de fabricar titulares que alivien un poco la angustia del momento. Aunque sean exagerados o directamente falsos. A ello se dedican buena parte de las energías de los gobiernos y las instituciones internacionales, tratando así de disimular el estado de desgobierno, por no decir de malgobierno, en que se encuentra el planeta. Estados Unidos y Europa son quienes están más ocupados en estas dudosas maniobras de otoño, mientras los emergentes se hallan ocupados en sus cosas, es decir, en crecer, adquirir fuerza y protagonismo económico y político y asentarse como actores decisivos en el nuevo tablero global.

El mejor ejemplo de esta desesperada marcha en pos de los titulares nos la proporcionan las tres cumbres celebradas en Lisboa esta pasada semana: la de los 28 socios de la Alianza Atlántica, la del Consejo OTAN-Rusia y la de Estados Unidos con la Unión Europea. La fábrica de novedades nos ha dicho que en estas reuniones, obviamente todas ellas históricas, la Alianza Atlántica se ha dotado de una nueva estrategia para el siglo XXI; se ha cerrado definitivamente la guerra fría o cuando menos los peligros de que se reanudara; Rusia ha quedado finalmente incorporada a la estructura de cooperación atlántica; y europeos, americanos y rusos han decidido crear un escudo de defensa antimisiles atlántica y euroasiática, que tiene la vocación de blindar el hemisferio norte ante los peligros que puedan surgir de los pisos inferiores. Verdades enteras y verdades a medias, deseos y realidades, exageraciones y meras evidencias se mezclan en todo este cúmulo de titulares producidos durante tres días, después de arduos esfuerzos preparatorios. Apenas ha pasado una semana de otra cumbre, la quinta del G20 ampliado en Seúl, que debía proporcionarnos buenas noticias sobre la gobernanza del mundo y lo único que nos ha dado son señales para la guerra mundial monetaria y comercial que se prepara, al decir de la gran mayoría de los economistas. Sobre la situación de las monedas, las disonancias entre las políticas económicas a ambas orillas del atlántico y la perentoria necesidad de un nuevo consenso mundial, Lisboa poco o nada nos ha proporcionado. Todo lo que hemos sacado es la garantía de la continuidad de la OTAN, la organización que protagonizó la guerra fría y la ganó sin disparar ni una bala de pistola; la fijación de una fecha, 2014, para la retirada de Afganistán y la reafirmación de la principal misión que nos ha sido encomendada: amarrar a Rusia y evitar que se aleje de los países occidentales. La necesitamos por su energía, por su peso geopolítico en relación al Gran Oriente Próximo conflictivo y por su vecindad intimidante, sobre todo para los socios europeos que antaño estuvieron bajo la bota soviética. Estamos hablando de las dos primeras cumbres, porque la tercera, la que ha juntado a Washington con Bruselas, ha sido más un encuentro de cortesía por parte de Obama, para demostrar que el vínculo entre europeos y estadounidenses sigue tan fuerte como siempre a pesar de la pérdida de poder, interés, peso y vocación internacional del conjunto de la UE. Cumbres políticas como éstas están pasando ya a segundo plano. Muy pronto desaparecerán de la escena informativa internacional. Sucederá lo mismo con los grandes conciliábulos europeos, cada vez más interesantes cuando tratan aspectos técnicos de la gobernanza económica, pero más incomprensibles y alejados de los ciudadanos cuando se dedican a unos temas políticos en los que no hay posibilidad alguna de consenso. El rescate de Irlanda y no el futuro de las relaciones transatlánticas es lo que les preocupaba a los europeos estos pasados días. Y saber si los anfitriones de las cumbres lisboetas son los siguientes en el turno de espera del cirujano de la crisis.

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22 de noviembre de 2010
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El duelo de Berlanga con Bataille al fondo

No soy amigo de las ‘denominaciones de origen' en el campo de las artes, y aun así nunca he podido sustraerme a la impresión de la profunda valencianidad del cine de Luis García Berlanga, que en alguna ocasión asocié a una cierta escatología huertana difícil de superar en nosotros, los valencianos, por mucho que se viaje y se pulimente uno. Escondido tras su eterno aire de despiste y manera un tanto trompicada de hablar, Berlanga era, me atrevo a decir, el cineasta español más culto que ha existido y tal vez exista jamás. Tenía una gran memoria fílmica, sabía mucho de arte contemporáneo, y lo había leído prácticamente todo, fuera y dentro de la literatura erótica, en la que sus saberes impresionaban: estaba al tanto de cualquier novela dieciochesca de libertinos capciosos y a la vez era un lector constante del erotismo teórico, con un entendimiento muy sagaz de la obra de Georges Bataille.

    Ahora que estamos de duelo recuerdo la que para mí (pero no para muchos admiradores suyos) es su última obra maestra cinematográfica, el cortometraje ‘El sueño de la maestra', quinto episodio onírico del guión de ‘¡Bienvenido, Mr. Marshall!' que la censura prohibió y no fue por tanto rodado en 1952. Filmada cincuenta años después en un estudio de Madrid, esta breve película es radicalmente valenciana desde sus títulos de crédito, que dicen, sin más, "una falla de Luis G. Berlanga", añadiendo en el siguiente rótulo, para mayor broma: "'Plantá' en la Plaza del Caudillo en 1952, y ‘cremá' en 2002". Por cierto que el primer ‘ninot' que se ve en ‘El sueño de la maestra' es el auténtico General Franco hablando a las masas desde un balcón, aunque con voz falsa (en la brillante imitación de la vocecilla meliflua de Franco que hizo el humorista Luis Figuerola-Ferretti). El Caudillo del noticiero se dirige a su pueblo: "¡Españoles! Como caudillo vuestro que soy, os debo una explicación, y esa explicación os la voy a pagar", y el discurso continúa como un disco rayado que emite frases reiteradas y bobaliconas, remedo de la muy similar arenga del alcalde de Villar del Río en ‘¡Bienvenido, Mr. Marshall!',  hasta llegar a la parte final: "Y es que una vez que nos hemos librado del yugo del imperio austro-húngaro, los americanos han venido y se han quedado", introduciendo el texto que Berlanga reescribió en 2002 unos sobreentendidos sexuales característicos de su "falla cinematográfica" : "Los Estados Unidos son un gran pueblo, una gran potencia, con un  enorme poder de penetración. ¡Arriba los americanos!". Después viene el exaltado sueño erótico y el orgasmo múltiple de la señorita Eloísa, la maestra interpretada por Luisa Martín.

    La filmografía de Berlanga se cerró con esta punzante y astracanada lectura del tema ‘bataillano' de la experiencia límite en relación con el paralelo emocional de la santidad extrema y el erotismo trasgresor. Estigmatizada como Teresa de Jesús y embelesada por una botella de coca-cola, la señorita Eloísa dice haber concebido a través del flujo de esa bebida refrescante, lo que, lógicamente, le produce una conciencia de pecado de la que sólo "una ejecución purificadora" en la hoguera podrá redimirla. Sus propios alumnos la encienden en el aula, y entre llamas falsas y resplandores de teatro la señorita Eloísa se consume o hace que se consume al grito de "¡Gracias, Dios mío, thank you, Eisenhower, Franco, Franco!". Nuevas imágenes de archivo muestran entonces un hongo nuclear y a la antigua maestra de 1952 (la actriz Elvira Quintillá) en su cama, arrebolada, terminándose así el cortometraje.

       La hoguera como paradigma del sacrificio carnal de tantas mártires cristianas, la transverberación de Santa Teresa como "violento orgasmo venéreo" según lo insinúa Bataille en el capítulo sobre ‘Mística y sensualidad' de su obra ‘El erotismo'; Berlanga, con su limitación de tiempo (se trata de un film de menos de diez minutos) y carácter (insolentemente festivo-fallero), presenta en ‘El sueño de la maestra' uno de esos "estados teopáticos" descritos por Bataille, en los que la intensidad de la crisis mística está apoyada por el proceso delirante de auto-excitación sexual. El goce erótico de la muerte violenta y la crueldad ‘ejemplar' de los castigos corporales aparecen así como los temas subyacentes de una película que -según confesó en su día el propio director, pienso que socarronamente- pretende de hecho exponer la injusta brutalidad de la pena de muerte.

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22 de noviembre de 2010
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El por qué de unas palabras

Mucha suspicacia ha levantado esta opinión publicada en el blog de la última semana: "Ambos, Degas y Picasso, pertenecen al siglo XIX, por mucho que el segundo se diga la figura más valiosa de la pintura del siglo XX". Quizás merezca la pena dar a esta presa una vuelta sobre las brasas para que suelte su chisporroteante grasilla.

Desde un punto de vista objetivo, Picasso tiene veinte años cuando cambia el siglo. Un artista de tipo picassiano, es decir, berroqueñamente intuitivo, suele haber dado lo mejor de sí mismo antes de cumplir los treinta. Yo diría que tal es el caso del malagueño, cuyas "Demoiselles d'Avignon" son de 1906. No creo yo que el resto de la producción pictórica de Picasso recorra mucho más camino en la terra incognita de la invención. Muy al contrario, o bien se repite hasta el hastío, a la usanza del "Guernica", o bien produce burguesas decoraciones de interior (en sentido ochocentista), tipo Antibes y paloma de la paz. Lo que sigue gustándonos del periodo ballets rusos, del periodo neoclásico, del periodo Niza, de casi todos los periodos, es lo cerca que a veces está de Massacio.

Naturalmente hay una notable cantidad de imaginación formal y cromática (aunque nunca fantasía), en la obra del Picasso viejo, pero no veo yo nada sobresaliente ni exaltante desde el punto de vista seriamente artístico, como no sean algunos grabados muy negros del periodo terminal o el esquelético autorretrato guardado por una multinacional japonesa en Tokyo. Siendo un poco rigurosos, la etapa cubista, la iluminación de Gossol y las "Demoiselles", son lo que tiene probabilidades de durar un centenar de años antes de caer en el olvido. Así que puro ochocientos, como del ochocientos son Van Gogh, Cezanne y Klimt.

Lo definitivo del novecientos, o si se prefiere la terminología periodística, "el artista del siglo XX", es Marcel Duchamp. De su urinario nace lo más interesante, fecundo y duradero del siglo XX, siglo que será recordado por sus carnicerías, totalitarismos, dictaduras, nacionalismos, genocidios, así como por la tecnificación de la vida cotidiana y la autodestrucción del Arte. O lo que es igual, por la instalación extensa de la democracia como sistema de control técnico-mediático de enormes masas nihilistas.

La ruptura que impuso Duchamp hacia 1917 y que (era de prever) tendría su eclosión global después de la bomba atómica, ha dominado el siglo XX como el acontecimiento artístico más apropiado. Sus hijos son legión: conceptuales, arte povera, land art, performance, body art, happening, minimal, y son la imagen real y verdadera del siglo XX, a cuyo lado las "Demoiselles" parecen llevar miriñaque. La ruptura de Duchamp convierte en pasado absoluto aquella prolongación del romanticismo que fueron las vanguardias y coloca a Malevitch o a Rothko junto a Delacroix, como bien saben los museos y los despachos de las multinacionales que no pueden costearse un Monet de gran tamaño.

Para este asunto no hace falta acudir a la más alta teoría. Como dice Paloma, quienes oímos con estupefacción un buen día el primer punk en una discoteca (y en cuanto comprendimos que íbamos a aceptarlo) nos percatamos de inmediato de que los Beatles habían sido arrojados al pasado. Por aquellos años comenzaba un nuevo ordenamiento del arte enteramente distinto al impuesto por los historiadores píamente marxistas del siglo XIX, los grandes historicistas alemanes y los formalistas del siglo XX. El nuevo orden ya no podía perseguirse de marchante en marchante, de galería de arte en galería de arte, de Kunsthalle en Kunsthalle, aplicando juicios inductivos e ingenuos clichés políticos. Ahora estaba todo en los medios de persuasión, cambiaba cada seis meses, y acabaría colgado en Internet, único escaparate del arte después de la muerte del Arte. Desaparecidos los expertos, los sabios, los especialistas, los mandarines, los consensos de la alta cultura, las instituciones doctas y el sentido común de la razón universal, sólo queda el flujo azaroso de lo que se derrama o gotea por los canales y redes, es decir, lo que exuda la ternura del caos.

Todo lo anteriormente descrito no tiene nada que ver con esa trivialidad que son "los gustos personales". A mí, por ejemplo, los que me gustan en serio son Poussin y el Sassetta, pero los gustos personales sólo tienen interés en las reuniones de hombres y mujeres durante las cuales y gracias a la abundancia de vinos y licores se discute acaloradamente de filosofía anglosajona, viajes por los montes suizos, música postserial, anécdotas bien narradas sobre grandes hombres desaparecidos, libros que no habríamos debido leer, mujeres del siglo XVIII, fútbol, robos en los expresos internacionales, peculiaridades sexuales del golden retriever y asuntos similares.

Sobre el espectáculo de Picasso humillado por Duchamp hay mucha información y claro juicio en el recién editado ensayo de Gerard Vilar titulado "La Desartización. Paradojas del arte sin fin" (Universidad de Salamanca).

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22 de noviembre de 2010
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La degeneración de los tiempos

 

Goethe tenía la superstición de los momentos históricos. La contrajo yendo de excursión con las tropas tudescas que iban a restablecer el orden monárquico en Francia. La noche del 19 de septiembre de 1792, entre Châlons y Verdun, junto al arroyo de la Tourbe, silbaba un viento asolador y ni la luna ni las estrellas lucían en el cielo. En tan señaladas condiciones, era nuestro héroe el centro de la soldadesca reunión en torno a la hoguera y discurseaba con gran satisfacción de todos sobre el apasionante tema “Venecia y yo”. Fue entonces cuando el marqués de Bombelles, antiguo embajador en Venecia, le estropeó la función al recordar cómo, dos años antes, mientras Goethe andaba hecho un casquivano y se dedicaba a la parranda veneciana, él había previsto el momento histórico que se avecinaba y había meditado hondamente sobre el gran cambio y otras elevadas quisicosas. 

En el instante de recogido silencio que siguió, se hizo patente que el ingrato público otorgaba su favor mudable y tornadizo al marqués clarividente y meditador. Goethe quedó escachado. ¿Qué género era ese del momento histórico? ¿Acaso no los dominaba él todos? 

La noche siguiente, el gran hombre callaba. Completamente solo y entregado a sí mismo, en su pecho ardían nobles ansias de emulación. En la tertulia, como después él mismo anotó “a todos les faltaba reflexión y juicio.” Por fin, alguien interpeló al genio, y fue entonces cuando proclamó: “Aquí y en el día de hoy, comienza una nueva época de la Historia Universal y siempre podréis decir que estuvísteis presentes.” Algunos miraron en derredor por ver si vislumbraban la nueva época, otros no chistaron, y todos comprendieron a quién debían el privilegio de que un momento histórico honrase sus vidas, hasta entonces corrientes. 

Descubierto el primero, todo fue más fácil y, en los años posteriores, fue Goethe testigo de multitud de momentos históricos que  él mismo indicaba didácticamente a la concurrencia. Llegó a ser tan gran fabricante de momentos históricos que los regalaba a la gente vulgar, como hizo con Hölderlin, cuando le llamó “Hölterlein” y le aconsejó que escribiera breves poemas sobre asuntos que tuvieran algún interés para la gente, el 22 de julio de 1797, fecha de fausta memoria en la literatura universal porque Hölderlin empezó a escribir largos poemas sobre asuntos que no interesaban a Goethe.

Una variante de la superstición del momento histórico es la de las cosas interesantes. Consiste en creer en la existencia de entradas de barrera que permiten asistir a las actuaciones de los fabricantes de momentos históricos. Los creyentes enterados se ponen de los nervios solo de pensar en la de cosas interesantes que pueden suceder en su ausencia. Cuando los creyentes son más bien decrépitos y crepusculares, recuentan esas cosas interesantes como quien rebusca calderilla en la entrepierna. Y ante el generoso desembolso de roña y cardenillo, uno se hace cargo de la degeneración de los tiempos. Antes, si se organizaba un momento histórico, digamos el nacimiento de una generación literaria, se quedaba en tal sitio, se hacía la foto y ya estaba. Ahora hay tal bajón en la calidad, que ni a los más avisados les cabe en la barra de favoritos la multitud de momentos históricos llenos de abajo flamantes que tiene cualquier día de labor. Porque, en la hez de la degeneración, los momentos históricos pululan, y los fabrican los periodistas, y los concejales de cultura y festejos. ¡Oh Goethe! ¡Oh marqués de Bombelles!

La persecución de las cosas interesantes recuerda a la persecución del orden, según la descripción de Mirabeau: “Perseguimos el orden, y espero que lo atrapemos”. Mirabeau fue un tremendo revolucionario y lo enterraron en el Panteón, como héroe nacional, hasta que aparecieron los papeles de Luis XVI gracias al cerrajero artista, y se vio que cobraba de Capeto, entonces lo retiraron del Panteón, y ahí le dieron todas.


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22 de noviembre de 2010
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Reseña de "Los infinitos"

John Banville La novela Los infinitos de John Banville ya llegó a una segunda edición. El autor ha sido todo un éxito desde que ganó el Booker con la maravillosa El mar. Los elogios han empezado a caerle ya. Esta es la reseña en Babelia de José Maria Guelbenzu. Pero ojo, que los que esperen una nueva versión de El mar pueden verse afectados con esta historia sobre libros y autores. Dice la nota:

Esta es una novela distinta. Una novela que ha de irritar a muchos y parecer fascinante a otros. Me encuentro entre los segundos. Lo que sí necesita es un lector amante de la literatura y dispuesto a aceptar novedades de concepción y estilo. Creo también que es una de las novelas del año.

En el libro se unen dos mundos: el de los mortales y el de los dioses. Uno de estos últimos, Hermes, es la voz narradora. La mirada de Hermes se tiende sobre la familia Godley en un momento en que el patriarca, Adam Godley, Sr., un reputado científico, se encuentra en coma a pocos pasos de su muerte. Junto a él se encuentran en la casa familiar de Arden (¿un guiño a Nabokov, este nombre?) su segunda mujer, Ursula, alcohólica; su hija Petra, medio autista, y su hijo Adam, Jr., junto con su esposa, la bella Helen. También forma parte de la casa Ivy Blount, de origen aristocrático reducida al estado de criada; Duffy, un campesino analfabeto, y dos visitantes: Roddy Wagstaff, pretendido cortejador de Petra, pero que en realidad ronda a Adam, Sr., con la intención de ser su biógrafo, y Benny Grace, un gordinflón desaliñado, descalzo y ladino, que también parece ser una encarnación del dios Pan. Con estos mimbres construye Banville una cesta insólita donde cabe una historia mínima y vulgar de relaciones familiares entre individuos afectados por problemas comunes al resto de los mortales que son contemplados por unos dioses inmortales y aburridos de su inmortalidad. La novela, por tanto, y la vida con ella, se mueve entre la muerte y la eternidad. Mientras Hermes relata las pequeñas pasiones de los humanos siente a la vez pena y cierta envidia de ellos por el hecho de que lo que a sus ojos son pequeñas reyertas y dificultades sean, precisamente, lo que da viveza y entretenimiento a sus actos, algo de lo que los dioses carecen, como carecen del horizonte de finitud de aquellos. Todos los dioses soportan mal la eternidad y su único entretenimiento es jugar con el destino de los humanos, sin beneficio para ellos ni para los humanos, aunque ellos lo hacen por divertirse, por pasar el rato, mientras que los mortales lo pagan con el dolor. Cuando Zeus, el padre de Hermes, despierta de su siesta, dirige su apetito sexual hacia Helen, la mujer de Adam, Jr., y, valiéndose del ardid de posesionarse de la voluntad de Roddy, la lleva junto al bosque y la besa apasionadamente ocasionando una pequeña catástrofe entre los mortales; después, como un niño con un juguete usado, lo aparta y vuelve a su estado de aburrimiento al comprobar que las envidiadas pasiones no son para los dioses.

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21 de noviembre de 2010
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La expedición de Ursúa y los crímenes de Aguirre

 

En su vigésima aparición pública, Editorial Redonda ofrece a sus fieles La expedición de Ursúa y los crímenes de Aguirre, de Robert Southey. Este Southey fue el más maldito de los llamados poetas lakistas, y su máxima desgracia fue tener que competir por los favores del público con dos pesos pesados como William Wordsworth y Samuel Taylor Coleridge, quienes, obviamente, lo aplastaron con su fama y, por qué no decirlo, su gigantesca talla literaria.

Para escribir este libro que Redonda ofrece ahora en traducción de Soledad Martínez de Pinillos , Southey se basó en Noticias historiales de  las conquistas de Tierra Firme en las Indias Occidentales, de un franciscano llamado fray Pedro Simón, quien a su vez se basó en un manuscrito guardado en los anaqueles de la orden y que fue obra de otro franciscano llamado Pedro de Aguado, quien lo había escrito  basándose en los testimonios de testigos y protagonistas de los hechos narrados, así como en otras crónicas contemporáneas.

Es decir: alguien (en este caso la imposible pareja Ursúa-Aguirre) protagoniza en 1560 unos hechos tan notables que, años después de ocurridos, un historiador los recoge con la máxima precisión posible, aunque su esfuerzo sólo se verá recompensado cuando, en 1627, otro franciscano edite su propia historia basándose casi por completo en la de su predecesor. Más de doscientos años más tarde, otro cronista por afición, esta vez de nacionalidad inglesa, retomará la historia de Aguirre vista por aquellos dos franciscanos que hablaban de oídas y dará su propia versión, que es la que nos llega ahora traducida al castellano.

En cuyo caso parece legítimo preguntarse: después de tantas manipulaciones por parte de los historiadores primitivos o modernos, y después de varios pasos de una lengua a otra para terminar regresando a la original, los hechos y los hombres que los protagonizaron, ¿tienen algo que ver con la verdad?

Por descontado que sí. Y el relato (porque es más un relato que un libro de historia) continúa siendo fascinante incluso para quienes hayan leído algunas de las crónicas originales y las versiones que hicieron entre otros, Ramón J. Sender (en novela) y Torrente Ballester (para teatro). Y también continúa siendo fascinante para quien todo el rato tenga que estar luchando contra la imagen contrahecha y sobreactuada de Klaus Kinski  en la película de Werner Herzog.

De entrada, la época resulta fascinante porque cuando Ursúa recibió el encargo de descubrir y conquistar un lugar totalmente imaginario llamado  El Dorado la conquista de América estaba terminando y el soldado heroico que conquistaba tierras en nombre del rey y almas para la mayor gloria de Dios ya pertenecía al pasado. Los guerreros que no habían querido o sabido reciclarse en colonos (por ejemplo Aguirre, que todavía soñaba con amasar una fortuna a punta de espada) se habían convertido en peligrosas hordas de semiforajidos dispuestos a engancharse en cualquier aventura por disparatada que fuera con tal de que les permitiera hacer lo único que sabían hacer, o sea, manejar armas. Ya nadie creía estar cumpliendo una misión histórica y trascendente, y los mundos que restaban por conquistar estaban más allá de la línea que señalaba el imperio de la ley y el orden. Y en ese territorio sumido en la tiniebla, ocurrían cosas muy misteriosas con los valores generalmente aceptados. Lope de Aguirre, justamente llamado "El loco" y con no menos justicia conocido asimismo como "Traidor", era un homicida que mataba o hacía matar por ansia de poder, porque le asedian los demonios o, sencillamente, por el placer de hacerlo. Pero de pronto, cuando  traspasó la línea de no retorno al asesinar a Pedro de Ursúa y proclamar públicamente su desafección al rey,  descubrió el poder de cohesión y la fuente de fidelidad que entraña toda muerte injustificable - y cuanto más sanguinaria y cruel e injustificable sea una muerte más cohesión y fidelidad genera - ya no pudo dejar de matar y ordenar matar porque la transgresión era  el único vínculo de unión entre sus hombres y él.  Curiosamente, en ese disloque de valores que se producjo en el caos de traiciones y ambiciones desmesuradas que era América, incluso un homicida y saqueador confeso, como era Lope de Aguirre, podía escribir al rey y, en nombre de su propia escala de valores, reprochar al monarca que no reaccionase frente a la flagrante corrupción del clero y echarle en cara el desgobierno de las provincias que otros habían ganado para él arriesgando sus vidas. Dicho lo cual, y de no ser porque su suerte ya estaba echada, Aguirre hubiera proseguido su sanguinario deambular. Y quede claro que estuvo en un tris de salirse con la suya y regresar victorioso a Perú.

 

La expedición de Ursúa y los crímenes de Aguirre

Robert Southey

Editorial Reino de Redonda

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21 de noviembre de 2010
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La rebelión de las clases medias

Hay una rebelión en marcha. De las clases medias contra los poderes establecidos. Su enemigo es el nuevo mundo incubado por la globalización, que acaba de romper la cáscara con la crisis económica. La caída de rentas, el desempleo, la pérdida de ventajas sociales y el horizonte de un bienestar decreciente que sufren europeos y norteamericanos se corresponde con la aparición de unas nuevas clases medias globales en los países emergentes, con una voracidad consumidora y una actitud ante el futuro tan ambiciosa como sus homólogas occidentales en el momento de su ascensión.

El desplazamiento del centro de gravedad del planeta transfiere poder económico y político, pero también capacidad para imponer pautas y valores. Las clases medias chinas están más ocupadas en el glorioso enriquecimiento que les prometió Deng Xiaoping que en la defensa de los derechos humanos y las libertades públicas. Las de los países islámicos, incluidas democracias como Indonesia y Turquía, sienten más preocupación por la llamada difamación de la religión, que identifican con la libertad de expresión occidental, que con la discriminación, e incluso, el maltrato de la mujer que todavía practican en sus familias patriarcales, apoyándose en muchas ocasiones en textos religiosos. Ya no cuenta aquella clase obrera que inspiró a Marx. Las clases medias urbanas son ahora los sujetos de la historia. Los regímenes que quieren asegurar su estabilidad se basan en un pacto que garantiza la prosperidad de estas clases que ahora marcan el paso del mundo. Este pacto se está agrietando en las sociedades europeas y norteamericana, donde los partidos e ideologías que lo han cementado durante los últimos 60 años no consiguen hacer pasar sus mensajes y encuadrar a sus antiguas clientelas. Lo expresa el populismo rampante, que se moviliza en la contención de la inmigración, la lucha ideológica contra el islam y la protesta contra los partidos e instituciones que hasta hace bien poco habían asegurado la prosperidad y el futuro. Las clases medias occidentales se rebelan contra una pérdida de poder que sufren directamente. Pero su actitud tiene algo de suicida. No quieren inmigrantes, cuando necesitan mano de obra cualificada y abundante para asegurar el futuro de sus economías y sistemas sociales. No quieren musulmanes, cuando la única posibilidad de organizar sociedades plurales en paz y democracia es aislar a los violentos y a los ultras de la gran masa de creyentes. No tienen apego a lo público, cuando han sido el mercado y la desregulación los que las han dejado a la intemperie. En Europa reniegan de la unidad europea y en Estados Unidos coquetean con el aislacionismo o el belicismo, pero su única salida es una fuerte alianza transatlántica que compense el naciente desequilibrio del mundo sin caer en una nueva guerra fría.

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21 de noviembre de 2010
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Las mandarinas vienen en barco

Es una bolsa de malla, una redecilla tejida de color rojizo con cinco mandarinas en su interior. La ha traído ?desde Europa? un lector que descubrió dónde vivo gracias a las pistas dejadas en el blog. Después de brindarle un vaso de agua, ha sacado los cítricos de su mochila ?con cierta vergüenza? como si viniera a regalarme algo demasiado común en esta Isla, más común incluso que el marabú o la intolerancia. No se explica entonces por qué agarro el paquete y hundo la nariz en cada fruta. Unos segundos y llamo a gritos a mi familia para enseñarles los anaranjados redondeles que ya comienzo a pelar. Hundo las uñas en la cáscara y me huelo los dedos. Tengo una fiesta de resina sobre cada mano. Un reguero de hollejos llena la mesa y hasta el perro se entusiasma con el sabor que tiene alborotada a toda la casa. ¡Han llegado las mandarinas! ¡Ha vuelto ese aroma casi perdido, esa textura extraviada! Mi sobrina celebra la aparición y tengo que explicarle que una vez estos frutos no vinieron en barco ni en avión. Evito confundirla ?porque sólo tiene ocho años? con la historia del plan citrícola nacional y de las grandes extensiones en la Isla de la Juventud donde las naranjas y toronjas eran cosechadas por estudiantes de otros países. Tampoco le menciono las triunfalistas cifras lanzadas desde la tribuna o los jugos Tropical Island que comenzaron siendo fabricados con la pulpa extraída de nuestras cosechas y ahora saben a siropes importados. Pero sí le cuento que cuando llegaba noviembre o diciembre, todos los niños de mi escuela primaria olíamos a mandarinas. ¡Qué días aquellos! En que nadie tenía que traernos desde un lejano continente lo que nuestras propias tierras producían.

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20 de noviembre de 2010
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Se viene lo nuevo de Auster

carátula del libro Sunset Park, la nueva novela de Paul Auster, aparecerá el 23 de Septiembre, y en El Cultural adelanta las primeras páginas. Pero antes nos anuncia el tema:

El autor neoyorquino se mueve ahora en las difusas fronteras morales de las relaciones de adultos con menores. Miles Heller, de 28 años, vive con Pilar Sanchez, de 16, después de haber desaparecido de su vida anterior. Tras abandonar la universidad y despedirse de sus padres, trabaja en una empresa de mudanzas que se dedica a vaciar las casas desahuciadas.

Para leer las primeras páginas pueden ir a este enlace.

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20 de noviembre de 2010
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