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El mezquino vicio de querer tener siempre razón

No busquemos resonancias entre la razón, la verdad y la democracia. Por más que puedan producirse ocasionales coincidencias, sabemos que la verdad no se somete al principio de la mayoría, que lo racional no tiene por qué ser verdadero ni la verdad racional y que democracia y razón no conducen una a la otra en todos los casos, sino más bien al contrario: con harta frecuencia sucede lo contrario.

No hace falta tampoco que le demos la razón al vencedor ni que creamos que sólo él nos ha contado la verdad. A veces gana precisamente por lo contrario. Gana quien sabe ganar, no quien tiene la razón y la verdad. Pero ni la verdad ni la razón son un consuelo para los derrotados en las urnas. Sí debieran servir como lección. La dio hace casi cien años Max Weber en un texto que periodistas y políticos deberíamos llevar en el bolsillo para releerlo con frecuencia, sólo por si acaso. Con ocasión de las derrotas y los fracasos, sin ir más lejos. Se trata de la famosa conferencia La política como vocación, donde el sociólogo desgrana los tres tipos de legitimación del poder (la costumbre, el carisma y la legalidad), señala la diferencia entre la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad, y proporciona un retrato escasamente halagador pero muy actual del oficio periodístico. Entre los muchos argumentos enjundiosos que contiene el texto, uno parece especialmente adecuado para intentar entender la época en que nos ha tocado vivir y en especial la desconexión entre razón, verdad y democracia. Weber critica al vencedor de una guerra, que ?cediendo al mezquino vicio de querer tener siempre razón, pretende que ha vencido porque tenía la razón de su parte?. Paul Krugman, el brillante Nobel de Economía, que debe tener a Max Weber leído y subrayado como pocos, parece tener en poca estima a quienes vayan analizar en el futuro la crisis actual al señalar que ?cuando los historiadores contemplen retrospectivamente los años 2008 a 2010, creo que lo que más les desconcertará será el extraño triunfo de las ideas fallidas. Los fundamentalistas del libre mercado se han equivocado en todo, pero ahora dominan la escena política más aplastantemente que nunca?. Weber pensaba directamente en derrotas militares. Su conferencia es de 1919, pronunciada en plena indigestión de aquella derrota alemana que originó otra gran guerra. Pero lo que dice vale para cualquier otra derrota, política, electoral o ideológica, como las que podemos observar estos días. ?Ponerse a buscar después de perdida una guerra quiénes son los ?culpables? ?dice? es cosa de viejas; es siempre la estructura de la sociedad la que origina la guerra?. Y nos da, además, un apunte sobre la ética de la derrota, imprescindible para superarla con dignidad: ?una ética que, en lugar de preocuparse de lo que realmente corresponde al político, el futuro y la responsabilidad frente a él, se pierde en cuestiones, por insolubles políticamente estériles, sobre cuáles han sido las culpas en el pasado?. Los vencedores no tienen la razón ni la verdad, ni en las urnas ni en los campos de batalla. Pero no importa, porque han sabido leer la correlación de fuerzas, oler el aire del tiempo, emplazarse en el lugar adecuado para sacar ventaja y ganar la contienda, sea bélica o sea electoral. Los vencidos, en cambio, es muy posible que tengan toda la razón y toda la verdad, pero no les sirven para nada. Al contrario, nada mejor que la razón y la verdad de los otros, de los vencidos, para asentar los triunfos de quienes los han derrotado. En el más leve de los casos, la victoria es la oportunidad que tiene el vencedor de cortar y repartir la tarta. El auténtico vencedor se queda con los despojos de la batalla, que cuando son políticas incluyen las ideas, los programas e incluso los valores, es decir, la razón y la verdad de los vencidos, para hacer con ellos lo que le convenga: tirarlos o incluso devorarlos y asimilarlos. Los vencidos tienen pocas opciones. Una de ellas es subirse al carro de quien les ha derrotado. El resto son cuentos de viejos (seamos algo más correctos que Max Weber en su tiempo).

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27 de diciembre de 2010
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Favores y flaquezas

 

“Nada más frágil que la memoria de los beneficios recibidos. Así que fiaos de los hombres que están en condición de no poder fallaros, más que de aquellos a quienes habéis hecho favores, porque a menudo ellos no se acuerdan, o suponen esos favores menos importantes de lo que son, o piensan que alguna necesidad os hizo actuar” lo dice Guicciardini en sus Ricordi (XXIV) y es una fina observación. Pero le falta algo: el otorgante de beneficios y favores sí que se acuerda. De modo que se podría añadir: tú no cuentes con ese al que favoreciste, pero cuenta que quien te favoreció sí cuenta contigo, y eso puede ser digno de cálculo por la facilidad con que se crea un enemigo a partir de un benefactor, casi tan fácil como se crea uno a partir de un beneficiado.

La economía del favor tiene sus peculiaridades. Un favor se empieza a pagar con el mismo hecho de pedirlo. Puede ser que su petición cueste tanto que esté condenada a no poder ser resarcida por la más pronta y atenta concesión. De modo que, haciéndose rogar, se puede llegar a contraer una deuda de muy difícil quita. 

Son cosas sabidas de muy antiguo. En las sociedades rurales, estaba detalladamente estipulado el compendio de obligaciones del vecino. Se trataba de evitar en lo posible el germen de discordia que hay en la petición de favores.

Y directamente liada con la susceptibilidad del favor está la intromisión del admirador, con el cual nunca se es lo bastante riguroso y desconfiado. Siempre pretende cobrar a la vista y exige el cumplido que le diga que lo ha hecho bien, que cuela. Exige para su vileza enana que el adulado se envilezca también otro tanto. Y lo chusco del caso es que negarse a dar ese estúpido paso de baile puede suponer una ofensa grave. Así se da en el brete de violentarse aceptando la intromisión, o violentarse rechazándola. Y, sobre todo, que el admirador se vengará sin falta: ya antes de empezar a venerar está tramando el desquite. 

Antes se empleaba un verbo gracioso y plástico “colinear”, o sea hacer como el perro. Y el que colinea a alguien no lo hace porque aprecie sus méritos, sino porque adquiere un salvoconducto de elevación a costa ajena. Es, por lo tanto, el mayor parásito. Por algo decía Nietzsche que hay más intromisión en la alabanza que en la censura. Es increíble el avance que tiene la adulación en todas las inteligencias por groseras o finas que sean. Por más vil o despreciable que nos parezca alguien, siempre estaremos dispuestos a dar crédito a los juicios favorables con que nos pueda colinear.

La adulación adormece a la víctima, anula su entendimiento, la corrompe y envilece. El admirador ya abusa cuando se permite decirnos qué piensa de nosotros y de lo que hacemos. No es un enemigo futuro, sino que está presente; dispone de una llave maestra y no sabemos cambiar la cerradura.

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27 de diciembre de 2010
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El que no trabaja

Hay un hombre negro, joven, grueso, afable, que reside en los bancos de mi barrio. No se trata de uno de esos ‘sin techo' que, llegado el anochecer, sientan plaza con sus cartones y sus mantas en los vestíbulos de los cajeros automáticos de tantas entidades bancarias; mi vecino, pues así lo considero ya, sin haber cruzado una palabra con él, duerme en los bancos de madera, aunque a veces le veo también recostado en las escaleras de acceso al ‘metro' con su impedimenta, que incluye garrafas de agua, nunca un ‘botellón'. Va limpio, igual de abrigado ahora que en el verano, y, excepto cuando tiene los ojos cerrados, mira siempre a los que pasamos cerca de él con el gesto risueño que le caracteriza. No vende nada en la calle.

   Me resulta imposible, dada la frecuencia de su figura en mi peripecia cotidiana, no hacer cábalas sobre su origen, su inmediato pasado, su actualidad de hombre que arrastra sus pocas pertenencias sin alejarse nunca del perímetro más próximo a mi casa. Con motivo de mi trabajo cinematográfico en ‘El dios de madera', el año pasado entrevisté y traté a muchos jóvenes del Senegal, de Mali, de Nigeria y Costa de Marfil, en su mayoría emigrantes que habían llegado a España en patera y, tras diversos avatares, vendían -ya legalizados- bolsos y paraguas en el llamado ‘top manta'. A todos les estaba  golpeando duramente la crisis, privados además de un núcleo familiar y enfrentados a la perspectiva de un casi imposible retorno sin medios a sus países de procedencia.

     El paro es desde luego angustioso para esos y otros muchos trabajadores sin esperanza, pero su onda expansiva nos afecta a todos, excepto quizá a algunos altos directivos de la banca (la otra, la que no es de madera ni está a la intemperie). La carencia de empleo, los recortes salariales, los contratos precarios, las forzosas jubilaciones anticipadas, la inseguridad de las prestaciones sociales y sanitarias; ése es el horizonte que se divisa mientras a nuestro alrededor, y no sólo por televisión, es posible observar el espectáculo del enriquecimiento de unos pocos y el blindaje intocable de quienes tanto han contribuido al mal económico de la mayoría.

     Puede por tanto resultar una paradoja, si no una afrenta, que en esta situación tan desesperada uno recurra a Ambrose Bierce y Paul Lafargue, dos grandes libertarios decimonónicos (fallecidos ambos en la primera parte del siglo XX) que en tiempos no menos convulsos hicieron de la necesidad burla y le sacaron al drama de la miseria el corazón de la risa. Creo que el mulato antillano de origen francés Lafargue está hoy más olvidado que el anglo-americano Bierce, aunque el primero brilló más en vida, por su matrimonio y compartido suicidio con la hija de Carlos Marx, sus viajes de agitación por Europa y sus importantes contactos con el socialismo español de la época. Releídos ahora, sus dos breves opúsculos ‘El derecho a la pereza' y ‘La religión del capital' parecen haber sido escritos para nosotros, y algo similar puede decirse de algunos de los textos breves de Ambrose Bierce que, traducidos y presentados por Miguel Catalán, acaba de publicar la editorial madrileña Sequitur bajo el título ‘La mirada cínica'.

    Lafargue conocía bien los pormenores de la explotación masiva de la mano de obra en el siglo de la revolución industrial, pero más que creer, como su suegro, en la estricta dicotomía de un trabajo enajenado y un trabajo liberado, prefería recordar que el destino del hombre antes de la condena de Dios en el Edén y la codicia del Jefe en la cadena de producción pasaba también por el sagrado derecho humano a hacer ‘menos': el ocio placentero como antídoto o alivio del trabajo embrutecedor. La historia de las reivindicaciones sociales desde el nacimiento de la conciencia obrera hasta el día de hoy en las calles de Francia incluye la defensa de una vida laboral mejor y de un mayor derecho al reposo y, por qué no, al relajo.  

    Complementario más que antitético a ‘El derecho a la pereza' preconizado por Laforgue es ‘El derecho a trabajar', un sarcástico diálogo entre La Ley y El Vagabundo que Bierce imagina, y en el que la primera, hablando con la voz del orden establecido, le recuerda al segundo la prohibición legal de robar pero también de mendigar, a lo que aquel contesta: "cuando en la calle te obedezco y me paso todo el día hambriento y por la noche temblando de frío, y me quedo callado para no molestar, me arrestan por ‘hallarme sin medios conocidos de sostenimiento económico'". ¿Será ese el caso del hombre grueso y negro que vagabundea por los aledaños de la calle Francisco Silvela? ¿Es un ‘homeless' que ha elegido su domicilio en la multitud, como el dandy de Baudelaire? Seguiré preguntándomelo, y confiando en que, al contrario que al vagabundo de Bierce, a él no le arresten. No trabaja y no hace daño a nadie. Quizá ni a sí mismo.

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27 de diciembre de 2010
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Memorias de un africano

Wole Soyinka Conocí a Wole Soyinka en 1993, en un encuentro de escritores en España. Soyinka debía hablar a casi un centenar de escritores jóvenes y lo hizo alto y fuerte. Luego, en la intimidad de la tertulia en el único bar del pueblo donde estábamos (se llamaba Mollina), Soyinka se emborrachó, bailó, se hizo llamar ?León? en nigeriano, coqueteó con varias autoras y además se burló sin misericordia de la ambición literaria de la mayoría de escritores jóvenes, augurándonos un estruendoso fracaso. A algunos de los ahí presentes les fue mejor que otros, es justo decirlo. No creo que ese recuerdo esté en sus memorias. Yo leí algunas novelas de Soyinka, traducidas entonces luego del premio, y la verdad es que me parecieron aburridas y llena de clisés de realismo maravilloso a lo africano. Quizá las memorias Partirás al amanecer (RBA) sean mejor que eso. O quizá no. La reseña en Radar Libros es de Mariana Enríquez:

También podrían sumarse como momentos lisérgicos su búsqueda de la Ori Olokun, la perdida cabeza de una deidad mayor yoruba que, según le aseguran investigadores de la Universidad de Ife, se encuentra en Brasil; hacia allí parte el profesor Soyinka, se roba la cabeza de una colección privada en Bahía, descubre muy tarde que no es la original, y vuelve a intentar la recuperación del objeto sagrado ¡en el Museo Británico! O su participación en el festival de teatro de Siena, Italia, cuando para levantar la moral de la troupe decide traer desde Nigeria un eta (animal típico del país) para hacer un asado: la carne congelada, fruto de la caza, consigue pasar, milagrosamente, todos los controles aduaneros. O la entrada a Lagos ?ex capital de Nigeria y todavía su centro comercial? en 1993, durante una brutal rebelión popular tras un fraude electoral, con el tráfico aéreo interrumpido, toque de queda y todas las actividades paralizadas, Soyinka entró en taxi, solo con un chofer medio loco, atravesando cada barricada gracias a su poder de persuasión y su fama (en su país es, sencillamente, el Profe): ?Paramos a uno para preguntarle cómo se llegaba a Agege. Señaló hacia una dirección y nos previno: ?Pero no hay que ir allí?. ?¿Soldados??, pregunté yo. No. Aquellos eran de la Policía Móvil, los ?mato y me voy?, también conocidos como POMOs. Sólo en aquella zona habían matado a seis. Si doblábamos por la primera calle, veríamos los cadáveres; habían aparecido disparando como locos?. De Kingston a Estocolmo, de Roma a Londres, de Atlanta a Benin, de Nadine Gordimer y Chinua Achebe a Stephen Spender y W. H. Auden, Partirás al amanecer también cuenta con los roces sociales típicos de un Premio Nobel, pero son los momentos menos atractivos del volumen. Lo más notables son todos esos nudos en los que se juega la vida y el destino, que definen qué es ser un intelectual comprometido y cuentan éxitos y fracasos que son los de Nigeria pero también los del continente africano y, en un sentido amplio, los de esa región que para bien y para mal llamamos Tercer Mundo.

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27 de diciembre de 2010
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Los mejores extranjeros del 2010 de Revista Ñ

libros Una lista de nueve títulos es la que presenta Revista Ñ con lo mejor de la literatura extranjera. Hay traducciones y autores latinoamericanos, cada uno con una breve reseña. No parece haber un orden especial en la lista. La lista incluye: La última noche en Twisted RiverJohn IrvingTusquets Novela 658 págs.   Cuentos reunidosKjell Askildsen RelatosLengua de trapo298 págs. Verano J.M. CoetzeeNovela Mondadori255 págs. GalileaRonaldo Correia Do Brito Adriana HidalgoNovela 306 págs. NocturnosKazuo IshiguroRelatos Anagrama 294 págs. Mi perra TulipJ.R. AkerleyNovela191 págs. Tres ataúdes blancosAntonio UngarNovela 288 págs. El tutú. Costumbres de fin de sigloPrincesa SafoClub Burton 224 págs.  Grieta de fatigaFabio Morábito Relatos Eterna Cadencia 192 págs. 

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26 de diciembre de 2010
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Escritos que se lleva el aire

 

 

Las notas de sexto y reválida, la primera nómina envuelta en un  recorte de periódico que habla de la olimpiada de Munich, la cartilla militar que me define como reservista artillero que ha de presentarse en un cuartel de Logroño, el libro de familia, hay que ver cuántos textos abolidos y fuera de ordenación, textos periclitados que fueron importantes y codiciados hasta lo increíble, textos de lectura difunta y, con ellos, nosotros, que nos vamos pareciendo a papeles que se lleva el aire.

Los antiguos desconfiaban de la palabra para la transmisión de sus arcanos. Había cosas y seres cuyo nombre no debía ser pronunciado. Después, se pasó a desconfiar de la escritura: era algo demasiado claro y de inquietante permanencia. Platón escuchó en Egipto una leyenda que pronosticaba una época —la nuestra— en que los textos harían esclavos a los hombres. Yo escribo y tengo la impresión de que un escrito es una cosa secreta y efímera. Me parece grotesco Epicuro cuando se consuela con la eterna gloria que pronostica a sus textos, y entiendo a Sthendal cuando dice que le es muy penoso hablar de los suyos.

Pero es verdad que los escritos nos tienen encarcelados en una  interminable peninteciaría mucho más implacable que aquella amable cárcel de papel de La codorniz. Así manifiesta su omnipotencia esa fatalidad de la que oí hablar a Joaquín Sanmartín en su intervención sobre los sumerios para una exposición que Enki mediante se podrá ver de aquí a un par de años en Caixaforum. Observa Sanmartín que la existencia de todas esas lenguas incomprensibles que nos abordan —no sabemos leer el recibo de internet, ni el del seguro, ni la ley de fincas— es una fatalidad coetánea de la civilización, que es el lugar donde nos atropellan escritos que no sabemos leer.

 

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26 de diciembre de 2010
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Ignacio Echevarría sobre la Navidad

navidad En el suplemento El Cultural, Ignacio Echevarría escribe una columna de opinión sobre los libros que tratan el tema de la Navidad. Una noticia interesante: según Chesterton, el actual espíritu navideño, ese dar para recibir, aquello de la época de bondad y generosidad, no nació en un sermón de la iglesia sino con el cuento de Charles Dickens. Es una hipótesis muy verosímil. Dice Echevarría sobre los autores que han escrito sobre la Navidad:

La literatura contemporánea ofrece abundantes muestras de que el ?espíritu de la Navidad? inspira, inesperadamente, talentos que se diría poco receptivos a él. Ahí está Joseph Brodsky, quien solía escribir, llegada la fecha, un poema que hacía servir como felicitación (véase, en Visor, Poemas de Navidad, traducidos por S. Maliavina y J.J. Herrera). Son poemas conmovedores, delicados y a su manera edificantes, en los que la Navidad y el Año Nuevo dan ocasión a Brodsky para meditar sobre la marcha del tiempo. Brodsky sugiere que la fuerza de la Navidad reside en el destello de la pura alegría percibida a través del rutinario sufrimiento. Y en uno de esos poemas, de 1965, escribe: ?¿Qué es esto? ¿Tristeza? Tal vez sea tristeza. / Una canción que te sabes de memoria. / Que se repite. Pues que se repita. / Que se repita desde ahora. / Que suene también a la hora de la muerte, / como gratitud de labios y ojos, / hacia lo que, a veces, nos obliga / a perder la mirada en la lejanía?. Pero Brodsky, como antes Pasternak y tantos otros, trabaja sobre una experiencia de origen religioso. Mientras que, para narradores como Capote o Cheever, la Navidad es un rito fosilizado, en el que tienden a reconocer el sufrimiento que enmascara la alegría impuesta. Cheever lo hace no sólo en sus cuentos, sino en numerosos pasajes de sus diarios, muy especialmente en éste de mediados de los años cincuenta, que hace unos años empleé para felicitar la Navidad a los amigos, y que hoy copio de nuevo para todos ustedes: ?Abrumado por la soledad, decidió sorprender a la familia volviendo antes de Navidad. Su esposa lo recibió en el aeropuerto con la noticia de que se había enamorado de otro y vivía con él desde hacía tres meses. Habló sin parar hasta que él le dijo que estaba bien, que lo comprendía, y sólo le pedía que lo llevara al hotel. Entonces ella dice: ?¿Cómo puedes ser tan desconsiderado? Las luces del árbol están encendidas y hemos comprado regalos para ti; además, mamá, papá y los chicos te esperan?. Y él dice: ‘Acabas de decirme que mi vida contigo y los niños se ha terminado. Acabas de decirme que ya no puedo vivir contigo. Ahora quieres que vuelva disfrazado de Papá Noel. Y nunca me han gustado tus padres?. Entonces ella responde: ‘No sabía que fueras tan cruel. No ha sido culpa mía que me haya enamorado de Henry. Fue más fuerte que yo. Actúas como si lo hubiera hecho a propósito. ¿Qué quieres que les diga a papá y mamá? No saben nada. Nos hemos pasado toda la tarde decorando el árbol sólo por ti. Te esperan, se han puesto su mejor ropa?. Y él, que desea ver a sus hijos y las cuatro paredes de su casa, vuelve?.

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26 de diciembre de 2010
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El año literario en Francia

Houellebecq ¿el flop del año francés? Vía el blog The Literary Saloon me entero de este artículo de L`Express donde un grupo de críticos literarios escogen el Top, el Flop y el resumen del año. Las respuestas son polémicas. En especial las de André Clavel y Jerome Dupuis. Clavel destaca a Coetzee, se lamenta por Easton Ellis (y por la mayoría de editados norteamericanos) y destaca sorpresas como la maravillosa Claire Keegan (editada en castellano por Eterna Cadencia):

Top: L?été de la vie (Seuil), de J.M. Coetzee, un autoportrait magistral où, comme Houellebecq dans La carte et le territoire, le Nobel 2003 imagine sa propre mort, mais de façon autrement plus inventive et plus ludique que notre Goncourt 1010.  Flop: Suite(s) impériale(s), de Bret Easton Ellis, chez Laffont, un polar-nanar raté, plein de tics, d?esbroufe gratuite, d?auto-parodie, et sans intrigue véritablement construite.  En résumé: Quatre ténors américains m?auront déçu. Non seulement Ellis mais Paul Auster (Invisible chez Actes Sud, roman sans âme sur une trame inutilement labyrinthique), Thomas Pynchon, enlisé dans un remake sixties surchargé (Vice caché au Seuil) et aussi Don DeLillo, dont le Point Oméga (Actes Sud), une pseudo-réflexion sur la guerre, tourne en rond et assomme. Un cinquième larron, Jim Harrison, n?était pas non plus au mieux de sa forme dans ses Jeux de la nuit(Flammarion).  Les vraies surprises sont venues d?inconnus, l?américain-vietnamien Nam Le (Le Bateau Albin Michel), l?Islandaise Audur Ava Olafsdotir (Rosa Candida chez Zulma) ou l?Irlandaise Claire Keegan (L?Antarctique chez Wespieser), sans parler de Sofi Oksanen (Purge, Stock), très prometteuse. 

Por su parte, Jerome Dupuis (igual que Emmanuel Hecht) lamenta la mediocridad del Goncourt de Houellebecq:

Top: Le regard délavé et envoûtant d?Arthur Rimbaud, à Aden, en 1880, sur la fameuse photographie retrouvée par deux libraires parisiens.  Flop: L?attribution, seize ans après la parution de son premier (et meilleur) roman, Extension du domaine de la lutte, douze ans après avoir raté Les particules élémentaires et neuf ans après n?avoir pas couronné Plateforme, du prix Goncourt à Michel Houellebecq, pour son médiocre La carte et le territoire. 

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26 de diciembre de 2010
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La vida de un Rolling Stone

cubierta del libro Life de Keith Richards fue elegido como uno de los 10 libros del año según Michiko Kakutani, más allá del premio recibido por Patti Smith. Rodrigo Fresán confiesa que no le interesan los Rolling Stones como grupo musical, sí acepta que la biografía de Richards le ha llamado la atención. La reseña apareció la semana pasada en el ABCD las Artes del diario ABC. Dice la reseña:

Vida, de Keith Richards (destilado a partir de conversaciones con James Fox), resulta muy atractivo y divertido aún para quien no comulga con el mito. Lo que no deja de ser muy meritorio; porque aun los que no se sienten miembros del culto ya conocen buena parte de lo que aquí se cuenta. Las idas y vueltas de The Rolling Stones son ya -después de casi medio siglo- carne y hueso de leyenda urbana y de culebrón rock. Y Richards (Dartford, 1943) lo cuenta y lo recuenta con honestidad y entrega y malicioso buen humor. De acuerdo: Vida no tiene en sus páginas la sabiduría y la sorpresa de las Crónicas: Volumen I de Bob Dylan o la mística mitómana y encendida de Patti Smith en Éramos unos niños. Pero entre los varios méritos de Keith Richards se cuenta el de no tomarse en serio con absoluta seriedad. Y a su manera. De ahí que otro de los grandes logros de Vida (y de Fox) sea el de haber conseguido preservar en la página el fraseo y el gruñido de Richards, que recuerda al de una especie de Bogart noir consciente de ser su propio Halcón Maltés y que hubiera convertido Rick´s en un antro mucho más movido de lo que ya lo era en Casablanca. También se disfruta aquí de su método sinuoso para saltar de un tema a otro como si se deslizara por el nutrido repertorio de su pasado, donde en más de un momento se tiene la impresión de estar remontando un aluvión de lugares comunes del género y del negocio. Domador de leones Sexo, drogas y rock and roll y todo eso, sí. Aunque enseguida comprendemos que todos esos lugares comunes fueron -en principio y finalmente- inventados por el propio Richards, quien, si imita a alguien, es a sí mismo sabiéndose inimitable pero tantas veces mal imitado. Y así su alargada sombra de domador de leones a la vez que payaso del rock and roll circus se proyecta desde la punta de sus botas, pasa por This Is Spinal Tap, sigue la actitud y gestualidad de Slash o del dúo Pereza, crece como respetuosa caricatura en el rostro dibujado de Murdoc Niccals en la cartoon-band Gorillaz, y alcanza a ese chico anónimo con sueños de gloria que hoy mismo, por primera vez, pellizca el riff de Start Me Up en el garaje de su casa. Y queda claro que cuando Richards se enciende se hace difícil apagarlo. A diferencia de Mick Jagger (quien devolvió un adelanto millonario por su autobiografía al descubrir que no se acordaba de nada), Richards -¡sorpresa!- parece disfrutar de una memoria fotográfica y auditiva. Esto no significa que, a menudo, esa misma memoria parezca un tanto selectiva y cortada a medida. Pecado tolerable que no resta placer a volver a revisar -esta vez de la mismísima boca del caballo- los mismos viejos hitos sonando ya como esas mismas viejas canciones y, por momentos, derivando hacia el territorio y los modales de un curtido stand-up comedian sabedor de que el suyo es material del bueno, que nunca nos cansará del todo, y por qué no oírlo otra vez. Y, como piedras que ruedan, allá vamos: la infancia de posguerra; su relación de odio/amor con Brian Jones y de amor/odio con Jagger (Richards apunta con certera acidez que su socio jamás imaginó que dejaría las drogas y que el «levantarme de entre los muertos tras haber sido leído mi testamento» supuso una complicación para los planes empresariales que el cantante tenía para The Rolling Stones); su cariño sin límites por el batería Charlie Watts y el teclista Ian Stewart; su turbulento romance con Anita Pallenberg y la muerte del hijo que tuvieron juntos; sus correrías artísticas con Gram Parsons; la admirada rivalidad con The Beatles; los pormenores de la legendaria grabación del legendario Exile on Main St. y alguna que otra intuición musical más bien básica y derivativa (admitiendo, más allá del invento de su afinación personal de cinco cuerdas, que si hay algo derivativo y básico, ese algo es la música de The Rolling Stones); sus múltiples adicciones (su consejo es solo meterse sustancias controladas de la mejor calidad) y sus problemas con las autoridades de todo tipo y nacionalidad. Sonrisa torcida En este sentido -advertencia a padres y tutores-, Vida es un libro tan peligroso para los pichones de rocker como La universidad desconocida, de Roberto Bolaño, lo es para los cachorros de poeta. He aquí un virtual manual de instrucciones para ser un perfecto maldito y no morir en el intento cuya lectura confundirá a espíritus ingenuos con el espejismo y el error de que se puede llevar la vida de Richards y vivir para contarla y cantarla. De ahí que no esté de más señalar la excepcionalidad de Richards -su mala salud de hierro, su cuerpo de juguete irrompible y la sonrisa torcida con cigarrillo colgante del viejo gato que siempre cae parado- como excepción; e insistir con un: «Niños, no intentéis hacer esto en vuestras casas». Hacia las últimas páginas, uno siente esta Vida un tanto cansada y repetitiva. Igual que se siente -cabe pensarlo- el mismo Richards. Justificado, perdonable: ha sido una larga historia y el aquí y ahora parece resumirse en una sucesión de álbumes intrascendentes, el duelo infinito con el manipulador y eternamente descontento e insaciable Jagger, un par de recientes hazañas (aquella caída de un árbol con derrame cerebral incluido y el esnifar las cenizas del propio padre muerto) y giras multimillonarias a lo largo y ancho de un planeta al que no se le deja de sacar la lengua. La historia dirá -ya lo dice- que The Beatles lo inventaron todo y que, sin quedarles nada por crear, inventaron el separarse. Lo único que inventaron The Rolling Stones es no separarse hasta que la muerte los separe. Mientras tanto y hasta entonces, aquí va esta Vida: inesperado y sorpresivamente satisfactorio best seller alabado por la crítica internacional y firmado por quien -de tanto tocar aquello de «No puedo alcanzar la satisfacción»- parece haber acabado siendo uno de los hombres más satisfechos que jamás actuaron sobre la faz de ese escenario que es el mundo.

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25 de diciembre de 2010
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Los del 68 empiezan a jubilarse

Nadie ha pautado mejor los relevos generacionales que la sociología norteamericana. Según una de las más destacadas instituciones de investigación social estadounidense, el Pew Research Center (PRC), el primer día de 2011 se producirá un acontecimiento generacional de resonancias históricas: el más viejo de los miembros de la Generación del Baby Boom cumplirá 65 años, todavía edad de jubilación en muchos países. Con tal motivo, la institución ha publicado un retrato sociológico de esta cohorte de edad en Estados Unidos que no tiene desperdicio. Los babyboomers de la otra orilla del Atlántico son los sesentayochistas europeos, la última generación que tuvo pretensiones de transformar el mundo y a la que desde hace un tiempo se quiere endosar buena parte de las culpas por los desastres de nuestra época, desde el individualismo y la crisis de valores hasta el multiculturalismo y el declive occidental.

Los babyboomers sesentones creen que son exactamente nueve años más jóvenes y hasta los 72 no consideran que empiece la vejez. Tanto optimismo cronológico no se corresponde con su sentimiento vital: son los más pesimistas e insatisfechos de todos los grupos de edad respecto a sus vidas y a la marcha de su país. Probablemente así eran cuando tenían 18 años. Pero ahora se sienten más afectados por la actual crisis ?la Gran Recesión le llama el Pew? que sus padres, pertenecientes a la Generación Silenciosa y nacidos durante la Gran Depresión. Como siempre ha sucedido, los del 68 se han hecho muy conservadores. Votaron más a Obama que McCain, aunque por poco, pero en las últimas elecciones legislativas sus sufragios fueron mucho más republicanos que demócratas. Pero todavía son más progres, menos religiosos y más tolerantes que sus padres y no ven sus relaciones con los más jóvenes en términos de conflictos generacionales. De hecho, con quienes sintonizan mejor es con la generación del Milenio, los que llegaron a la mayoría de edad a partir del 2000. Los babyboomers, hijos de la abundancia, se encuentran ahora con la Gran Recesión que les despide de su vida laboral. También en esto sintonizan con quienes encuentran el paso cerrado a su incorporación al mundo del trabajo, como les sucede a los milenios. La llegada de la entera generación de los babyboomers a la edad provecta cambiará la sociedad estadounidense, que se hará más gris: en 2030 un 18 por ciento tendrá más de 65 años, en vez del 13 por ciento actual. Todo el mundo desarrollado experimentará el mismo cambio. También China, recién incorporada como emergente, sufrirá este fenómeno. ?Redefinirán la vejez en EE UU, al igual que han marcado la cultura adolescente, la juvenil y la de la edad madura?, dicen los investigadores del PRC. Es decir, los del 68 todavía van a seguir dando guerra. Como toda su vida.

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25 de diciembre de 2010
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