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La materia emotiva

Por 10 de diciembre de 2010 Sin comentarios

Julio Ortega

 

POR CARMEN BERENGUER

La poesia de Carmen Berenguer (Chile, 1946) no necesita defensores.  Absorbe golpes, y los devuelve suyos. Habiéndola leido desde sus comienzos, desde su inolvidable cuerpo inmolado, Bobby Sands, puesto de pie por sus palabras, sabe uno que en su poesia las voces más inmediatas son las que nos ganan mayor espacio. Apenas nos llegaba la buena nueva de su premio Pablo Neruda y ya algún diario anticuario le quiere negar el magro pan chileno. Me temo que ser artista en Chile es una forma del desasosiego. Porque si a Carmen Berenguer le dudan la gracia de un premio, que es lo más gratuito que puede ocurrirle a un poeta, y quizá aún más a una escritora, es porque la gracia de leer se ha extraviado en la bolsa inflacionaria de la burbuja literata. El artista chileno es el hijo pródigo en una familia sin prodigio. No habrá mejor literatura chilena mientras no haya mejores lectores. El resto es provincianismo.

 

PARA VANESSA DROZ

La lucidez y el enigma se ceden la palabra en Estrategias de la catedral (San Juan: Instituto de Cultura Puertorriqueña), de Vanessa Droz (Puerto Rico, 1952). Este libro pregunta por nosotros entre el milagro del poema y la precariedad de los nombres. “Las palabras están en la palabra,” nos dice,  y el lenguaje es una catedral en construcción. Se levanta con nuestras voces, absorta. La poesía promedia entre la emoción celebrante y el silencio agonista. El poema es la traza ardida, las señales humanas en el vacío. Lo claro en lo oscuro, el claroscuro que resta entre sombras, la tinta de lo tenebroso. Lo visual está a punto de volver a la penumbra. El poema es, así, la última prueba de que estuvimos aquí: “Un espejo tras otro: /la invisibilidad que me repite…/Un espejo frente a otro: /Yo, la invisibilidad.” No en vano se acoge la poeta a un conjuro: “poessoa,” poesía y persona, la máscara de Pessoa.

Rara belleza la de esta certeza. En su arquitectura anida el verbo, la llama viva. Un libro al que se ingresa con temblor y piedad, y del que se emerge en sombras y asombro.  

 

DE SILVIA GOLDMAN

Cinco movimientos del llanto (Montevideo: Hermes Editores)

He sido testigo privilegiado del crecimiento de este libro y no es, por eso, sino previsible que deba, a la hora de su publicación, sumar mi lectura a la del lector que quiera iniciar la suya. Me doy cuenta, releyéndolo, que esta vez no se trata de compartir un testimonio acerca de la evolución de una nueva poeta, ni siquiera de proponer una lectura introductoria a su primer libro, de por sí dos funciones previstas por la lectura; más bien, se trata de compartir el diálogo que ella postula como una forma de la inteligencia emotiva.

Silvia Goldman (Uruguay, 1977) retoma en Cinco movimientos del llanto, de una manera indagatoria, y a la vez inmediata, la palabra del diálogo, aquella que convoca a los interlocutores, postula un espacio de intercambio, prosigue la identificación de los sujetos en los nombres, y da cuenta del escenario donde fluye y encarna como signo y traza. La calidad indagatoria de estas voces que llaman a las voces del linaje, convocándolas a una ceremonia que nos concierne, discurre en estos “cinco movimientos” del libro, círculos de distinta mediación del habla, que diseñan el rigor de las preguntas, la lógica interna de las tramas. El “llanto” es la fuerza emotiva que sugiere el punto de vista implícito, las declaraciones y demandas del afecto. Así, el libro dibuja el peregrinaje de una voz que descubre su desnudamiento emocional en el tránsito de recuperar y reconocer a los sujetos que responden por las preguntas. El “llanto” es otro emblema del lenguaje, de las palabras derramadas y recogidas, que discurren como la prueba de la certidumbre. De modo que al formar parte de este diálogo, el lector⁄interlocutor es apelado por una voz viva, cuya función no es constituir a un sujeto sino comprometer a un interlocutor. El sujeto que habla se proyecta como tal en el diálogo, y se debe, así, enteramente, a la suerte de la palabra empeñada.

Ya el primer poema, anuncia el drama de hablar: “Mi familia pende de un hilo/que pende de otro hilo…” El hilo de la vida es el de la voz: la emoción puede quebrar la voz y la palabra perder la vida. Pero el hilo es también el tejido, el texto, la trama verbal donde todo se pierde y todo se recupera gracias a la otra voz, la del interlocutor, ese lector al borde del abismo de la página que empieza.

Y lo que empieza es el dolor de hablar. Porque el lenguaje que anida en la familia va a ser despertado, quizá perturbado, y la confesión es el ritual que procesará el trance emocional de esa pregunta por lo que sigue vivo en el fondo de lo que está muerto. O por lo que se abre como memoria herida en el fondo de lo olvidado.

Este libro  despliega su  linaje de voces, que la voz naciente llama para que la memoria se actualice y el presente sea una familia en voz alta, y para que cada quien reciba la palabra que lo despierta. El dolor, por eso, se resuelve en llanto y éste, a su vez, en voces, que son palabra dicha y entredicha, escrita y entre-escrita. Retratos, así, verbales del turno familiar que testimonian la hora de la verdad, éstos poemas discurren con la fluidez del habla, a favor del recuento, en una ceremonia que conjura la muerte.

La vecina que hace llorar a la niña al decirle que ha matado a dios, es otra instancia del relato: la biografía de la voz está hecha de esos anuncios y anticipaciones, que comienzan en la duda, y que declaran el miedo de hablar, la culpa de callar, y la necesidad de esclarecer. Esas operaciones conceden al poema su temblor y deseo: la intimidad de su riesgo y el valor de su verdad.

Este es el primer libro de Silvia Goldman pero su palabra ha conocido un largo proceso de autoesclarecimiento, como si para poder escribir hubiese tenido que aprender otra vez a hablar. Hablado pero nunca explícito, escrito pero no fijado, este libro reconoce en la palpitación del habla el flujo de la subjetividad, cuya temperatura emotiva nos persuade de su inmediata calidad; pero conoce también el rigor de la escritura, que da forma a la objetividad, a la posibilidad de dar cuenta de la genealogía del habla en la inteligencia y precisión del poema como escena del diálogo. Al final del libro, la palabra es cedida a Trilce para que la poesía siga conversando entre nosotros, como si su discurso nos precediera y nos prosiguiera, dándonos, a veces, la palabra.

 

 DON DEL POEMA

(Margarito Cuéllar, compilador. Jinetes del aire, Santiago de Chile: RiL Editores)

Esta magnífica muestra de poesía latinoamericana contemporánea prueba la actualidad permanente del viejo oficio de seleccionar, reunir y proponer un escenario de la lectura. Acto poético en sí mismo, este libro demuestra que las antologías son un género literario capaz de recuperar su aliento y compartir con nosotros la fuerza de su apelación.  Le debemos a las mejores antologías esos horizontes de respiración, donde recobramos la transparencia de una vida de la letra capaz de representar la nostalgia de lo genuino, cuya convocación da la medida de nuestra humanidad. Una forma más libre de la certidumbre nos reclama en esta muestra, en sus voces plenas pero también en las pausas que entre ellas nos conducen por la ruta de la palabra hacia el valor central de lo gratuito en una época donde el mundo se pierde,  y nos extravía, entre voceríos de horror y silencios de culpa. La poesía, quiero decir, es aquello que siendo superior a nuestras fuerzas nos revela el incumplimiento de lo dado y nos aguarda con la promesa de debernos al lenguaje, a su capacidad de hacer verdad en el vacío mismo de su ausencia.

La poesía, por ello, acontece siempre en el futuro. Habla desde la otra orilla de la lengua, desde el horizonte abierto por unas cuantas voces suficientes. Nos devuelve la palabra, cifrada como un conjuro.  Y nos hace reconocer la capacidad del lenguaje que estamos a punto de perder, despertándonos en la pesadilla de lo real incólume, el mundo literal que nos ha tocado dirimir, allí donde las palabras suelen perder convicción, mal dichas y peor usadas por las autoridades del discurso, que ha decaído en la pérdida actual de la comunidad, en la amnesia moral y el desvalor del diálogo. Sus sílabas son, por ello, las huellas de retorno por donde su lenguaje peregrino remonta el desierto. Nunca como hoy (aunque como a todos los hombres nos haya tocado los peores tiempos verbales) esa ruta es un mapa, y en ella se levanta la morada del lenguaje, haciéndose.

He dicho por ahí que las antologías se deben al presente, que es fugaz como nuestra humanidad, y por eso más precioso.  Nada menos poético que las muestras poéticas que disputan la eternidad, porque la lectura es la duración, y el yo del poeta sólo late en el tiempo del lector. Por ello, este es el género de las permanentes sustituciones, donde las mejores antologías son aquellos mapas de ruta que nos revelan como mejores lectores.  Se deben al gusto de su encrucijada, entre lo dado y lo nuevo, entre lo canónico y lo innovador, porque lo nuevo no es su novedad sino la vida de la letra en el desencadenamiento del sentido que la lectura suscita. Si la sílaba acentúa el latido del corazón y el verso mide la respiración, es porque el poema es un cuerpo vivo, suficiente y transitivo, en esta margen y la otra, entre la lengua normativa y el habla desplegada, entre la pagina única y la lectura libre. Las antologías, en fin, son almanaques de esa temporalidad emotiva, hecha de la materia más cierta en una época más incierta. 

El poeta en español no puede sino tachar el español, como lo hizo César Vallejo, para escribir de nuevo en español. Debe remontar la historia de pesadumbre autoritaria, la voluntad de verdad de los policías del vecindario, las ideologías inculcadas de estirpe cainita, la irracionalidad de las teorías del fracaso, la pobreza del índice de vida cultural, la decadencia de la calidad informativa. El poeta de este siglo es responsable de la heroica sílaba que le ha tocado. Por eso creo que es imposible hacer una mala antología de poesía actual. Salvo por poca fe o mal oficio. Porque hay tanto bueno de donde dar a leer, que con esperanza es posible hacer milagro, esto es, ver más.

Margarito Cuéllar ha sido tocado por la gracia del género.  Me lo imagino levitando entre cientos de libros, decenas de poetas, y varios poemas revelados. Como el monje Humanista que recobra los manuscritos del fuego de la historia, para restaurarlos, y pulirlos como herramientas de su tribu, el antólogo antologa antológicamente. Devuelve al tiempo, se diría, lo que es del tiempo, la lectura. Pone a circular entre nosotros la buena nueva. Imparcialmente reparte la parte sin par. Y nos deja entre las manos este libro milagroso.  Esta antología nos dice que, contra todas las evidencias contrarias, el lenguaje todavía apuesta por nosotros.

No es ésta una antología de fundaciones, ni una muestra de reparaciones, ni un manual de consolación. Es una suma de poetas tan distintos que la antología recomienza en cada uno de ellos. Como si al cederse las palabras, nos devolvieran el turno del habla.  Antología, por lo mismo, dialogada. Hecha para compartir el enigma y la elocuencia, la intimidad y la crítica, la inteligencia y los afectos de la poesía, que todavía habita entre nosotros.

 

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Julio Ortega

Julio Ortega, Perú, 1942. Después de estudiar Literatura en la Universidad Católica, en Lima,  y publicar su primer libro de crítica,  La contemplación y la fiesta (1968), dedicado al "boom" de la novela latinoamericana, emigró a Estados Unidos invitado como profesor visitante por las Universidades de Pittsburgh y Yale. Vivió en Barcelona (1971-73) como traductor y editor. Volvió de profesor a la Universidad de Texas, Austin, donde en 1978 fue nombrado catedrático de literatura latinoamericana. Lo fue también en la Universidad de Brandeis y desde 1989 lo es en la Universidad de Brown, donde ha sido director del Departamento de Estudios Hispánico y actualmente es director del Proyecto Transatlántico. Ha sido profesor visitante en Harvard, NYU,  Granada y Las Palmas, y ocupó la cátedra Simón Bolívar de la Universidad de Cambridge. Es miembro de las academias de la lengua de Perú, Venezuela, Puerto Rico y Nicaragua. Ha recibido la condecoración Andrés Bello del gobierno de Venezuela en 1998 y es doctor honorario por las universidades del Santa y Los Angeles, Perú, y la Universidad Americana de Nicaragua. Consejero de las cátedras Julio Cortázar (Guadajara, México), Alfonso Reyes (TEC, Monterrey), Roberto Bolaño (Universidad Diego Portales, Chile) y Jesús de Polanco (Universidad Autónoma de Madrid/Fundación Santillana). Dirije las series Aula Atlántica en el Fondo de Cultura Económica, EntreMares en la Editorial Veracruzana, y Nuevos Hispanismos en Iberoamericana-Vervuert.  Ha obtenido los premios Rulfo de cuento (París), Bizoc de novela breve (Mallorca), Casa de América de ensayo (Madrid) y el COPE de cuento (Lima). De su crítica ha dicho Octavio Paz:"Ortega practica el mejor rigor crítico: el rigor generoso."

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