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La técnica y el ser del hombre: del control del fuego a la medida cuántica V

V El más antiguo festín caníbal

En el diálogo entre Carbonell y Agustí que vengo evocando  se  explora fascinantes  cuestiones técnicas:  ¿hemos de atenernos a la ortodoxa hipótesis de las sucesivas migraciones out of Africa o si cabría hablar de  into Africa a partir del Caucaso,  como cabría deducir a partir de los fósiles de Dmanisi? ¿Se ha superado definitivamente la tesis de que en África los homínidos habrían aparecido hace dos millones de años,  y en Europa tan sólo un millón de años después? ¿el canibalismo practicado por homo antecesor es meramente alimenticio- en un duro mundo marcado por la dificultad de sobrevivir entre carroñeros como las hienas gigantes?  Vale la pena detenerse sobe este extremo:

Hace unos años  los periódicos dieron cuenta de un caso de canibalismo entre  ciudadanos argentinos, supervivientes aislados  de un accidente, y del que sus protagonistas estuvieron años sin atreverse siquiera a hablar. Obviamente este canibalismo accidental poco tiene en común con un canibalismo estructural, consecuencia por ejemplo del aumento de la demografía humana en el seno de un territorio, como habría acontecido en Atapuerca a finales del Pleistoceno. Pero la frontera es mucho más radical cuando surgen  formas rituales de canibalismo, no marcadas   por  la  necesidad inmediata, sino por  imperativo que apuntan a la cohesión del grupo. Canibalismo, entonces, en última instancia defensivo, que se transmite de generación en generación y que  que no difiere en gran parte de lo que supone el sacrificio y consumo ritual  de animales, que de manera sublimada se práctica aún en nuestros días.

 

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19 de octubre de 2011
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Walesa, de 1989 a 2011

No sabemos a dónde nos lleva la indignación mundial. Pero sí sabemos a dónde nos conduce la acogida que están teniendo los indignados. Sólo alrededor del Tea Party hemos encontrado la sal gruesa de las imputaciones enormes, y desde aquí en su inefable imitador español, José María Aznar. La tendencia mundial, conservadores y derechas incluidos, es a comprender a quienes protestan y a execrar a los codiciosos que están suscitando tanta indignación. Leo en Der Spiegel una muy interesante información en la que se nos dan los nombres de personalidades que han manifestado en algún grado u otro su comprensión con los indignados y su insatisfacción por el poder excesivo de los banqueros en esta crisis: Wolfgand Schäuble, José Manuel Durao Barroso, Rainer Brüderle, Mario Draghi, Angela Merkel? También Obama ha expresado su simpatía. Pero el caso más espectacular e insuficientemente citado es el Lech Walesa que ha mostrado su solidaridad con el movimiento Ocupemos Wall Street y ha denunciado los excesos del capitalismo.

Walesa sabe de qué habla. Sabe lo que es una protesta, porque fundó el sindicato Solidarnosc, que consiguió cambiar el régimen en Polonia y abrir las puertas a la democracia. Sabe también lo que es el comunismo, porque fue un combatiente en su contra, de forma que nadie puede venirle ahora con monsergas sobre las pretensiones criptocomunistas de los indignados. Y sabe lo que es una sociedad de libre mercado, porque él contribuyó a crearla en su país. Pero Walesa es también un obrero y una persona sencilla, que ha trabajado duramente al servicio de los trabajadores y de sus conciudadanos sin ninguna pretensión de enriquecerse. No puede haber dudas de que debe producirle urticaria comprobar cómo actúa la codicia económica y cómo quienes se han enriquecido sin escrúpulos hacen luego ostentación de su poder y de su riqueza. Las declaraciones de Walesa a la agencia AP desde Varsovia enlazan dos momentos especiales de la historia reciente del mundo como son 1989 y 2011. En aquella fecha cayó el Muro de Berlín y a continuación el entero sistema comunista: lo que queda son reminiscencias (Cuba y Corea del Norte) o regímenes metamorfoseados en capitalistas (China y Vietnam). Este año han caído tres dictaduras árabes protegidas por Occidente y los jóvenes de muchos países de todo el mundo parecen haberse contagiado de las energías y de la tecnología que ha servido a los árabes para su liberación. En 1989 se trataba de terminar con la dictadura sin mercado, mientras que este 2011 ha empezado contra las dictaduras con mercado y ahora está contra las dictaduras del mercado. No sabemos a dónde lleva, pero sí la línea que traza la ola de indignación entre quienes critican el reino de la codicia y quienes siguen haciendo la apología de los codiciosos: a la vista está que ni siquiera tiene que ver con la distinción entre derecha e izquierda, al menos tal como era en el siglo XX.

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18 de octubre de 2011
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Julian Barnes, premio Booker 2011

Julian Barnes Como dice The Guardian, a la cuarta fue la vencida para Julian Barnes. Esta vez era casi seguro que ganaba el Booker, pero con ese premio ya se sabe, nunca deja de sorprendernos. Pero no hubo sorpresas: la novela The Sense of an Ending de Julian Barnes ganó el premio Booker 2011.  Dice la nota:

Julian Barnes finally won the literary prize that has eluded him on three previous occasions when he was tonight presented with the Man Booker prize for his short novel, The Sense of an Ending. His victory came after one of the most bitter and vituperative run-ups to the prize in living memory - not among the shortlisted writers, but from dismayed and bemused commentators who accused judges of putting populism above genuine quality. But few of those critics could claim Barnes? novel is not of the highest quality. The chair of this year?s judges, former MI5 director general Stella Rimington, said it had ?the markings of a classic of English Literature. It is exquisitely written, subtly plotted and reveals new depths with each reading.? Much of the row over the shortlist has stemmed from Rimington?s own prioritisation of ?readability? in the judging criteria. But tonight, she said quality had always been just as important. ?It is a very readable book, if I may use that word, but readable not only once but twice and even three times,? she said. ?It is incredibly concentrated. Crammed into this short space is a great deal of information which you don?t get out of a first read.? The book, at 150 pages, is undoubtedly short, but not the shortest to ever win the prize ? that record belongs to Penelope Fitzgerald?s Offshore, which won in 1979 and is shorter by a few hundred words. The Sense of an Ending, Barnes? 11th novel, explores memory: how fuzzy it can be and how we amend the past to suit our own wellbeing. It tells the story through the apparently insignificant and dull life of arts administrator Tony Webster. ?One of the things that the book does is talk about the human kind,? said Rimington. ?None of us really knows who we are. We present ourselves in all sorts of ways, but maybe the ways we present ourselves are not how we really are.? Rimington said the question of whether Barnes was overdue to win the £50,000 prize never entered her mind or figured in the debate. ?We really were, and I know you find it very boring of me to say so, looking at the books that we had in front of us,? she said. Despite the sometimes hostile reaction to the shortlist, Rimington said she had enjoyed the process of judging. ?I?ve been through many crises at one time or another in which this one pales, I must say. We?ve been very interested by the discussion. We?ve followed it sometimes with great glee and amusement. The fact that it has been in the headlines is very gratifying.? It took the judges (Rimington, MP Chris Mullin, author Susan Hill, the Daily Telegraph?s head of books Gaby Wood and he Spectator editor Matthew d?Ancona) just 31 minutes to decide on the winner, after what Rimington called ?an interesting debate.? They had been divided 3-2 at the beginning of the judging meeting, but were all agreed by the end. ?There was no blood on the carpet, nobody went off in a huff and we all ended up firm friends and happy with the result,? she said. Barnes, 65, had been shortlisted for the prize three times previously; in 1984 with Flaubert?s Parrot, when he lost out to Anita Brookner; win 1998 with England, England, losing to Ian McEwan; and with Arthur & George in 2005, when he lost to John Banville. What was particularly striking this year was that Barnes was the only seriously big hitter on the shortlist, and the only author to have been shortlisted previously.

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18 de octubre de 2011
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‘Anisakis’

Debo de ser uno de los pocos seres humanos -fuera del universo de la microbiología-  que ha visto un ‘anisakis' vivo. Adelanto que se trata de uno de los bichos más repugnantes que puedan imaginarse, pese a su nombre, dotado, tras el prefijo espirituoso, de un cierto predicamento japonés. La palabra podría, de hecho, dar título a una película de terror bacteriológico procedente de la cantera oriental, tan proclive tanto a ese tipo de cine como al pescado crudo, al que debe su fama (si no su propia existencia) el ‘anisakis'.

     Lo vi en un piso bien puesto del madrileño Barrio de Salamanca donde recibe el médico al que acudí, en segunda consulta, por unos leves pero persistentes picores en los tobillos. El dermatólogo, el especialista al que en buena lógica había recurrido en primera instancia, no detectó ningún mal puramente dérmico en mi persona, pero, hombre prudente y experimentado, pidió unos análisis que revelaron, junto a una aceptable sanidad de mi piel, indicios de un contacto esporádico interno, no se sabe de qué intensidad y en qué fechas, con el parásito que anida en los peces que más nos gustan.

          Como el aprensivo, levemente hipocondríaco, que soy, fui a ese segundo médico, el primer alergólogo de mi vida sanitaria, para asegurarme de que -a pesar de que desde la infancia he sido un desaforado comedor de pescado sin haber tenido nunca la menor reacción alérgica a las criaturas marinas- no era portador ignorante del maléfico gusano. Con los dos brazos plantados de agujas esperé una media hora larga en la consulta, entre otros ‘eccehomos' igual de anhelantes que yo. El resultado dio a conocer que, efectivamente, yo tuve (sin saberlo y sin consentirlo) relaciones íntimas con algún alevín de ‘anisakis', pero el alergólogo, al ver pintados en mi rostro el estupor, la incredulidad y el larvado deseo de seguir comiendo, mientras no fuera víctima de un sarpullido letal, los frutos del mar, hizo dos cosas. La primera fue la más sensacional.

    Se levantó de la mesa de despacho, fue a un mal iluminado laboratorio adjunto, abrió un cajón y volvió hasta donde yo me sentaba, al otro lado de su mesa, con un pequeño recipiente lleno de un líquido semejante al agua donde nadaba a sus anchas, en la relativa estrechez del bote, un ser filiforme y exiguo, aunque coleante, de inmaculada blancura. "Ahí lo tiene usted. Eso es un ‘anisakis'. Recordé las lombrices de nuestra infancia, que aparecían a veces revueltas en el conglomerado de las deposiciones; ¿tienen por cierto hoy los niños lombrices en sus pequeños intestinos, o la lombriz histórica ha sido colonizada, como sucede con los caracoles del delta del Ebro, por el más poderoso monstruito de nombre vagamente japonés?

      Porque, y aquí viene el segundo acto, la revelación del alergólogo, el ‘anisakis' no sólo prospera en las vísceras de la merluza, del abadejo, el salmón o la sardina cuando estos deliciosos comestibles aún están, por decirlo en palabras de Shakespeare, en sus "salad days", o sea, crudos. El bicho, y lamento compartir mi angustia con todos ustedes, y en particular con los ictiófagos como yo mismo, puede trasmitirse al humano también en la carne asada o hervida del pez fresco.

    Lo que quiere decir que la mala noticia se contrarresta con otra buena. Los que nos deleitamos con el ‘carpaccio' de atún o los tiraditos de lubina que ofrece la creciente y excelente nómina de restaurantes peruanos o nikkei, estaremos a salvo del parásito, ya que, según la ley, todo pescado servido sin cocción previa ha de ser congelado anteriormente, como usted o yo hacemos en nuestras casas. Y también el molusco y una buena parte de los crustáceos son, por lo visto, inmunes al ‘anisakis', por lo que sin angustia podremos comer ostras y otras ‘delicatessen' del mar, ahora que llegan los meses fríos. ¿Y qué pasa con el exquisito pescado fresco de nuestras costas? Todo placer conlleva, ya lo sabíamos, un riesgo.   

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18 de octubre de 2011
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Riqueza imaginaria

 

El financiero Law inventó el sistema económico basado en el principio de que la riqueza imaginaria de muchos se convierte en riqueza real de algunos. Se trata de un principio muy semejante al de la lotería, negocio que Law explotó en Venecia, Alemania, Holanda y Escocia, antes de llegar a Francia. Para poner en funcionamiento su sistema a gran escala, Law solo necesitaba que una nación le confiase sus finanzas. El parlamento de Edimburgo había rechazado dos veces su propuesta. Pero, cuando la explicó en París, en el salón literario de la marquesa de Tencin, esta se entusiasmó y lo recomendó al primer ministro, quien lo presentó al Regente. 

Como el admirable siglo de Luis XIV dejó a Francia una deuda de tres billones de libras, Law propuso la conversión de la deuda en acciones de la Compañía de Mississipi y la fabricación de dinero de papel. Los miembros del consejo de finanzas no lo veían claro. Entonces, como contó Saint-Simon, “se les habló un poco en francés al oído”. Cobraron su comisión, y dejaron de dudar. Así se estableció aquel sistema prodigioso y, en efecto, el resultado fue mágico: la deuda se marchó a América y Francia se hizo rica.

La Compañía de Missisipi adquirió la Compañía de Senegal, poseedora de una estupenda flota de once navíos, que suministraría los esclavos. Cuando se supo que habían embarcado en África los primeros ciento veinte negros, para trabajar en las futuras plantaciones y minas de Louisiana, toda Francia conoció una euforia sin igual. Gracias al sistema de Law, los franceses eran de repente ricos que podían vivir de sus esclavos negros que trabajaban en América.

Law compró el monopolio de Louisiana al financiero Crozat, quien no sabía con certeza dónde estaba aquel lugar, ni qué hacer con él. El plan de Law consistía en poblarlo en diez años, con seis mil blancos y tres mil negros. Law aseguraba a los inversores que Lousiana era uno de los países más fértiles del mundo, daba tres cosechas al año y poseía minas de oro, plata y cobre, se extendía a lo largo del Mississipi, llegaba hasta Canadá e incluía el río Illinois, el Ohio, el Colorado, las Montañas Rocosas, los Grandes Lagos y otros parajes casi desprovistos de antropófagos. Aquella gran finca se podía colonizar y explotar, simplemente adquiriendo acciones. Era un oportunidad providencial para los franceses. 

La gente acudía en masa a París, a comprar aquellos papeles enriquecedores de Law, y este se convirtió en una celebridad mundial, hasta el Papa envió un nuncio a la fiesta de cumpleaños de su hija. En correspondencia a tal atención, Law se convirtió al catolicismo, renegando de la herejía anglicana. 

Sin embargo, pese a que se imprimieron bellas estampas donde los colonos gozaban de todos los placeres terrenales en una ociosidad perfecta, pese a las tres cosechas por año y a las minas de oro y plata prometidas, sólo unos pocos colonos acudieron por su voluntad al país de Jauja. Hubo que recurrir a convictos, contrabandistas, bandoleros, desertores y embastillados de toda suerte que escapaban así de las galeras. Todos los tribunales de Francia podían imponer la pena de “relegación a Louisiana”.

Como Law encontró que no se condenaba lo suficiente, una ley ordenó que todos los mendigos de París abandonaran la ciudad, bajo pena de deportación a Lousiana. Se crearon brigadas armadas que tenían la misión de detener a vagabundos y sospechosos de toda condición. Como se les pagaba un tanto por cabeza, detuvieron a todo el mundo, obreros, viajeros, aguadores, y hasta burgueses, que tenían que pagar su rescate. Se encerraba a poblaciones enteras en granjas donde no se les daba de comer. Hubo revueltas y muertos. Fue tal el escándalo, que se suspendieron las deportaciones y Louisiana empezó a tomar color de pesadilla. Con todos aquellos esfuerzos, apenas se llegó a establecer una población de quinientos blancos que chapoteaban en los pantanos de Pensacola y las bocas del Mississipi. Ellos debían cultivar y recolectar las tres cosechas, además de extraer el oro y la plata, para pagar los grandes intereses que Law adjudicaba a los inversores de Francia. 

El señor Vente, cura párroco de Louisiana, propuso que los colonos blancos se casaran con indias. Pero el administrador Duclos rechazó el plan porque, dijo, producirían una colonia de mulatos, elementos naturalmente vagos y libertinos. Así que se recurrió a las recluidas en los hospicios y las cárceles, y a las huérfanas que educaban las religiosas. Las últimas eran más cotizadas y llevaban consigo una dote consistente en un cofrecito con ropa y un rosario. 

Durante cuatro años, toda Francia apostó que, con las grandes riquezas que vendrían de Louisiana, habría cada vez más dinero y prosperidad. Los banqueros hermanos Pâris apostaron lo contrario, lo que en su oficio se llama especular a la baja. 

Todos sabían qué era un financiero: prestaba dinero y había que devolverle algo más. Eso hizo Luis XIV y, antes de él, todos los reyes y particulares del mundo que tomaban dinero prestado. El sistema de Law, en cambio, era mágico y no necesitaba financieros. Francia se hacía cada vez más rica, porque fabricaba el dinero que quería, a cuenta de la colonización de Lousiana. En lugar de los financieros, Law puso la gran burbuja llena de cosechas y minas de Louisiana, y sus acciones de gran rentabilidad.

Llegaban noticias muy esperanzadoras. Los colonos supervivientes habían dejado de merodear y morir de fiebre o masacrados por los indios. La malaria y la lepra habían estabilizado su propagación, apenas quedaba nadie por contagiar. Lo mejor era que los colonos habían hallado un lugar algo menos inundable donde se fundaría Nueva Orleans, en cuanto amainaran los huracanes y hubiera gente suficiente. Tan buenos auspicios produjeron un alza del cuarenta por ciento en los dividendos a finales de 1719.

Se compraban acciones y cada vez valían más; así que, sin hacer nada, se poseeía más oro  y plata. Por escrito. Pero a nadie le parecía extraño. Ser rico limita la capacidad de asombro. 

En enero de 1720, el duque de Bourbon, Jefe del Consejo de Regencia, obedeció a su amante, la marquesa de Prie, quien a su vez seguía las indicaciones del señor Pâris Duverney, banquero de confianza del primer ministro Dubois, e hizo que el señor Law le reembolsara todos sus millones con los intereses acumulados, no en papel, sino en oro. Hubo que transportarlo en carretas hasta su palacio. Enseguida, lo imitaron el príncipe de Conti y otros señores. 

Con ello, los poderosos hicieron caer el sistema que los había enriquecido. Porque esa acción provocó el descrédito general y la pompa de jabón se volatilizó. Todo el mundo quiso ver y tocar su oro. Pero comprobaron que el dinero de papel era eso,  sólo papel, y se devaluaba a toda velocidad. Al cabo de unos días, las acciones valían poco y los billetes, nada.

Como toda aquella riqueza se basaba en la opinión pública, ninguna medida, como rentas, acciones, cuentas bancarias o billetes, podía hacer nada contra la incredulidad generalizada. Los aspirantes a cobrar se amotinaron ante el banco de Law y los guardias dispararon contra ellos. Los billetes tenían tal descrédito que la única manera de calmar al público fue quemarlos en las plazas. Ése fue el preludio de la orden que rebajó a las cuentas bancarias tres cuartas partes de su valor nominal. Law huyó a Holanda, dejando en Francia su sistema y propiedades confiscadas. Después pasó a Venecia, donde implantó con éxito una nueva lotería y volvió a demostrar la validez del terco principio según el cual la riqueza imaginaria de muchos, debidamente apacentada, produce riqueza real de algunos.


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18 de octubre de 2011
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La paz y sus facturas

ETA va a desaparecer. No parece haber discusión alguna sobre esto. Y la razón fundamental es porque ha sido derrotada. El ritmo de reproducción de sus comandos, es decir, el ciclo de adoctrinamiento, reclutamiento y entrenamiento, hace ya tiempo que era mucho más lento que el ritmo de desarticulación policial. Mérito de las distintas policías ocupadas del asunto y de los ministros del Interior. Pero no es la única razón para la extinción de ETA: las hay y muy poderosas de orden internacional.

Desde hace años es el último vestigio de una vieja y desgraciada época, la guerra fría en cierta forma, en que una gran parte de la sociedad consideraba aceptable la acción política a través del asesinato. Que nadie se haga ahora el despistado como si no fuera con ellos. Esa idea ha sido también derrotada, al menos en Europa; algo menos en otras latitudes, a pesar de que la globalización hace una muy buena contribución a la universalización de los derechos humanos. Esa es la gran derrota de ETA: sus seguidores han comprobado en la práctica que hoy ya no es posible en Europa obtener ventajas políticas con la amenaza o el uso de la violencia. Tres derrotas en una entonces: una derrota militar de su estructura armada, una derrota política de una organización que ha usado la violencia para financiarse, hacer propaganda u obtener ventajas incluso electorales y una derrota moral de quienes, militantes, seguidores o votantes, menosprecian la vida humana y sitúan sus ideas o quimeras políticas por encima de la convivencia y del respeto a sus vecinos. Sin contar con las sucesivas derrotas jurídicas de sus brazos políticos, que llegan hasta el tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo. Los nacionalistas quieren evitar que la derrota de ETA se convierta también en una derrota del nacionalismo y llevan razón, aunque el riesgo es evidente. Véase el caso del nacionalismo alemán, descalificado hasta nuestros días gracias a su total sumisión a un proyecto genocida. Está claro que el sector más afectado e infectado por ETA es el nacionalismo radical, que lo es en sus ideas independentistas pero sobre todo en su inhibición moral a la hora de escoger esos métodos execrables o de sacar provecho de los atentados como si nada tuvieran que ver con ellos. Pero ni siquiera el radicalismo independentista merece ser contagiado por la derrota de ETA. Al contrario: la derrota de la violencia política debiera servir para legitimar el combate independentista democrático y pacífico. Las dos horas de conferencia de paz organizada ayer en San Sebastián merecen un análisis detallado. Y la correspondiente crítica, claro que sí. Lo que no merecen es esa artillería de epítetos e insultos utilizados por la derecha española, tan cómoda en su radicalismo verbal, que termina metiendo en el mismo saco a ETA, a los nacionalistas, a los socialistas vascos por asistir, al gobierno de Zapatero por callar y a Kofi Annan, Gro Harlem Brutland, Jerry Adams, Berti Ahern y Pierre Joxe por ofrecerse a encabezarla. Es muy plausible que la conferencia sea un ejercicio vacío. Útil solo para adornar la rendición de ETA como si fuera el resultado de una paz acordada. Todos sabemos que no es así. Los abertzales quieren vestir la derrota y convertir la humillación del final en la victoria de un nuevo comienzo, que además les dé réditos electorales. Han pasado de buscar paz por presos, o paz por paz a falta de otra cosa, a contentarse con paz por elecciones. Si les siguen poniendo las cosas a huevo, es posible incluso que consigan sacar rendimientos extra entre unos electores más que hartos de ETA y sometidos en alguna medida al síndrome de Estocolmo. Hay algo muy positivo en la declaración de la conferencia, que no es posible tergiversar: ?Llamamos a ETA a hacer una declaración pública de cese definitivo de la actividad armada?. Todo lo que sigue a esta frase contundente y clara pertenece al reino de los matices y las ambigüedades más o menos calculadas. No pide un diálogo entre ETA y los gobiernos de España y Francia, sino que ETA lo solicite. Dejen las armas y pidan dialogar a los dos gobiernos es lo que dice el primer punto, y una vez hecho esto, estas personalidades internacionales ?instan? a los gobiernos a dar la bienvenida a la declaración e iniciar las conversaciones. Nada dicen de cómo debe hacerse esto, ni de qué tipo de conversaciones deben organizarse. No hay distinción entre víctimas y victimarios en el tercer punto de la declaración, es cierto. Se habla de ?todas las víctimas?, pero se hace en términos tan generales y respetuosos que se hace difícil convertir este punto en una vejación como algunos pretenden. Han hecho muy bien los familiares de víctimas agrupados en una de las asociaciones en entregar una detallada y excelente documentación sobre las más de 800 personas asesinadas. No hay simetría posible entre víctimas y verdugos, pero no estamos ante una rendición de ETA sino ante un intento de reintegración en la sociedad vasca de un amplio sector abertzale que no sabía hacer política sin utilizar la violencia. Los dos puntos siguientes han suscitado todavía más reticencias. Los intermediarios aluden a su experiencia en la resolución de conflictos, y a partir de eso sugieren y apuntan iniciativas que puedan ser útiles para avanzar, es decir, para que ETA deje definitivamente las armas. Sugieren, por ejemplo, ?que los actores no violentos y representantes políticos se reúnan y discutan cuestiones políticas?. Lo mismo dicen de las ayuda que puede proporcionar una eventual ?consulta ciudadana?. También insinúan que unos intermediarios, ellos mismos, pueden echar una mano en la ayuda al diálogo y en el seguimiento del proceso. Todo esto, obviamente, es discutible. ¿Por qué no esperamos a discutirlo después de que ETA haya hecho caso al primer punto? ¿Qué nos lleva a pelearnos por las sugerencias e insinuaciones si todos sabemos que tienen como objetivo convencer a ETA de que deje de una vez las armas? Sería un mal negocio que nuestras sutiles razones democráticas impidieran o retrasaran el abandono definitivo de la violencia. ETA quiere salvar la cara, al menos ante sus propios partidarios o sus hipotéticos electores. Si el precio que hay que pagar para que salve la cara es esta declaración hay que decir que ETA pide calderilla, aunque algunos consideran cualquier precio, por pequeño que sea, como una fortuna inadmisible.  

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17 de octubre de 2011
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Gardel y el debate en el Río de La Plata

Hace pocos días apareció el tema de una guerra entre Argentina y Uruguay. El debate, que podría parecer imposible para cualquier rioplatense normal, lo encendió el ex presidente uruguayo Tabaré Vázquez. En un discurso en un colegio de Montevideo, confesó que pensó la alternativa de declararle la guerra a los argentinos para solucionar el problema fronterizo provocado por la instalación de una papelera.

Pero esa industria en la frontera no es lo primero que casi lleva a un conflicto armado a ambos países. Mucho antes de eso, estas dos naciones (cada una con su buena colección de escritores entrañables) ya estaban enfrentadas por otro asunto mucho más importante que las fronteras: Carlos Gardel, el cantante de tangos más famoso de la historia.

César Bianchi es uruguayo, de Montevideo y a comienzos de año pasó por los talleres de la Escuela Móvil de Periodismo Portátil. César escribe crónicas en publicaciones de Uruguay, Argentina, Colombia, México y Chile. Fue productor periodístico en televisión, es docente de periodismo en la Universidad ORT de Montevideo y en 2008 publicó su primer libro, Mujere$ Bonita$, 14 retratos de prostitutas uruguayas (Random House Mondadori). Hace pocas semanas acaba de lanzar A lo Peñarol. La pasión nunca pierde (Sudamericana), donde cuenta la historia de su equipo de fútbol.

Su trabajo final para la Escuela Móvil de Periodismo Portátil se llama "Resentidos con el mago", y es un viaje a Tacuarembó, la tierra uruguaya que reclama ser la cuna de Carlos Gardel.  

¿Argentino o uruguayo? Mientras eso se sigue discutiendo, dejamos esta crónica sobre el tema:

 

 

RESENTIDOS CON EL MAGO  por César Bianchi

Valeria Costa se inscribió en el certamen de belleza porque le encanta desfilar. "Sólo quiero divertirme", dice a lo Cindy Lauper, de quien nunca escuchó hablar. Tiene 15 años, el pelo negro, ojos almendrados y una delgadez para la ocasión. Con la voz tan bajita que es casi un susurro dice que le gusta bailar cumbia los sábados en Castilla, el boliche de moda en Tacuarembó.

Cuando le pregunto por Gardel, Valeria sólo dice: "Es como el representante de Tacuarembó. Nació acá... y ta". A Valeria no le gusta Gardel, ni el tango, y le importa más saber qué banda de música tropical llegará desde Montevideo a tocar a Castilla que ponerse a defender la nacionalidad del Mago.
Pero está concediendo una entrevista en la terminal de ómnibus Carlos Gardel de Tacuarembó, se anotó en el certamen "La Pebeta de Gardel" en el marco de la Semana Gardeliana que organiza la Intendencia de Tacuarembó, y tres días después de la charla estará encorsetada en un vestido negro brilloso con vivos rojos, medias can can, pañuelo rojo que cae hasta promediar el vientre, maquillaje de mamá, labios salvajemente pintados y el pelo atado en un moño para que calce bien el "gacho", como llamaba Gardel a su sombrero. Habrá cambiado las zapatillas por unos tacos que le darán vértigo y tendrá que explicarle a todos los presentes quién era Gardel, qué significa para los tacuaremboenses y qué se necesita para promover el tango en la ciudad.

Como si lo supiera. Como si ellos, los organizadores, lo supieran.

 

LEE LA CRÓNICA COMPLETA AQUí

 

 

@menesesportatil

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17 de octubre de 2011
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Lugares sobrenaturales

En otro de sus muy bellos libros, la editorial Elba ha publicado un escrito de Michael Peppiatt cuyo título, "El taller de Giacometti", describe con toda exactitud su contenido.

    El artista suizo no sólo es uno de los más seguros inmortales del siglo XX, sino además un tipo estupendo. Basta verle en la foto que hace de frontispicio. Era bajito, un tanto corcovado, con la cara hecha a puñetazos, más feo que Picio y maravillosamente hermoso. Más hermoso y más alto que Perceval y que Orlando.

    Tras su llegada a París se instaló muy pronto en el taller del que ya no se movería en el resto de su vida, un agujero de veinte metros cuadrados, sin agua ni calefacción, pero de altos muros que auspiciaban una especie de terracilla donde dormía envuelto en trapos su hermano Diego. Ni la más alta influencia pudo arrancarle de aquel lugar, y mucho menos cuando, años más tarde, era un artista famoso y había ganado millones. Nadie sabe qué se ha hecho de aquella fortuna, porque a Giacometti, como al Santo Padre (en palabras del secretario de la reina Isabel II), no había modo de adivinar en qué se les iba el dinero.

    En aquel lugar donde al principio tropezaba constantemente con la silla (una), la mesa (otra), la escultura (dos o tres), un caballete, el orinal, la frasca de vino, y otros menesteres imprescindibles para la creación artística, poco a poco fue construyendo sus piezas y llegó un momento en que él mismo se sorprendía porque cabía perfectamente el coloso de tres metros dando un paso adelante. Llegó a creer que el taller se ensanchaba y crecía al mismo ritmo que su energía artística, como si él fuera un pianista y el taller la orquesta. Se diría que el edificio había sido construido con un material que se expandía por estímulo espiritual.

    Es muy posible, además, que así fuera. Los lugares sagrados son espacios desconcertantes, caprichosos y generalmente baratos. Aparecen en donde menos se piensa, es inútil buscarlos porque sólo es posible encontrarlos, no se perciben a simple vista ya que su naturaleza sacra sólo se muestra mediante el sacrificio, que es lo propio de los espacios sagrados, si no, se llamarían de otra manera.

Cuando Giacometti entró en el taller, seguro que era un agujero maloliente y mezquino. Fue su sacrificio, terco, dramático, su ígnea voluntad de arrancarle al vacío una figura humana y más que humana, lo que iría transformando el agujero en un lugar sagrado. Naturalmente, una vez entró en funcionamiento lo sagrado, no hubo quien le arrancara de allí, más bien al contrario, por el estudio pasó todo el mundo, desde el suntuoso Picasso hasta la zorzal Anette, entraban siendo individuos de escasa calidad y salían refulgiendo como el oro.

    En una ocasión disputé con un amigo la escandalosa y augusta diferencia de dos lugares sagrados tan opuestos como significativos. Uno era el Monte Sinaí y el otro el Oráculo de Delfos. En el primero sólo había carrasca, derrumbe, pedruscos y un puñado de huesos de cabra. En el otro, fuente con charco, gruta de ninfas, frondosas encinas y lo mejor de la sociedad helena paseando en peplo de gala. En el primero y por la típica indecisión hebrea, el cliente, Moisés, tuvo que volver a subir para que le rehicieran el producto porque las Tablas se le rompieron nada más pisar el valle. En el segundo, muy al modo griego, la dispensación de oráculos estaba perfectamente organizada y al entrar se podía leer un cartelón escrito en aquella lengua tan bonita en donde se especificaban los diferentes precios del oráculo, si era cantado, recitado, en verso, si era en prosa, si se prefería esculpido en mármol de Paros, etc.

    Un agujero maloliente, un collado reseco y yermo, un mercadillo... Y sin embargo, sobre los tres había descendido la divinidad tras aceptar el sacrificio por escaso que fuera su valor ya que las divinidades no atienden a nuestra manía de poner precio a las cosas, sino al deseo, tan sólo al deseo. Y mucho desearon Giacometti, Moisés y las mozas de Atenas que acudían con su borrego sacrificial a preguntar a Apolo si las iba a amar un hoplita muy hombre que les había guiñado un ojo mientras aspiraba una ramita de romero en las últimas celebraciones eleusinas.

    Es el deseo y sólo el deseo, unido al sacrificio y sólo al sacrificio, lo que hace descender a las divinidades y convertir modestos lugares en templos perdurables. Todavía hoy sigue sucediendo.

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17 de octubre de 2011
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El significado de la traición

Al  principio de la II Guerra Mundial, William Joyce, un ciudadano británico nacido en Estados Unidos pero con pasaporte inglés inició desde Alemania unas emisiones radiofónicas que tenían como finalidad desmoralizar a la población de Inglaterra y convencerla de la inutilidad de oponer resistencia a las victoriosas iniciativas nazis. Debido a su casi instantánea popularidad, la prensa británica y los servicios de inteligencia  contraatacaron poniéndole el mote de Lord Chaw-Chaw (que suena como “chau-chau”). No mucho después, otro ciudadano inglés llamado John Amery se pasó asimismo a los nazis con la idea de armar una suerte de División Azul a la inglesa reclutando a sus integrantes entre los pilotos y soldados ingleses que en número creciente se hacinaban en los campos de prisioneros alemanes.

Ante la sorpresa general, cuando una vez acabada la guerra ambos personajes fueron capturados y trasladados a Gran Bretaña para ser juzgados se descubrió que no existía jurisprudencia al respecto porque nunca antes se había  juzgado a nadie por alta traición a la patria. Ya entonces (1948), la novelista Rebecca West fue contratada por el New Yorker para que  cubriese ese acontecimiento que iba a ser trascendental porque en él, tras examinar el significado de la traición, se establecerían las bases éticas y morales que debían fundamentar el juicio a una conducta particular considerada como altamente lesiva para los intereses de un país.

La intuición de Harold Ross, el  director del New Yorker al que está dedicado el libro, resultó ser providencial porque apenas terminados los juicios contra William Joyce y John Amery (ambos condenados a muerte y ejecutados en la horca) surgió un problema aún peor: en cierto modo, esos pioneros de la traición eran unos ideólogos, algo enloquecidos si se quiere y terriblemente desencaminados, pero que actuaban basándose  en sus creencias. La clase de traidor que se iba a poner en boga con el exponencial crecimiento de la Guerra Fría era todavía más moralmente condenable porque actuaba, bien por dinero, o bien con plena conciencia del dañó que estaba causando a su país porque se trataba de hombres de elevada formación y que ocupaban puestos de alta responsabilidad administrativa y militar. Y me estoy refiriendo, obviamente, al espía.  Con la bomba atómica dejada a medio hacer por los científicos alemanes, la carrera nuclear se convirtió en una cuestión obsesiva y saber en qué punto del desarrollo atómico se encontraba el enemigo se consideró esencial. De paso, toda información relativa a despliegues e ingenios militares empezó a tener un valor desorbitado y fueron muchos los que, ocupando puestos que ponían en sus manos secretos más o menos valiosos, no supieron resistir a la tentación de contactar con embajadas enemigas para poner a la venta el material que sacaban a escondidas de sus trabajos.

Cuando el propio mundo del espionaje pasó a ser un valor en sí mismo, y pareció vital saber quién era quién en la doble vida de los informadores, se empezó a perfilar ese horizonte medio sombrío y medio folklórico en el que pululaban  espías  simples, espías dobles y aun espías triples, y  que acabaría labrando una fortuna para los John Le Carré y sus seguidores. Se da además la circunstancia de que, junto a los profesionales de la traición, no iba a tardar en surgir, fundamentalmente en Gran Bretaña, una generación de universitarios profundamente influidos por el socialismo y que no dudaron en colaborar con vistas al triunfo de la Revolución. Si durante la Guerra Mundial se dijo que los informes del servicio de inteligencia británico eran los  mejor redactados del mundo (desde Lawrence Durrell al frío y distante E.M. Foster todos los escritores de esa generación inglesa estuvieron pasando informes), lo mismo cabría decir de los despachos de la KGB, muchos de los cuales estarían redactados por gente como Donald Maclean, Guy Burgess, Harold Philby o Anthony Blunt, todos ellos formados en Oxford y Cambridege, y el último un experto en arte que ejercía de consejero de la Corona. Todos ellos, en sus ratos libres, hacían de espías comunistas.

Es de resaltar que pese a la clase de material que manejó, Rebecca West no hizo un trepidante libro de espías y mataharis. La suya es una reflexión ética  sobre la traición y las bases morales que sustentan el juicio contra un traidor.  Lo que ocurre es que, al mismo tiempo, es una excelentísima narradora y muchas veces organiza el material judicial con criterios puramente narrativos, aparte de que en ocasiones no puede resistir la tentación de hacer literatura de altura. Y si no, qué decir de  ese miembro del parlamento que está siguiendo  una de las intrincadas cuestiones en el juicio contra William Joyce y al que le toca vivir “unos de los momentos más dolorosos de su vida”, pues al rozar con el dedo la solapa de su gabán descubre espantado que la polilla le ha hecho un agujero tremendo. O ese otro asistente al juicio cuya voz es “más caballerosa y más esmerada que la de cualquier caballero inglés porque su muy ambiciosa y anglófila familia había planchado todas las arrugas de acento irlandés que pudieran resonar en su habla”.  Al final incluso sale Lod Profumo, aquél ministro de la guerra inglés que se paseaba por los locales de moda londinenses llevando atada con una correa de perro a Christine Keeler cuando ésta, a su vez, era amante de un alto diplomático soviético. Cualquier otro se hubiera dejado de pesquisas morales para ir “al fondo del asunto” y sacar el máximo partido posible de aquella banda de extravagantes, descerebrados, traidores y espías. Pero no Rebecca West, que escribió un libro serio y apasionante.

 

El significado de la traición

Rebeca West

Reino de Redonda

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17 de octubre de 2011
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Una democracia que respire

Hay que mirar con atención lo que está sucediendo en Francia. No tan solo por la corrosión de la presidencia de la República como efecto del carácter impetuoso y ególatra de su actual titular, Nicolas Sarkozy, sino ante todo por una revolución tranquila que ya se ha producido en el interior del Partido Socialista, cuyos efectos pueden modificar el paisaje partidista e incluso algunos elementos definitorios de la V República. Aún cabe que estos efectos vayan más lejos, pues a fin de cuentas el molde político del socialismo francés ha sido adoptado en muchos aspectos por partidos de otros países europeos.

El PS francés era hasta hace pocos días un partido de electos locales, provinciales y nacionales, fuertemente organizado en tendencias y con un cierto maltusianismo en la adhesión de nuevos militantes. ¿Les suena? Según Alain Bergounioux y Gérard Grunberg, dos historiadores del PS, lo más específico del socialismo francés es su dificultad para reconocerse como partido de gobierno. En su ADN originario, dicen, están la revolución y el socialismo. Gobierna como si estuviera a disgusto y parece sentirse aliviado cuando está en la oposición. Esto explica que desde la fundación de la actual República, en 1958, sólo un presidente de los seis que ha habido, François Mitterrand, haya sido del PS. Esto se acabó. Las primarias socialistas abiertas a todos, le 'peuple de gauche', han terminado con esta historia de un partido agobiado por el peso de su ideología y encerrado en sus viejas estructuras de matriz decimonónica. La decisión es de alto riesgo. No es seguro que al final del camino esté realmente el palacio del Elíseo. Ni la derecha francesa ni Sarkozy van a caer sin combate. A pesar de sus errores, esta República es suya en su origen y en la mayor parte de su gestión, por lo que harán mangas y capirotes para retener la presidencia. De momento, los socialistas franceses han hecho dos cosas. Con la campaña de primarias y las dos vueltas electorales han ocupado largamente el espacio público y mediático y movilizado a casi tres millones de ciudadanos, para desesperación de Sarkozy. Pero han hecho algo más crucial todavía, como es recuperar el gusto por la política, el sentido de la participación y del debate, el valor de las ideas, justo en una época de desafección y de crisis. No puede descartarse, sin embargo, que el balance final sea doloroso y que se queden sin Elíseo y con el socialismo todavía más maltrecho. De momento, el socialismo hasta ahora más arcaico de toda Europa ha demostrado que sabe modernizarse y abrirse, arriesgar y exhibir a dos finalistas perfectamente preparados para presidir la República: levemente más centrista, François Hollande, y levemente más izquierdista, Martine Aubry. A esta última pertenece la idea de conseguir ?una democracia que respire?. Que cunda el ejemplo. Allí y aquí.

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16 de octubre de 2011
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El Boomeran(g)
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