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La técnica y el ser del hombre: del control del fuego a la medida cuántica X

X Experiencia,  técnica y ciencia

Aristóteles se esfuerza en determinar dónde se sitúa exactamente la frontera que separa el universo del conocimiento que pueden alcanzar los animales, y el que pueden alcanzar los humanos. La experiencia es atribuida a ambos, animales y personas. Sin embargo, antes de pensar que se trata de lo mismo en ambos casos, es necesario determinar qué significa experiencia. Aristóteles afirma que la experiencia procede de la memoria ("pues de múltiples memorizaciones de una misma cosa surge finalmente la capacidad de una experiencia").

Empecemos por considerar la experiencia humana, es decir, la experiencia de seres que (con independencia de la experiencia misma) se hallan determinados por mediaciones conceptuales. Por ejemplo, yo reconozco a Calias, Sócrates y Menón como respresentantes de la humanidad, lo cual implica que tengo este concepto en mente. Y este conocimiento nada tiene que ver con la experiencia. Pero ahora constato que Calias, tras haber ingerido determinada bebida, se encuentra mal; luego, constato lo mismo en Sócrates, cuando finalmente también Menón se siente indispuesto tras beber... gracias al hecho de que tengo memoria, vinculo los tres casos y, eventualmente, evitaré beber, siendo así prudente (phrónimos en el texto de Aristóteles).

Es de señalar que podría haber alcanzado el mismo grado de prudencia si, en lugar de tratarse de tres individuos de la especie humana, la bebida hubiera sido ingerida por un gato, un perro y un hombre, o incluso por individuos de especies que no conozco en absoluto. Pues la experiencia se reduce a establecer un lazo entre algo que sucede ahora y la misma cosa que vuelve a suceder: la experiencia, nos dice Aristóteles, "es conocimiento de individuos".

Como la experiencia es adquirida con independencia de las especies o géneros que la generan, no necesito conocimiento de rasgos específicos con vistas a ser un hombre de experiencia, no necesito teoría (theoría en griego es usada por Aristóteles para expresar el conocimiento por especificación). En consecuencia, el hecho de que los demás animales vivan sin teoría no les impide en absoluto tener experiencia.

Una precisión a este respecto. La tesis según la cual  los animales tendrían  una capacidad cognoscitiva reducida a,  re-conocimiento   de un rasgo o signo por el que ya se ha sido previamente afectado, y con soporte  en una presencia que (por no aparecer como soporte material de  forma o especie) sería meramente individual    no implica sostener que el animal no sea susceptible de tener relación con  tipos, de estar afectado por algún modo de generalización. De hecho el propio re-conocimiento de un rasgo que ofrece un individuo remite  ya  a una tipologización. Lo que se afirma es simplemente que en esta tipologización del  universo animal   no entran  en juego conceptos, formas o especies.

Los expedientes lógicos de tal formación de tipos han de ser de otro orden y han de afectar también al animal que nosotros somos. Mas en cualquier caso la experiencia meramente animal  no estaría  perturbada por la intromisión de rasgos eidéticos o específicos, lo cual inevitablemente ocurre tratándose de la experiencia humana.

Cabría decir en tal sentido que para nosotros queda atrás la pura experiencia, que la mera percepción es para el hombre subsunción bajo un concepto. Nuestra experiencia funcionaría como la de los animales en la medida en que  aquello que en lo presente depende de lo conceptual resulta irrelevante, no porque se de realmente una situación en la que nuestra percepción este libre de concepto.

Tomemos de nuevo el caso de la indisposición de Sócrates, Calias y Menón. Incluso si su común pertenencia a la especie humana no cuenta tratándose de experiencia, es obvio que este conocimiento que tengo de que son humanos juega algún papel subyacente. Cabe decir que este segundo registro perturba  la experiencia, la cual, para nosotros jamás es pura, como tampoco es pura la percepción sensible.

Consideremos ahora la techné, palabra que tenemos múltiples razones para traducir por arte, pero también por técnica. Una de las razones de esta polaridad es quizás el hecho de que Aristóteles distingue radicalmente entre un tipo de techné que apunta a objetivos prácticos, y un segundo tipo que buscamos por sí misma, y que nada tiene que ver con las necesidades de la vida. En cualquier caso, el principal rasgo de la techné es el hecho de que implica siempre un juicio, es decir, la capacidad de razonar (recordemos que la experiencia, en el caso de los animales, es por definición un conocimiento sin juicio, ya que no lo tienen, al menos que neguemos que la particularidad del hombre sea ser un animal racional, es decir, de juicio... paso que, por cierto, algunos dan), y lo que es más: implica un juicio que concierne a un conjunto unificado, una clase de entidades y no meramente individuos:

"La techné surge cuando de múltiples nociones obtenidas por la experiencia, se emite un juicio universal sobre una clase de objetos. Pues juzgar que cuando Calias estaba enfermo de determinado mal, tal producto fue bueno para él, por serlo para todas las personas de determinada constitución, por ejemplo, los flemáticos o biliosos con fiebre... esto es materia de techné".

Ahora debemos determinar cuál es la frontera conceptual entre la noción de techné y la noción de epistéme, que se suele traducir por ciencia. No hay problema alguno, si por ciencia entendemos esto precisamente que dice Aristóteles. La diferencia entre la técnica y la ciencia  no reside, como a veces suele creerse, en que el científico sabría la causa del asunto, mientras que el  technités no se preocuparía de esto. Aristóteles afirma explícitamente lo contrario, al escribir: "Pues los hombres de experiencia saben que la cosa es así, pero no saben por qué, mientras que los segundos (los hombres de techné) saben el porqué y la causa".

Ni siquiera podemos decir que la ciencia difiere de la techné por tratarse de una actividad no subordinada, puesto que (como ya he indicado) cierta modalidad de arte tiene su fin en sí misma. Parece que  el arte y la ciencia forman un continuo con determinados momentos de discontinuidad. Una vez que la techné ha alcanzado su nivel superior (aquél en que se toma como fin), el espíritu está en condiciones de abordar interrogantes que, de facto, no tienen ningún lazo con la utilidad. Este es, para Aristóteles, el caso de disciplinas como la observación de los fenómenos astronómicos, o las preguntas naives sobre los orígenes tanto del universo como de nosotros mismos. Como El físico Max Born se complacía en señalar, incluso en la época de Copérnico la cuestión de la centralidad de la Tierra constituía un asunto puramente teorético, sin lazo alguno con intereses económicos, ni en general problemas prácticos. Y me atrevo a decir que la ciencia contemporánea, aunque tenga enormes implicaciones en nuestra vida cotidiana, no responde esencialmente a imperativos prácticos.

                                                ***

 La techné, tal como nos la presenta Aristóteles,  sería pues expresión cabal de la esencia misma del ser humano y a la par es un fertilizador de esta naturaleza. ¿Se halla este rico sentido aristotélico presente en la técnica de nuestros días? Todo depende del uso que se hace de la técnica y de la función que se le atribuye. En otros foros he tenido ocasión de  evocar  el admirable trabajo de recreación virtual, en coordenadas tridimensionales, del cráneo de Phineas Gage  por Hanna Damasio y sus colaboradores. Tal simulación permitió, ni más ni menos, que reconstruir la trayectoria de una barra de hierro que atraviesa el cerebro sin tocar las funciones motrices ni las áreas determinantes del lenguaje, pero sí las funciones emocionales.

Tenemos en este caso un ejemplo de fertilidad de la técnica puesta al servicio de la inteligibilidad. Obviamente esta inteligibilidad puede enriquecerse con objetivos prácticos, y en este contexto es inevitable  mencionar  las simulaciones tridimensionales en medicina. Éstas han posibilitado no ya avances en la transmisión del saber (dificultado en ocasiones por la deontología, dado que la medicina tiene como objeto al ser humano), sino un control suplementario de la práctica médica concreta, en intervenciones quirúrgicas, por ejemplo.

Mas en ocasión nuestra relación con la técnica, su valoración, la función que los ciudadanos le asignan, ha sido profundamente perturbada en razón de objetivos problemáticos. Así por ejemplo la idea misma de que cabe esperar de ella la construcción de entidades inteligentes. En las concepciones más radicales se hace abstracción de la inevitable etapa del genoma. Y el funcionamiento de las conexiones nerviosas (que en el ser animado que es el hombre da lugar a la inteligencia y al lenguaje) es reducido a funcionamiento de conexiones electrónicas y mecánicas, es homologado así con lo artificial. Mas entonces, la técnica deja de reducirse a mero instrumento de los objetivos de realización del ser humano y emerge como una suerte de demiurgo forjador de seres a los que, en última instancia, podríamos identificarnos. Esto ocurre ya, de hecho, cuando en nuestra civilización la percepción vehiculada por dígitos (única que, por analogía, cabría en principio atribuir a un ser carente de vida) es tomada no como interesantísima simulación o fantasma de la percepción real, sino como su equivalente.

 

No puedo detenerme aquí sobre este aspecto, pero sí evocaré,  la denuncia realizada por John Searle, hace ya más de treinta años, del carácter abusivo de la expresión misma inteligencia artificial, y sobre todo de la concepción de ésta como un modelo explicativo del comportamiento humano. ¿Que desde entonces ha llovido mucho? Obviamente, pero a mi juicio nada ha cambiado en lo esencial. Como máximo las espadas siguen en alto. Y si de discusión teorética se tratara, nos limitaríamos a estar dispuestos, en todo momento, a modificar nuestra posición actual (favorable a la tesis de que sólo cabe hablar de inteligencia artificial, al precio de degradar hasta la caricatura el término mismo de inteligencia).

                                                         ***

Un aspecto insoslayable es el  de las  llamadas  nanotecnologías, vinculadas a la nanociencia, pero no reductibles a la misma. La cuestión ontológica  y en general la filosofía de la naturaleza quedan obviamente afectadas por  la posibilidad -hoy  ya efectiva-  de generar nuevos materiales (nanomateriales) no existentes en la naturaleza, operando a escala nanométrica sobre materiales previamente existentes, y transformándolos. Los sofisticados artefactos tecnológicos y las simulaciones tridimensionales (realidad virtual) de átomos y moléculas que posibilitan el transformar la estructura de un átomo actuando sobre sus electrones tienen un enorme  peso a la hora de interrogarse sobre si hay realmente rasgos omniaplicables y permanentes tanto de la physis en general  como del ser que  reflexiona sobre ella.  Pues en efecto, la importancia antropológica del problema de la técnica   se agiganta en un momento en el que la alianza de la tecnología y la genética  abren  la posibilidad de que una especie influya de manera determinante en los rasgos mismos que la especifican. Perspectiva con profundas connotaciones éticas  y que a algunos inquieta aun reconociendo el positivo papel de la técnica, por ejemplo, los avances posibilitados por la modelización virtual en el campo de la medicina. En este sentido no podemos olvidar el papel de la tecnología en la configuración de la mente, entendida esta como indisociable de los artefactos tecnológicos que aumentan nuestras capacidades cognitivas.

Lo que precede sirve de transición al tema, fundamental para esta reflexión relativo al peso  de la teoría cuántica en la determinación de nuestro entorno y de nosotros mismos,  concretamente a través de las sofisticadísimas técnicas que permiten ofrecer comprobación experimental a algunas de las sorprendentes previsiones de la teoría.

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3 de noviembre de 2011
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Rusia: esa literatura existe

Eduard Limonov, maestro de las nuevas generaciones La literatura rusa ha sido la protagonista del nuevo número de Babelia. Zajar Prilepin, narrador contemporáneo ruso, comenta sobre el aparente mal momento de la literatura rusa luego de la caída de Unión Soviética (de 150,000 ejemplares a 10,000 en los mejores casos) y el ?agujero negro? literario que representó la literatura rusa durante el siglo XX.  Dijo además:

Hoy, Rusia, aunque ruidosa, aún sigue estando en la periferia. Es decir, en la mente de la clase media europea, Rusia está al mismo nivel que un país africano que pasa desapercibido. La diferencia es mínima: en África, calor; en Rusia, frío, pero en general la opinión de muchos europeos es que los libros rusos hablan de lo mismo; es algo muy lejano, oscuro, poco civilizado, triste, siempre al borde de la dictadura y la degradación. La última oleada de interés en la literatura rusa se ha asociado con la caída de la Unión Soviética? Luego, a finales de los ochenta, la novela de Anatoli Ribakov Los hijos del Arbat estuvo en el top 10 de ventas, encabezado varias veces por Alexandr Solzhenitsin, Borís Pasternak, Varlam Shalámov. Durante esta ola se dieron a conocer al lector occidental escritores como Vasili Aksiónov, Alexandr Kabakov, Victor Erofeyev y un poco más tarde Victor Pelevin, Vladímir Sorokin y Ludmila Ulítskaya. El ajuste de cuentas con el poder soviético fue entonces ?la comidilla? principal de la literatura rusa. Durante un tiempo en Occidente fue un plato aliñado con sal y pimienta muy popular y conocido con el nombre provisional de Las noticias de la autoflagelación rusa o Las malas noticias desde Rusia. Pero la temporada de interés que despertaba acabó pronto: el colapso de la Unión Soviética no podía ser una novedad eterna, y una vez allí en el frío de Rusia no ocurre nada interesante excepto el cambio de un Yeltsin borracho a un muy sobrio Putin, por lo que merece la pena distraerse con otras noticias. Esta situación resultó ser favorable a la literatura. El mundo ha perdido interés en ella, los lectores rusos también pasan de largo. El hecho es que Rusia casi ha perdido el sistema de distribución de libros. Nuestro país es grande y transportar los libros desde Moscú hasta Liberia y el Lejano Oriente es muy caro. Como resultado, dos tercios de la población vive sin ningún tipo de librería cerca, y si las hay entonces lo que tienen en venta es material de lectura barata para personas sin muchas pretensiones. Además, en un país donde el 25% de la población vive al borde de la pobreza y por lo menos otro 25% apenas si llega a fin de mes, la compra de un libro (que es un producto caro) se ha convertido en un acto de sacrificio. Casi mejor invertir en comprar vodka pues el resultado es predecible. (?) Como resultado, hoy en día, la literatura rusa goza de excelente salud. ¡Literatura clásica escrita en tiempo real! Que este hecho en la actualidad no parezca interesar a nadie, no cambia nada para los escritores. Una de las principales características de la literatura rusa actual es que ésta se niega a admitir que el siglo XX en Rusia fue una especie de agujero negro y una terrible plaga.  (?) Además, podemos decir con certeza que la literatura rusa moderna tiene a menudo un carácter antiburgués. Hay una serie de narradores que, de un modo u otro, profesan ideas de izquierda, encontrar al menos un autor serio defensor de los valores burgueses es casi imposible. (?) Una característica que define el estilo de la nueva generación de escritores rusos, los que tienen de 30 a 40 años, no proviene de Yevgueni Yevtushenko, ni Victor Erofeyev, ni Serguéi Dovlátov, sino de Eduard Limonov, un escritor bastante conocido en Occidente por algún tiempo, pero excluido posteriormente de las librerías. Esto se debe a que durante los ochenta Limonov surgió prácticamente de la nada y se opuso a la perestroika en Rusia; durante el conflicto en la ex-Yugoslavia luchó en el Ejército serbio y actuó como opositor constante de las reformas de Gorbachov y Yeltsin. Recientemente, en una conferencia de los escritores más famosos de más o menos mi generación, la mayoría de los presentes coincidían en nombrar como maestro literario a Limonov. No todos los escritores resultan tan radicales en sus puntos de vista como él, pero ciertamente simpatizo con su conducta valiente y con su voluntad infinita de desvelar a la Patria y exclamar con orgullo: ?¡Mira la úlcera! ¡Mira las costras!?. No me malinterpreten, nadie en Rusia va a argumentar que el pasado soviético era una maravilla. Hemos crecido en este país y recordamos lo que era. La pregunta es si en Rusia ya habrán adivinado que el mundo no se divide en ?civilizados? y ?salvajes? y que la historia del hombre, y como tal las cosas complejas requieren compresión y no un veredicto apresurado. Este es el sentido de la literatura. La era de la información nos hace conocer más y más sobre menos y menos cosas. La literatura también debe ser capaz de tirar de este montaje de noticias y captar lo principal, lo divino y lo eterno. En cuanto a nombres específicos, estoy dispuesto a nombrar a Dmitri Bykov con la trilogía Justificación, Ortografía y Ostromov; la novela de Alexandr Terekhov El Puente de Piedra, que tiene todos los signos del genio, artista, filósofo y escritor Maxim Kantor; al crítico literario Lev Danilkin, autor de la biografía del cosmonauta Gagarin y que a su vez escribe muy bien sobre el joven autor German Sadulayev y su libro Yo soy checheno. Aún nos falta el polémico escritor y músico Mijaíl Yelizarov, también en la treintena, y uno que ha hecho carrera política rápida y ha sido arrojado fuera de la misma por la oposición, el controvertido Serguéi Shargunov? La pregunta es si la nueva literatura rusa llegará al lector de Occidente. Pero el hecho es que esa literatura ya existe.

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2 de noviembre de 2011
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Pensamientos en Zuccotti Park

 
  

No es fácil llegar a Zuccotti Park, a la vuelta de Ground Zero y a la vista de Wall Street. Entre la tumba amurallada y el muro financiero, los acampados se refugian en sus carpas azules este domingo tormentoso.  Esa sintaxis es el orden newyorkino del espacio, igualado por la lluvia balbuciente. Pero el taxista árabe no supo como llegar y me dejó en cualquier esquina. Ni los turcos que venden verduras, ni los camareros griegos que barren el agua, conocen el Parque. Confirmo que cada quien tiene su NY, que es siempre otro. Es irónico que estos inmigrantes, siendo parte del 99% algorítimico, carezcan de referentes más allá de su estación del metro y el negocio donde sirven. Sólo la policía sabe: guían a turistas aturdidos por su mapa ilegible. Quien quiera visitar a los suaves indignados deberá atravezar la parte más abstracta de la City.

 

La acampada es aquí menos colectiva que sumaria. Los jóvenes en lugar de actuar en grupos y asambleas parecen construir voces, aunque anónimas, del todo individuales. La suma no se funde, se diversifica; y aunque los rituales son los mismos (debatir, pronunciarse, repartir tareas), se trata más que de un evento masivo, de una concurrencia meditada. Aquí el individuo no representa a un grupo, sino al contrario: el grupo representa a cada otro. Ocurre como si el que acampa actuase en una obra haciéndose, cuya figura desplegada hace sentido en la suma de los otros, los que no están. Si llamamos evento a la irrupción que ocupa todo el presente, el evento es aquí la representación por ausencia: se ocupa para vaciar lo dado e instaurar lo gratuito. Esa figura nos incluye, de pronto, en su acto liminal.

 

Acampar es restar la plaza pública de los aparatos de estado, para ocuparla momentáneamente y desocuparla estratégicamente. Esa táctica alterna es una crítica central a la idea de la representación, casi en todas partes mediatizada, incautada y excesivamente costosa. Los que reclaman al movimiento internacional de la ocupación pública, acusándolo de no tener consecuencias, ignoran que transformarse en una opción política terminaría con la libertad gratuita de protestar, precisamente, la degradación de la política en negatividad mutua. Melville imaginó a un modesto escribiente que puso en duda la representación del sistema y su economía devoradora, repitiendo: ¨Preferiría no hacerlo.” Su alegato antifáustico renuncia a los términos de la socialización compulsiva, y representa a quienes, desde sus márgenes, se ausentan. El despacho de abogados donde el antihéroe se negó a repetir la letra muerta, estaba cerca de aquí.

 

 

Vi en las noticias locales a unos jóvenes acampados, y me pareció ver que lo nuevo más que en sus declaraciones estaba en sus rostros: desnudos, nos hablan cara a cara. Hacen otra cosa, algo anterior a los discursos: miran de frente, como si nos conocieran. No se deben a las declaraciones sino a la presencia mutua de quienes han tenido que poner la ley en ascuas para desnudar el rostro y preguntar por el nuestro. Recordé una página de Levinas, justamente sobre la desnudez del rostro en la recuperación de la voz común. La sintaxis de lo nuevo se armaba en esta intemperie no con citas y glosas sino con actos de un pensamiento que hace tiempo nos piensa.

 

Por ello, después de los minutos en que les devolvieron la palabra, y la cámara retornó a los rostros de las dos locutoras, el contraste fue estremecedor: las caras de esas dos guapas damas eran totalmente artificiales. Las han pintado y decorado y las han vuelto irreales. Tienen la máscara que busca representarnos. Buena parte de los medios se revela en esa impostura.

 

Aquí, en la plaza, los nombres recobran el peso de las cosas que encienden. El nombre, otra vez, acarrea la inteligencia de la atención.

 

Por eso, han hecho urgente que se les devuelva el turno de la palabra. Al final, se trata de los plazos de relevo, de los formatos de inclusión, de las estrategias de diálogo, de lo que podemos llamar el poliglotismo del origen. Es decir, de un presente donde se hablan varias lenguas para ser parte de la gran plaza pública reconstruida por la concurrencia momentánea y transitiva, que estos jóvenes propician como quien asoma la mirada al porvenir.

 

Hay cierta prisa en devolverles la palabra allí donde los medios no están meditizados por la pérdida de su lugar público. En Chicago, los jóvenes ocuparon tres espacios sucesivos: los de la primera fila, conscientemente, decidieron sentarse en el umbral de los edificios municipales para hacerse arrestar; una segunda linea se ubicó justo  donde se dividía lo público-estatal de lo público-comunal, una zona ocupada, del lado penitenciario, por la policía; y una tercera fila, más atrás, ya en la plaza, ocupó el espacio abierto y colectivo. Este mapa denuncia la definición funcionalista del espacio público, que deja de ser espacio y público.

 

Con la lógica perversa de de una ley regimentaria, en Madrid se busca usar la ley electoral para ceder los espacios públicos a los partidos politicos y sus manifestaciones y, de paso, obligar al desalojo de los jóvenes indignados que los ocupen. Llamo perversa a esa lógica porque la competencia electoral se convierte en una máquina no de elegir sino de reprimir. La protesta ciudadana ha hecho obsoleta, como es patente, a la violencia intrínsica que busca el voto a cualquier precio.

 

La protesta es un ejercicio de libertad. Un don acogido como el valor absolutamente insólito de la gratuidad. En ese espacio momentáneo, responde cada uno por su derecho de ciudad.

 

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2 de noviembre de 2011
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Desplazamientos de poder

El mercado único se hizo por la transferencia de soberanía a las instituciones comunitarias, Comisión, Parlamento y Tribunal. El euro, que se desprendía del mercado único, por decisión unánime de los países miembros y sólo entre quienes quisieran (hay derogaciones para integrarse en la moneda única, que solo es obligatoria para quien no las ha pedido y obtenido: Reino Unido y Dinamarca) y cumplieran las condiciones, con el resultado de que la soberanía se transfería al Banco Central Europeo. No se quiso avanzar en la unión política, porque tocaba una soberanía que se consideraba sagrada e intransferible. Ahora la Unión Europea está al cabo de la calle. Las instituciones europeas no tienen papel alguno en esta crisis. El Banco Central lo tiene, pero muy acotado. La pelota estaba en el campo donde jugaban los 27 jefes de Estado y de Gobierno, pero resulta que sólo dos jugadores, Francia y Alemania, han sido capaces de mover el balón y hacer con él lo que quieren. Uno con su hiperpresidencia aparentemente todopoderosa y el otro con su democracia parlamentaria cuidadosamente equilibrada por un Tribunal Constitucional que hace oír su voz en todas las decisiones.

Si el poder se desplaza en el mundo cambiante, también sucede lo mismo dentro de Europa. Alemania es la potencia emergente dentro de un continente en declive. Aparece siempre de la mano de Francia, pero sus intereses y sus decisiones se hallan en abierta divergencia y terminan siempre imponiéndose. Para Sarkozy es fundamental mantener la apariencia de que se halla todavía al mando de algo, y por eso no duda en defender las decisiones de Merkel como si fueran suyas, aunque se haya dedicado a discutirlas hasta un minuto antes. Cuando se producen tales desplazamientos de poder a nadie le debe extrañar que aparezcan fuertes reacciones por parte de quienes lo pierden y también sufren como resultado de las decisiones tomadas por los que ganan. Esto es lo que ha sucedido con Grecia. Papandreu convoca el referéndum porque no se siente capaz de seguir aplicando hasta no se sabe cuándo la dura austeridad que le impone Merkel, a cambio, por cierto, de un paquete financiero que todavía no ha conseguido concretar: falta que la banca europea asuma la quita entera y que aparezcan la generosa ayuda de los Bric para completar el rescate. Angela Merkel no quiere perder la adhesión de sus votantes. Pero Papandreu también tiene derecho a cuidar de los suyos. Lo más criticable de las decisiones de estos días es que se hayan tomado sin tener en cuenta los intereses de todos en vez de solo los más poderosos, la banca francesa y alemana, entre otros. Está visto que los dirigentes europeos hablan poco entre sí y no se consultan unos a otros antes de tomar decisiones graves que afectan a todos. La UE ha avanzado siempre con fórmulas en las que nadie pierde y cada uno consigue salir airoso y con algún provecho. Cuando solo ganan unos a costa de que pierdan los demás, la UE retrocede y terminan perdiendo todos.

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2 de noviembre de 2011
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Negra y amarga leyenda

 

Debemos agradecer al historiador, profesor y crítico literario Jordi Gracia que nos haya puesto en solfa con su irritado y virulento panfleto. Y aunque su violencia nos desconcierte, habrá que desear la mejor de las polémicas a la desaforada crueldad, la impaciente ferocidad y el descarnado espíritu de venganza con que el autor rehabilita al viejo y olvidado derecho natural a la furia.

En su orgullosa diatriba, Gracia zarandea sin piedad al intelectual melancólico que nos oprime con su juicio depresivo y esgrime alegremente las razones que lo dejan hecho unos zorros.  Como no le importa el crédito social de su pesimismo y le traen al pairo sus credenciales,  Gracia denuncia con arrogante destemplanza su resentimiento y su malvada resistencia a reconocer las virtuosas conquistas de nuestro tiempo.

Niega el autor de este libelo que no sepamos gozar los logros de la alta cultura y niega que el vulgar analfabetismo se haya instalado en la cultura popular. Niega que la enseñanza se deteriore sin remedio y que en la  universidad se doctoren los ignorantes. Niega que se hayan extinguido los grandes novelistas y que los jóvenes usuarios de las redes sociales sólo digan tonterías. Niega, que la nuestra sea una época decadente.

En realidad, afirma, nunca fue tan cómodo y masivo el acceso a libros inteligentes, documentadas bibliotecas, registros sonoros, archivos cinematográficos, maestros, profesores y catedráticos solventes, orquestas, teatros y museos y documentales televisivos que divulgan conocimientos extraordinarios entre el gran público.

La réplica de Gracia a los lugares comunes del intelectual rencoroso, al lamento que tanto respeto concita, no consiste tanto en demostrar el dinamismo de una sociedad que se alimenta de múltiples saberes, apetencias y habilidades, como en denunciar la farsa de una ególatra decepción.

Obcecado por el horizonte de grandeza que imaginaba para sí mismo, el intelectual ridículo al que Gracia sacude con implacable sadismo, es el que ya ha descubierto cómo se frustró el delirio de su ambición. En vez de aceptar el lugar que le asignan los demás, el intelectual resentido se engorila en su retórica catastrofista e imputa a la sociedad el fracaso que no quiere ver en sí mismo. Como clérigo rematadamente traicionado, tan sólo le queda sostener el tremendismo de su enfado.

El discurso del panfleto es el de un profesor liberado de su compostura docente y dispuesto a dar rienda suelta a la indignación que le inspira la injusticia cometida por los que deberían festejar las conquistas culturales de los últimos treinta años. Resulta obvio que al autor le molesta el celo con que los aludidos (y nunca mencionados) protegen la notoriedad de su patrocinio intelectual, pero sobre todo le duele sospechar que haya entre ellos alguna especie de odioso engreimiento clasista. Como si la crítica a los males de nuestro tiempo encubriera el desprecio por la exuberante creatividad con que la multitud se incorpora a los nuevos modos de consumo y creación cultural.

El panfleto de Jordi Gracia podrá leerse como un nuevo episodio de la clásica controversia entre los libros antiguos y modernos, como una contribución a la disputa entre apocalípticos e integrados o como una renovación del género insolente que tantos disturbios literarios suele ocasionar. Es probable que cause una gran incomodidad y quizá sea inevitable el amargo sabor de boca que deja su lectura, pero la enérgica provocación del panfleto hará que sea más ecuánime a partir de ahora el juicio que dedicamos al estado de nuestra cuestión cultural.

Hay aspectos de su impetuoso razonamiento que suscitan cierto resquemor. Nos queda la duda sobre cuál será el verdadero origen del resentimiento intelectual, cómo se gesta, enquista y prestigia. No sabremos decir si el optimismo sobornará nuestro indomable espíritu crítico. Si acaso la insatisfacción no es la trampa que nos tendemos a nosotros mismos para librarnos de los seductores espejismos de la actualidad. Si nuestra terca resistencia a celebrar la propaganda de un país que, a fin de cuentas, no estaba tan mal, encuentra hoy, en la catástrofe contemporánea, su plena justificación. Si el encanto del sentimiento melancólico, la dulce tristeza de la nostalgia, merecía ser asociado, aunque sólo sea como estrategia narrativa, al ruin resentimiento.

El intelectual melancólico de Jordi Gracia es insultante y ofensivo pero hay que comprender cómo nos concierne la recusación de su panfleto. Pues quizá sea cierto que preferimos ser los partisanos de una causa antes que ser los responsables de una cultura. El deber cotidiano carece de las estimulantes emociones épicas, pero probablemente convenga más a un país necesitado de una razonable dosis de confianza en sí mismo.

Publicado en El País. 30 octubre 2011

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2 de noviembre de 2011
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III. Un idioma sin la palabra muerte

Dentro de ese sueño de poder sin tiempo no se puede entender la realidad de la muerte. No pudo entenderlo el emperador de Etiopía Haile Selassie, León de Judea, Potencia de la Trinidad, y Rey de Reyes, cuando la periodista Oriana Fallaci le preguntó en una célebre entrevista qué pensaba de la muerte. Atónito, desconcertado, se quedó mudo. Le estaban hablando en un idioma que no era el suyo, en el que no existía la palabra muerte. Su idioma era el de la inmortalidad a pesar de que era ya un anciano. Y lo que hizo fue llamar, lleno de ira, a sus guardianes para que sacaran a la periodista de su palacio. Por supuesto que si no pensaba en la muerte, tampoco en el fin de su poder, que al fin llegó también, porque fue derrocado.

            Es lo mismo que pasó al dictador de Rumanía, Nicolás Ceausescu, el Gran Conductor del Pueblo, y a su esposa Elena, la Madre de la Nación. En la Navidad de 1989, ambos, pues compartían el poder, convocaron a una manifestación de respaldo, porque había ya señales de rebeldía, y la plaza frente al Palacio del Pueblo se llenó con decenas de miles, acarreados como siempre en vehículos del estado. El principio del despertar de su sueño de poder omnímodo  ocurrió cuando aquella inmensa masa de gente, fiel siempre a las consignas oficiales, comenzó a abuchearlos.  El más desconcertado fue el Gran Conductor, que debió interrumpir su discurso porque los gritos en la plaza ya no dejaban oír sus palabras. La Madre de la Nación, en cambio, ordenó a los soldados de su guardia pretoriana que dispararan contra los manifestantes, pero no fue obedecida.

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2 de noviembre de 2011
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¿Quién escribió la Odisea?


Si tuviera que nombrar un verso de los poemas homéricos que permita adentrarse en el enigma de su autoría y fecha de composición, uno que funcionase como esas clavijas ocultas en el muro que, al ser pulsadas, abren el pasadizo secreto que conduce a la cámara del tesoro, sin duda escogería la acotación que hace el poeta de la Odisea (el hexámetro 203 del canto XIX) a la autobiografía fingida que Ulises, disfrazado de príncipe cretense, ha narrado a su esposa Penélope, que se derrite de llorar y no lo reconoce: 

Ἴσκε ψεύδεα πολλὰ λἐγων έτύμοισιν ὁμοῖα

Fingía, diciendo muchas cosas ficticias semejantes a las reales.

Lo primero que salta a la vista en esta advertencia del autor de la Odisea es que él solo ha puesto “fingía”, el resto del verso es de Hesíodo (Teogonía, 27). 

Lo segundo es que precisamente en el cometido de presentar cosas ficticias semejantes a las reales está la médula del quehacer del poeta y su habilidad específica. En esa semejanza, evidente o sugerida, está el territorio donde nos encontramos con el fingidor.

Ahora, si las muchas cosas ficticias relatadas por Ulises en su autobiografía narrada a Penélope no tienen semejanza con las “reales” de la Odisea, ¿por qué recalca el poeta que son semejantes, cuando el lector sabe que, según la acción del poema, no lo son? ¿Con qué cosas reales tendrán  entonces semejanza? Si no la tienen con la ficción de la Odisea, quizá sí puedan tenerla con la realidad fuera del poema, la del mundo donde vive el poeta.

Tenemos al menos un dato de esa realidad. El poeta de la Odisea es lector de Hesíodo y le rinde homenaje. 

En su autobiografía fingida, Ulises dice ser un cretense, dado a la guerra y el comercio marítimo, saqueador y colonizador de Egipto, y capaz de todo lo que hacen los piratas y los fenicios. No sólo se ha enriquecido en Egipto, sino que también asegura haber hecho buenas migas con el propio faraón. Y no sólo es natural de Creta, sino que se pretende miembro de un linaje escogido y demuestra conocer la isla, sus habitantes, costumbres y lenguas de modo exhaustivo.

Esas informaciones, “semejantes a las reales”, dan un perfil muy específico, si se sitúan cronológicamente con posterioridad a Hesíodo. No hay muchos cretenses a los que pueda suponerse fundadores de una colonia en Egipto. De hecho, solo hay una colonia griega en el Delta que se corresponda con la descripción odiseica.

Penélope sigue sin reconocer a Ulises, y llora desconsoladamente por “su esposo que está al lado” (XIX, 209). Generaciones de lectores y comentaristas han quedado impresionados por la fuerza irónica, y la finura verbal y rítmica del adjetivo “parémon” que expresa la verdad paródica del pasaje donde Penélope llora por el esposo que tiene sentado a su lado, sin que ella lo reconozca. Pero es preciso ver que, al tiempo que el poeta nos invita a implicarnos en el laboreo de identificación y reconocimiento por parte de Penélope, va haciendo la revelación de su identidad, que también tenemos al lado sin que nos demos cuenta, ya no en la ficción de la Odisea, sino en la vida real que su autor nos hace saber entre líneas. No solo Ulises, sino también el poeta es quien finge, diciendo muchas cosas ficticias semejantes a las reales. Él ha escrito su verdad en una mentira de su personaje. No compuso doce mil hexámetros para esconderse tras ellos, al contrario, la Odisea es un cuadro que se lee, y su autor se ha autorretratado en él, igual que Velázquez en Las meninas.

Por otra parte, y como era de esperar, el poeta que nos hace guiños tan patentes como el hexámetro dicho arriba no se limita a ese pasaje, sino que se recrea en su pararrelato, lo entrelaza con la peripecia uliseica y espera que  lo descifremos.

Entonces yo me digo: han pasado dos mil seiscientos años desde la aparición de los poemas homéricos sin grandes novedades y hasta ahora solo ha podido decirse que, en todos los esfuerzos de la ciencia por comprender los dos grandes poemas adjudicados a Homero, la Odisea queda siempre a la sombra de la Ilíada. Lo cual solo parece querer decir que se escribió después.

Pero, por Poseidón, vista la diversidad temática, las diferencias medulares en diseño interno y externo, lenguaje y estilo, comportamiento humano y divino, ¿cómo seguir atribuyendo al poeta de la Ilíada también la Odisea, que es varias generaciones posterior y se le parece como un huevo a una castaña?

Si la Odisea fue compuesta por un poeta que conocía a fondo la Ilíada y la obra de Hesíodo, y lo hizo un par de generaciones más tarde, este segundo poeta exige una explicación que se refiera únicamente a él. Y la investigación que conduzca a esa identificación solo puede hacerse a partir de una pregunta: ¿quién fue el poeta fingidor que escribió la Odisea?

 

 

 

 

 

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2 de noviembre de 2011
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¿Existe una generación intermedia?

Enrique Planas y Andrea Jeftanovic en la Feria de Miraflores Entre las actividades de la Feria del Libro de Miraflores, la que me llamó especialmente la atención fue la que ocurrió el día sábado, donde se encontraron la chilena Andrea Jeftanovic (quien además presentó su libro de relatos No le des caramelos a extraños, de Uqbar ediciones) con el peruano Enrique Planas, uno de los participantes del evento en la FIL Guadalajara Los 25 Secretos de la Literatura Latinoamericana. Y justamente sobre literatura latinoamericana trató el conversatorio. Enrique Planas resaltó la casualidad de que se cumpla este año el 15 aniversario de la antología McOndo. Para él, la antología de Fuguet y Gómez estuvo elaborada ?a la defensiva?. Reconoció sin embargo que el hecho no fue un error, porque sirvió para tomar distancia con el Boom Literario. Pero piensa Planas que los autores de McOndo pertenecen a una generación distinta a la suya. Habló de una?generación intermedia? entre McOndo y los nuevos autores, los aparecidos en el ejemplar de Granta, menores de 35 años. Una generación ?sandwich? a la que pertenecerían Andrea Jeftanovic y el mismo Planas, ambos nacidos en 1970.  Esta generación, dice, se distingue porque no hay épica, predominan las historias intimistas, aquellas en las que aparentemente no sucede nada porque las crisis son interiores, se sitúan bajo la superficie del relato. Mencionó a Anton Chejov como una de las grandes influencias de esa generación. Por su parte, Andrea Jeftanovic sostuvo que McOndo le pareció audaz en su momento, porque marcó una renovación en temas y estilos del Boom. Sin embargo, pese a esa audacia, lo que McOndo no corrigió fue el sectarismo que tuvo el Boom a la hora de escoger sus integrantes. Es cierto, dice, que gracias a ellos se esquivó la normativa de lo que debe ser un escritor latinoamericano, pero algunos de los errores sectarios del Boom -como el de no incluir mujeres en sus filas- no fueron subsanados por McOndo. Para Andrea, aunque no habló de una generación intermedia, sí existe una antología que de algún modo supera ese sectarismo y que, además, tiene la virtud de publicarse en editoriales alternativas de distintos países (rompiendo las inevitables fronteras latinoamericanas), como es la antología El futuro no es nuestro, compilada por Diego Trelles. Otro punto en común en que ambos coincidieron fue en que las lecturas nacionales tampoco son obligatorias. Cada autor va haciéndose una lista de influencias que resulta propia e intransferible. Enrique Planas, por ejemplo, comentó el descubrimiento de Alice Munro y Andrea Jeftanovic declaró que su mayor influencia, aunque ningún crítico la haya destacado, es Antonio Lobo Antunes. No me quedó claro si existe o no una generación intermedia, de hecho si calculamos por años tanto Andrea como Enrique solo son dos años menores que Edmundo Paz Soldán o Leonardo Valencia, miembros de McOndo. Y el primer libro de Enrique Planas, Orquídeas del Paraíso, tiene la misma edad de la antología. Como quiera, más allá de las etiquetas (en las que Andrea Jeftanovic dice descreer categóricamente) lo cierto es que existe una generación dispersa, sin un canon obligatorio, cartografías literarias propias para unos escritores que no tiene mayor deber ni obligación que sus propios procesos de escritura.

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2 de noviembre de 2011
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La técnica y el ser del hombre: del control del fuego a la medida cuántica IX

IX La naturaleza humana 

Que lo  concerniente al ser  indiscutiblemente de palabra, homo sapiens, es   en última instancia lo determinante para los protagonistas de este diálogo, se refleja en la  razón que Jordi Agustí nos da para considerar que Darwin sería el hombre de ciencia más importante de la historia: "Ha habido otros científicos como Isaac Newton o Albert Einstein que revolucionaron la ciencia de su tiempo, pero sus teorías no cambiaron la comprehensión que tenemos de nosotros mismos".

 Si tremenda es una hipótesis científica que subvierte  la representación que nos hacemos de la naturaleza en nuestro entorno (por ejemplo la representación determinada por el prejuicio de que espacio y tiempo tienen realidad física), más parece en efecto serlo aquella que socavaría los cimientos en los que se sustenta la concepción de nuestra propia naturaleza. Y aquí me permito una precisión:

Es obvio que Darwin pone en tela de juicio las bases, aristotélicas en primer lugar, sobre las que se sustentaba la definición del ser humano, no es por el contrario seguro que ponga en tela de juicio tal definición. El propio Eudald Carbonell afirma al respecto con radicalidad: "Aun ahora no existe una definición más consistente que la que hizo Aristóteles: somos 'animales racionales'. ¿Lo somos  en virtud de algún designio trascendente al  orden natural? El gran aporte de Darwin es responder negativamente a esta pregunta: lo somos como resultado de un proceso que condujo primero a la hominización y después a la plena humanización (en lo que Carbonell denomina síntesis evolutiva  de nuestro género ); condujo en suma a la unificación del conjunto de rasgos que, especificándonos  en el seno del género homínido, permiten hablar de naturaleza humana.

Como el resto de las especies animales y obviamente nuestros próximos parientes los primates, nuestro genoma- fruto azaroso de la evolución- determina ese conjunto de rasgos. Y expresión del buen funcionamiento  del mismo  es lo que en uno de sus libros el profesor de Harvard Steven Pinker (crítico contra las diferentes  teorías antropológico-filosóficas caracterizadas por lo que el denominaba denial of  human Nature) denominaba instinto de lenguaje. Instinto de lógos, me permitiría por mi parte precisar,  instinto indisociablemente de razón y de lenguaje; "en razón de su propia naturaleza, el ser humano desea el conocimiento", dice la sentencia fundamental de Aristóteles: homo...sapiens.

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1 de noviembre de 2011
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Lecciones de ETA

La ciudad se abre a una de las bahías más hermosas de Europa. En un extremo de La Concha -más sugerente en la soledad invernal que con las multitudes del verano-, se alza El Peine del Viento, de Chillida. Más allá, uno puede internarse en las callejuelas del casco viejo o avanzar hasta la Kursaal, frente a la playa de Zurriola. Y, por si el escenario no bastara, aquí se encuentra la mejor comida de España: los pintxos convertidos en alta cocina en miniatura.
En 2006, viví por un año en San Sebastián (Donosti, en eusquera). Y tuve ocasión de recorrer el País Vasco, de Bilbao a las ciudades costeras del lado francés -Saint-Jean-de-Luz, Biarritz o Bayona-, y de los caseríos de Guipúzcoa, donde se concentra el apoyo a la causa abertzale, a la sobriedad de Vitoria, cuya población no quiere desgajarse de España.
Para un mexicano que aterrizaba en Euskadi, resultaba insólito observar cómo una de las sociedades más prósperas de Europa, dotada de un amplio autogobierno, podía albergar a una banda terrorista que, durante cinco décadas, había asesinado a más de ochocientas personas y mantenido a su sociedad amedrentada.
Y eso que, justo ese año, tomaba una copa en una tasca del centro, donde suelen reunirse los radicales, cuando los encapuchados anunciaron por televisión el inicio de una "tregua unilateral". Tregua que no tardaron en romper cuando colocaron una bomba en la Terminal 4 del aeropuerto de Barajas y provocaron la muerte de dos inmigrantes ecuatorianos.
A partir de ese momento, el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, que había intentado negociar con ETA -como antes lo hizo Aznar-, se decantó por una estrategia de duro acoso policial hacia la banda, cuyo resultado ha sido el reciente video en el que los encapuchados han proclamado, esta vez, "el cese definitivo de su actividad armada" (aunque no su disolución).
A sólo unos días de las elecciones generales, la discusión en torno al "fin de ETA" ha ocupado un espacio tan relevante en los medios españoles como la crisis económica. La sensación general es agridulce: fueron esos encapuchados quienes decidieron matar durante medio siglo y son ellos mismos quienes hoy declaran el fin de su "lucha". Sin lamentar jamás la suerte de sus víctimas.
Para colmo, la banda ha querido enmascarar su derrota como un acto de gracia. Poco antes de su anuncio, un grupo de "mediadores internacionales", con la evidente connivencia abertzale, se reunió precisamente en San Sebastián para exigir a ETA el fin de la violencia. De un día para otro, dócilmente, ésta aceptó la recomendación.
Recuerdo en cambio que, en 1997, los etarras no quisieron escuchar el clamor de miles de personas reunidas en todas las plazas de España para implorarles por la vida de Miguel Ángel Blanco, concejal del PP en Ermua, a quien habían secuestrado. Indiferentes al reclamo, los pistoleros de ETA le dispararon dos veces y Blanco murió horas después en un hospital.
Tal vez su guerra armada haya acabado, pero empieza otra: la guerra por la Historia. Como en todo conflicto que concluye, se impone un punto medio entre la reconciliación y la justicia -entre el perdón que puede ofrecer una sociedad democrática y el castigo para los criminales exigido por los familiares de las víctimas-, pero sin permitir que se equiparen las culpas del Estado con las de los terroristas, como pretenden ciertos abertzales.
Y es que, en algún sentido, éstos llevan la delantera. Acaso uno de los rasgos más preocupantes que uno puede detectar en el País Vasco -y en otras regiones de la Península- es el triunfo del nacionalismo excluyente: creer que importan más las pequeñas diferencias, como la lengua, en vez de los rasgos comunes. A pesar de todo, hay motivos para la satisfacción: al menos los ciudadanos podrán salir de sus casas -o escribir en los diarios- sin temor a ser acribillados.
Amigos españoles me preguntan si es posible equiparar a ETA con los cárteles del narcotráfico. Las diferencias son mayores que los parecidos, les respondo. Por supuesto, unos y otros son delincuentes que merecen ser enjuiciados, pero la legitimidad que en cierto momento tuvo ETA por su lucha contra Franco no existe en nuestro caso. Resulta absurdo afirmar, como Fox, que deba negociarse con los narcos o que sea el Estado quien proclame una tregua.
Si bien la estrategia para combatir a los cárteles se ha revelado equivocada -así lo indican los 50 mil muertos en 5 años-, ello no significa que debamos pactar con los asesinos. Algo podemos aprender, sí, del ejemplo vasco. Por más conservadoras que puedan parecernos, las asociaciones de familiares de las víctimas de ETA han preservado las historias de los muertos. Nos vendría bien imitarlas. Tenemos que saber quiénes son esas 50 mil personas. Conocer sus vidas y las causas de sus muertes. Y, una vez concluida esta fallida guerra contra el narco, estamos obligados a no olvidarlas.

twitter: @jvolpi

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31 de octubre de 2011
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