Javier Fernández de Castro
Al principio de la II Guerra Mundial, William Joyce, un ciudadano británico nacido en Estados Unidos pero con pasaporte inglés inició desde Alemania unas emisiones radiofónicas que tenían como finalidad desmoralizar a la población de Inglaterra y convencerla de la inutilidad de oponer resistencia a las victoriosas iniciativas nazis. Debido a su casi instantánea popularidad, la prensa británica y los servicios de inteligencia contraatacaron poniéndole el mote de Lord Chaw-Chaw (que suena como “chau-chau”). No mucho después, otro ciudadano inglés llamado John Amery se pasó asimismo a los nazis con la idea de armar una suerte de División Azul a la inglesa reclutando a sus integrantes entre los pilotos y soldados ingleses que en número creciente se hacinaban en los campos de prisioneros alemanes.
Ante la sorpresa general, cuando una vez acabada la guerra ambos personajes fueron capturados y trasladados a Gran Bretaña para ser juzgados se descubrió que no existía jurisprudencia al respecto porque nunca antes se había juzgado a nadie por alta traición a la patria. Ya entonces (1948), la novelista Rebecca West fue contratada por el New Yorker para que cubriese ese acontecimiento que iba a ser trascendental porque en él, tras examinar el significado de la traición, se establecerían las bases éticas y morales que debían fundamentar el juicio a una conducta particular considerada como altamente lesiva para los intereses de un país.
La intuición de Harold Ross, el director del New Yorker al que está dedicado el libro, resultó ser providencial porque apenas terminados los juicios contra William Joyce y John Amery (ambos condenados a muerte y ejecutados en la horca) surgió un problema aún peor: en cierto modo, esos pioneros de la traición eran unos ideólogos, algo enloquecidos si se quiere y terriblemente desencaminados, pero que actuaban basándose en sus creencias. La clase de traidor que se iba a poner en boga con el exponencial crecimiento de la Guerra Fría era todavía más moralmente condenable porque actuaba, bien por dinero, o bien con plena conciencia del dañó que estaba causando a su país porque se trataba de hombres de elevada formación y que ocupaban puestos de alta responsabilidad administrativa y militar. Y me estoy refiriendo, obviamente, al espía. Con la bomba atómica dejada a medio hacer por los científicos alemanes, la carrera nuclear se convirtió en una cuestión obsesiva y saber en qué punto del desarrollo atómico se encontraba el enemigo se consideró esencial. De paso, toda información relativa a despliegues e ingenios militares empezó a tener un valor desorbitado y fueron muchos los que, ocupando puestos que ponían en sus manos secretos más o menos valiosos, no supieron resistir a la tentación de contactar con embajadas enemigas para poner a la venta el material que sacaban a escondidas de sus trabajos.
Cuando el propio mundo del espionaje pasó a ser un valor en sí mismo, y pareció vital saber quién era quién en la doble vida de los informadores, se empezó a perfilar ese horizonte medio sombrío y medio folklórico en el que pululaban espías simples, espías dobles y aun espías triples, y que acabaría labrando una fortuna para los John Le Carré y sus seguidores. Se da además la circunstancia de que, junto a los profesionales de la traición, no iba a tardar en surgir, fundamentalmente en Gran Bretaña, una generación de universitarios profundamente influidos por el socialismo y que no dudaron en colaborar con vistas al triunfo de la Revolución. Si durante la Guerra Mundial se dijo que los informes del servicio de inteligencia británico eran los mejor redactados del mundo (desde Lawrence Durrell al frío y distante E.M. Foster todos los escritores de esa generación inglesa estuvieron pasando informes), lo mismo cabría decir de los despachos de la KGB, muchos de los cuales estarían redactados por gente como Donald Maclean, Guy Burgess, Harold Philby o Anthony Blunt, todos ellos formados en Oxford y Cambridege, y el último un experto en arte que ejercía de consejero de la Corona. Todos ellos, en sus ratos libres, hacían de espías comunistas.
Es de resaltar que pese a la clase de material que manejó, Rebecca West no hizo un trepidante libro de espías y mataharis. La suya es una reflexión ética sobre la traición y las bases morales que sustentan el juicio contra un traidor. Lo que ocurre es que, al mismo tiempo, es una excelentísima narradora y muchas veces organiza el material judicial con criterios puramente narrativos, aparte de que en ocasiones no puede resistir la tentación de hacer literatura de altura. Y si no, qué decir de ese miembro del parlamento que está siguiendo una de las intrincadas cuestiones en el juicio contra William Joyce y al que le toca vivir “unos de los momentos más dolorosos de su vida”, pues al rozar con el dedo la solapa de su gabán descubre espantado que la polilla le ha hecho un agujero tremendo. O ese otro asistente al juicio cuya voz es “más caballerosa y más esmerada que la de cualquier caballero inglés porque su muy ambiciosa y anglófila familia había planchado todas las arrugas de acento irlandés que pudieran resonar en su habla”. Al final incluso sale Lod Profumo, aquél ministro de la guerra inglés que se paseaba por los locales de moda londinenses llevando atada con una correa de perro a Christine Keeler cuando ésta, a su vez, era amante de un alto diplomático soviético. Cualquier otro se hubiera dejado de pesquisas morales para ir “al fondo del asunto” y sacar el máximo partido posible de aquella banda de extravagantes, descerebrados, traidores y espías. Pero no Rebecca West, que escribió un libro serio y apasionante.
El significado de la traición
Rebeca West
Reino de Redonda