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"El tema que uno sea gay o no es absolutamente irreverente"

David Leavitt ¿Se acuerdan de David Leavitt? En los años 80 era un verdadero boom, en especial para aquellos que buscaban literatura de género y, en su caso, más concretamente en novela gay. Ahora, de paso por Buenos Aires, habla con Andrés Hax para la revista Ñ sobre su nueva novela El contable hindú publicada por Anagrama. Esta vez, a diferencia de otras obras suyas, el libro no sucede contemporáneamente sino que es una novela histórica, aunque también hay un tema de identidad sexual. Dice la nota en Revista Ñ:

David Leavitt parece demasiado joven. Es que sacó su primera colección de cuentos en 1984. Imagínense ese mundo: pre Internet, pre televisión por cable, con el proyecto neoliberal recién despegando, con Reagan y Thatcher como copilotos. Era otro mundo. Otra era. Entonces cuando conocemos a Leavitt acá en Buenos Aires en la presentación de su última novela y vemos a un tipo bastante joven, a primera vista no nos dan los números. Pero es que Leavitt fue un wünderkind y en el 84 tenía veintitrés años. Ahora tiene cincuenta. Un pibe. Leavitt está de viaje en Buenos Aires y tiene intenciones de radicarse acá, al menos unos meses por año. En la librería Cúspide (la que está frente al cementerio de la Recoleta) presentó El contable hindú, su última novela, que apareció en inglés en el 2007 y se acaba de traducir al español. Marca un cambio profundo en su literatura, la misma que lo volvió un ícono de las letras gay en los 80. Esta es una novela histórica, meticulosamente investigada, sobre la relación entre el matemático inglés G.H. Hardy y el matemático genio autodidacta de India, Srinivasa Iyengar Ramanujan en la universidad de Cambridge en la época de la Primera Guerra Mundial.Leavitt dice que se ha volcado a la novela histórica ?aunque no le gusta ese término? porque ya no logra entender el presente. Quienes hojeen su libro verán que está repleto de formulas matemáticas de alta complejidad. Leavitt dice en la presentación que una de las cosas que le atrajo de la matemática es que ?como en la literatura? se suelen generar respuestas bien complejas a preguntas bien simples.Le preguntaron cómo recibió su novela la comunidad matemática y dijo: ?He recibido muchas cartas de matemáticos y muchos me corrigieron errores, pero todos estaban agradecidos de que se escribiera una novela sobre el tema. Me apoyaron muchísimo. Nunca recibí un email acusatorio, fueron muy generosos. ¡Además pasó algo que creo que es inédito en la historia académica de los Estados Unidos! Me invitaron a participar en una conferencia en Cornell que unió las facultades de matemáticas y de escritura creativa.?En cuanto su encasillamiento como escritor gay Leavitt enfatizó que esos términos ya no tienen peso en los Estados Unidos y que los escritores no se sienten obligados a seguir una temática según su sexualidad. De hecho contó una anécdota de un ex alumno suyo, cuya escritura, además, conocía íntimamente.?Y una noche que iba a venir a cenar me avisan que venía con su novio. Y yo dije ?¡qué novio!? Estaba asombrado, nunca lo supe. Entonces, el punto es que ya no te puedes dar cuenta de la orientación sexual de un escritor por lo que escribe. Los escritores jóvenes gay ya no están fijados en el tema de la identidad sexual. Ni tampoco sienten que sea un tema importante. Básicamente hay una generación que creció viendo programas de televisión como Will and Grace y el tema que uno sea gay o no es absolutamente irrelevante. Creo que esto es muy positivo.? 

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20 de diciembre de 2011
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"Gargantúa y Pantagruel" para Navidad.

Carátula del libro Las listas de libros recomendados para Navidad suelen ser extensas, pero Ricardo Menéndez Salomón no tiene dudas en dar su recomendación: un solo libro, Gargantúa y Pantagruel (Los cinco libros), de Francois Rabelais, editado por Ancantilado. ?La literatura como festín? es el título del artículo que publica en el último Babelia. Dice la reseña:

¿Qué consuelo, qué gozo, qué advertencia puede hallar en Gargantúa y Pantagruel el cínico y desencantado lector actual, que ha asistido hastiado a no se sabe ya cuántas muertes y resurrecciones de la novela, y que transita hoy, entre afligido y resignado, por una ficción en perpetua sospecha de sí misma, obligada a una consideración siempre irónica de sus poderes, enfangada en el descubrimiento de otros tantos mediterráneos que una mirada atenta a la tradición le evitaría considerar como tales, al constatar que lo que llama ?descubrimiento? es solo reconocimiento en el mejor de los casos o ignorancia en la mayoría de ocasiones?

¿Qué propuesta puede hacer suya el lector contemporáneo ante este libro seminal, que alzado sobre el trípode de las Escrituras, el saber grecolatino y la épica forjada en la novela caballeresca desborda toda constricción formal y se convierte en una máquina trituradora de prejuicios? ¿Qué feliz circunstancia ilumina esta prosa libérrima, lasciva, procaz hasta decir basta, incómoda por momentos aun para nuestra sensibilidad posindustrial, que ha hecho de la pornografía un paraje yerto y aquí se debe enfrentar a una sexualidad plena, retozona, de una capacidad evocativa y sensorial alucinante, como sucede en el asombroso episodio de las murallas parisienses construidas con vaginas? ¿Qué zarza ardiente nos sale al encuentro en este ciclo que se mofa de todo y todos, que arde por sus cuatro costados y le enseña el culo al teólogo, al retórico, al príncipe, a putas y cortesanos, catedráticos y fámulos, almas bellas y maquiavélicos, al hombre de armas, al báculo de Iglesia, al filósofo escolástico? ¿Qué voluntad anima al irreverente predecesor de Cervantes, de Sterne, de Joyce y de Perec, de los revolucionarios de la narrativa, de esa línea fecunda y sagrada que hace de la literatura en general y de la novela en particular la más alta manifestación de la libertad creadora? ¿Qué audaz verdad se descubre en este libro en que se folla sin pausa, se bebe sin medida, se come hasta el hartazgo, se miente a satisfacción, se roba, se estupra y se asesina, se opina de aerofagia, canibalismo y sodomía con idéntica ligereza e idéntica seriedad que las empleadas para discutir con Tito Livio, Tomás de Aquino o Carlos I, con un lenguaje que nos eleva desde la hipérbole, que nos abruma con la pirueta, que nos asombra ante la evidencia de una inteligencia en estado puro, que viaja de la medicina renacentista a la chanza taumatúrgica, de la hermenéutica veterotestamentaria a la más rotunda escatología, de la lección humanista al terrorismo in nuce?Quizá la respuesta a todas esas preguntas, que en realidad esconden una sola y vieja demanda (qué hace clásico al clásico), la hallemos en el prefacio de Guy Demerson: ?Según Rabelais, una obra auténticamente literaria corre el riesgo de fracasar en un medio cultural incapaz de captar el mensaje, por su estupidez, por su carácter superficial o simplemente por su mala fe; siempre presentó su libro como ejemplo de tal tentativa de comunicación expuesta a la incomprensión. El acto de ?benevolencia? del lector es la risa, la prueba de que acepta entrar en el fantasioso mundo de la literatura?. Porque esa risa liberadora es el arcano de un texto inagotable, esa risa que jamás falta en ningún libro realmente decisivo (la risa del Quijote oTristram Shandy, de Ulises o La vida instrucciones de uso), y que en la magnífica edición de Gabriel Hormaechea nos devuelve el festín de una raza de gigantes nacida de la pluma de quien acaso puede reclamar para sí el título de primer gigante de la novela europea.

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19 de diciembre de 2011
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Murió Václav Havel

Vlácav Havel Tuve la oportunidad de conocerlo en 1993, en el encuentro en Mollina, donde Havel fue anunciado pero luego no pudo asistir porque sus obligaciones políticas se lo impidieron. Václav Havel, el líder de la llamada ?revolución del terciopelo?, clave en la transición política de su país, paradigma del intelectual comprometido europeo y quien llegó a ser presidente de República Checa durante varios periodos, murió ayer en Praga víctima del cáncer a los 75 años. En este artículo de la revista Milenio, Andrés Bermúdez Liévano recuerda no solo su compromiso político sino también su oficio de dramaturgo. Dice la nota:

Diferentes sociedades han encontrado diversas maneras de resistir al autoritarismo. Si en Polonia se hizo frente al comunismo desde los sindicatos obreros y las iglesias católicas, en Checoslovaquia la resistencia se gestó desde la cultura: en los recitales clandestinos de rock y jazz, en los teatrosunderground y, de manera muy especial, en la literatura. Durante años, los textos de la generación más brillante de escritores checos -los novelistas Milan Kundera y Bohumil Hrabal, los poetas Jaroslav Seifert y Vladímir Holan- circularon en copias manuscritas de mano en mano, desafiando las prohibiciones del régimen. En el centro de ese movimiento cultural y político siempre estuvo Václav Havel, un dramaturgo que escribía obras en la tradición del teatro del absurdo de Ionesco y Beckett. Nació en Praga poco antes de la invasión alemana en el seno de una familia de intelectuales que lo perdería todo con la llegada del comunismo tras la Segunda Guerra Mundial. Por su procedencia burguesa, el régimen comunista le impidió estudiar en la universidad, así que Havel comenzó a trabajar como tramoyista en el Teatro de la Balaustrada en Praga. Allí nació su amor por el teatro y por la vibrante escena cultural que se desarrollaba a puerta cerrada en el país. Durante los años sesenta se fue gestando lentamente un proceso político, social y cultural que culminaría en 1968 con la Primavera de Praga, un modelo de ?socialismo con rostro humano? que propuso la abolición total de la censura, la libertad de expresión y una enorme actividad cultural, y que daría el nombre a otras revoluciones pacíficas como la actual ?Primavera Árabe?. (?) Los intelectuales y demás ?peligros? para el socialismo, condenados de nuevo al ostracismo y obligados a trabajar en fábricas y alcantarillas, pensaban en modos alternos de circular sus textos. Así que comenzaron a producir, en la clandestinidad de sus casas y con técnicas propias de la era de Gutenberg, copias manuscritas y a máquina de sus novelas, ensayos e incluso textos científicos. Las personas leían esos textos llamados samizdat -?editado por uno mismo?- y luego los entregaban a alguien más, de modo que se aseguraba la circulación de libros que, siguiendo irónicamente el modelo socialista, no pertenecían a nadie sino a todos. En esos años Havel dirigió Edice Expedice, una de las editoriales ilegales más activas. Cuando en 1976 los miembros de los Plastic People of the Universe, un grupo de rock psicodélico en la tradición de Frank Zappa, fueron encarcelados por subversión, unos 250 reconocidos intelectuales  liderados por Havel redactaron un documento que se llamaría la Carta 77. Ese manifiesto, rápidamente prohibido y penalizado por el régimen comunista, marcó el germen de una nueva disidencia. Su impacto fue tan grande que más de treinta años después inspiró el manifiesto que exige reformas políticas y la garantía de los derechos fundamentales en China, que recibió el nombre de Carta 08 y que enviaría a su líder Liu Xiaobo -premio Nobel de Paz el año pasado- a la cárcel. Por su rol en redactar y divulgar la Carta 77, Havel fue condenado a cuatro años de cárcel. Allí escribió el ensayo El poder de los sin poder, que probablemente constituye su mayor aporte intelectual. Este texto, que comienza con una alusión irónica al Manifiesto Comunista de Marx y Engels -?Un espectro se cierne sobre Europa oriental, el espectro de la disidencia?-, circuló durante años en formato samizdat en todos los países de la Cortina de Hierro. En él, Havel estudiaba los mecanismos mediante los cuales los regímenes totalitarios mantienen en la raya a sus ciudadanos -atemorizados, aislados y callados- y los obligan a convertirse en sus cómplices tácitos. Ahí radicaba el poder del sistema. Pero en el momento en que una persona se sale de línea, argumentaba Havel, ponía en jaque al sistema porque su pilar no es su fuerza bruta ni su red de inteligencia, sino la aceptación silenciosa de su existencia por parte de la sociedad. ?Al romper las reglas del juego, se perturba el desarrollo del mismo y se lo expone como tal?, escribía Havel. A esta ruptura la llamó ?vivir en la verdad?. Cualquier acción que fuese en contra del sistema, por pequeña que fuese, constituía una manera de exponerlo como mentira. Y en la medida en que esos actos de rebeldía fuesen colectivos, el sistema se iría quedando sin su base real de poder. El régimen comunista se derrumbó finalmente en diciembre de 1989, un mes después de la caída del Muro de Berlín y tras quince días de protestas en la Plaza Wenceslao, corazón espiritual de Praga. Ese movimiento popular y no violento que fue bautizado como la Revolución de Terciopelo -tomando su nombre del Velvet Underground, la famosa banda de rock de Lou Reed en los años sesenta- comenzó con una marcha de estudiantes brutalmente reprimida por la policía y concluyó con medio millón de praguenses coreando ?Havel al Castillo?. (?) Paralelo a su carrera política, Havel desarrolló una extensa obra como dramaturgo. Sus piezas de teatro casi siempre reflexionaron, en clave absurda, sobre la vida bajo el comunismo. La más conocida, Largo desolato, aborda la crisis psicológica de un escritor que se ve constantemente presionado por el contenido de sus textos. La fiesta en el jardín explora el ascenso improbable de un hombre que busca un puesto moviendo los hilos del sistema y termina convertido en uno de sus burócratas por excelencia. Público gira en torno a un escritor condenado a trabajar en una cervecería, cuyo jefe le exige escribir informes sobre sí mismo para la policía secreta a cambio de menos horas. Havel también se convertiría en personaje -un escritor que produce libros samizdat- en Rock n?Roll, la obra de teatro del británico Tom Stoppard sobre el auge del rock en la Praga de los sesentas. Tal vez Havel no vaya a ser recordado nunca como uno de los mejores dramaturgos del siglo XX. Pero su valor como intelectual público, como conciencia moral de una sociedad, lo coloca en una categoría diferente, aquella en la estarían Walter Benjamin o Hannah Arendt. Y su mayor logro será seguramente el de haber articulado el poder de quienes no lo tienen.

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19 de diciembre de 2011
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La soledad de Juan Nadie

Hay un patrón de conducta universal que sigue bien representado por dos figuras antagónicas pero complementarias: el poli bueno y el poli malo. El primero atemoriza y destruye, el segundo alienta y consiente. El uno avisa: «te voy a bajar el sueldo». El otro dice: «puedes salir a fumar cuando quieras». Ambos representan la figura de la autoridad bipolar que aprendemos desde que empezamos a jugar a papás y a mamás. Reñir y premiar. Atacar y consolar. Sin duda un esquema manipulador que, con su juego de contrarios, ha resultado burdamente efectivo. Lo peor de todo es que ambos están conchabados y actúan para dominar al pobre diablo, al John Doe ?Juan Nadie?, al Joseph K. de Kafka, al Jean Valjean de Los miserables, al Humberto D. del neorrealista De Sica o a la adolescente Precious de la película de Lee Daniels. Una absurda e injusta adversidad se ceba sobre ese ciudadano universal, el desamparado mortal que no logra entender absolutamente nada. Decía Ortega que el mundo se divide entre gente que manda y gente que obedece. Pero que la obediencia no puede ser permanente si el obediente no otorga al jefe el verdadero sentido de la autoridad. Para ello es necesaria la ejemplaridad. Y cuando en un pueblo faltan hombres ejemplares, añadía el filósofo, la decadencia es inevitable. Hoy, la actualidad está secuestrada por la crisis y la corrupción. Y resulta perverso que ambos temas compartan página como asuntos paralelos y acaso interrelacionados. Porque en la España que dejamos atrás, la que fue octava potencia mundial, han abundado los polis malos disfrazados de buenos. Tipos que a pesar de tenerlo todo en la vida, hijos sanos y rubios, un amplio living y un teléfono solicitado, han cometido tropelías a las cuales sólo puede conducir una pérdida de sentido de la realidad. Mientras se anuncian recortes y despidos a diario, afloran nuevos casos de gente enriquecida por su cargo o su matrimonio. ¿Cuándo se cruza la línea y se aceptan cohechos, se desvían fondos, se cobran comisiones en cash o se reciben relojes y trajes de cuarta? ¿Cuándo la usura y la mezquindad se dan la mano con el complejo de Dios? ¿Y dónde está aquella voz de la conciencia que tanto nos atemorizaba de pequeños? La de quien roba un libro, se cuela en el metro o se va sin pagar de un bar sin poder luego mirar a la cara a sus hijos. Chirac, el político más estimado en Francia, es condenado por malversación dejando una legión de desamparados. Y aquí en España el juicio de Gürtel, las investigaciones sobre Pepe Blanco o Urdangarín, los chanchullos del Palma Arena o la CAM muestran una realidad esquizofrénica: mientras se hundía el barco, cuatro mandamases aprovechaban para arrasar las arcas; pero es que aquí, hasta hace cuatro días, se aplaudía al listo que burlaba la ley.

(La Vanguardia)

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19 de diciembre de 2011
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Reloj sin manecillas

La reaparición de Carson McCullers en librerías, en esta ocasión se trata de su última novela, Reloj sin manecillas, constituye una buena ocasión para releer a esta excelente narradora sureña que nunca tuvo demasiada suerte con la fama y el reconocimiento público. Para entendernos, fue una escritora merecedora de más prestigio que ventas, y alguien de la talla de Arthur Miller incluso la consideró siempre “una novelista menor”.

 

La experiencia demuestra que morir joven (y Carson McCullers lo hizo a los cincuenta años) no es la mejor forma de hacer frente al olvido. Y si encima de morir joven eres una persona de vida rara pero discreta, de salud enfermiza y poco dada a abusar de los focos y las candilejas casi se puede decir con tota seguridad que se trata de una candidata segura  al anonimato.

Una de las causas de relativamente escaso  aprecio multitudinario que acompañó a toda la trayectoria pública de Carson McCullers podría ser la oportunidad. O por mejor decir, la inoportunidad de dar a  conocer  a destiempo una obra  cuyas características estaban poco acorde con los gustos y las necesidades sociales de la época.

En lo que se refiere al ámbito anglosajón, la tendencia la marcaban nombres de escrituras tan complejas como James Joyce o William Faulkner, mientras que las figuras públicas eran los Tennessee Williams (que siempre fue un defensor y protector a ultranza de su tímida compatriota sureña), Ernst Hemingway, Truman Capote o el propio Arthur Miller, es decir, hombres todos ellos muy comprometidos con la época y visitadores frecuentes de las primeras planas de los medios de comunicación.  Gente de carácter recio y que por entender la escritura como un arma de combate aspiraba a influir en la sociedad. En cambio,  la primera novela de Carson McCullers, El corazón es un cazador solitario (1941) le valió un sólido prestigio personal pero también un doloroso tropiezo sentimental: estaba casada desde los veinte años con un escritor mediocre llamado Reeves McCullers, para el cual  la buena acogida de la novela de su esposa fue como el primer paso en una trayectoria descendente que terminaría en suicidio unos años más tarde en París, no sin antes haber hecho cuanto estuvo en su mano para hundirla a ella en la miseria. Como final de una historia de amor, resulta harto significativo el que, al enterarse en  Nueva York de la muerte de su esposo en París, Carson McCullers se negara a hacerse cargo de la repatriación del cadáver y que incluso se negase a sufragar los gastos del entierro.

Una prosa limpia, sencilla y sin altibajos, sin rastros de técnicas narrativas de vanguardia y con gente humilde y sin relevancia como protagonistas poco tenía que hacer frente a la reciedumbre de los productos que sus contemporáneos estaban dando a la imprenta.

En el ámbito castellano la aparición de las primeras traducciones, Reflejos en un ojo dorado (1953), La balada del café triste (1958) o la propia Reloj sin manecillas (1961), fue saludada con gran aprecio pero sin que tuvieran  repercusión alguna en los narradores de la época. La atención general estaba centrada en las últimas boqueadas de la literatura social y en las propuestas vanguardistas  del movimiento surgido en torno al Nouveau Roman. Hasta que de repente hizo su aparición el pelotón de escritores latinoamericanos y el panorama de la narrativa castellana estalló literalmente (no en vano se habla de aquel momento como un boom) y las perspectivas ofrecidas por un movimiento cenital como era el Nouveau Roman se vieron definitivamente barridas por la prosa alegre, colorista e imaginativa liderada por Cien años de soledad.

En algún momento de Reloj sin manecillas se dice: “Sin duda la vida se compone de innumerables milagros cotidianos, la mayor parte de los cuales pasan inadvertidos”. A mi me parece una descripción muy acertada de la escritura de la propia Carson McCullers: la acción transcurre en un pueblecito del Deep Sur donde un viejo juez y un farmacéutico enfermo de muerte, y los criados negros, y las diferencias raciales o las minúsculas aspiraciones vitales de las generaciones siguientes transcurren sin altibajos y prácticamente desapercibidas (como los milagros cotidianos). El reloj sin manecillas es un conocido término carcelario, símbolo de un espacio sin tiempo donde las horas se siguen unas a otras  sin más esperanza que la llegada de la última, la de la libertad. Una libertad que allí, en ese pueblo sureño enterrado en el calor y el olvido, tiene un extraño parecido con la muerte.

 

Reloj sin manecillas

Carson McCullers

Seix Barral

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19 de diciembre de 2011
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Respuestas a Mercurio

La decadencia, el cuerpo, los fetichismos, las novedades tecnológicas, los fantasmas, la diferencia entre la novela y el cuento. Sobre estos asuntos y otros me preguntó Tomás Val en la revista Mercurio, con motivo de la salida en octubre de mi libro de relatos ‘El hombre que vendió su propia cama', y aquí reproduzco algunas de las contestaciones.

1. La velocidad narrativa y los modos de composición son distintos en un cuento y una novela, como es bien sabido. Pero me gusta tejer historias, tramarlas, dejarlas suspendidas (preferiblemente al borde del abismo) o inconclusas, y tal vez por eso aun los relatos más breves de El hombre que vendió su propia cama puedan tener, una vez terminado su desarrollo en la página, una resonancia novelesca.

2. No trato de hacer meta-literatura, a la que soy poco dado, incluso como lector. Hay un primer cuento, El cuento de Gógol, que habla de un hombre maniáticamente libresco, lo que le sirve de gran acicate en su vida, y la segunda parte del libro, A partir de James, toma un pie literario, pero poco más que eso. Los otros labios, el único relato de esta parte ‘jamesiana' en el que la literatura adquiere relevancia por la personalidad de sus protagonistas, es en realidad una historia de ‘amour fou' llevada, a través de libros y reseñas críticas, hasta sus últimas consecuencias. Y no hay que buscarle significados ocultos al hecho de que la protagonista de El buda bajo el agua lea constantemente Episodios Nacionales de Galdós. Podría ser, en todo caso, un homenaje mío al autor de uno de esos Episodios, La estafeta romántica, el número 26 de la cuarta serie; lo leí fascinado un año después de la publicación de mi novela epistolar El abrecartas, tras ser advertido por un amigo, y encontré en esa obra extraordinaria del escritor canario un precedente ignorado.

3. Soy un fetichista, y mis fetichismos, de poca monta en el campo sexual o amoroso, son muy potentes, por el contrario, en lo que llamas (y me apropio la expresión, que me gusta mucho) "paisaje mobiliario". Álvaro Pombo me dijo una vez que en mis novelas veía mucho ‘cuerpo', y lo tomé, naturalmente, como un piropo literario. De ser así, habría también un "paisaje carnal" cohabitando con el "paisaje mobiliario y hasta con el "inmobiliario", si tengo en cuenta uno de mis cuentos predilectos, La ventana ilegítima, perteneciente a mi anterior libro, Con tal de no morir.

4. Las aventuras más trascendentales suelen pasar o ser imaginadas en las habitaciones de la gente, pero debo decir que mi instinto aventurero, siendo yo -como alicantino- descendiente de fenicios, se manifiesta en este libro a través de los viajes, reales (los de ‘La segunda boda' y ‘El cuadro familiar'), imaginarios (‘Un sueño de la diosa', ‘La ciudad dormitorio') o realizados en paralelo a la historia o con recelo respecto al porvenir (‘El hombre que vendió su propia cama', ‘A su edad'). Después de escritor me considero viajero, y hay etapas en que soy más lo segundo que lo primero. ‘Escritor y viajero profesional' sería una buena manera de definirse, ya que ‘vocacional' es un término que tendríamos que dar por hecho. Ahora bien, en los viajes se me ocurren ideas de escritura y hasta párrafos, sobre todo en los que realizo, en cualquier continente, al hemisferio sur, mi verdadera tierra de promisión.

5. Lo nuevo, que nos trae un progreso no siempre progresista, nunca acabará con esa esencia de lo moderno que es lo clásico, tal como lo veía Baudelaire. Shakespeare, Montaigne, Cervantes, Henry James: literaturas que nos siguen hablando con tanta o más elocuencia que las contemporáneas. Yo, al contrario que algunos escritores españoles de hoy, que dicen no leer a sus contemporáneos, como si alardearan de ello, leo lo nuevo, pero poniéndome a mí mismo una condición: cada dos meses dedico quince días seguidos a la lectura de los ‘antiguos', en ciertas ocasiones releyéndolos, si puedo hacerlo así, en su lengua original y en ediciones más solventes que las que me los descubrieron de joven.

6. Me han gustado mucho siempre las refinadas filigranas de los escritores y artistas decadentes, sobre todo los del ‘fin de siècle' XIX; ahora, por desgracia, una decadencia de otro tipo -inmoralmente grosera y descaradamente corrupta- nos engloba a todos a la fuerza en estos inicios del XXI. Respecto al fantasma, se ha convertido en uno de mis personajes preferidos, y tengo la sensación de llevar al menos diez años (desde ‘El vampiro de la calle Méjico' a ‘El hombre que vendió su propia cama') escribiendo historias fantasmales, como las que se cruzaban formando el núcleo y la trama de ‘El abrecartas'.

 

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19 de diciembre de 2011
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Réquiem por un insubordinado

Hará cosa de un mes comenté en esta misma página su enfermedad, pero la verdad es que no anticipaba tan funesto resultado. La muerte de Christopher Hitchens duele como la de un buen amigo o la de ese articulista al que leemos todos los días buscando iluminación, consuelo o entendimiento. Nos deja en una soledad difícil de remediar. ¿Con quién tomaré café yo mañana?, nos decimos. ¿A quién leeré para ver si coincido o disiento? Porque eso sólo es posible con gente a la que uno respeta.

Tenía Hitchens el valor añadido de que aunque pertenecía a la zona más inteligente e incisiva del pensamiento político, la anglosajona, era de fácil extrapolación a la situación española. Dicho en plata: combatía al mismo tipo de político taimado, hipócrita e inmoral que hemos de soportar nosotros. De manera que, fácil es deducirlo, se trataba de un hombre de izquierdas a la manera clásica y por lo tanto enfrentado a la izquierda establecida y parasitaria.

    El proceso ha sido imparable. Durante su juventud, pronto se convenció de que los partidos comunistas eran cómplices de una masacre física y moral comparable a la de cualquier fascismo, pero también se percató de la falacia ínsita en los partidos socialistas europeos:

    "El gobierno laborista estaba formando un Estado corporativo: una alianza entre el gran capital, los burócratas de los sindicatos y el gobierno, de la que surgiría una jerarquía impermeable" (p.112)

    Supongo que la situación que describe les resulta familiar. Es una cita de sus memorias, "Hitch 22" (Debate), libro ineludible para cualquiera que desee saber cómo se forja una conciencia independiente en una sociedad gregaria. Naturalmente también encontrará defectos, como la vanidad o el esnobismo, pero no los escondía sino que se curaba de ellos poniéndolos en pública exposición.

    En su siguiente etapa, la trotskista, fue implacable con los santones de la izquierda de salón, la del 68 y sus caprichos, la que aún perdura en España entre lo más conservador de nuestra progresía:

    "Si hubo dos pseudointelectuales que definen la idiotez moral de ese periodo, estos serían Herbert Marcuse y R.D.Laing. Al primero se le había ocurrido el concepto de "tolerancia represiva" para explicar que el liberalismo era solo otra forma de tiranía, y el segundo era un aspirante a psiquiatra que pensaba que la esquizofrenia, en vez de ser una enfermedad terrible pero tratable, era una "construcción" social impuesta por la ideología de la familia" (p.115)

    La cantidad de gente que en España se tomó en serio a estos dos fraudulentos predicadores, es escalofriante. Muy temprano también comprendió el disfraz que la corrección política significaba para la izquierda en general, y su utilidad para una dirección política sin escrúpulos. Ese ha sido también el estómago agradecido de los socialistas españoles:

    "Diré algo sobre la vieja izquierda "radical": nos ganamos nuestro derecho a hablar e intervenir por medio de la experiencia, el sacrificio y el trabajo. Nunca nos habría bastado levantarnos y decir que nuestro sexo, o nuestra sexualidad, pigmentación o discapacidad, eran cualificaciones por sí mismas. Hay muchas formas de fechar el momento en que la izquierda perdió o descartó su ventaja moral, pero esa fue la primera vez que vi que la traición requería un precio tan bajo" (p.152)

    En los últimos años las más mediáticas figuras del PSOE, por no hablar de los socialistas secesionistas, han pertenecido a esta funesta familia del agravio comparativo y la panfilia universal que es una de las causas mayores del hundimiento ético de la izquierda.

    Y por supuesto, Hitchens vivió la carnicería irlandesa con perfecta y lúcida independencia, consciente de los crímenes de estado del ejército británico, pero también de la ferocidad analfabeta de los irlandeses:

    "Los líderes locales generados por los "problemas" en esos sitios (se refiere a Gaza, Líbano y Chipre) no quieren que haya una solución. Una solución significaría que no los tratarían con deferencia los mediadores de la ONU o de Estados Unidos, que no los invitarían a elegantes congresos internacionales de alto nivel, que la prensa dejaría de tratarles reverencialmente y que no podrían ganarse un sobresueldo con chanchullos de contrabando y protección. El poder de esa clase parasitaria fue lo que prolongó la lucha en Irlanda del Norte durante años y años después de que a todo el mundo le resultara evidente que nadie (excepto los del chanchullo) podía "ganar". Y cuando terminó, demasiados de los tipos del chanchullo también se convirtieron en beneficiarios del "proceso de paz"" (p.178)

    Parece como si Hitchens hubiera asistido a las tertulias de Patxi López o de Eguiguren con los asesinos vascos y escuchara el repugnante encomio de los del chanchullo.

Bueno, nos hemos quedado sin referente. Habrá que buscar uno nuevo, si lo hay, porque no parece que entre las generaciones menores de cincuenta años vaya a salir una gran aportación política o moral. La última, la de la Puerta del Sol, da mucha penita. Pero la esperanza es lo último que se pierde.

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19 de diciembre de 2011
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Con silenciador

Ya no se hacen guerras así. Ahora son silenciosas. Con agentes secretos en tierra, camuflados entre la población, y luego el zumbido nocturno de los drones. Asesinatos selectivos ni siquiera reconocidos como tales: un tipo que desaparece de la puerta de su casa en Teherán, otro que fallece de un ataque cardiaco en un balneario de lujo. Accidentes aéreos o de automóvil, incendios de factorías, virus informáticos que paralizan la producción entera de una planta nuclear. Así son las escaramuzas, las batallas o las armas desplegadas de las guerras sigilosas de las que no tenemos información, que nadie declara ni reconoce y que, finalmente, ni siquiera cuentan con vencedores y derrotados reconocidos y reconocibles.

Esta nueva contienda con silenciador, vaga reminiscencia de la guerra fría, no barre de la escena la acción asimétrica de la guerra terrorista. Al contrario, viene exigida y retroalimenta la acción letal de los suicidas: ¿cuál es la respuesta a un ataque aéreo teledirigido? Es un grado más e incluso una corrección en la asimetría. L a ecuación de intercambio entre Hamás e Israel es elocuente sobre esta deriva. Cuando un soldado israelí vale 1.000 combatientes palestinos estamos a un paso de la abolición del riesgo humano en el combate: hay que hacer la guerra desde el ordenador, cómodamente instalado en la base. No hablemos del riesgo político: la guerra asimétrica declara vencedor a quien más muertos pone en la pelea y perdedor a quien aparentemente consigue sus objetivos bélicos apenas sin bajas. Todo se juega en quién mantiene más alta la amenaza y obtiene más valor propagandístico; es decir, en la capacidad de disuasión. De ahí que la mejor guerra huye de la retórica, se libra en silencio, se vence sin victoria y es solo eficacia con inmediatos resultados políticos. La última guerra como las de antes echa ahora el telón. Empezó hace nueve años con los bombardeos y el avance fulgurante sobre Bagdad. Terminó con el régimen de Sadam Husein en 21 días. El presidente que la declaró se proclamó vencedor en una escena de la que luego se ha arrepentido: descendió en un caza pilotado por él mismo sobre el portaaviones USS Abraham Lincoln, frente a las costas de San Diego en California, a miles de kilómetros de las aguas del Golfo, y allí pronunció un discurso bajo una pancarta donde decía ?Misión cumplida?, la frase que tuvo que tragarse. Lo peor todavía no había empezado en Irak. Con ataques similares a los que lanzó Al Qaeda contra las Torres Gemelas y el Pentágono el 11-S terminaban las guerras del pasado: eran el asalto final al corazón de la potencia enemiga. El siglo XXI recién inaugurado subvertía así la misma sintaxis de la guerra, de la que ahora, con el mutis final en Irak, tenemos el último y discreto episodio. Los soldados se van en silencio en el momento en que el silencio se apodera de la guerra.

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18 de diciembre de 2011
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Hitchens y "el año de vivir muriéndose"

Hace un par de meses, en un vuelo de Nueva York a Xalapa para entrevistar a Martin Amis, leí el capítulo que Christopher Hitchens le dedicó en Hitch-22. Era agudo, brillante, divertido; entregaba un perfil completo de uno de su mejores amigos, en el que hablaba con admiración de los múltiples talentos de Amis (la escritura, la seducción, los juegos de palabras) a la vez que no se cortaba a la hora de mostrar sus desaveniencias (el libro que Amis había escrito sobre Stalin le parecía deplorable). Era lo mejor que había leído sobre Amis en mi preparación para la entrevista.

Dio la casualidad que, en el bus que nos llevaba del aeropuerto de Veracruz a Xalapa (más de una hora), Martin Amis estaba sentado detrás de mí junto al historiador inglés Niall Ferguson. Hablaban de Dickens (Ferguson estaba dedicado a leer todas sus novelas). Luego se pusieron a hablar de las primaria republicanas y, cuando mi atención decaía, de la salud de Hitchens. Amis lo acababa de visitar en el hospital en Houston y lo había encontrado de buen ánimo. Su voz se quebró. Sabía que a Hitch le quedaba poco tiempo de vida; de hecho, todos lo sabíamos. Hitchens no solo no había escondido que su cáncer era terminal; también se había puesto a escribir detalladamente sobre sus últimos días, sobre eso que él llamaba "el año de vivir muriéndose". Decía que no quería que nada de la experiencia humana le fuera ajena; así, en textos tan lúcidos como conmovedores, a medio camino entre la crónica y el ensayo, fue armando uno de los mejores testimonios que tenemos sobre lo que significa convivir con la cercanía de la muerte.

En la oscuridad del bus, en un viaje que se alargaba, Amis y Ferguson cambiaron de tema pero yo me quedé pensando en "Unspoken Truths", un texto de Hitchens que había leído hacía unos días. Trataba de descubrir por qué me había llegado tanto. Quizás por esa mirada en la que, estando de vuelta de todo, una diagnosis de cáncer maligno era una novedad que, con el paso del tiempo, "como tantas variedades de la experiencia de vida", se convertía en algo banal. Quizás porque Hitchens decía que, en casos así, la presencia de la muerte no molestaba tanto como esa "risa disimulada" que creía percibir en "el espectro del eterno Lacayo" (la imagen le pertenece a T. S. Eliot, pero Hitchens la hizo suya como hizo suyos a Wilde, a Orwell, a Wodehouse...). Quizás porque ese texto, que lamentaba la pérdida de la voz, podía leerse literalmente: perder a Hitchens era perder a una gran voz. El escritor inglés era un gran conversador, pero también, en el estilo de su escritura, una voz singular, llena de ironía afilada, de malicia, de humor burlón, en un inglés expansivo. Sí, eso era, pensé, los grandes escritores son, sobre todo, voces que nos asaltan a cualquier hora, que nos hacen mirar las cosas como ellos las vieron (quizás lo habíamos pensado antes, pero esperábamos que llegara la voz justa para saber qué era lo que habíamos pensado). La voz de Hitchens era tan opuesta a la del sentido común que podía ser capaz de atacar la santidad de la Madre Teresa, y tan convincente y adictiva que era capaz de influir en ese sentido común y convertirlo en algo más extraño y a la vez más justo.

En "Trial of the Will", su último ensayo, Hitchens escribió que el problema no es morir sino irse muriendo de a poco. Es mentira ese lugar común nietzscheano de que "lo que no nos mata nos hace más fuertes"; en realidad nos hace más débiles, lo cual no significa que uno no deba combatir todos los obstáculos que la vida pone en el camino. Las debilidades de una enfermedad terminal son como una versión acelerada de lo que ocurre en la vida: "cada día que pasa representa un más y más despiadamente substraído del menos y menos". Sí, eso es: vivimos muriéndonos. El viaje en bus ha terminado, yo ya me fui de Xalapa y estoy en un hotel de Nueva York, son las dos de la mañana y hace poco que me he enterado de la muerte de Hitchens. Su voz se ha ido, su voz queda.     

(La Tercera, 17 de diciembre 2011)
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17 de diciembre de 2011
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