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Realizar la animalidad que nos es propia

Como todo animal, el hombre tiende a desplegar todas las capacidades con las que se halla dotado por naturaleza. El asunto es determinar bien cuáles son las que le caracterizan en el seno de la animalidad, pues si es frenado en estas, el eventual desarrollo de otras, no impedirá que ese animal quede mutilado en su humanidad.

Se ha dicho muchas veces que los niños dan muestras de gran curiosidad analítica  e inclinación a explorar y descubrir, las cuales a menudo quedan ulteriormente paliadas, o simplemente abolidas. Me atrevo a conjeturar que cuando mostraba tal disposición  el  niño no hacía otra cosa  que responder a su naturaleza , a esa modalidad propia de la physis, que al decir de Aristóteles le llevaba a eidénai, es decir a subsumir el entorno bajo conceptos y símbolos. Pues el animal humano tiende a nutrir  y desplegar sus facultades cognoscitivas, ni más ni menos  que como  el águila o el caballo tienden a activar sus capacidades de vuelo o de galope.

El hombre ha domesticado al lobo, canalizando y utilizando las facultades naturales del mismo hasta hacer un amigo y cómplice en  su lucha contra la adversidad del entorno. Pero  el lobo es ya negado  en su animalidad específica, reducido a una condición sin forma propia cuando deja de ser el agudo vigilante de las tierras o el rebaño para  ser confinado en un angosto espacio urbano y erigido en sustituto asténico de la compañía humana, en imposible paliativo  de esa soledad para la  que solo la complicidad en la palabra y el relevo de la misma en el ciclo de las generaciones constituye adecuada medicina.

Lo tremendo es sin embargo cuando tal reducción se efectúa con el propio ser humano.

Pues un hombre para quien ha desaparecido de su perspectiva, de su ámbito de vida, el objetivo de fertilizar y desplegar las facultades que le caracterizan como animal de razón y de lenguaje, es simplemente un hombre mutilado en su esencia. Pantes antropoi tou eidena oregontai physei...,  cada ser humano desea que se actualice su condición natural en el acto cabal de pensar. Luchar contra las trabas sociales que hacen de tal proyecto una utopía  es la primera de las exigencias éticas. Y desde luego no renunciar a la propia   práctica cabalmente filosófica; no renunciar, por lo que este foro se refiere a seguir explorando las paradojas cuánticas.  

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28 de febrero de 2012
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Un secreto bonito y verdadero de los vascos

 

El historiador Elio Ampridio, que escribió a principios del siglo IV las biografías de varios emperadores, dice en un pasaje de su Vida de Alejandro Severo (27, 3) que: “También fue expertísimo en aruspicina, y gran orneóscopo, tanto que superó a los augures vascones de Hispania y a los panonios”. Notemos que la aruspicina es la predicción mediante el examen de las vísceras de las víctimas. La orneoscopia, por su parte, no es el arte de fisgar el horno, sino la predicción del futuro a partir de la observación de los pájaros, y el orneóscopo es quien la practica. La encarecida comparación con los vascones de Hispania se refiere a esa última manera de predecir. No se conoce otro testimonio donde se mencione esa particular habilidad y tampoco los investigadores del vascuence han encontrado ningún indicio de haber sido lengua de augures pajareros.

Pero no hay más que fijarse en el latín sortiri (sortear, obtener por suerte) de donde procede el vasco zori, que significa suerte. Pájaro, por su parte, se dice en vasco txori, que es diminutivo de zori (igual que txerri es diminutivo de zerri, cerdo). De manera que en vasco al pájaro se le llama  “suertecilla”, que no me digas que no es bonito y además concuerda como un vuelo de tordos con la reputación de orneóscopos u ornitomantes que, según Ampridio, se atribuyó en la antigüedad a los vascones de Hispania.

Otro indicio, más antiguo y problemático, de que la preocupación por la suerte y el destino viene de lejos, es el nombre Silex, que aparece repetidamente en inscripciones de la Aquitania romana. Se refiere a una identidad femenina, sea humana o divina. El derivado vasco de la Silex aquitana es sirats —un ejemplo similar de paso del aquitano al vasco con la transformación del grupo cs en ts sería ocson (lobo en aquitano) del que deriva otso (lobo en vasco)—. Sirats, que está documentado en el dialecto suletino situado más cerca de donde se hallaron las inscripciones aquitanas de Silex, significa suerte, destino, y da la impresión de haberse solapado y finalmente retrocedido ante el pujante sinónimo zori.

Cumple recordar que la lengua aquitana desapareció tras la conquista romana en el siglo I a. C., y que todo lo que sabemos de ella procede de las inscripciones funerarias y votivas de época romana, donde se leen algunos nombres de personas, y de fuentes literarias y epigráficas, donde se documentan algunos nombres de lugar.

En Silex llama la atención su final aparentemente calcado de Opíleks, la diosa griega de las culebras y del destino —que la x final de Silex es una consonante doble equivalente al final de Opíleks se puede ver en sus formas declinadas Silexconis (genitivo) o Silexsi (dativo)—. ¿Es posible que se hubiera dado en la antigüedad prerromana un contacto greco-aquitano? Representaría una novedad notable, porque la historia ha dicho hasta ahora que la expansión griega durante los siglos VIII-VII a. C. no rebasó el Mediterráneo en su extremo occidental.

Precisamente a este último extremo le toca revisión. Porque Olisipo, el nombre original griego del poblado que estuvo situado en la colina y la pendiente del Castelo de São Jorge y que fue antecesor de Lisboa, es opiléxico de toda evidencia (o sea, es una variante anagramática de Opíleks, que era tabú y no se podía decir ni escribir) igual que Posilipo en Nápoles, otro jalón mediterráneo de la expansión opiléxica.

Así que ahora nos preguntamos si, además de fundar una colonia en la desembocadura del Tajo, los griegos llegaron, por ejemplo, a la del Garona.

Si, en efecto, Silex fuera un préstamo griego en aquitano derivado de Opíleks, ¿dónde estarían las típicas manipulaciones para sortear el tabú de nombrar rectamente a la diosa, como alteraciones del orden de las letras o desviaciones fonéticas? Aquí, la manipulación consistiría en ser un híbrido de dos lenguas, de modo que se nombra, pero no rectamente. Y dada la aparente importación íntegra del final -ilex, quedaría por explicar la inicial s-.

Así como en Opíleks se aprecia en opi- el radical dórico que significa culebra, en Silex ese mismo cometido lo desempeñaría la inicial s- de suge culebra, en vasco.

Ahora, ¿cómo sabemos que la s- inicial del híbrido Silex no puede ser latina y corresponder, por ejemplo, a serpens? Primero, porque serpens (reptante) ya es un eufemismo utilizado para no decir anguis (culebra), de modo que el latín ya carga a su modo con el tabú y no necesita importar híbridos. Segundo y más evidente, la coincidencia con el latín silex (sílex) haría inviable el préstamo. Tercero y terminante, Silex aparece como un barbarismo incrustado solo en algunos textos latinos procedentes de inscripciones halladas en la Aquitania romana y en ningún sitio más.

La mayor objeción sería que no sabemos cómo se decía culebra en aquitano y solo podemos suponer que el término no sería muy distinto de suge, palabra donde no detectamos indicios de ser préstamo latino, celta, ni lusitano, que son, aparte del aquitano, los principales orígenes de las palabras vascas.

La arqueología tiene noticia de relaciones de los aquitanos del valle medio del Garona con el mundo griego occidental en la fase 625-475 a. C. Pero no es posible decir si se trata de utillaje procedente del foco masaliota o de una llegada griega a la costa atlántica.

La hipótesis de que Silex sea un híbrido aquitano-griego tiene un grado razonable de probabilidad, pero su consolidación depende de más hallazgos filológicos y arqueológicos.

 

 

 

 

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28 de febrero de 2012
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La biblioteca de mi padre

Tenía once, doce años y nada me interesaba más que explorar la biblioteca de mi padre. Abría un libro al azar y lo comenzaba a leer y si me enganchaba podía continuar por horas. Todo muy diferente de estos tiempos en que llego a los libros después de leer múltiples reseñas y escuchar las recomendaciones de amigos en quienes confío. Son tantos los libros y no quisiera perder mi tiempo con algo que no me va a gustar. Quizás he ganado en el porcentaje de libros leídos que admiro, pero he perdido un poco de la capacidad para la sorpresa de mis inicios.

Los escritores inventamos nuestra biografía intelectual y nos creamos un linaje en la que solo están las cumbres. Mencionamos entre nuestros mentores a Borges, Vargas Llosa, Coetzee, Bolaño, Woolf, Lispector, y nos olvidamos de esos otros libros menores o populares que leímos y que quizás nos influyen de una manera más profunda que los grandes. Todavía recuerdo con claridad el sacudón que fue para mí leer Ficciones a los catorce años, ese momento fundacional en que me dije que si eso era la literatura entonces quería ser escritor; a esa misma edad me deslumbraron Cien años de soledad y Lolita, que descubrí de casualidad en la biblioteca de un tío en Santa Cruz; sin embargo, reconozco que hoy no sería el que soy sin esos otros libros que leí en un momento en que mi capacidad para absorber lo que caía en mis manos estaba en su punto máximo.

En la biblioteca de mi padre encontré los libros de Erich von Däniken. Este reduccionista suizo defendía la idea de que los extraterrestres habían estado aquí antes que nosotros y eran los verdaderos creadores de nuestras principales civilizaciones, responsables tanto las líneas de Nazca como de las pirámides egipcias y las estatuas de la isla de Pascua. Leía y veía las fotos que apoyaban las teorías y no sé si me lo creía todo pero al menos estaba dispuesto a dejarme maravillar y no descartarlas. Con los años se ha demostrado que von Däniken falseó muchas cosas -por ejemplo, contrató a un alfarero para que hiciera vasos de cerámica mostrando imágenes de platillos voladores, y presentó esos vasos como si hubieran sido descubiertos durante excavaciones arqueológicas- y que sus ideas eran un refrito de El retorno de los brujos, un libro muy popular en los años sesenta que exploraba entre otras cosas la conexión entre el nazismo y el ocultismo y sostenía que los primeros astronautas en la tierra fueron visitantes extraterrestres. No he vuelto a leer a von Däniken, pero hoy me asombro ante la capacidad de la literatura para imponer sus ficciones a la realidad: algunos críticos de El retorno de los brujos señalan que el libro le debe mucho a algunos cuentos de Lovecraft, con lo se puede concluir que mis padres y yo, al leer a von Däniken y creer en sus teorías, éramos lovecraftianos sin saberlo. Y ni qué decir de un par de generaciones en los años sesenta y setenta.

A mi papá también le gustaban los best-sellers de ese entonces: leía a Sidney Sheldon y a Irving Wallace con placer. Yo me saltaba las páginas buscando las escenas seudoeróticas, que eran muchas (en esa misma época, gracias a otro tío, descubrí las memorias verdaderamente pornográficas de Xaviera Hollander y me olvidé de Sheldon y Wallace). Las novelas policíacas eran otra cosa: había estantes enteros dedicados a Agatha Christie y Erle Stanley Gardner. Podía leerme novelas enteras de la Christie en un solo día, tomar notas para descubrir quién era el asesino antes que el detective Hercules Poirot, y eso preocupaba a mi madre. Decía que me crearían una mente morbosa. Para contrarrestar la influencia nociva de Asesinato en el Orient-Express y El misterioso caso de Styles, me compró las obras completas de Shakespeare, que leí entusiasmado: el autor de El mercader de Venecia era más morboso que la Christie.

Había otros libros en esa biblioteca. Política e historia bolivianas, y también literatura clásica. Pero de esos no me acuerdo tanto como de von Däniken y Agatha Christie. Debe ser por algo.

(La Tercera, 25 de febrero 2012)   

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27 de febrero de 2012
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Que cien años no es nada

Hoy, 27 de febrero se cumplen cien años del nacimiento de Lawrence Durrell en la localidad india de Julundur. En los países civilizados se está celebrando la efemérides con artículos, ediciones especiales y, sobre todo, manifestaciones espontáneas de gratitud por las muchas horas de inolvidables lectura que  ese hombre nos proporcionó. Por descontado que España guarda un silencio sepulcral y desagradecido. Nada. Como si jamás hubiera oído nadie hablar de ese Lawrence ¿qué?

Y sin embargo se le debe, como poco, el majestuoso Cuarteto de Alejandría, repleto de hallazgos, sugerencias y fertilidad literaría, por no hablar del descubrimiento de la ciudad de Alejandría o el regalo de un personaje como la misteriosa Justine. Con sólo que Durrell hubiese dejado esos cuatro libros como testimonio de su paso por este mundo ya debería ser recordado con gratitud año tras año. Pero es que encima dejó atrás otras dos huellas de su paso que conducen a unos  lugares tan impagables como son Grecia y la Provenza , la primera vivida apasionadamente durante su etapa más vital y creativa (las islas, el sol, la luz, los baños, los olivos, los sucesivos amores o los libros fruto de todo ello) y la segunda durante los largos años vividos allí en su  madurez, dejando como testimonio de ello el Quinteto de Avignon y un retrato encantador de ese universo que nos cae a un tiro de piedra y titulado Visión de Provenza.  Y para qué dar las gracias por ello si aquí andamos sobrados de todo.

Pero algo muy grave tiene que estar pasando si además de despreciar a los grandes hombres con el olvido se desprecian incluso los soportes materiales de sus obras, y me estoy refiriendo a los libros.  Actualmente paso por el emotivo trance de desalojar un piso en el que se me han acumulado libros desde hace lo menos treinta años.  Muchos de ellos los ha acarreado (literalmente) por estaciones francesas, inglesas e italianas, y he sentido una indecible sensación de orgullo cuando finalmente los he visto  colocados en el lugar que les estaba reservado en las estanterías de casa. ¿Para siempre?

Quiá.

Primera sorpresa: actualmente ya nadie compra libros de segunda mano porque, me dicen los profesionales del ramo, no se valora que sea una edición muy cuidada y a cargo de un intelectual muy prestigiado…hace treinta años.  Lo de que sea un ejemplar agotado e inencontrable tampoco es valor suficiente.  La impresión general es que, antes o después, Google acabará ofreciéndolo, y qué más da si la edición es anónima y mediocre si sale (palabra mágica) gratis.

Segunda sorpresa: nadie quiere libros usados ni quiera gratis porque, me dicen los profesionales del ramo, a ellos no les salen tan regalados como parece. En primer lugar hay que mandar a buscarlos con una furgoneta y pagar a quien los cargue, y una vez en el almacén hay que contratar a otra persona para que los introduzca en la base de datos porque, me dicen, las pocas ventas que se hacen llegan a través de Internet.

Tercera y última sorpresa: hay instituciones, por ejemplo las universitarias,  que después de mucho insistir están dispuestas a aceptar una biblioteca pero sólo si es excepcional . Y ello no para incorporarla a sus propios fondos sino para ponerla en una sala cuya llave las secretarias se la facilitan a quien la pida, con el resultado de que a los pocos meses han desparecido los ejemplares más valiosos.  No sé si sirve de mucho consuelo la certeza de que a esos saqueadores les aguarda la misma suerte cuando quieran dejar a buen recaudo sus respectivas bibliotecas.

Otras instituciones, como por ejemplo las bibliotecas públicas de las comunidades históricas tampoco aceptan libros si no están escritos en su lengua vernácula. Y otras instituciones más, por ejemplo las penitenciarias y las asistenciales, aseguran que sus bibliotecas están muy desasistidas y que aceptarán gustosas  toda clase de libros…a condición de que se los depositen en los correspondientes estable cimientos. Es decir, cargar una vez más con los libros, ahora para depositarlos en la cárcel o un hospicio. Vivir para ver.

Solución final: aprovechando el persistente anticiclón invernal que hemos disfrutado,  improvisé un tenderete frente a mi casa y tuve la satisfacción de ver cómo había transeúntes que optaban por llevarse unos cuantos libros bajo el brazo. Pero conste que los más usados, es decir, los más queridos, releídos y consultados no los quería nadie y hoy deben de estar a punto de ser reciclados para ser reconvertidos en bolsas para la compra o papel de envolver regalos. Pero ya digo que algo muy grave nos está pasando.

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27 de febrero de 2012
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La vida otra

Nunca se ha escrito un libro igual que éste, la historia de la transformación de un hombre en mujer contada con una notable voluntad literaria y tomando su autor el propio cuerpo como el campo de un experimento primero fisiológico y a la postre de alcance moral. En julio de 1972, el reputado periodista británico James Morris, quien, establemente casado y padre de cinco hijos, llevaba casi veinte años ensayando las formas y el ‘ánima' de una femineidad sentida desde la infancia, llegó a Casablanca, miró en el listín telefónico el nombre de un tal Doctor B. y, tras convenir el pago de unos altos honorarios, concertó la operación que sellaría su nueva persona; antes de esa drástica cirugía genital, Morris, según confiesa en el libro, había ingerido, a partir de 1954, unas 12.000 píldoras y cerca de 50.000 miligramos de materia femenina.

     ‘El enigma' (‘Conundrum' en el original que en los años 1970 causó sensación en Gran Bretaña) se lee como un apasionante relato de formación, un ‘Bildungsroman' en el que no falta la epopeya heroica (Morris escaló el Everest con la expedición británica que por primera vez, en 1953, llegó a su cima), la búsqueda de un talismán que procurará dolor y salvación, el reposo final del guerrero, metamorfoseado en amazona. La sinceridad de la narración, a veces lacerante, conmueve en ciertos de sus pasajes y reflexiones, pero lo que nos atrae hasta el final es la capacidad de Morris para novelar con extraordinario vigor situaciones anecdóticas, paisajes de fondo y personajes inevitablemente secundarios en un libro tan auto-referencial; destaca el encendido canto marcial al ejército y, en concreto, al 9º regimiento de lanceros de Su Majestad Británica, en el que sirvió a fines de la segunda guerra mundial. Tiene especial relieve, en esas páginas del capítulo 4 de ‘El enigma', su exaltación de los tanques, vistos como pistolas gigantes cuyos mecanismos de propulsión, sus tubos, soportes y engranajes apuntan a un fin, "conseguir que la pistola se acerque a su objetivo para disparar de forma certera". Curioso, o revelador, en alguien cuya obsesión personal era mientras tanto erradicar de su cuerpo el arma de su virilidad.

     Morris se sintió siempre, cuando era James, como un ser especial (nunca pensó en sí mismo como homosexual) paulatinamente consciente de que no debía vivir su rareza tan sólo como tragedia: "al desear con tanto fervor y tanta insistencia ser trasplantado al cuerpo de una chica, no hacía más que aspirar a una condición más divina, a una reconciliación interior". Su llegada a Oxford, con nueve años, para formar parte del célebre coro de voces blancas de Christ Church, le dio un primer refugio de felicidad, de ‘pertenencia': en la erudita y bellamente artificiosa ciudad universitaria (como años después entre las escenografías acuáticas de Venecia), la propia anomalía adquiría carta de naturaleza admitida, y llega a hablar de un "nirvana infantil" cuando, vestido con los suntuosos faldones del corista, cantaba con su voz de soprano en las funciones de la catedral ‘oxoniense'. Y sobre las dos ciudades, Oxford y Venecia, ha escrito libros que están entre lo mejor de la literatura viajera anglosajona.

    El contraste, que Morris no elude, son las duras escenas (en el extraordinario capítulo 16) de la clínica marroquí donde empezó la vida de Jan entre otras personas en su misma situación, que "a pesar de hallarnos mutilados y lisiados, a pesar de arrastrarnos por los pasillos con las vendas colgando y apretujando el camisón con el puño, irradiábamos felicidad".

    En ningún momento morboso ni lastimero, ‘El enigma' seduce por su historia y por la manera de contarla. Jan Morris ha seguido hasta hoy publicando buenos libros, que ella misma ve diferentes a los que escribía James, más volcados los últimos, dice, en las personas que en los lugares. "Del mismo modo que me siento emancipada como persona, también me siento liberada como escritora: tal vez todavía esté a tiempo de ser novelista", confesaba en la parte final de ‘Conundrum'. El tiempo llegó en 1985 con ‘Last Letters from Hav', una fascinante novela, finalista ese año del premio Booker, que recientemente ha sido completada con una secuela, formando el volumen titulado ‘Hav'.

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27 de febrero de 2012
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Felicidad: esa luz que se apaga

La prosperidad económica se hizo tan extensa y duradera que a los largo de los años anteriores a la crisis, desde 1995 a 2007, aproximadamente, que brotaron como setas de temporada miles de libros editados con el tema de la felicidad en sus contenidos. Libros que se dedicaban a enseñar cómo ser feliz, como evitar el sufrimiento, como prolongar la vida dichosa sin importar la estatura, el sexo, o la edad.

En un hermoso paralelismo histórico, mientras de un lado aumentaban los ingresos de otro crecían las recetas parea sacar provecho al nuevo estatus de  la personalidad.

 Desde manuales para saber  vivir  o tratados para disfrutar mejor  unas semanas, las editoriales cultivaron un bosque de publicaciones destinadas a abrillantar la riqueza, a personalizar el bienestar y a escoger una vida mejor, dinero aparte.

 De hecho no pocas  investigaciones sobre el  proceder del cerebro se encaminaban a localizar un punto F de felicidad como correlato al punto G de la sexualidad, ya pasado de moda. El placer cerebral base primordial del saber lo comprendía prácticamente todo pero, en primer lugar hacia presagiar que atendiendo bien esa área inteligente la vida alcanzaría un nivel superior. No habría de bastar pues ser listo en los negocios sino que fue cada vez más relevante estar avisado para lograr una vida feliz. Y sin que una cosa excluyera a la otra.

Prepararse para ser feliz llevó a vender más libros que cualquier otro manual orientado a ser más ricos. De hecho, nunca en ka Historia de la especie  se vivió con tal intensidad la obsesión, la obstinación y hasta la obligación de ser feliz. Mientras la religión cristiana tuvo relevancia lo chic era el dolor. Lo prestigioso, como decía Nietzsche era declarar que se padecía horrendas jaquecas y que siempre se dormía mal. El sentirse mal o muy mal en este mundo  podría ser una señal de un gusto espiritual exquisito puesto que lo realmente elegante radicaba en ir al cielo.

De otra parte, la Historia de la Humanidad, con o sin capitalismo salvaje, no ha dejado de presentar motivos trágicos y consecuencias tan sangrantes como desgarradoras. A la reiterada tristeza de la crónica mortalidad infantil, se unía la amargura de las pandemias, las plagas de langostas y las bombas atómicas.  Sólo estos quince años desde finales se los noventa a comienzos del siglo XXI permitió tratar de pensar en la felicidad como una de las mercancías a incluir en el sistema personista del capitalismo de ficción. La felicidad o el bien que se ofertaba entre muchísimos otros como una insólita propuesta de los tiempos en los que ha apestaba la saturación hiperindividualista.

Sin duda buscar la felicidad, soñar con ella o dar unos sorbos de ella , fue un asunto de toda la vida y de todas las vidas, fauna y flora incluidas. Lo significativo, sin embargo, de aquellos años previos a esta Gran Crisis es que se perfilara la dicha como un bien accesible, un artículo posible si se posee la debida enseñanza para cazarlo.

De hecho, prácticamente, todos los libros de autoayuda - tan abundantes que desde hace años posee una sección propia y extensa en las librerías- son de la misma naturaleza. Directa o indirectamente, los  libros de autoayuda van encaminados a adiestrarnos e  ser felices y todos juntos, los de hallar la felicidad espiritualmente o por stretching vienen cargados de consejos,  estudios, ejercicios prácticos   o meditación a la manera de un manual del consumidor ya avezado y maduro. Porque ser  feliz en este mundo y cuánto más mejor requiere, sin duda, la relación con los demás puesto que sin ellos la felicidad nunca será posible. El superindividualismo fue la enfermedad infantil del capitalismo tardío pero hoy el "personismo" es la clave eléctrica del bienestar. La felicidad funciona bien, las luces se encienden, el fruto luce, dependiendo de las conexiones interpersonales.

De hecho, con las redes sociales el mundo se electrificó desde uno a otro confín. O como decía Lenin: socialismo es igual a electricidad más revolución.

Esta revolucionaria luminaria supuestamente "feliz", sin embargo, ha venido a chisporrotear en los últimos cinco años y si la Gran Crisis no ha reducido el grado de conectividad globalizado sí ha rebajado la bondad de las conexiones hasta llegar a este 2012, año bisiesto en que son mellizos tanto el desempleo como una orgánica oscuridad social. La vida dirigida a brillar gracias a la extensión de libros, profesores, carteles, masajes y spas ha ido perdiendo su próspera intensidad y en esta nueva atmósfera de  recesiones nacionales ha emergido un nuevo pensamiento sobre el yo y los demás. ¿Un pensamiento triste?  (CONTINUARÁ)

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27 de febrero de 2012
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Sobre el trabajo y el dolor

Hace unos días leí a un cronista de diario describir la así llamada "crisis" como un arrasamiento de las condiciones vitales de gran parte de la población trabajadora, lo cual es cierto, pero añadía que estábamos regresando a la época de Dickens. Este tipo de manifestaciones bombásticas son harto frecuentes e indican una ignorancia total de la época de Dickens, o de la nuestra. Por lo visto el cronista no sabía que en la Inglaterra victoriana los niños empujaban vagonetas en las minas de carbón. Su esperanza de vida era de siete años, pero a pesar de ello salían más baratos que las mulas.

No es necesario ir tan atrás. Basta con saltar a Georgia, Carolina, Virginia, Pittsburg o Nueva York en 1910. O a Macedonia, Serbia, Grecia en 1919, así como a otros cientos de lugares y fechas del siglo XX. Los que he mencionado son los que están a la vista de cualquier espectador en la excelente exposición de Lewis Hine de la Fundación Mapfre. Allí pueden verse las caras tiznadas de casi un centenar de niños que partían piedras en las minas de Virginia. Sus ojos parecen agujeros perforados en una máscara negra. O las niñas que trabajaban doce horas en las fábricas textiles de Carolina. O los niños empleados por las serrerías, el algodón, el vidrio, en tareas que pocos adultos soportaban.

Las fotografías de Hine, un hombrecito con cara de ratón que vivió entre 1874 y 1940, son un testimonio colosal sobre la vida de los trabajadores hace cien años. Verdaderos iconos, muchas de estas fotos las hemos visto en los lugares más insospechados, desde portadas de libros hasta cubiertas de vinilos rockeros, sin saber que eran suyas. Verlas ahora juntas es en verdad emocionante.

Hine no buscaba la compasión, ni el sentimentalismo, ni siquiera la caridad. Él era un documentalista, lo que no excluye, por supuesto, que algunas de sus placas sean para nosotros verdaderas obras de arte del mismo modo que hoy nos admiran algunos frescos góticos que en su momento fueron tan artesanales como la herrería. A él le interesaba el mundo del trabajo porque sus fotografías eran también duro trabajo y por eso no sólo expone el dolor, el sufrimiento, la explotación o la miseria, no se recrea sólo en los horrores de la sociedad industrial. También es consciente de que el trabajo es un modo de dominar el mundo, de controlar las condiciones de nuestro dolor, de nuestro sufrimiento, e incluso las condiciones de nuestra explotación.

Por eso la sociedad americana que en el primer tercio de siglo XX le había proporcionado aquellas imágenes infernales, cambia por completo en los años treinta cuando Hine fotografía la épica del trabajo. Son sus célebres imágenes de la construcción del Empire State Building, un canto glorioso a la audacia, el esfuerzo, el sacrificio y la imaginación de los humanos. Aquellos obreros que colgaban sobre el vacío estaban siendo fotografiados por un frágil hombrecillo de cincuenta y siete años que también colgaba sobre el vacío. Un trabajador entre otros trabajadores que hacía funambulismo entre cables y jácenas.

LEWIS HINE

Alguna de esas imágenes, como la archicélebre de Ícaro sobre el ESB, forma parte de la más auténtica y vigorosa poesía social del siglo XX, un verdadero arte del trabajo. Contra el tópico establecido, la lírica del obrero no se llevó a cabo en los países socialistas, sino en EEUU. La épica bolchevique o maoísta es gélida, oficinesca, de un colosalismo mesopotámico, demasiado similar a la representación de los nazis. No hay lugar para la dignidad, la alegría, la gracia, la fantasía o la celebración de la cuadrilla. Los obreros de Hine, en cambio, son propiamente humanos, están construyendo estructuras colosales, pero además celebran la vida y el trabajo.

En su extraordinario libro Men at Work, parcialmente reproducido en el catálogo, Hines comienza diciendo: "Las ciudades no se construyen a sí mismas, las máquinas no pueden hacer máquinas a menos de que tras ellas estén el cerebro y el sudor de los hombres. Llamamos a nuestra época la era de la máquina. Pero cuantas más máquinas utilizamos, más hombres verdaderos necesitamos para hacerlas y dirigirlas". Sus fotografías son cantos poderosos del siglo XX, un tipo de canto que entre nosotros ya es imposible porque nuestras máquinas han dado un salto abstracto y enigmático para construir un mundo nuevo, inasible, invisible, que aún no sabemos cómo representar.

Dije al comienzo que era desolador constatar hasta qué punto muchos políticos y cronistas no han asimilado la velocidad con la que el siglo XX se ha alejado de nosotros. Aquel mundo de las máquinas tenía una característica hoy inexistente: el esfuerzo, el dolor, el sacrificio, podían dar como resultado una sociedad cada vez más abierta, unas construcciones grandiosas, una mayor libertad y una educación admirable. Hoy no sabemos cómo usar el sacrificio, el dolor y el sufrimiento de manera que no sean exclusivamente negativos. En consecuencia, los anulamos. De ahí la desaparición de la ética en la política: si no hay motivos para sacrificarse, entonces todo está permitido.

El mismo día en que leí lo de Dickens vi por televisión a unos burócratas que jamás habían pisado el mundo del verdadero trabajo cantando la Internacional con el puño en alto.

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27 de febrero de 2012
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La ciencia y la piel de gallina

Por qué hay canciones que nos erizan la piel y nos conectan con un viejo amor, un sueño perdido o que incluso nos hacen llorar? Hace unos días, el periodista científico Michaeleen Doucleff publicaba en The Wall Street Journal «Anatomía de un generador de lágrimas», donde analizaba el poder conmovedor de la música y en particular de una de las cinco canciones más descargadas en iTunes, Someone Like You, de la antidiva Adele. He seguido en Twitter el interés por los escalofríos musicales que propician analogías con las emociones. Eso que tan bien expresó Mendelssohn al afirmar que en ambas realidades ?la musical y la emocional? existen formas parecidas de crecer y de empequeñecerse, de calma y de excitación, de intervalos soñadores. Como la comida, el sexo o las drogas, la música estimula los circuitos del cerebro y libera dopamina en los centros de placer y recompensa. Y en el caso de la canción de Adele, según Doucleff, se pasa de la tristeza al bienestar gracias a las llamadas apoyaturas ?una especie de contrapunto musical que puede producir tensión, alivio e incluso lágrimas?. Confieso que Adele no me hace llorar, pero recuerdo con nitidez otras canciones con las que he experimentado ese pellizco.

De adolescente, en las largas tardes de verano, escuchaba Es fa llarg esperar y sus notas pronunciaban una densa sensación de expectativa, en especial cuando Maria del Mar Bonet sube de octava para decir doliente: «El cel roig i el sol que ja se’n va». Todos tenemos una banda sonora que nos acompaña hasta la muerte ?aún recuerdo la sonrisa que esbozamos en la despedida de Enrique Puig cuando al terminar la liturgia sonó Matilda?. No hay más que fijarse en Obama para entender cómo explota el contagioso poder de la música. Después de que en el Apollo Theater se lanzara a cantar Let’s Stay Together, las ventas del viejo tema se dispararon. Hace cuatro años publicó la música que llevaba en su iPod. Fue un golpe maestro y creó escuela. Ahora, sus temas preferidos acaban de aparecer en una playlist de Spotify. Obama pasa de la celebridad a la intimidad con un suave encabalgamiento, baila arrobado con su mujer como nunca ha hecho aquí ningún presidente del Gobierno, y además de cantar bien, sabe que cuando a dos o más personas les gusta la misma canción se dispara un mecanismo gozoso que incita a reconocerse en el otro. Hace tiempo que los jukebox se callaron. Habitaba en el acto de elegir una canción, o varias, un deliberado ejercicio de cercanía. Hoy la música se escucha en solitario, con auriculares y en silencio. Pero es tan necesaria como siempre, y más ahora que la ciencia demuestra que no estamos locos cuando al escuchar una canción creemos vivir una vida paralela, en las antípodas de las primaveras valencianas, la sumisión laboral y los juicios por corrupción. Basta con darle al play. (La Vanguardia)

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27 de febrero de 2012
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El Boomeran(g)
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