Eduardo Gil Bera
Speer se hizo rico con sus memorias. No es que vendiera mucho, sino que acumuló una fortuna, adquirió mansiones lujosas con automóviles de anuncio a la puerta, y vivió sus últimos años hecho una figura célebre, respetada incluso en la Inglaterra que sufrió sus bombas. Algo muy difícil de conseguir con un libro, incluso en Alemania —aunque haya precedentes ilustres, como el propio Hitler, multimillonario antes que Führer gracias a un libro.
El ministro de armamento del Reich tenía derecho a mentir, según la preceptiva jurídica, y eran los jueces y cazanazis quienes debían hallar las pruebas de convicción de que el jerarca y hombre de confianza de Hitler tuvo que ver con algún crimen contra la humanidad. Durante la proyección, en el proceso de Núremberg, de las películas filmadas cuando los aliados liberaron campos de concentración y ante la vista de los horrores, se vieron lágrimas en los ojos de Speer. Y se dijo que lloraba porque estaba impresionado y no sabía nada de todo aquello, como si llorar fuera un argumento, o como si no fuera posible llorar ante la previsible pena de muerte.
Cuando estuvo en el estrado, declaró no saber nada de nada, aun reconociendo que tenía que haber sabido, por lo que pedía perdón. Luego se permitió hacer saber que meditó un plan para gasear a Hitler con unos tubos —ahí gesticuló con imprecisión infantil—pero era difícil y lo dejó. Goering y el resto de la banda se daban codazos y se partían de risa escuchando al camarada. Pero ellos iban a ser condenados a muerte, y el camarada salió, si no de rositas, bastante bien parado con veinte años de jardinería y escritura memoriosa en Spandau.
Ante pruebas consistentes, pero que no aparecieron hasta 1971, de su asistencia a la conferencia de Polsen, donde Himmler proclamó el plan de exterminio de los judíos, Speer se limitó a decir que sí, que estuvo allá, pero que se marchó justo antes de la intervención de Himmler, así que no tuvo ocasión de enterarse. Se puede ver —era ya la época de la televisión— cómo Speer negaba amablemente en inglés aprendido en Spandau, y cómo sus entrevistadores británicos, cuatro avezados expertos cazanazis, se reblandecían aún más y sonreían como suflés temblones al nazi bueno, que ya había cumplido su condena.
Pruebas todavía más incontestables, como su correspondencia con Himmler donde daba instrucciones sobre la construcción del campo de concentración de Auschwitz, ni siquiera se adujeron. De los miles de presos que hizo trabajar hasta la muerte en las fábricas de armamento nunca se le preguntó nada.
En el caso de Speer, no hizo falta el cinismo desprejuiciado con que los americanos trataron a Von Braun y el centenar largo de cientificos nazis, que fueron mimados para que hicieran los cohetes lunáticos y las bombas de hidrógeno para el bando bueno, y acabaron en la portada del Time o laureados en Estocolmo. De Speer nadie esperaba prestaciones arquitectónicas o balísticas, él solo era un hombre bueno que no quiso mancharse las manos. Si sería bueno que pudo escribir: “Si Hitler hubiera tenido un amigo, ese habría sido yo”. Y aún pudo haber añadido que si las suegras alemanas hubieran deseado un yerno, ese habría sido él, y si los alemanes hubieran soñado un perfecto modelo de nunca supimos nada, sobre todo ahora que hemos perdido, ese era él.
Speer se condujo con mucha más frialdad y cálculo haciendo el mal que los demás de la banda. Su megalópolis Germania y su fabricación de armamento se basaban en hacer trabajar a decenas de miles de presos hasta la muerte, en el período final de la guerra lo hicieron a muchos metros bajo tierra, y quienes no murieron de consunción perecieron en los bombardeos aliados de los arsenales, que para eso situó Speer los barracones estratégicamente.
El interés convencional de unas memorias se supone en aquello que el autor sabe. Las de Speer eran interesantes por lo contrario; conformaban el perfecto manual de cómo contar que se pudiera vivir como suprema autoridad de todo aquello, sin saber nada, y conseguir además que le crean y hasta le quieran a uno. Si Speer no supo, qué íbamos a saber nosotros. Él es la mejor prueba de nuestra inocencia: salía en el Wochenschau hitleriano a bordo de un descapotable último modelo, acariciándose el flequillo, con fondo de columnas megalómanas, y reaparecía treinta años después en el noticiero televisado, otra vez inocente modélico con automóviles de lujo y fondo de alta gama. Él fue el verdadero milagro alemán.