Sergio Ramírez
En la novela, uno de los sobrevivientes de las crónicas guerras civiles entre liberales y conservadores, Plutarco Pineda, pobre y abandonado, no se rinden nunca ante la idea de que algún día se abrirá el canal y entonces se hará rico porque posee una manzana de terreno en las márgenes del río San Juan, cuya venta podrá negociar con los constructores extranjeros que vendrán a ensanchar sus riberas y a construir exclusas. Entonces, el progreso de verdad habrá llegado al país, no importa de quién sea el canal, no importa la soberanía nacional.
Hoy, el asunto ha sido puesto otra vez sobre la mesa de discusión por el presidente Ortega, y la imaginación se enciende con las visiones de los barcos de gran tonelaje atravesando las aguas del territorio partido por la mitad pero próspero y rico, como se le ha soñado siempre cada vez que este virus de la felicidad vuelve a apoderarse de los cerebros. El proyecto se discute con toda seriedad. Comisiones, alternativas de rutas, cálculos de costos y beneficios. Nada más se necesitan 20.000 millones de dólares para que las dragas y excavadoras se echen a andar.
De nuevo, la prosperidad depende de un acto de magia recurrente. No de la transformación de la educación, de la escolaridad total, de la calidad de la enseñanza tecnológica, del desarrollo integral del país, de los índices de productividad, del fin de la dependencia del petróleo extranjero, sino de ese pretexto que despierta siempre para recordarnos que seguimos siendo tan pobres como en el siglo diecinueve, cuando los barcos de la Compañía del Tránsito del comodoro Vanderbilt surcaban el río San Juan y el Gran Lago de Nicaragua.