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Eder. Óleo de Irene Gracia

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El tirón

Ruptura con el Partido Popular. Remodelación del Gobierno con entrada de consejeros de Esquerra Republicana. Discurso solemne del presidente para certificar que Cataluña entra en una nueva etapa histórica. Confirmación parlamentaria de una nueva mayoría soberanista, dispuesta a exigir el pacto fiscal en la línea del concierto. Consulta popular para obtener el apoyo plebiscitario a la reivindicación económica catalana. Y, finalmente, elecciones anticipadas, quizás a principios de 2013, en las que el objetivo de la independencia se somete a las urnas para incorporarse en el plan de acción del Gobierno en caso de victoria. ¿Es esta la hoja de ruta? ¿Consiste en esto el pla de l?estrebada, el plan del tirón hacia adelante del que habló el portavoz del Gobierno, Francesc Homs, la pasada semana?

Hay quienes trabajan para salir de la crisis. Pero más fácil todavía es trabajar para sacar provecho de la crisis. Recordemos el dicho popular: no hay que dejar pasar la oportunidad de una gran crisis. La divulgó el alcalde de Chicago, Rahm Emmanuel, hace cuatro años, cuando empezó todo esto y era jefe de gabinete de Barack Obama. Sarkozy quería reformar el capitalismo. La salida de la crisis iba a ser verde. Zapatero todavía soñaba que no pagaran los platos rotos los de siempre. Las crisis quitan poder a unos y se lo dan a otros. Estructuras y sectores productivos enteros quedan desposeídos y obsoletos. Emergen nuevos negocios y poderes que saben convertir estas circunstancias tan difíciles en su oportunidad. Quienes no tienen poder alguno suelen ser los más perjudicados, pero quienes lo tienen todo también pueden verse impugnados y superados por el tirón de los emergentes. Pierden los que han sido muy conservadores y sufren los que nada tienen, porque las crisis son también momentos crueles e insolidarios. En la crisis hay quien practican la técnica del tirón: la fuga inesperada hacia adelante, ante la que nadie es capaz de oponerse. Una crisis permite resolver por decreto arduos problemas empantanados durante años. La tentación es enorme. Las mayores reformas se acometen sin incluirlas en los programas electorales, sobre todo si se cuenta con una mayoría absoluta tan mecánica como una sierra motorizada. El servicio universal de la salud, el modelo de televisión pública y el marco de relaciones laborales ya han pasado por el aserradero. A Esperanza Aguirre le gustaría meter la motosierra sobre el Estado autonómico. Cristóbal Montoro amenaza con intervenir a las comunidades autónomas, algo insólito en la historia constitucional española, a cuenta del cumplimiento de las obligaciones de déficit impuestas por su Gobierno. Hay que ir con mucho cuidado con la técnica del tirón. Para aprovechar la crisis no basta con tener ocurrencias geniales. Es fácil confundir la exhibición de la propia osadía con el buen cálculo político. Si se cumplen los pronósticos y Nicolas Sarkozy sale derrotado de la elección presidencial francesa, a pesar de la ventaja enorme con que siempre cuenta el titular de la presidencia y del perfil difuminado de su adversario, François Hollande, habrá quedado demostrado que, al menos en Europa, la crisis pasa factura a todos, con independencia del color político. Deberán tomar nota quienes se sienten tentados por la maniobra táctica de las elecciones anticipadas. Los peores errores son los estratégicos. El tirón que propone el portavoz del Gobierno catalán no parece circunstancial. Responde a la certeza de la oportunidad, pero pretende resolver un problema histórico. Justo en el momento en que arrea más fuerte la mayor crisis desde 1929, cuando se pierden puestos de trabajo a chorro, millares de familias quedan fuera del paraguas protector del Estado y la pobreza y la precariedad penetran incluso en las clases medias. Puede que el plan del tirón sea solo un mero gesto estridente en una negociación a cara de perro con el socio y aliado que asegura la mayoría parlamentaria y a la vez el dinero líquido para el funcionamiento de la Administración autonómica. Cuando Francesc Homs amenaza con el pla de l?estrebada, aclara que se hará ?sin violentar la legalidad, que tiene mala prensa?. Menos mal. En una crisis hay algo peor que ser irrelevante, y es equivocarse por no saberlo.



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1 de mayo de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Lo que dijo Vargas Llosa

Mario Vargas Llosa y Gilles Lipovetsky Mientras tanto, en Revista Ñ comentan la presentación del libro La civilización de la cultura de Mario Vargas Llosa, acompañado por Gilles Lipovetsky, en Madrid. Dice la nota de Andrés Hax:

La preocupación obsesiva de Vargas Llosa es que la cultura masiva, la del espectáculo ha diluido los valores del arte. Valores en el sentido de distinguir entre lo que es de buena calidad y lo que es de mala calidad. Al escritor peruano le parece que en las artes plásticas esto es especialmente evidente: ?Todo arte puede ser bello o feo, pero no hay manera de saberlo. Hoy todo puede ser excelente o execrable según el gusto del cliente. El gran talento y el pícaro se confunden porque son ambos victimas del mismo mecanismo, como la publicidad. Si la cultura es puramente entretenimiento no importa nada.?La presencia de Gilles Lipovetsky fue mucho más que ornamental. El pensador francés, a pesar de estar fundamentalmente de acuerdo con Vargas Llosa, tiene una mirada mucho más amplia frente a la cultura popular. Específicamente piensa que las artes populares, como el cine por ejemplo, han servido para salir de los ?nacionalismos? y el deseo perpetuo de revolución. ?En las sociedades donde domina el espectáculo suelen ser sociedades consensuadas de un modelo democrático?, enfatizó. Vargas Llosa insistía en defender la alta cultura como una fuente de valores. Alegaba que aun alguien que no lee a Proust es beneficiado por Proust y que Proust mismo hizo ?al escribir En búsqueda del tiempo perdido- un trabajo a favor de la libertad porque su trabajo sensibiliza a los que lo leen, a la condición humana. Y por lo tanto los sensibiliza en contra los totalitarismos y atropellos varios al bienestar humano.Vargas Llosa enfatizó además, que la alta cultura puede y debe servir para responder al profundo apetito espiritual del hombre. Además que es el único contrapunto a los aspectos más salvajes del capitalismo que ?a pesar de ser un sistema que ha mejorado la calidad de vida de los seres humanos, tiene un costado brutal que ha llevado a la soledad y la deshumanización.



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30 de abril de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Críticas a "La civilización del espectáculo"

Mario Vargas Llosa El libro de Mario Vargas Llosa, La civilización del espectáculo, publicado por Alfagura, ha traído consigo una serie de polémicas y de críticas acerca de la diferencia que él hace entre “alta” y “baja” cultura. Dos textos recientes denostan contra el libro. En el diario El País aparece una reseña muy extensa de Jorge Volpi, titulada El último de los mohicanos, donde dice:

El de Vargas Llosa es un vehemente elogio de la aristocracia (en el mejor sentido del término). No deja de ser curioso que alguien que se define como liberal ?invocando una estirpe que va de Smith, Stuart Mill y Popper a Hayek y Friedman?, se muestre como adalid de una élite cultural que, en términos políticos, le resultaría inadmisible: un mandato de sabios, semejante al de La República, resulta más propio de un universo totalitario como el de Platón que del orbe de un demócrata. Por supuesto, Vargas Llosa no admite la paradoja: a sus ojos, su lucha contra al autoritarismo político ?de Castro a Chávez, pasando por Fujimori?, no invalida su defensa de la autoridad en términos culturales porque ésta se demuestra a través de las obras. Reluce aquí la fuente de su malestar: si el respeto a la élite cultural se desvanece, los parámetros que permiten distinguir las obras buenas de las malas ?y a los autores que merecen autoridad de los estafadores? se resquebrajan. En un mundo así, ya no es posible confiar en nadie, ni siquiera en un Premio Nobel. Las masas ya no siguen a los sabios y, en vez de escuchar una ópera de Wagner o leer una novela de Faulkner, se lanzan a un concierto de Lady Gaga o devoran las páginas de Dan Brown. Para Vargas Llosa, no lo hacen porque les gusten esos bodrios, sino porque dejaron de hacer caso a los happy few que, a diferencia de ellos, poseían buen gusto. Vista así, la cultura ?esa cultura? desaparece. Y se impone el caos. (…) ¿Qué es, entonces, lo que le perturba? En el fondo, sólo ha cambiado una cosa: antes, las masas trabajaban; ahora, trabajan y se entretienen. Pero al marxista que Vargas Llosa tiene arrinconado en su interior esto le resulta indigerible: al divertirse, sin abrevar en las aguas del espíritu, las masas están alienadas. En cambio, la pequeña burguesía ilustrada sigue allí, aunque ya no sea tan pequeña. De hecho, muchos de los lectores de Vargas Llosa provienen de sus miembros, aunque él también se haya convertido en parte de esa cultura popular que tanto fustiga ?y que vuelve sinónimo de ?incultura?.

Por otra parte, Gustavo Faverón en su blog escribe el post “No es el fin del mundo” donde expone punto por punto las críticas contra el libro de Vargas Llosa. Aquí algunos de los aspectos:

12. Por supuesto, la pregunta clave, sobre todo para un ensayo que parece básicamente historicista, como el de Vargas Llosa, y que se empeña en defender todavía la jerarquización tradicional de la alta cultura y la cultura popular, es la pregunta sobre la estabilidad de esa jerarquización. No es una pregunta nueva: es una de las preguntas más formuladas y más respondidas en la historia de las artes: cuando uno reconoce que el Quijote fue escrito durante un periodo histórico en que la novela como género era vista todavía como literatura de segunda clase, por debajo del drama y la poesía, que la novela no era otra cosa que una suerte de épica popular con pocas más aspiraciones que la del pasatiempo, la conclusión elemental que uno debe extraer de ese reconocimiento no es la romantización o la heroización de Cervantes como un autor “adelantado a su tiempo”, sino la seña de que es en la génesis de nuevos géneros artísticos donde esos géneros modifican su propio futuro, modificando la forma en que serán percibidos en el porvenir, y abriendo el terreno para su evolución. Los doscientos cincuenta años de reinado de la novela no nos deben hacer creer que la novela como género va a durar para siempre, y mucho menos deben hacernos pensar que su posible desaparición marque una decadencia cultural o artística: la novela será reemplazada por lo que tenga que venir luego, y no hay razones para pensar que esa cosa nueva que nos aguarda en el futuro sea una caída al abismo: en el arte los abismos no se encuentran caminando; se encuentran quedándose quieto, en la comodidad de las formas aceptadas. (Y que conste, como dije en los puntos 9 y 10, que no veo mayores motivos para suponer que la novela esté ahora mismo encontrando un final vergonzoso; más dañino que la espectacularización, para el futuro de la novela, es el libre mercado que Vargas Llosa defiende). 13. Cuando Vallejo publicó Trilce, en 1922, uno de los poquísimos críticos que lo saludó de inmediato y sin dudas como una genialidad fue Luis Alberto Sánchez. Cuando Luis Alberto Sánchez publicó a mediados de los setenta la edición revisada de su Historia de la literatura peruana, objetó que el talento de Vargas Llosa estuviera infectado por el virus de la literatura popular y por la enfermedad del lenguaje vulgar y la grosería. Me temo que Vargas Llosa, que por mucho tiempo ha estado en la primera línea de la literatura occidental, puede estar hoy mirando el panorama desde perspectivas obsoletas, malentendiendo los nuevos caminos de esa disolución entre “alta cultura” y arte popular que él mismo ayudó a construir con libros como La tía Julia y el escribidior, Pantaleón y las visitadoras e incluso La guerra del fin del mundo. La verdad es que no es el fin del mundo.



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30 de abril de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Fantasmas de piedra

El 9 de octubre de 1963 una ladera del monte Toc ( que en el dialecto local significa “podrido”) se derrumbó sobre el embalse de Vajont, en  plenos Dolomitas de Friuli. Al caer de golpe sobre el agua embalsada los 300 millones de metros cúbicos de piedra provocaron una oleada gigantesca que saltando por encima de la presa se precipitó valle abajo arrasando todo cuanto encontró a paso. Además de Erto y Casso, las dos poblaciones situadas al pie de la presa, el agua se llevó consigo las localidades de Spesse, Pineda, Lirón, Marzana, Prada y  San Marino. La mitad de los cuatro mil habitantes que entonces tenía Erto desaparecieron aquella trágica noche. La otra mitad emigró en busca de una nueva vida salvo por trescientos irredentos que optaron por quedarse y aferrarse a los usos tradicionales y los viejos modos de vida ertanos.

 

Mauro Corona es hoy, con mucho, su habitante más famoso. No nació en Erto, pues sus padres eran vendedores ambulantes y su madre le dio a luz en un carromato cerca de Trento. Pero desde niño, y hasta la edad de trece años, todo su aprendizaje vital  tuvo lugar en esa desgraciada localidad destinada a sufrir una amputación brutal.  Ya de mayor, y tras muchos años de vagabundear y ejercer diversos oficios, Mauro Corona regresó a Erto y se ganó la vida como tallista de madera hasta  que un día acertaron a pasar por allí el escritor Claudio Magris y su esposa, hoy fallecida, Marisa Madieri. A ésta, más que su habilidad con el formón, lo que de verdad le sedujo fueron los relatos del escultor. Gracias a su insistencia y patrocinio, Mauro Corona es hoy autor de dieciocho libros que han vendido 2,4 millones de ejemplares, sólo en Italia.  

Fantasmas de piedra es un recorrido por las calles del Erto actual contemplado desde la perspectiva de las cuatro estaciones del año, que en el relato se suceden como las de un vía crucis revivido por el autor con tacto piadoso y un extraordinario poder de evocación. El recorrido se inicia en  la calle más cercana al cauce del río Vail, en la parte baja del pueblo. Y entre que ha elegido la estación más desolada del año y que esa zona quedó prácticamente arrasada por el agua, el ascenso es angustioso. Sin embargo, ya digo que Mauro Corona  posee un extraordinario don para evocar y le bastan cuatro muros que milagrosamente todavía se mantienen en pie, o una verja oxidada,o una puerta arrancada de cuajo, para reconstruir la familia que ocupaba entonces esa casa.

A su don para la evocación, Mauro Corona une una asombrosa precisión y elegancia para la descripción, ya sea de paisajes, gentes, oficios o costumbres, algunas decididamente abominables (y me refiero por ejemplo al salvaje que, a cambio de unos céntimos, animaba a los hermanos Corona a arrasar nidos y traerle unos pollos que el inductor de la  salvajada echaba enteros a la sartén después de haber tenido la precaución de aplastarles el cerebro apretando con  el índice  y el pulgar. Quizás para tranquilidad del lector, el autor aclara que de pequeño aún  hizo cosas peores…). Los herreros de antaño, los molinos movidos por el agua del río, el panadero que cada mañana regalaba a los hermanos Corona (“huérfanos de padres huidos”) un bollo de pan cuando iban camino de la escuela; el maestro local, las tabernas de entonces, el penoso abonado de los campos a base de estiércol que las mujeres subían hasta los campos en serones cargados a la espalda. Nada escapa a la mirada de un narrador al que todo interesa, razón por la cual, por ejemplo,  el lector cierra el libro con una información detallada acerca de la época en que debe cortarse la leña para el fuego, qué orientación debe dársele para que madure en el bosque o cuál  es la madera adecuada para cada uso, pero también información acerca de las herramientas de los diferentes orfebres o la información acerca de los hechos de la vida que con su conducta los adultos transmitían a los jóvenes. Es uno de esos libros que, pese a su aparente sencillez, obligan al lector a sopesar con  preocupación cómo van pasando las páginas, pues ello implica que cada vez falta menos para que se acaben. Sería de agradecer que los editores españoles se decidiesen a editar otras obras de este curioso personaje que aparte de escribir y  esculpir, todavía encuentra  tiempo para escalar  montañas, y varias vías de acceso a las cumbres de los Dolomitas y del parque de Yellowstone llevan su nombre.

 

Fantasmas de piedra

Mauro Corona

Altaïr

 

 



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30 de abril de 2012
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Schubert y Shakira

¿Sobrevaloramos hoy a chefs y diseñadores como máximos exponentes de la cultura?, ¿soportamos todo tipo de artefactos escabrosos como obras de arte, autores de pacotilla, colas insufribles para contar que pudimos ver «la exposición» de la temporada? Según Mario Vargas Llosa, no sólo eso, sino que la cultura se ha acabado tal y como un día se entendió. Su último libro ?curiosamente el primero después de recibir el merecido Nobel? ha suscitado una amena controversia. «Perdonen, ¡pero qué viejas ideas! Primero porque la gran cultura siempre ha sido cosa de pocos, pero al menos ahora todos pueden leer, aunque no sea Nietzsche», escribía hace unos días Pilar Rahola, mientras que el escritor Jorge Volpi analizaba la paradoja de que alguien que se define como liberal, «se muestre como adalid de una élite cultural que, en términos políticos le resultaría inadmisible: un mandato de sabios, semejante al de La República, resulta más propio de un universo totalitario como el de Platón que del orbe de un demócrata». Porque en su acérrima defensa de una aristocracia intelectual, Vargas Llosa pasa de puntillas ante la democratización de la cultura, ese fenómeno «altruista y loable», dice, pero cuyo efecto ha sido tan catastrófico como banal. El menosprecio vale tanto para los contenidos como sus envoltorios. Aunque, curiosamente, en una entrevista publicada en La Vanguardia, el autor contaba que tuvo que terminar el libro en aeropuertos, «a salto de mata», un proceso tan nómada e hipermoderno en las antípodas del recogimiento del autor clásico que precisa soledad y silencio para crear. Cierto es que desde las atalayas resulta más confortable estar en contra de todo. Contra el periodismo irresponsable, la política deslavada, la crítica literaria insustancial o los productos culturales light que requieren un esfuerzo intelectual mínimo. Su desconfianza ante las nuevas tecnologías roza el negacionismo. Y arremete contra la influencia de «la jerga, a veces indescifrable, que domina el mundo de los blogs, Twitter y Facebook». «Pero si en los 140 caracteres te cabe un link de la Enciclopedia Británica», me argumenta el filósofo Javier Gomá, que en su libro Todo a mil (Galaxia Gutenberg) recupera el sentimiento de ser «hijo gozoso de nuestro tiempo». Además de un discurso beato que anega todos los progresos morales de la civilización, esta radiografía de la pobreza cultural, esta melancolía intelectual, vuelve a lo de siempre: a contraponer lo viejo y lo joven, lo profundo y lo superficial, lo permanente y lo efímero, lo elevado y lo popular. Por supuesto, corriendo a deslegitimar la promiscuidad cultural de quienes van a los conciertos de Shakira pero también escuchan a Schubert. Porque, quién a día de hoy está legitimado para imponer un canon, desatendiendo uno de los principios de la cultura: la subjetividad.

(La Vanguardia)

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30 de abril de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Presidentes taumaturgos

Los reyes medievales curaban las escrófulas de sus súbditos con una imposición de manos. La soberanía conferida por Dios no incluía tan solo el derecho a cobrar diezmos e impuestos, reclutar soldados o declarar cruzadas, sino que abarcaba poderes milagreros, que les resguardaban a ellos mismos de los ataques de las fieras salvajes. Una reminiscencia de aquellas dotes taumatúrgicas permanece todavía en nuestra época secularizada, en la que el único milagro monárquico es que la añeja institución todavía se sostenga en pie en unos pocos países.

Ahora son algunos presidentes surgidos del sufragio universal los que intentan apoderarse de los perdidos rituales curativos con las escrófulas de nuestro tiempo. Las recetas y programas de los partidos políticos clásicos han perdido todo impulso y capacidad de diferenciación. Las políticas vienen dictadas por las instituciones internacionales y por los intereses de los inversionistas que una deidad llamada mercado ha sabido personalizar en los atributos de su omnipotencia, su omnisciencia y su omnipresencia. Solo queda margen para la palabra ?que con frecuencia es demagogia populista? y a veces para los poderes paranormales. Respecto a la palabra, es difícil encontrar una fuerza política que renuncie a la demagogia. El populismo tan mal visto en Europa es un instrumento sin color negativo en la política estadounidense, al que todo político recurre en un momento u otro. En cuanto al milagro, en cambio, es más exclusivo: solo está al alcance de algunos. En Europa, por ejemplo, donde la derecha campa a sus anchas sobre la crisis de una izquierda que ya no se reconoce ni a sí misma, el argumento de los poderes curativos ante la crisis económica ha sido utilizado como argumento central de algunos discursos conservadores. La victoria del líder se ha convertido así en un momento mágico para los males económicos, las cifras de paro, la falta de empleo o el déficit público, conjurados como en una imposición de manos por las urnas, y aun más cuando arrojan una rotunda mayoría absoluta. La llegada o permanencia en el poder de un presidente taumaturgo confiere confianza a los mercados, rebaja la prima de riesgo o incrementa incluso el poder adquisitivo de los ciudadanos. El perdedor, por su parte, queda estigmatizado por gafe o malasombra, derivación lógica de sus ideas progresistas. Los milagros terminan exigiendo la comprobación empírica, sobre todo en esta época tan materialista. Así es como ahora estamos al cabo de la calle; en España después de los cien días de Rajoy y en Francia de cinco años de Sarkozy. Su carisma no ha bastado para sanar la economía. Sabemos lo que valen los presidentes taumaturgos. Ni unos eran gafes ni los que han venido a sustituirles tenían poderes. Todos tropiezan por igual. Tras la etapa sobrenatural, siempre regresa el mundo real, la política.



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30 de abril de 2012
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El antimoderno convulso

'Fausto’ no es una película para almas impacientes. Aunque menos larga, con sus 134 minutos de metraje, que alguno de sus poemas documentales más celebrados (‘Confesión’, “novela corta cinematográfica en cinco capítulos“, de 210 minutos de duración, y ‘Voces espirituales’, que alcanzaba los 340), Sokurov se toma su ‘tempo’ y sus circunloquios, si bien es cierto que en este caso le justifica la fuente literaria de la que parte, el ‘Fausto’ teatral de Goethe, que en su redacción última superaba las 300 páginas. Y tampoco está hecha para espectadores de estómago delicado: arranca con la escena de la autopsia de un cadáver pútrido, que no elude ninguna de sus interioridades, y contiene además laceraciones, lepras, úlceras, evisceraciones, homínidos en estado fetal y, en una secuencia memorable, el desnudo integral de Mefistófeles (nunca llamado así en el film) entrando en unos baños públicos y mostrando su cuerpo monstruoso de minúsculo rabo anal y carnes adiposas carentes, allí donde tenía que estar, de miembro viril. El diablo de Sokurov parece una figura salida de un cuadro de El Bosco, que es una referencia estética, pero no la única, de una película llena de recursos pictóricos.

 

    ‘Fausto’, premiada en la última Mostra de Venecia con el León de Oro, es, si no me equivoco, la tercera obra fílmica del artista ruso que llega a nuestras pantallas de estreno, después de ‘Aleksandra’ y ‘El arca rusa’, aunque sus trabajos plásticos y videográficos circulan con regularidad por los museos y galerías de arte de vanguardia, en Madrid y, ahora mismo, a través de un ciclo de sus series militares en el MACBA de Barcelona. Discípulo confeso del gran cineasta Andrei Tarkovski, de quien hizo un elocuente retrato libre en su ‘Elegía de Moscú’, Sokurov es un antimoderno radical; se confiesa deudor conceptual del siglo XIX, y sostiene que el cine que hoy se exhibe en salas comerciales debería llevar, como los paquetes de cigarrillos, el aviso de que lo que se va a ver “es peligroso para el espíritu”. En ese sentido, era reveladora en ‘El arca rusa’ la presencia, como protagonista, maestro de ceremonias y alter ego del director en el recorrido (una sola toma de 96 minutos) por el Museo del Hermitage, del Marqués de Custine, fascinante figura del pensamiento reaccionario decimonónico, cronista lúcido de la Europa de su tiempo, homosexual rampante y legitimista monárquico.

    ‘Fausto’ es el segmento final de una tetralogía fílmica sobre el poder, hasta ahora centrada en grandes dignatarios políticos del siglo XX: Hitler (en ‘Molokh’, de 1999), Lenin (en ‘Telets’, 2001) y el emperador Hirohito (‘The Sun’, 2005, única de las cuatro que no he visto). En las dos primeras, Sokurov utilizaba actores y fondos de archivo para sus alegorías, mientras que en ‘Fausto’ sigue un tratamiento de ficción pura y una iconografía romántica, siguiendo con notable fidelidad las acciones y muchas de las palabras del texto de Goethe. El propio director ha aclarado la vinculación del conjunto: “Los tiranos de las películas anteriores de la tetralogía se veían a sí mismos como representantes de Dios en la Tierra, pero hacían un desagradable descubrimiento: sólo eran humanos. En Fausto sucede lo contrario: un hombre se convierte en ídolo ante nuestros ojos. La marcha triunfal de Fausto por el mundo sólo es el comienzo […] Se marcha para convertirse en un tirano, un líder político, un oligarca”. El espectador no verá la resolución de ese proceso simbólico, y Sokurov, con cierta malicia, lo corrobora al hacerse esta pregunta: “¿Es casualidad que el autor del film interrumpa ese viaje?”.   

      Como el Marqués de Custine, Sokurov es un intempestivo, que busca la belleza convulsa del irracionalismo contemporáneo, aunque no podamos decir que se trate de un hombre que guste de Breton y del surrealismo programático. De buscarle otro paralelo excéntrico, yo pensaría en Lautréamont, compartiendo ‘Fausto’ con ‘Los cantos de Maldoror’ una deslumbrante riqueza metafórica, una oscuridad que incita a seguir mirando, y un paroxismo un tanto sensacionalista, con el que nos sacude, nos desconcierta y nos perturba con frecuencia. Para conseguir sus efectos, Sokurov se sirve en su película de un actor especialmente inspirado, Anton Adasinsky, que interpreta al deforme demonio tentador, y de unos procedimientos formales que suele utilizar: el uso de filtros de color y juegos monocromos en la imagen, y la deformación anamórfica del encuadre, por medio de una especie de contracción de los fotogramas que no siempre resulta relevante. Aun así, ‘Fausto’ interesa e intriga en todo momento, y tiene momentos de singular belleza: las secuencias en el interior de la iglesia, bañado de una luz blanca que apunta a la abstracción, y el largo paseo por los bosques de las dos parejas formadas por Fausto y Margarita y la madre de ésta acompañada de Mefistófeles; la escena da un sentido a la película, pero es asimismo el recordatorio del talento de paisajista de Sokurov. Con lo que podríamos llamar su naturalismo místico, el director ruso consigue que la aridez y la autocomplacencia de algunos de sus títulos, como las citadas ‘Confesión’ y ‘Voces espirituales’, posean una intensidad lírica próxima a la de Tarkovski.

    Odiado por muchos y adorado por los ‘happy few’, ignorado y premiado, Alexandr Sokurov es, como los recientemente fallecidos Theo Angelopoulos y Raúl Ruiz, un cineasta portentosamente ambicioso e intermitentemente desigual que nunca he dejado de seguir con pasión. Alguien, y ahora hablo sólo de él, de quien me aleja su espiritualidad de cuño religioso y tal vez ciertos posos ideológicos heredados del zarismo, pero al que no olvido como autor de tres obras maestras fundamentales: ‘Sonata para viola’ (original retrato del compositor Shostakovich, realizado en 1981 en colaboración con Semyon Aranovich), la profundamente conmovedora ‘Madre e hijo’ (1996) y ‘El arca rusa’ (2002), incomparable e hipnótica metáfora del peso del pasado en un presente sin norte.

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30 de abril de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Drogas que hacen creer en el más allá

Movido por la Semana Santa y de Pasión, he pasado varios días en Francia y otros más en Italia. Una experiencia que, a la fuerza, lleva a comparar los efectos que en uno y otro país proyecta la crisis.

¿Resultado? Ninguno de estos dos países vecinos vive esta adversidad con la espesa angustia que atenaza la actualidad española. Hay crisis en esos lugares pero siendo de peso no llega a ser una peste. Especialmente en Francia, si los males económicos tienen sus parcelas sociales y políticas contaminadas no son una plaga que ocupa el pensamiento absoluto. En cuanto a Italia, algo hace sentir que si son importantes sus problemas de deuda y sus déficits casi incurables, el país se mantiene en pie, sin derrengarse ante cualquier amenaza de rescate.La explicación más inmediata sería que no se hayan tan mal como España pero acaso la auténtica razón de peso es que pesan más. Y ya no solo políticamente o en proporciones del PIB sino que pesan más en cuanto que la densidad de su cultura/cultura es incomparablemente más firme.

Puede creerse que estos tiempos en que los números bullen sin cesar lo cualitativo es un factor de segundo orden. La economía y su fechorías ha logrado tal protagonismo numérico a través de recortes y ajustes, mutilaciones crueles y ahorros asfixiantes, que sólo ellos son pertinentes para contrarrestar el mal. La cultura quedaría pues, como un factor ornamental que en los tiempos fúnebres no posee, precisamente, ninguna vela en este entierro.

Sin embargo, la experiencia de vivir esta Gran Crisis en países de mayor consistencia cultural hace ver que la capacidad de resistencia y reacción se halla estrechamente unida al vigor cultural de instituciones y ciudadanos. Una sociedad es tanto más vulnerable cuanto más ignorante es. Un país es tanto más fácil tomárselo a chacota y llamarlo PIG (cerdo) de acuerdo a la baja calidad de sus víveres.

Muchos museos, muchas universidades, muchos catedráticos y auditorios nacidos estos años y convertidos en signos de un vertiginoso desarrollo socio-cultural, han unido al despilfarro la vacuidad y la corrupción a su máscara. Ahora, no obstante, se ve que tras esa carcasa muchas de esas edificaciones, físicas y no físicas, van cayendo a pedazos.

Bien porque fueron construidas de arena, bien porque fueron abandonadas sin apuntalar. Miles de plazas o miles de metros cuadrados sin pilares de verdad, erigidos para tratar de hacer egregia a la autoridad al estilo de los fenómenos dictatoriales del Tercer Mundo.

En suma, al hecho de una cultura que necesitaba albergues para hacerse mejor se ha respondido con la farsa de grandes contenedores sin vida interior. ¿Cómo no esperar que su resistencia a la crisis fuera tan débil y, en ocasiones, igual a cero?Un país no logra su efectiva solidez de los libros de contabilidad sino en este pasado inmediato, de la contabilidad de los libros y siempre de su capacidad de invención y educación. Sin educación no hay país desarrollado ni desarrollo de los cerebros que campearán el temporal. La impresión en Francia o en Italia, dos modelos muy dispares, tienen en común, frente a España que su competencia económica y cultural no es el efecto de unas drogas alucinógenas tomadas de prisa y corriendo. Hay drogas que diseñan impresionantes atletas pero fundamentalmente sus músculos no son el efecto de proteínas dosificadas sino de esteroides que acrecientan pronto la masa muscular. Y la envenenan.

Esta viene a ser la fábula de Zapatero y de Rajoy. Los deportes nos llevan a la Champions League , al mundial de baloncesto y a la final de la Copa Davis pero sus merecimientos despiertan recelos en medio mundo. Porque si España en tantos asuntos ha crecido con drogas (anfetas especulativas, chutes de la Unión Europea, supositorios megalómanos) ¿cómo no deducir -aun falsamente- que los éxitos deportivos, desde el fútbol al waterpolo, son partes del omnipresente doping nacional. Universidades, aeropuertos, museos o auditorios inspirados en el culturismo y no en la cultura. Grandes pero no fuertes, gigantes con pies de barro, idóneos para ser derribados y, en ciertos casos, hasta por el menor temblor.

 

 



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27 de abril de 2012
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Holismo y subversión

Un antiguo ministro de exteriores del gobierno de Enrique Cardoso se refería hace unos meses en el diario brasileño O Globo a los rumores sobre el colapso del sistema capitalista, afirmando que los mismos son absolutamente infundados. Lo curioso es que esta conclusión era desmentida por el contenido mismo de su escrito.
Así, en referencia a los Estados Unidos, Luis Felipe Lampreia afirmaba que desde la guerra del Vietnam (dónde la bandera del Vietkong llegó a ser ondeada por los manifestantes contra la presencia de 500000 americanos que gastaban su juventud en Indochina) no se habían visto en Estados Unidos una contestación tan radical como la que supuso Occupy Wall Street, y que no había precedentes en la historia reciente del país de un espectáculo de disfuncionalidad política e institucional tan grave como el ofrecido en las cámaras americanas el pasado verano en torno a los gastos federales.
Pero la zona más álgida sería la Unión Europea, amenazada a su juicio de desintegración, síntoma de lo cual sería el retorno a los nacionalismos (en Grecia por el sentimiento de que se les fuerza desde el exterior a la miseria, y en Alemania o los Países Bajos por el sentimiento contrario de estar alimentando a desarraigados) y el resurgir de fantasmas xenófobos que se creían superados. El mercado de trabajo en los países desarrollados mengua (en razón sobre todo de la contracción del sector público). Los grandes bancos del mundo pierden a ojos vista credibilidad y su rescate es considerado por la población como una gran injusticia. En suma, los descontroles de la economía de mercado estarían poniendo en peligro tanto el sueño americano como la ilusión compartida por Adenauer y De Gaulle de una Europa con sentido de común destino.
Y esta mirada panorámica se efectúa desde un Brasil dónde los bonos (juros), descontada la inflación han llegado a batir records mundiales de rentabilidad (5.5 por ciento contra tasas negativas en Alemania o Japón y 1 por ciento en Rusia, otro de los países emergentes) y en consecuencia misma de ello ciertos economistas declaran que ningún país tiene mayores razones para temer a la crisis. Un Brasil dónde un antiguo partido guerrillero y maoista, socio en los gobiernos de Lula y Roussef, se ha visto inmerso en gravísimos casos de corrupción. Un Brasil dónde las formidables tasas de crecimiento (que permiten a su presidenta dar consejos a países europeos hasta hace poco considerados potencias) no es óbice para que los excluidos del sistema sigan llenando de imágenes sombrías los centros mismos de las ciudades. Un Brasil en suma dónde la condición de país económicamente salvado de la quema podría revelarse un espejismo, y el sentimiento subjetivo de potencia mudar en melancolía.
Ante esta perspectiva internacional, ¿dónde reside la base de la seguridad que tiene el político brasileño de que el Capitalismo no está amenazado? En un único argumento: la inexistencia de una propuesta alternativa "ya sea en términos teóricos". El lúcido analista se equivoca quizás en este punto. Pues las alternativas no necesariamente se proclaman. Las transformaciones sociales son a veces expresión de un movimiento holístico, dónde la yuxtaposición de sentimientos individuales de agravio cuenta menos que una razón colectiva, de la que no hay siquiera clara conciencia.
Si durante las grandes manifestaciones (en realidad ocupación-en ocasiones casi espontánea- por los ciudadanos del espacio público) que han tenido lugar en Barcelona con pocos meses de intervalo, alguien hubiera preguntado por las razones subjetivas que movían a la participación, posiblemente las respuestas serían no sólo muy diversas, sino en ocasiones opuestas y hasta contradictorias. Allí había gente que comulgaba más o menos con un ideario naturalista o animalista y gente que respondía al lema (para algunos periclitado) de la lucha de clases; gente que podía lamentar la ausencia de referencias a la causa del catalanismo y gente que no se sentía en absoluto afectada por este asunto; gente confiada en que alcanzar un mundo más digno es cuestión de acuerdo entre seres de buena voluntad y gente convencida de que todo es asunto de relación de fuerzas...Pues bien: me atrevo a decir que estas diferencias carecían de importancia y ello en razón de que las motivaciones subjetivas eran mera oportunidad para que se manifestara una razón común la cual podía incluso ser contradictoria con lo que cada uno creía que le motivaba. Esto se notaba también al nivel de los discursos, en ocasiones brillantes, en ocasiones indigentes, pero igualmente carentes de peso ante el movimiento holístico en su esencia y portador de un saber asimismo holístico, forjador de un sujeto presente en cada uno pero a veces difícil de reconocer en ese uno determinado por relaciones de fuerza afectivas, económicas, etcétera, que cierran el paso al sujeto que activa y críticamente piensa, es decir, resiste a los prejuicios establecidos.
La carencia común al analista brasileño y a muchos de sus homólogos europeos es no considerar la hipótesis de que el sujeto social, lejos de reducirse al cúmulo de sus intereses inmediatos, es intrínsecamente transitivo tensado, dialéctico y creador. De esta tensión surgirá quizás la alternativa al caos e indigencia actuales.
No se alcanza una línea yuxtaponiendo puntos, una superficie yuxtaponiendo líneas, ni un sólido yuxtaponiendo superficies...Pero en ocasiones una suerte de restauración de la jerarquía ontológica, una concordancia de lo aparente con lo real, hace que lo sustancial y denso, lo tridimensional concreto, sin lo cual no caben de hecho las variedades abstractas que son sólidos, lineas y puntos, recupere el primer plano. Y entonces las superficies muestren su matriz en el sólido, como las lineas su razón de ser en las superficies. A tal restauración de la verdad en el plano topológico, correspondería en lo social ese momento en el que los individuos nos reconocemos como reflejo del todo que lucha por su propia fertilización.
En el más sencillo paño gracias a la singularidad de los pliegues superficies y líneas surge esa forma que un Zurbarán o un Velazquez, se esfuerzan por recrear en los velos blancos de sus prodigiosos Cristo 1. Análogamente, el momento de discontinuidad que conmueve y fertiliza el todo unificado del conjunto social confiere a esos indivisibles últimos del mismo que somos cada uno de nosotros un suplemento de dignidad, poniendo de relieve que si tantas veces cada uno de nosotros es reflejo de la humanidad rapaz por miserable, puede llegar a ser expresión de la humanidad generosa por fértil.

 

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1 He tenido aquí ocasión de recordar la frase de Eduardo Chillida relativa al descendimiento de Roger van der Weyden: "si le quitas los pliegues al cuadro que queda del cuadro". 

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27 de abril de 2012
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II. Ropajas importados

Eran ropajes importados que quisimos cortar a nuestra medida, los mismos que vistieron Voltaire, Rousseau, Montesquieu, Jefferson, Franklin, Paine; y bajo esos ropajes, asomaba la cola del caudillo que fue al principio un personaje amante de las luces de la ilustración y luego volvió letra muerta la filosofía libertaria, como el doctor Gaspar Rodríguez de Francia, dictador perpetuo del Paraguay.

La distancia contradictoria entre el ideal imaginado y la realidad vivida, entre el mundo de papel de las leyes y el mundo rural donde se engendra la figura del caudillo, entre lo que deber ser y lo que realmente es, entre modernidad derrotada y pasado vivo, es lo que crea el asombro que primero se llama real maravilloso en tiempos de Alejo Carpentier y Miguel Ángel Asturias, en la primera mitad del siglo veinte, y luego realismo mágico en tiempos de Gabriel García Márquez, en la segunda mitad.

Pero qué es la historia de América toda sino una crónica de lo real maravilloso?”, dice el mismo Carpentier, que junto con Asturias aprendió a ver el mundo latinoamericano desde Francia, en plena fiebre del surrealismo, en toda la ostentación de sus desajustes, distorsiones, exageraciones y excentricidades. Ojos lejanos para ver de cerca.

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27 de abril de 2012
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El Boomeran(g)
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