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Lo que falta es una rosa bien puesta

Por 9 de mayo de 2012 Sin comentarios

Eder. Óleo de Irene Gracia

Iván Thays

Este es el post que escribí para mi blog “Vano Oficio” de El País, a propósito de las críticas contra La civilización del espectáculo de Mario Vargas Llosa y mi propia experiencia con el show literario.

One red rose. Foto: Nicola Jones
En junio de 1981 Mario Vargas Llosa entrevistó a la exitosa autora de novelas rosas Corín Tellado para un programa peruano de TV. Luego hubo un intercambio de piropos: doña Corín dijo que se había sentido muy cómoda con el escritor peruano, a quien había leído y admiraba, porque este la tomó en serio y la entrevistó “sin esas ironías y sarcasmos de las que ya estoy harta”. Por su parte, Vargas Llosa, terminada la emisión, declaró que ella: “(…) para bien o para mal, durante treinta años ha sido la encargada de satisfacer nuestro hambre de irrealidad.”
No debería extrañarnos que el autor de La tía Julia y el escribidor, donde se parodia a los folletines amorosos, haya sentido curiosidad por Corín Tellado (una suerte de Pedro Camacho, además, en su rapidez para escribir) y decidiese entrevistarla en su programa cultural, tiñéndola de un prestigio que entonces le era esquivo. Sin embargo, a la luz del libro La civilización del espectáculo que acaba de publicar, parece una contradicción flagrante. Si está en contra de la democratización de la cultura y exige que el hombre culto oriente la sensibilidad de los espectadores hacia obras que los conmuevan y no que solo los entretengan ¿por qué no aprovechó su espacio televisivo para explicar, digamos, cómo leer el Ulises, en vez de mostrarnos la intimidad de una escritora que en esos años era el paradigma de la literatura light contra la que denosta en su nuevo ensayo?
Acusar a Vargas Llosa de contradictorio no es la única ni la más punzante de las opiniones en contra del polémico ensayo, algunas muy atendibles, que han surgido durante estas semanas. Pese a ello, La civilización del espectáculo dista mucho de ser un libro desdeñable. Al contrario, al leerlo nos deja la sensación de que antes que su menosprecio al ciberespacio o la tecnología, o su añoranza por un ideal de cultura ya extinto, lo más resaltante es la exposición contundente de una irrefutable verdad: la banalización de la cultura. Es decir, el desdén e incluso la censura contra cualquier actividad cultural que no pueda ser trivializada o popularizada, sino que insista en su afán hermético y auténticamente transgresor.
¿Censura? Sí, esa es la palabra correcta. En la reseña aparecida en El País Jorge Volpi concluye: “La solución frente al imperio de la banalidad, que tan minuciosamente describe, no pasa por un regreso al modelo previo de autoridad, sino por el reconocimiento de una libertad que, por vertiginosa, inasible y móvil que nos parezca, se deriva de aquella por la que Vargas Llosa siempre luchó.” ¿A qué libertad se refiere Volpi? ¿Quizá a la supuesta libertad que brindan los nuevos medios de comunicación, el internet, las redes sociales? Aunque en principio pareciera que el no tener necesidad de pasar por el control de un editor, un curador de arte o la necesidad de un medio impreso o espacio físico, los autores, los críticos y los artistas gozarían de una libertad mayor, en la práctica lo que vemos es que, en inmensa mayoría, internet repite lo mismo que se ofrece por otros medios. E incluso muchos usan las plataformas virtuales como trampolín para conseguir la aprobación de quienes pertenecen a medios tradicionales y así poder integrarse a ellos. Son libres, digamos, porque el acceso de los medios virtuales es sencillo y gratuito, pero no porque busquen librarse del espectáculo ni cuestionarlo sino, al contrario, voluntariamente lo reafirman (basta dar un vistazo a la mayoría de opiniones que se manifiestan en Twitter o en Facebook para comprobarlo).
Puede pensarse que los principios de autoridad anteriores, desde los comisarios estalinistas hasta los mandarines culturales, han sido derrocados por esta cultura del “vale todo”. Tampoco es cierto. Sobre los escombros de esas dictaduras se ha fundado un totalitarismo más poderoso: el mercado, que actúa exactamente igual que esos añejos comisarios o mandarines. Le dice al artista qué debe hacer, le dice al crítico cómo debe interpretar, le dice al espectador qué debe consumir. No lo hace, obviamente, a través de opiniones en revistas prestigiosas ni decretos de estado, sino copando todo el espacio hasta arrinconar a aquel que no está alineado con su idea de divertimento. Una distribuidora de cine o de libros obliga a los dueños de las cadenas a promover sus productos más vendedores en el mayor espacio disponible y la mejor exposición, a cambio de primicias o mejores precios al por mayor. Las obras que no participan de ese mercado mueren ignoradas. En América Latina no es extraño que solo la ilegalidad (la piratería cinematográfica o de libros) puede hacerle frente al totalitarismo. Como parte de esta trama hegemónica, las páginas culturales son reemplazadas por páginas de espectáculos (que incluyen moda y gastronomía cada vez con mayor frecuencia pues son activos culturales muy rentables), y evitan la crítica por “aguafiestas” y pretenciosa. Después de todo, quién necesita crítica si existe la publicidad.
De eso trata sobre todo La civilización del espectáculo y Vargas Llosa no es el último ni el único en lamentar la situación. Quien alguna vez ha intentado difundir cultura sin duda ha sido víctima de la dictadura del mercado. Cuando tenía un programa literario de televisión el gerente de ese entonces era un fotógrafo cuyo mayor orgullo era haber insertado el largo tallo de una rosa entre las nalgas de una vedette desnuda. Previsiblemente, aquel curioso florero humano fue muy comentado y la revista donde trabajaba vendió mucho. Un día me llamó a su oficina para evaluar mi programa. Dijo que era aburrido, demasiado intelectual, muchos escritores y libros que nadie quiere leer. “¿Por qué hablas tanto de ese Nabokov por ejemplo?” me preguntó a bocajarro, luego de proponerme que le dedicase quince minutos, en cada emisión, a Harry Potter. Y al final, dándome unas amistosas palmadas en la espalda (aunque en ese momento ya había redactado un documento donde le pedía al presidente del canal que clausurase mi programa) me despidió de su despacho aconsejándome: “A tu programa lo que le falta es una rosa bien puesta”.

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Iván Thays

Iván Thays es escritor peruano (Lima, 1968) autor de las novelas "El viaje interior" y "La disciplina de la vanidad". Premio Principe Claus 2000. Dirigió el programa literario de TV Vano Oficio por 7 años. Ha sido elegido como uno de los esccritores latinoamericanos más importantes menores de 39 años por el Hay Festival, organizador del Bogotá39. Finalista del Premio Herralde del 2008 con la novela "Un lugar llamado Oreja de perro".

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