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I. Magia negra

Fernando Color de Mello fue electo presidente de Brasil en 1990, el primero en asumir el cargo por voto popular directo después del fin de la dictadura militar. A sus cuarenta años parecía un artista de las telenovelas brasileñas, muy populares entonces en toda América Latina, antes que cedieran el cetro a las colombianas. El presidente Bush padre llegó a llamarlo "el Indiana Jones de América Latina". Pero su glamour se derrumbó cuando en 1991 su hermano Pedro denunció que cobraba coimas millonarias a cambio de otorgar contratas y concesiones del estado, toda una red de corrupción que manejaba Paulo César Farías, tesorero de su partido, con lo que fue juzgado por el Congreso y tuvo que renunciar en 1992. Un breve reinado.
Inhabilitado por años para ejercer cargos públicos, al terminar la veda fue electo senador por su estado natal de Alagoas en 2006, porque en América Latina es una ley política que los muertos siempre resucitan. Hoy, está resucitando de otra manera, pues su antigua esposa Rosane Brandao Malta, quien fue primera dama del Brasil a los 26 años de edad, compareció hace poco en el programa de televisión Fantástico de la cadena Globo para explicar, con lujo, de detalles cómo su marido se valía de las artes de la brujería para gobernar, o desgobernar, porque sometió al país a un programa de ajustes monetarios despiadado.

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1 de agosto de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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¿Desde la guerra civil?

Ferran Adrià piensa que no estábamos tan mal desde al guerra civil. Se lo dice a Agustí Fancelli en una entrevista sobre la nueva vida del chef desde que dejó El Bulli, hace un año. Adrià no se va de vacaciones porque dice que si las hiciera no se sentiría a gusto consigo mismo precisamente por lo mal que están las cosas. Adrià es un caso muy raro. En este país casi todos se han ido de vacaciones, sin importarles un rábano la prima de riesgo, el rescate o los impagos del gobierno catalán. Muchos de los que profesionalmente se dedican a decir cosas enormes, los tertulianos por ejemplo, ya se han ido hace muchos días. Los más viejos del lugar recuerdan lo que les contaban sus madres: también en julio de 1936 la gente del Ensanche y del barrio de Salamanca se habían ido de vacaciones.

Adrià no se va de vacaciones para dar ejemplo ante la crisis, para levantar la moral de la gente. ?Todos debemos hacer un esfuerzo, en este país no estábamos tan mal desde la Guerra Civil?, dice. La última moda entre historiadores y comentaristas políticos no era la Guerra Civil sino el Desastre, el 98, el momento en que España perdió Cuba y Filipinas, como ahora estamos perdiendo nuestro Estado de Bienestar, nuestro sistema de cajas de ahorro y quién sabe si también nuestros ahorros y el entero Estado autonómico. Estadísticas relevantes en mano sobre demografía, mortalidad, salud, vivienda y educación, no digamos ya sobre PIB, bienestar, pobreza, y cien mil cosas más todas ellas relevantes como libertades públicas, sistema político o integración europea, es difícilmente sostenible que estemos tan mal como en la guerra civil. Excuso decir que entonces se mataba y se moría con una facilidad que hoy solo se puede encontrar precisamente allí donde hay guerra civil, en Siria por ejemplo. Y si la comparación es la derrota naval frente a Estados Unidos todavía es más difícil encontrar referencias parangonables. Y sin embargo, a mí me parece que hay algo muy acertado en la frase de Adrià y un grado de acierto mayor que cualquier otra comparación. Hay algo en lo que estamos tan mal como en 1939 y en todo caso peor que en 1975, a la muerte de Franco, cuando efectivamente estábamos desde todos los puntos de vista mucho peor que ahora. En 1939, como ahora, no sabemos a dónde vamos. Desconocemos el horizonte que muy pronto se va a abrir ante nuestros ojos si es que esta crisis que estamos sufriendo no es ya este horizonte que se instala definitivamente como la normalidad a pesar de nuestra sensación de provisionalidad. En la transición sabíamos que íbamos a ir a mejor. Conocíamos las referencias a las que nos queríamos acercar. Teníamos delante una pista de aterrizaje, que se llamaba Europa. Ahora nos encontramos como hace 70 años, en un momento de transformación global que extiende sus interrogantes hasta nuestras vidas particulares y no digamos al cojunto de la vida pública y de sus instituciones. Peor que en la Transición, igual que a la salida de la Guerra Civil y en todo caso distinto a la crisis del 98, a pesar de que nos tiente la idea de decadencia que se convirtió en el horizonte de los españoles de aquel fin de siglo. Y eso por una razón, porque la decadencia no es española sino europea y occidental. Si es un 98, no es un 98 español.



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31 de julio de 2012
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De qué se trata en una metafísica que responda al saber de nuestra época

Hemos de entender bien que sigue tratándose de pensar  la naturaleza, sigue tratándose  de una exploración del  entorno físico por la razón y  el lenguaje, sigue tratándose de que  lenguaje y razón  desplieguen  su potencialidad y se reconozca fertilizados  en tal despliegue.

Para este pensar sigue siendo imprescindible que las alforjas estén bien repletas. La nueva metafísica no puede abordarse, por ejemplo,  sin ese  bagaje técnico indispensable para percibirse de lo que está en juego  por ejemplo en el esfuerzo hasta ahora inructuoso de los físicos por alcanzar un teoría unificada del campo o en el de los genetistas para determinar partes del genoma no codificadoras de proteínas que darían mayor luz sobre ese límite del conocimiento que constituye ( y constituía  ya para el biólogo Aristóteles)  la existencia de diferencias  en el seno de una especie que separan a un individuo de otro.

Todo este bagaje técnico sigue siendo no sólo conveniente sino, ahora sobretodo, definitivamente imprescindible. Imprescindible incluso que una introducción a la metafísica pase por un claro establecimiento del estado de la cuestión sobre aquello que el conocimiento científico considera adquirido. Se trata en suma de ser fiel al hecho de que  la metafísica   se forja en cada etapa tras la ciencia natural, lo cual no significa que la ciencia natural sea cronológicamente anterior a ella,  importantísimo asunto que abordaré algo más tarde en esta reflexión.

 

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31 de julio de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Del ciberpunk al biopunk

Alguna vez hubo el ciberpunk, y autores como William Gibson y Neal Stephenson se convirtieron en los modelos a seguir, con novelas distópicas en las que se reflexionaba sobre el lugar del individuo en un futuro cercano regido por las tecnologías de la información, la cibernética. Pero los géneros se transforman, y el ciberpunk puro y duro abrió paso a múltiples subgéneros; de todos ellos, los más vitales hoy son el steampunk y el biopunk. A mí el steampunk no me dice mucho (novelas y comics en los que el siglo XIX es reimaginado a partir de la incorporación de ciertas tecnologías que no pertenecen a esa época), pero el biopunk me parece fundamental para entender ciertas ansiedades del presente y especular acerca de los desafíos centrales del futuro.

En el biopunk, la preocupación ya no gira tanto sobre el peso de la revolución informática en la vida cotidiana, característica de novelas ciberpunk como Neuromante (Gibson, 1984)) y Snow Crash (Stephenson, 1992) -y películas como Blade Runner (Ridley Scott, 1982)--, sino en torno a los alcances de la manipulación genética. Esta manipulación alcanza a los individuos, y también a la flora y la fauna. La distopía esta teñida de amenazas relacionadas con el cambio climático, con un mundo de ecosistemas desequilibrados por la acción del hombre.

Una novela clave de este subgénero es La chica mecánica (2009; Plaza Janés, 2011), de Paulo Bacigalupi. Esta compleja y atmosférica novela, ganadora de los premios más importantes de la ciencia ficción -el Hugo, el Nebula, el Locus--, está ambientada en la Tailandia del siglo XXII, un reino que se ha salvado del cataclismo ecológico -plagas producidas en laboratorios, la subida de las aguas que se ha llevado por delante a ciudades como Nueva York y Bombay-- gracias a que ha cerrado sus fronteras a los extranjeros. En ese espacio dominado por rickshaws, megadontes (animales prehistóricos recreados en el presente gracias a los laboratorios de genética del Ministerio del Medio Ambiente) y dirigibles (un guiño al steampunk), se mueve Anderson Lake, agente de una gran corporación de alimentos que busca frutas extinguidas en otras partes del planeta para robar su código genético y replicarlas. Lake es un pirata genético, un hacker de las plantas que se maravilla en los mercados de Bangkok al ver tomates, pimientos y ngaw que han regresado de la tumba.

Recubierta por un vistoso ropaje, en el fondo de La chica mecánica late una tradicional novela de espías y también una historia de amor de las convencionales. En su deambular por Bangkok Lake conocerá a Emiko, la "chica mecánica", un "neoser", un cyborg creado en Japón a partir de la ingeniería genética, y tratará de liberarla de su esclavitud. Los neoseres son respetados en el Japón, pero en países como Tailandia tienen un estatus inferior y son despreciados por su corazón artificial.

Con Emiko, Bacigalupi añade una creación fascinante a una larga tradición de la ciencia ficción, la de cruces entre el hombre y la máquina; los tailandeses se burlan de Emiko y la usan como un juguete sexual, pero, con los constantes avances tecnológicos, versiones de los neoseres de Bacigalupi podrían ser pronto la norma. Los movimientos mecánicos de Emiko la hacen reconocible, pero no está lejano el día en que el avance tecnológico llegue a un punto en que no se pueda distinguir a un ser humano de un neoser. Como le dice a Emiko un anciano pirata genético, "Puede que algún día los neoseres hereden el mundo, y pensaréis en nuestra especie como nosotros pensamos ahora en los pobres neandertales". El hombre natural será una reliquia, el cruzado por la máquina la norma.  

Al trabajar de manera muy lúcida con algunas ansiedades de nuestro presente, La chica mecánica puede convertirse pronto en literatura realista. 

(La Tercera, 28 de julio 2012)



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30 de julio de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Bajas esferas, altos fondos

Se puede recurrir a los sólidos argumentos tantas veces expuestos en relación a la subjetividad de todo juicio. O se puede atajar con el castizo (pero muy certero) "más vale caer en gracia que ser gracioso". Por ambos caminos se llega a expresar con bastante precisión la impresión que produce en el lector la lectura de cualquier obra de Jesús Pardo. Sus relatos autobiográficos  (Autorretrato sin retoques (1999), Memorias de memoria (2001) Borrón y cuenta vieja (2009))son uno de los ajustes de cuentas con el pasado de todos nosotros más lúcidos y despiadados de la literatura del siglo XX. Ahí no queda nada en pie, como si siempre hablase en serio. Y sin embargo, por detrás de tanta ferocidad y poca paciencia con las idioteces humanas hay un fondo de bonhomie que lo hace simpático e incita a seguir leyendo, quizás porque maneja el lenguaje con  gran soltura y eficacia (que escribe bien, vaya). Y quizás porque es ecuánime en sus apreciaciones y dice lo que cree que es justo decir, incluso cuando habla de (o contra de) sí mismo.

Bajas esferas, altos fondos, la novela que ahora reedita editorial Funambulista no se parece mucho a sus memorias. Es ficción, pese a que en el momento de su primera aparición (2005) a muchos lectores de entonces les divirtió  tratar de identificar a los personajes que pululan por Londres, Escocia y Madrid, algunos porque son perfectamente reconocibles (como Franco) y la mayoría porque se corresponden casi fotográficamente con la fauna que se apretujaba en las ya de por sí prietas filas del franquismo inmediatamente anterior a la irrupción del Opus Dei y el turismo. Concretamente, la embajada de España en Londres y los políticos que pasaban por allí manejando a su antojo al puñado de corresponsales españoles maniatados por las  numerosas censuras que funcionaban en paralelo,  Jesús Pardo los conoce bien de su época de corresponsal en Londres y por lo tanto puede hablar de ellos con tanta solvencia que parecen retratos de personajes reales.

En esta novela la lúcida ferocidad de sus memorias deja paso a una ironía que podría describirse como profundamente descreída, o desencantada, si no fuera porque la gente como Jesús Pardo nunca ha creído en nada ni ha quedado nunca encantada por nada, de manera que difícilmente pueden hablar una vez de vuelta. Y ese es otro de los atractivos del libro: desde los embajadores y los grandes de España a los navajeros y esbirros de poca monta, pasando por una estrafalaria cohorte de putas de alcurnia, pueblerinas ambiciosas y cabestros que portan los cuernos con el aire inequívoco del tú dame pan y dime tonto, todo el mundo miente, trapichea, engaña, pone cuernos, estafa y, al final, incluso incurre en el asesinato, pero lo hacen con un entusiasmo y una entrega encomiables. No hay el menor atisbo de mala conciencia, sentido de la traición o remordimiento. Desde la ideología, nadie cree una sola palabra de lo que se dice al respecto y más parecen seguir todos el consejo que le da Franco a un periodista al que está fichando para convertirlo en el portavoz del Régimen: "Usted haga como yo y no se meta en política".  Nadie se enamora de nadie, pero tampoco nadie le dice a su pareja que la ama. Tampoco hay odios, rencores ni ansias de venganza capaces de obnubilar el juicio de quien, con toda naturalidad, está chantajeando al amante de su esposa  y no tiene inconveniente en dar su "palabra de honor" de que no volverá a exigirle más dinero en el futuro si ahora paga lo que le exige a cambio de su silencio. Ni tampoco hay pasiones capaces de hacer perder el sentido del negocio a quien está contratando a un asesino para que acabe con la vida del esposo chantajista y tiene buen cuidado de que no le cobren de más. Es decir, todo lo que aquí se cuenta con habilidad y buen estilo es un amable disparate y a ratos parece un hijo  natural que Valle Inclán les hubiera hecho a los hermanos Quintero: la narración entera es tan exagerada e irreal que en modo alguno pretende ser un retrato del franquismo y la España inmediatamente anterior al desarrollismo. Y sin embargo, es de una exactitud tan milimétrica  que podría servir como ilustración para un libro de historia de las costumbres de entonces. Un libro curioso, fuera del tiempo y de las corrientes literarias de antes o de ahora. Pero que se lee con una permanente sonrisa de complicidad con el autor.

Bajas esferas, altos fondos

Jesús Pardo

Editorial Funambulista



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30 de julio de 2012
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Medianoche en el Louvre

Las salas vacías, los mármoles helados, el arte en penumbra obligando a una instintiva torsión de la mirada. La situación es insólita, cosas que ocurren cuando las multinacionales del lujo promocionan el arte con el fin de inmortalizarse. Una firma que lleva el nombre del zapatero que calzó a Marilyn Monroe o a Eva Perón con sus hormas revolucionarias, Salvatore Ferragamo, ha patrocinado la restauración de Santa Ana, la Virgen y el niño de Leonardo Da Vinci. A cambio, un espléndido regalo: desfile bajo las arcadas de la cour Napoleón y cóctel en las pirámides.

El bufé florentino despista a los invitados, demasiado atentos al risotto con trufa blanca, excepto a un reducido grupo que advierte cómo se abren los cordeles rojos que dan paso al ala Denon del museo. «Una visita privada», anuncian con discreción mientras dos vigilantes abren el paso entre esmóquines y espaldas escotadas. Apenas un murmullo. La visión nocturna crea un sentimiento de clandestinidad. Una vaga evocación de aquellos robos cinematográficos. Avanzar entre las sombras de las grandes piezas de la historia del arte crea un sentimiento casi religioso. Al fin, una sala con luz: Veronese y Leonardo. Las bodas de Caná y La Gioconda. Y el frufrú agitado de tanto exclamar «¡oh!». Porque contemplar la Mona Lisa sin una tropa de turistas a tu alrededor es algo parecido a ver por primera vez el mar. En la creación de una obra de arte el instante de felicidad perfecta no existe, escribió Lucien Freud, porque a medida que va acabando la obra el artista comprende que lo que pinta sólo es una imagen. Sin vida. Todo lo contrario a lo que le sucede a la espectadora nocturna, que exprime ese instante de felicidad y siente que su vida se alarga. E incluso imagina, bajo los efectos de la experiencia estética, que se acerca a dos guardias sonrientes y les pregunta si se puede ver la Venus de Milo, y le dicen que no, que esa sala está cerrada. Pero cuando enfila hacia la salida, a pie de escalera, un vigilante la ha seguido y le dice: «Mademoiselle, usted quería ver la Venus de Milo, ¿no?». Y ambos avanzan a tientas, bajo la advertencia de que, si aparece su jefe, él la acusará de haberse colado. El instante de felicidad perfecta reaparece: allí está la estatua griega bañada por un haz de luz amarilla que atraviesa la ventana. Con su serenidad imponente, sin brazos, la mirada perdida, la claridad en el cuerpo, los pechos oscurecidos, la tela drapeada en la cintura dejando asomar el nacimiento de la espalda. El tiempo deja de correr. La belleza es una pausa en el tiempo que no se desvanece al soplarla, como un diente de león. Porque una Afrodita del siglo II a.C. que hace casi doscientos años un campesino griego desenterró y guardó en su establo hoy sigue de pie, cegándote, una medianoche en el Louvre que aún no sabes si fue un sueño de verano.

(La Vanguardia)

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30 de julio de 2012
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Entre camp y Duchamp

En la primavera de 1963, Andy Warhol se compró una pequeña cámara de 16 mm. y empezó a filmar en su estudio de la calle 47 Este lo que pululaba a su alrededor, amigas muy dispuestas a desnudarse ante el objetivo, muchachos aspirantes al estrellato y a la protección económica de los hombres mayores, ‘travestis' de la época heroica anterior al reinado de las ‘drag queens' y alguna figura más consistente de la vanguardia neoyorkina, como el poeta John Giorno, que es el protagonista de ‘Sleep', uno los primeros films de Warhol y quizá el más famoso de los que nadie ha visto (al menos enteros): dura seis horas, durante las cuales Giorno duerme y la cámara recoge su plácida dormición en plano fijo, sin florituras ni cortes de montaje. Ese primer año de su actividad cinematográfica, 1963, es el que más le debe al rigor ‘voyeurista' y al espíritu del escamoteo de Marcel Duchamp; pronto, en 1964, y a velocidad sorprendente, Warhol empieza a introducir en su estilo el ‘camp', el color, el sonido y los géneros cinematográficos (o su ridiculización), llegando en tal mezcolanza a 1967, en que da por terminada  su actividad como director.

      Hay un verano ‘warholiano' en Madrid, con la interesante exposición fotográfica ‘De la Factory al mundo' y el ciclo no exhaustivo (Warhol firmó más de cien películas, cortas y largas) pero muy representativo de su filmografía en la Filmoteca Española. Y así como las fotografías tomadas por él o con él tienen una presencia histórica acrecentada, además de un ‘zeitgeist' lleno de morboso encanto, las películas resultan más efectivas sin verlas, sólo oyendo de algún espectador valeroso que las haya soportado el recuento de lo que tratan: los besos en primer plano de un buen número de parejas hetero y homosexuales de ‘Kiss' (1964), el sueño eterno de la citada ‘Sleep', los 26 minutos del rostro de un joven rubio pasando del gusto al éxtasis y del tedio a la tristeza post-coital en ‘Blow Job' (1963), una supuesta mamada sin boca ni sexo visibles, o los retratos en borrador que llamó ‘Pruebas fílmicas' (‘Screen Tests'), entre los que destacan el de un casi niño Lou Reed de traza inocente y el de Susan Sontag, que tiene el mérito de conseguir que la escritora haga el indio ante la cámara, con muecas y un posible canturreo burlesco que indican un humor rara vez manifiesto en ella.

     Las cintas que peor han soportado el paso del tiempo son las que aspiran a la narrativa o al chiste entre comillas. El ‘camp' es el triunfo del estilo epiceno, como dijo en su memorable ensayo de 1964 la Sontag, pero en esas películas Warhol se mueve torpemente entre el camp y el duchamp; los siete minutos que tarda el  travesti Mario Montez en comerse dos plátanos como si fueran dos penes en las dos versiones de ‘Mario Banana' (1964), una en color y otra en blanco y negro, se nos atragantan como una eternidad, ‘Horse' (‘Caballo',1965) es la tediosísima historia de unos vaqueros adolescentes que se tocan, se tiran vasos de leche encima y dicen sandeces ante la figura elevada de un bello corcel que no se mueve del sitio, y ‘Lonesome Cow-boys' (1967), intento de parodiar el western en el que fue su último largometraje como autor total y su mayor éxito en salas restringidas, ha envejecido cruelmente, hasta el punto de que lo más gracioso que se dice en ella es esta réplica de Taylor Mead: "¡Sheriff! Ese cowboy lleva rímel, está fumando hachís y se le ha puesto dura".

     Como hombre de su tiempo que fue, a Warhol le interesó mucho la pornografía, buscando en ella, una vez más, el simulacro o el sabotaje, en una estudiada lógica de la frustración de raíz ‘duchampiana'. Tiene momentos chispeantes ‘My Hustler' (‘Mi chulo', 1965), en la que un homosexual rampante (Ed Hood) invita a su casa de la playa a un rubio espigado (Paul America) que ha contratado a través del servicio "Chulos por teléfono", despertando con el poderío carnal del muchacho la codicia de su amiga Genevieve y su vecino Ed MacDermott, prostituto éste de larga trayectoria y mucho ‘savoir faire' que trata por un lado de robarle el novio de pago al dueño de la casa y darle de paso al aprendiz Paul lecciones de alto puterío. Como de costumbre en el cine de Warhol, la repetición (de diálogos, de encuadres, de tomas) produce la exasperación, aliviada por el hallazgo de una frase ocurrente, tal vez improvisada, o un descuido formal que despierta nuestra ternura más que nuestro desaire.

   Cuando, a partir de 1968, Warhol produjo y supervisó las películas dirigidas por su discípulo Paul Morrissey (‘Flesh', ‘Trash', ‘Heat'), todo cambió, a favor de la pornografía y en detrimento del espíritu de la vanguardia más escolástica. Esa estupenda trilogía pudo leerse en su tiempo (se estrenaron las tres en cines comerciales, y dieron que hablar fuera de los círculos cerrados) y sigue siendo hoy el relato explícito de un universo cuyos perfiles Warhol había cuidadosamente difuminado para que no se viera su insignificancia. Los personajes siempre desnudos y promiscuos y drogados de Morrissey, sobre todo los de la que es su obra maestra, ‘Flesh', proceden de la Factory warholiana y no tienen razón de ser fuera de su efímero y volátil territorio. Pero en esas escenas elegantemente rodadas y escritas con voluntad de comedia, vemos, al menos por el espacio de un par de horas, todo lo que el pintor ‘pop' por excelencia se pasó su recortada vida tratando de potenciar y de sesgar, de sacar a la luz de la fama y velar.

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30 de julio de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La venganza del Guasón

¿Cuántas veces ha visto la escena? Ni siquiera necesita pulsar play para que las imágenes se encadenen en su mente, para volver a sufrirlas con desgarradora intensidad. Fuck! ¿Por qué nunca logra escapar en el último momento, por qué siempre termina atrapado por su archienemigo? ¿Qué lo hace sentirse superior, si no es más que un payaso -un niño en su ridículo disfraz- igual que él? Holmes ha rumiado su venganza a lo largo de cuatro años, pero sabe que por fin ha llegado el día. Oculto en su mansión, tullido y abandonado por todos (excepto su insufrible mayordomo), su adversario piensa que ha desterrado el mal inexplicable y abyecto. ¡Iluso! El soberbio eremita no comprende que el mal nunca se extingue; acaso pueda retraerse, como una ola, pero sólo para regresar con una fuerza redoblada.

Holmes revisa la programación de la música y de su arsenal antes de salir de casa. Excitado, se traslada a las cercanías del auditorio, se parapeta en una esquina, y aguarda el inicio de la función. A lo lejos vislumbra a los odiosos fans de su archienemigo: muchachitos que cubren su acné con antifaces negros; niños envueltos en toscas alas de plástico; adolescentes gordas o anoréxicas con ratones alados impresos en la piel; padres y madres cargados con enormes botes de palomitas con el ridículo emblema de su archienemigo. ¡Qué indignos le parecen, de pronto, los humanos! ¿Cómo no querer eliminar la mortecina placidez de sus vidas con una repentina descarga de infortunio, con una súbita dosis de maldad?

Holmes empuña sus armas y se adentra en el reino de su adversario -su cabello rojo, un destello en la penumbra-: no la Ciudad Gótica, sino ese atestado templo donde, al final de la aventura, después de padecer y dudar y ser doblegado por el inmundo Bane (tosco villano), su rival volverá a triunfar. Sólo que en esta ocasión no será así. Nunca volverá a ser así. Porque Holmes ya no es Holmes, sino el Guasón -el perverso y estragado Guasón del fallecido Heath Ledger-, y el Hombre-Murciélago será destruido para siempre. Cuando los primeros estallidos resuenan en la sala, los asistentes piensan en una sorpresa añadida a la première, hasta que los gritos y el horror suenan demasiado reales y la irrealidad del mal absoluto -de ese mal que tan torpemente acomete Bane en la pantalla- los alcanza. ¿Los espectadores querían contemplar la maldad gratuita? Pues allí lo tienen, ríe Holmes, imitando a Ledger, o a Jack Nicholson, o a César Romero.

En su grandilocuente y abigarrada metáfora, Christopher Nolan quiso arrancarle al Hombre-Murciélago su condición de héroe impoluto. ¿Cómo? Obligándolo a dudar entre el bien y el mal. A diferencia de Supermán o el Hombre Araña, cuyo código moral resulta intachable -y deviene, por tanto, infantil-, Bruce Wayne (el Bruno Díaz de los buenos tiempos) se halla siempre en el límite: combate el mal con el mal. Frente a esta trágica disyuntiva, Holmes reinstala, en cambio, el azar y la irracionalidad. Habrá quien lo menosprecie aduciendo que se trata de un pobre diablo en busca de fama. Pero, ¿no son así todos los villanos, de Hitler al Guasón?

No es casual que el perfil de Holmes coincida con el de tantos psicópatas: retraído, amable, con excelentes notas escolares. El hombre normal que se transforma en monstruo. Y otra metáfora: si en la película Bane planea destruir la Bolsa de Valores y un estadio de futbol -el doble fundamento de nuestra mermada civilización-, Holmes da un golpe aún más certero: contra la más contagiosa variedad del entretenimiento global, aquella que incuba y conjura nuestras pesadillas. Tampoco debería sorprender que su especialidad sea la neurociencia: otro científico loco en la lista. Y alguien consciente del poder de las neuronas espejo, esas células que nos llevan a imitar secretamente a los otros, a convertirnos en esos otros por un instante. Las neuronas de la empatía, mas no de aquella que podría haber ligado a Holmes con sus víctimas, sino con el esperpéntico villano derrotado en El caballero oscuro. (Al hablar de su versión del Guasón, Ledger lo definió como un psicópata "sin la menor empatía").

El incidente vuelve a abrir el debate en torno a la violencia de la ficción. ¿Influye en los instintos asesinos? Sin duda. A fuerza de revivir una y otra vez las mismas secuencias de muerte, uno acaba por acostumbrarse a ellas. La solución no radica, sin embargo, en la censura, sino en contrarrestar la violencia con una educación humanista. Justo la que pareció faltarle a Holmes. El episodio del cine Aurora refuerza la necesidad de controlar la venta de armas en Estados Unidos -más que los miles de muertos en México, a ojos de su sesgada opinión pública-, pero sobre todo nos recuerda la fragilidad de una sociedad que, en vez de privilegiar la empatía por los débiles, exorciza sus demonios con fábulas de héroes y villanos solitarios que combaten entre sí al margen de la ley.

 
 
Twitter: @jvolpi
 



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29 de julio de 2012
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