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Amazon boys

Por 9 de agosto de 2012 Sin comentarios

Eder. Óleo de Irene Gracia

Juan Pablo Meneses

 
«El amor es egoísta, igual que tú». La frase, que parece letra de bolero, sale volando desde una fiel radio de pilas. El transistor es pequeño, verde, antiguo y acompaña con su música a una mujer sola, delgada y sin sonrisa que rema tranquilamente frente a la ciudad de Iquitos, en la inmensidad espesa de la selva de Perú. Es un día como todos los demás, vale decir: por un lado los iquiteños, con una amabilidad que parece sumisión, y en contraparte los turistas, cientos de visitantes que cada día llegan hasta aquí para vivir su propia experiencia amazónica.
Ésta no es una historia de amor, pero sí tiene que ver con matrimonios. Desde que aterricé en el aeropuerto Coronel F.A.P. Francisco Secada de Iquitos, estoy escuchando frases de mujeres heridas: «Las gringas vienen hasta acá a buscar maridos exóticos». Indignadas: «Los hombres que se casan con extranjeras lo hacen por interés». Burlonas: «Ellas se los llevan para mostrarlos como mascotas». Compasivas: «Ellos se casan para irse de esta pobreza». En su mayoría, las quejas son desembuchadas por mujeres nativas, algunas de ellas trabajadoras agrícolas o vendedoras de chucherías, o artesanas, o pescadoras, como la mujer de la radio verde que escucha «El amor es egoísta, igual que tú».
El turismo de los pintorescos cruceros que recorren el río Amazonas ha sido el escenario ideal para el progreso de estas historietas. «Las gringas que andan viajando y los muchachos de acá, que trabajan en turismo, pasan varios días juntos, río adentro, y ahí se enamoran», me dice Amanda, una joven nacida en el poblado de Indiana, a unos 40 kilómetros al norte de Iquitos, en la desembocadura del río Yanayagy.
Amanda es una típica mujer de la selva peruana, con ojos achinados y pómulos que destacan sobre el resto de sus rasgos. No pasa de los 20 años y perdió a su novio hace unos meses: «Se fue a Texas. Se casó con una americana que vino a hacer una investigación acá. Pedro me lo había advertido. ‘Mi sueño es irme a vivir a un país grande’, me decía siempre. Logró su sueño». Amanda me vende los cigarrillos Caribe que llevaré para el viaje.Mañana zarparemos desde Iquitos en un barco-crucero repleto de turistas y con una tripulación de peruanos.
«Que tenga buen viaje», se despide ella, y el susurro de su voz se pierde entre la conversación de dos aves que desconozco. Empieza a llover, como todas las tardes en la amazonía.
 
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Las gringas son como el chocolate: con el frío se endurecen y con el calor se derriten. Esta mañana, en Iquitos, la temperatura es muy alta (tanto como la tasa de analfabetismo, que aquí supera el 30 por ciento) y por eso las turistas caminan con la cara enrojecida, bañadas en repelente de mosquitos, cargando mochilas pesadas, empinándose las botellas de agua como si fueran tanques de oxígeno, abochornadas, pero sonrientes. Porque hay algo que no se debe perder de vista: igual que la mayoría de los chocolates, las que han venido a explorar el Amazonas son dulces,muy dulces, tan dulces como la panela, el azúcar sin refinar que se come en la región.
Ahora me tropiezo con docenas de ellas a bordo de Río Amazonas, un viejo barco al estilo Fitzcarraldo, la película de Herzog filmada en este río. «Hay que tener cuidado con estas gringuitas», me advierte Alfredo Chávez, el guía, mientras juega con su anillo de oro. Chávez es de Iquitos, tiene 56 años y lleva más de una década trabajando en la empresa de turismo Amazon Tours. Con el particular acento charapa, como se le llama burlonamente en Lima al español cantadito con ritmo y velocidad brasileña de quienes habitan esta zona, confiesa que ha tenido muchas oportunidades con ellas. «Varias veces me ofrecieron matrimonio, pero prefiero a la mujer de acá», dice tranquilamente, con una autoestima capaz de repeler al más peligroso mosquito.
La travesía promete aventuras. Navegaremos por la selva durante cuatro días, en algo que podría llamarse Amazonas Exprés: recorreremos la jungla, visitaremos tribus, saldremos de pesca y de caza. Todo fugaz, en función del turista, como si quienes vamos a bordo acabáramos de comprar el ticket de un nuevo parque temático Disney, pero con aires de Tarzán. 
«No hay tiempo para profundizar», me dice Chávez, aplastando cualquier asomo de romanticismo y se calla empinándose una botella de Pilsen, una cerveza de Perú. Faltan unos minutos para zarpar y en eso, como una brisa que se cuela por una puerta mal cerrada, pasa frente a nosotros la gringa Kaye.
Kaye es un chocolate blanco de un metro 80 centímetros, pelo amarillo como el jugo de vainilla y ojos azules. Alfredo Chávez la mira de abajo arriba mientras vuelve a la cerveza. «Está buena, ¿eh?», descarga, y lo dice como tratando de no darle tanta importancia, con un tono que deja sus palabra flotando más cerca de la preocupación que del interés. Como si algo le dijera que esta extranjera pudiera significar, en el corto plazo, que otro muchacho de la tripulación deje la selva tras ella y su promesa de pasaporte hacia el primer mundo.
Kaye Thomas es guía de turismo de la empresa Explore y viene a cargo de un grupo de turistas. Es una londinense licenciada en estudios hispánicos y latinoamericanos. Hasta hace un tiempo trabajó en una empresa telefónica de Inglaterra, pero la despidieron por una reducción de personal a causa de la crisis asiática.Me cuenta que de un día para otro se quedó sin trabajo y que desde entonces decidió viajar.
Al fin zarpamos al mediodía. Desde tierra nos despide Paul Wright, un tipo de 60 años y 120 kilos nacido en California y dueño de la empresa Amazon Tours, un lucrativo imperio en torno al turismo de la jungla. Nuestros destinos son las ciudades de Leticia, en Colombia, y de Tabatinga, en Brasil. Cruzaremos una parte del Amazonas, el río con seis mil kilómetros de cauce y cuya cuenca, la más grande del mundo, mide siete millones de kilómetros cuadrados. Hablo del sitio donde habitan más de dos mil especies diferentes de animales y que es el pulmón verde de la Tierra que sólo en su explotación turística genera unos varios miles de millones de dólares anuales y que atraviesa Perú, Colombia y Brasil.
Cuando comenzamos a navegar los viajeros aplauden, toman fotos, celebran destapando cervezas, se abrazan, se dan ánimos, gozando la adrenalina de sentirse protagonizando la aventura más arriesgada y peligrosa y memorable e impredecible de sus vidas. Todos, de alguna manera, sabemos que estamos empezando a protagonizar una aventura arriesgada.
Kaye Thomas baja el entusiasmo. «La gente piensa en el Amazonas como un sitio peligroso, pero tú ves que acá es muy relajado. Se puede tomar sol, leer, dormir mucho. Es ideal para quienes no vienen a la selva a explorar», me explica. Kaye trae a su cargo a 16 ingleses, la mayoría profesionales y jubilados de 30 a 70 años. «Son aventureros, pero tienen poco tiempo, un poco de susto y no hablan español. Por eso los acompaño. Para la mayoría, son las tres semanas de sus vidas que le dedicarán a Latinoamérica: tres días en Machu Picchu, tres días en Cuzco, dos días en Lima, tres días acá en el río, un día en Quito y una semana en Galápagos», enumera, mientras por la cubierta se pasean algunos jubilados ingleses en traje de aventura. Parecen atentos a fotografiar esa infinita anaconda que nunca se les cruzará por enfrente, o aquella piraña que jamás dará el salto para tragarles un dedo, o a ese gigantesco caimán que no se dará el tiempo de mostrarles su famosa mandíbula capaz de triturar una roca.
 
 
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Ricky se define como un amazon boy. Él es un veinteañero criado en la selva de Perú y que lleva algunos años en la industria del turismo. Su nombre es Ricardo Hurraga Guerra, pero todos le dicen Ricky. Ahora se queja de que su español está cada día peor porque todo el tiempo habla en inglés con los turistas. Ricky es la estrella de la nueva camada de guías.
 
Usa perfume, cinturón de cuero, linterna, repelente alemán en sus brazos oscuros y está aprendiendo a pasarse bloqueador solar por los labios. Se hace notar entre los 16 miembros de la tripulación por su acercamiento a los extranjeros y sus buenos modales, adquiridos en el curso de turismo del Instituto Municipal de Iquitos. «Nos enseñan que los visitantes deben ser bien atendidos, que traen dinero y que debemos preocuparnos de que no les falte nada, que tengan un buen viaje», dice y luego abraza amigablemente a una inglesa que le lanza sonrisas tímidas, coquetas, tentadoras.
El tiempo encima del barco avanza lento, pero sin freno. Por momentos uno se maravilla de las cosas que está viendo y, un segundo más tarde, pillándote desprevenido, viene una patada baja que transforma todo en paradoja. Como si la selva, aburrida de tanta novela boba en su nombre, se empecinara en demostrar que ella es mucho más real que mágica.
Una tarde, el segundo día de la travesía, visitamos a los yaguas. «Es una tribu peligrosa. Llevan años viviendo acá y tienen fama de ser muy carnívoros», dice Ricky, provocando la excitación de todos los que vamos a bordo. Enseguida entramos a una choza gigante donde los nativos, vestidos con plumas café y la cara pintada rojo, actúan una danza que, con buena voluntad y ganas de pasarla bien, puede conmover.
Terminada la presentación y como verdaderas pirañas, los aguerridos yaguas se abalanzan sobre los extranjeros rogando que les compren una de sus artesanías. Imploran por un par de billetes y, como si no bastara, el espíritu salvaje de los adultos queda todavía más ridiculizado frente a la actitud agresiva de los niños: hay un escuadrón de infantes que no pasan de los cinco años que se lanza a las piernas de los visitantes con la decisión y la fiereza de esos perros que persiguen a los automóviles en marcha para morderles las ruedas. Bravos y temerarios, los niños mantienen el espíritu yagua. (…)
 
 
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(…) El sueño de la mayoría de los amazon boys es terminar viviendo en Estados Unidos o, si no se puede, en un país europeo. Lo reconocen abiertamente. Para eso se han preparado.
«He tenido invitaciones, pero todavía no me llega lo que espero», dice Ricky, una noche en que volvemos de una travesía en bote donde él ha tomado con sus manos un caimán en mitad de la oscuridad. Sabe que no todos los tripulantes tienen sus ambiciones. Hay muchos que están a gusto con su sueldo mensual y una esposa peruana, pero también tiene claro que él no es como todos y que pertenece al grupo de los que quieren ganarle a la vida. Y para muchos latinoamericanos la vida se vence viviendo en un país del norte. Ahí se cumplen verdaderamente los sueños, parecen decir sus ojos iluminados, mientras se arregla la camiseta de la Universidad de San Francisco, regalo de una turista de la que ya olvidó su nombre:
––Miami o Los Ángeles. Esas son las dos ciudades que sueño. Me gustaría vivir allá. Tampoco descarto Alemania, porque vienen muchas alemanas solas. Siempre aparecen cosas, pero todavía nada muy bueno. Hace un año conocí a una chica de San Francisco, que me quería llevar, pero en realidad no tenía tan buena situación económica. Otra vez enamoré a una chica de Texas, que andaba en el crucero con sus padres: ella me ofreció matrimonio, pero creo que todavía puedo encontrar algo mejor. Si todo sale bien, en dos meses por fin voy a poder conocer Estados Unidos. Una turista que vino de Miami, una bióloga, me invitó a dar unas charlas a la Universidad de Miami sobre los distintos tipos de caimanes del Amazonas. Veré si me quedo con ella un tiempo.
––¿Por qué tantas ganas de irte? ––le pregunto.
––Para tener una mejor vida. Yo nací acá, crecí en la selva, pero siempre he querido cosas más importantes. Mis amigos de la aldea donde crecí siguen ahí, trabajando la tierra, pero yo preferí aprender inglés para entrar al turismo. Tengo varios primos que ya se han ido. Están en Los Ángeles, casados, tienen autos y buenos trabajos: uno es recepcionista de un hotel y otro transporta alimentos a los restaurantes. Quiero conocer otras realidades, conocer el mundo.
––¿Parece que te aburriste de vivir aquí?
––Es que aquí hay mucha pobreza. Es verdad que son mis orígenes, pero de tanto trabajar con los turistas uno conoce nuevas cosas. Mejores. A veces, sin que se den cuenta, ellos me han enseñado las grandes ventajas de vivir en países como Estados Unidos. La educación, el dinero que traen, lo bien que lo pasan: yo lo veo todos los días. Por eso entré al turismo, por eso también aprendí inglés: para tener una mejor situación. Mi novia vive en Iquitos, es una buena persona, pero ella sabe que en cualquier momento me caso y me voy.
––¿Y lo acepta?
––No será a la primera que le pase. Sabe que nuestra relación se acabará el día en que yo me vaya. Sólo está faltando conseguir alguna gringa que me ofrezca algo bueno para casarme. Ellas llegan a la selva buscando una aventura romántica, y eso hay que aprovecharlo.
No toda la aventura sucede a bordo. Las actividades oficiales del crucero son tan rápidas que apenas se sienten: hay una caminata por la jungla, una jornada de pesca de pirañas, un avistamiento de aves, y en ninguna se ocupa más de una hora. De todo, pero poco. Ideal para el tipo de visitantes que no tiene tiempo para recorrer el río de la vegetación más exuberante de todas.
––Me encantaría quedarme más tiempo en cada lugar, pero tenemos que volver luego a Australia y no sabemos hablar español ––me dice Paul, un profesor australiano que tiene un tatuaje en el brazo, un collar con dientes de pirañas y que recorre el río junto a su novia––. Son increíblemente amables con nosotros. Es divertido, porque ellos nos ven a todos nosotros por igual y piensan que somos millonarios. He estado en muchos lugares del mundo, y en todos los sitios con pobreza pasa lo mismo: piensan que todos los blancos somos ricos, y en verdad la mayoría de los que venimos en el crucero somos gente de trabajo, empleados en nuestros países que tenemos que volver a casa para seguir trabajando. En ese sentido, la gente de Latinoamérica me parece muy graciosa. Son muy ingenuos ––dice, y me lo explica tanto, que parece una advertencia velada para que no le pida billetes ni ropa. Para muchos gringos la inocencia y la ingenuidad sólo se consigue viniendo de vacaciones a un país de América del Sur. (….)
 
 
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Frente a la embarcación está el pueblo de Leticia, Colombia, y, a su lado, pareado, se ve Tabatinga, Brasil. Los pasajeros se comienzan a despedir. Chávez, el guía sentado en una mesa de plástico, se pinta la uña larga del meñique de su diestra. «Es una tradición para protegerme de la selva», me dice. 
Está feliz de llegar a Leticia porque tiene dos planes: comprar aquel anillo de oro que lleva varios meses yendo a visitar a la vitrina de una joyería del pueblo, y luego llamar por teléfono a sus hijos:
––Desde Colombia las llamadas son más baratas que de Iquitos. Ellos son mis dos únicos hijos hombres y hace dos años que no los veo. Viven en Estados Unidos y son mi orgullo. No cualquiera de acá puede decir que tiene dos hijos viviendo en Estados Unidos.
––¿Están casados? ––le pregunto.
––Claro, por eso se fueron. Se los llevaron dos gringas. Mira, vamos a hablar con honestidad: ellos se casaron por interés, pero ha sido para mejor. Eso sí, me gustaría tener nietos, pero a las gringas no les gusta tener hijos y ellos todavía no se pueden separar: aquí la cosa sigue muy mala y todavía no tienen muy solucionado el asunto de los papeles. Pero yo sé que les va a ir bien. Son mi orgullo.
Mientras esperamos para bajar del barco, el guía del anillo de oro y la uña pintada se queda mirando a la gringa Kaye. Hipnotizado por el chocolate blanco, suelta:
––Yo preferí quedarme a vivir acá, porque me gustan las iquiteñas. No me arrepiento. Mis hijos no: ellos se fueron por una mejor vida. Uno está de cocinero y otro dirige un ascensor. Es cierto que a veces los extraño, porque son mis únicos hijos hombres, pero ellos ahora están asegurando su futuro. (…)
 
 
FRAGMENTOS de la crónica "Amazon boys" publicada en el libro EQUIPAJE DE MANO 
 
 
 
 
Twitter: @menesesportatil 

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Juan Pablo Meneses

Juan Pablo Meneses (Santiago de Chile, 1969). Escritor, cronista y periodismo portátil. Es autor de los libros Equipaje de mano (Planeta 2003); Sexo y poder (Planeta 2004); La vida de una vaca (Planeta/Seix Barral 2008, finalista Premio Crónicas Seix Barral); Crónicas Argentinas (Norma 2009) y Hotel España (Norma 2009  / Iberoamericana / Vervuert 2010), distinguida por el Consorcio Camino del Cid como uno de los ocho mejores libros de literatura de viajes publicados en España el 2010. Sus crónicas se han publicado en 25 países y traducido a cinco idiomas. Ha sido columnista y bloguero en medios como Clarín (Argentina), SoHo (Colombia), El Mercurio (Chile), Etiqueta Negra (Perú), Glamour (México) y Clubcultura (España). Estudió periodismo en la Universidad Diego Portales y en la Universitat Autónoma de Barcelona, y fue relator del taller de Tomás Eloy Martínez en la Fundación Nuevo Periodismo que preside Gabriel García Márquez. El 2006, la Asociación de Prensa de Aragón publicó un libro que transcribe su taller de periodismo portátil. Ha sido cronista invitado en universidades de América Latina y España, entre ellas la UNAM de México, la Complutense de Madrid y la Universidad de Chile. Fundó la Escuela de Periodismo Portátil, con alumnos conectados desde más de 20 países y que organiza, junto a la Universidad de Guadalajara, el "Premio Las Nuevas Plumas" de crónicas inéditas y en español.

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