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Eder. Óleo de Irene Gracia

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Blasfemos y humoristas

En las primeras escenas, un grupo de fanáticos musulmanes —los reconocemos por sus hirsutas barbas postizas— destroza una farmacia cristiana, asesina a una muchachita con un crucifijo y saquea un rústico set virtual que intenta parecerse a una barrio egipcio. A partir de allí, un padre de familia copto explica a sus hijos la “verdadera” historia del Islam, según la cual Mahoma era blanco y rubio, y poseía el mismo nivel intelectual y emocional de los protagonistas de American Pie. Realizado con los recursos televisivos de los años setenta y con una panda de comediantes improvisados que no ocultan la chacota, Inocencia de los musulmanes, el video que ha desatado la furia de los auténticos fanáticos —y que le costó la vida al embajador estadounidense en Bengasi, Christopher Stevens— ha sido reproducido 14 millones de veces en YouTube al momento de escribir estas líneas.

 

            Lo primero que sorprende, por supuesto, es que una farsa tan lamentable y chapucera, llena de gags estúpidos y burdas provocaciones, sea capaz de provocar tanto odio. Si ese era su objetivo, lo ha logrado con creces: las manifestaciones se han sucedido en todo el orbe islámico —contra Estados Unidos en su conjunto, como si Obama o Hillary Clinton fuesen sus orgullosos productores—, mientras un conjunto de líderes árabes ha solicitado a Naciones Unidas reintroducir el delito de blasfemia (¿y los azotes?) y el siempre ocurrente presidente iraní, Mahmud Ahmadineyad, declaró en Nueva York que boicoteará la ceremonia de los Oscar, acaso pensando que Inocencia… está nominada en la categoría de “mejor filme antiislámico del año”.

            Desde una perspectiva laica, el asunto no admite vuelta de hoja: por indignante que pueda resultarle cualquier parodia, incluso una tan barata como ésta, a una comunidad religiosa, nada justifica los destrozos y las muertes. El problema radica, claro, en que buena parte del planeta aún vive fuera de la modernidad —incluyendo, para aumentar la confusión, grandes sectores de Estados Unidos— y considera que insultar a sus dioses es peor que insultar a sus madres. La reacción de estos creyentes puede parecernos primitiva, pero no carece de lógica: dado que para ellos su profeta es tan real como sus familias, se rebelan contra un sistema —ese fantasma llamado Occidente— que no prohíbe la blasfemia y no condena a sus practicantes.

            Cuando las revueltas aún no se habían agotado, la publicación de un nuevo paquete de caricaturas de Mahoma en la revista satírica parisina Charlie-Hebdo vino a “echar aceite al fuego” (palabras de sus detractores que la revista no tardó en convertir en una nueva caricatura). Previendo un viraje de la ira hacia sus ciudadanos, el gobierno francés se vio obligado a desalojar sus misiones diplomáticas en los países árabes y, limitando otro derecho humano esencial, prohibió las manifestaciones de protesta convocadas por los musulmanes de Francia. Según explicaron los editores del semanario, la libertad de expresión está por encima de cualquier consideración —incluida la mera prudencia— y por eso desoyeron las recomendaciones de posponer o suspender su publicación.

En Francia, cuna y adalid del laicismo, no existe en efecto el delito de blasfemia: uno puede burlarse de cualquier dios sin ser molestado. Pero tampoco es verdad que la libertad de expresión sea absoluta: si, con humor o sin él, alguien se atreve a negar el Holocausto, puede acabar en la cárcel. La cuestión no es, pues, tan simple: si los legisladores decidieron castigar a los negacionistas en virtud de la discriminación sufrida por el pueblo judío —y estuvieron a punto de aumentar a la lista el genocidio armenio—, ¿no aciertan los líderes islámicos al exigir un tratamiento similar? Por ello, los únicos límites a la libertad de expresión deberían ser el respeto a los demás seres humanos (vivos) y la prohibición de incitar directamente al crimen.

            En la medida en que defienden verdades absolutas, todas las religiones —es buen momento para resucitar a Marx— adormecen la conciencia crítica y están reñidas con el humor (parafraseando a Nietzsche, “yo sólo creería en un dios que supiese reír). Por desgracia, de unos años para acá, en especial a partir del derrumbe del comunismo, se ha impuesto la tendencia políticamente correcta a respetar las creencias ajenas sin cuestionar sus bases o principios. De hecho, numerosos estados promueven su renacimiento, conscientes de los réditos políticos que extraen de la fe. Igual que el nacionalismo, otra de las grandes amenazas de nuestro tiempo, la religión es un resabio ancestral que, con su alud de dogmas y fantasías, no hace sino privilegiar las diferencias y alejarnos de la auténtica tolerancia. La única solución viable a los desafíos de los fanáticos consiste en promover en todas partes el sentido crítico —y una de sus grandes herramientas: la sátira— en abierto desafío a la solemnidad, y el mal humor, de papas, popes, pastores, imanes y rabinos. 

 

twitter: @jvolpi



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1 de octubre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La casa inundada

Partiendo de la base de que es un perfecto desconocido para el lector medio actual, tratar de dar una idea de lo que va a encontrar quien sienta la curiosidad de averiguar cómo escribía Felisberto Hernández resulta complicado porque, para empezar, no se parece a ningún contemporáneo, ni de los nuestros de ahora ni de los suyos de entonces. Si acaso, leyéndolo a ratos viene a la mente Ramón Gómez de la  Serna, pero no acaba de ser una buena pista porque en el fondo desorienta más de lo que encamina. Más significativo es lo que dice el propio autor de sus cuentos: "...fueron hechos para ser leídos por mi, como quien le cuenta a alguien algo raro que recién descubre, con lenguaje sencillo de improvisación y hasta con mi natural lenguaje lleno de repeticiones e imperfecciones que me son propias".

Otra buena pista es resaltar su condición de músico. Un músico sin suerte, cabría añadir, pues pasó una gran parte de su vida tocando en cafés y teatrillos de provincias o poniéndoles emoción musical a las películas mudas. Pero tampoco es un dato seguro porque, bueno o malo, un músico es alguien que tiene una relación muy espacial con el sonido y el silencio. Y pongo el ejemplo de la anfitriona que en el cuento titulado "El balcón", impide que el músico/narrador se acerque al piano que hay en la estancia con estas palabras: "Perdone, preferiría que probara el piano después de cenar, cuando haya luces encendidas. Me acostumbré a desde muy niña a oír el piano nada más que por la noche. Era cuando lo tocaba mi madre. Ella encendía las cuatro velas de  los candelabros y tocaba notas tan lentas y separadas en el silencio como si también fuese encendiendo, uno por uno, los sonidos".

Al decir de quienes le conocieron y admiraron, gente como Julio Cortázar, Italo Calvino o Gabriel García Márquez, la mayor parte de su material narrativo, por abstruso, extravagante, surrealista o misterioso que resulte, provenía de su propia experiencia, razón por la cual no es de extrañar que casi siempre recurra a la primera persona. Pero, insisto, era un intérprete y por muy suyas que sean las experiencias que cuente nunca tienen un carácter personal y ni siquiera necesitan un marco temporal o geográfico. Se sabe que habla de Uruguay y Argentina y que las historias ocurren en la primera mitad del siglo XX porque el autor pasó gran parte de su vida en ambos países y porque muchos de los relatos fueron escritos en esa época, pero el lector que no guste de una información previa exhaustiva y  se limite a abrir el libro y empezar a leer sin más, difícilmente podrá localizar el lugar y la fecha porque la prosa de Felisberto Hernández posee esa cualidad intemporal y universal (por alejarla de lo local) que distingue a la expresión lírica. Y esta sí es una pista segura: La casa inundada transmite un poderoso aliento lírico sin otra apoyatura que el lenguaje. En su estupendo prólogo a la presente edición de  Atalanta, Eloy Tizón cita el momento, es de suponer que demoledor para un músico, en que al pobre Felisberto Hernández las cosas le van tan mal que se ve obligado a vender el piano, del que más tarde dirá, sin que en sus palabras resuene el más mínimo timbre de lamento o nostalgia "era una buena persona".

Si alguien puede considerar que su piano era una buena persona es perfectamente natural que en sus escritos un balcón se suicide presa de los celos, que los conciertos adquieran la atmósfera inquietante de un aquelarre, y que los ambientes en que transcurren los hechos, siempre a mitad de camino entre los onírico y lo metafórico, sean viejos caserones perdidos en la provincia, sucios hoteles de suburbio o polvorientos locales públicos. Y las narraciones, que se sabe dónde empiezan pero nunca dónde o cómo terminan, avanzan dando bandazos,  cabalgando sobre unas palabras que al asociarse abren como una ventana en el espacio que  nunca da sobre el paisaje que por lógica cabría esperar.

  De ahí que sea tan acertada la reflexión de Ítalo Calvino cuando dice: "¿Debe pedírsele más a un narrador capaz de aliar lo cotidiano con lo excepcional al punto de mostrar que pueden ser la misma cosa?".

Sólo una última advertencia que no por obvia me parece menos oportuna:  como les ocurre a tantos otros autores de ayer y de hoy, Felisberto Hernández no es un corredor de fondo y gana en las distancias cortas y espaciadas. El hecho de que prácticamente sólo escribió narraciones cortas parece indicar que también él se sentía más cómodo cuando escribía en un solo aliento, o en un estado de ánimo que se sostenía igual a sí mismo durante el tiempo que le  costaba abrir y cerrar una narración.  Y leerlo con el mismo ritmo en que él escribía parece una precaución acertada.

 

La casa inundada

Felisberto Hernández

Atalanta

 



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1 de octubre de 2012
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Putas y multas

Las multas a prostitutas duplican las de los clientes desde que el Govern decidió penalizar dicha actividad en la vía pública. Ya saben, “el cliente”-fino eufemismo para un espeso asunto- siempre tiene la razón, además de un coche o un par de buenos zapatos para salir corriendo. El estereotipo de la puta callejera responde al de una mujer subida a unos tacones inestables con el lápiz de labios corrido y las pupilas medio borrosas. Igual que la chica de lycra azul que me pidió un cigarro por los alrededores del Bernabeu, después del último Madrid-Barça. “Ha ganado el Madrid, ¿no? Mala suerte, hoy habrá mucho trabajo”, veinticinco años, los tacones, por supuesto, inestables y un chulo en la pantalla de su móvil. Tal como manifestaba la Síndica de Greuges el pasado jueves en El matí de Catalunya Ràdio, es arduo asistir a la penalización de las mujeres explotadas en auténticas telarañas mafiosas mientras siguen engordando esas organizaciones criminales cuyo único interés es económico. También se las persigue, “nos consta”, dijo Assumpció Vilà. Pero son otros negociados. Leo una carta dirigida al conseller de Interior, Felip Puig, y a la alcaldesa Martínez Juli, de La Jonquera, que pide el cierre del macroprostíbulo Paradise, donde ejercen más de 150 mujeres; su dueño ha sido condenado por proxenetismo, blanqueo y por formar parte de una red que introducía ilegalmente a mujeres brasileñas en nuestro país, pero aun así el club sigue abierto. La firman Mabel Lozano y la organización Change.org. “He traído unos terneritos”, se podía oír en las escuchas para referirse a menores. Otro artículo sobre prostitución, me digo a mí misma, probablemente como usted. Que si no es ni legal ni ilegal, que si abolirla es una utopía justo cuando la crisis repunta la actividad y si cabe la precariza… Que por qué no se prohíben los anuncios de contactos. Los informes de la Organización para la Seguridad y Cooperación en Europa estiman que las ganancias del tráfico de mujeres duplican ya las del tráfico ilegal de armas. Tratar con cuerpos sin amparo es mucho menos peligroso que mercadear con la pólvora. El año pasado, la policía española identificó a 1.642 mujeres víctimas de la trafficking. La tendencia imparable hacia el progreso no parece hacer mella en el ejercicio de la profesión más antigua del mundo. Una escena de prostitución ensucia el paisaje, y más si nuestros hijos van en el asiento trasero del coche y sus preguntas nos incomodan. Pero regular las relaciones de intercambio sexual-económico nos produce temblores, empezando por gran parte de la clase política, eternamente anegada en el mismo debate. Mejor dejar hacer, dejar pasar… En cuanto a las multas -operación maquillaje o no-, sería deseable que el número de prostitutas penalizadas fuera inferior al de proxenetas detenidos.

(La Vanguardia)

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1 de octubre de 2012
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La familia Urdangarin va de viaje

Los viajeros estábamos todos acomodados, y el vuelo parecía a punto de cerrarse cuando hubo un revuelo. Habían entrado discretamente unos pasajeros, pero como eran tan altos (cada uno en su proporción) y tan conocidos, nadie pudo evitar mirarles curiosamente. Primero se sentó la Infanta Cristina, en butaca de ventanilla, pasaron a continuación los cuatro niños, que ocupaban asientos en la primera fila de la clase turista, y por último, después del breve ojeo de dos comedidos escoltas, el padre de familia, muy desmejorado de aspecto. "Está en los huesos", dijo la señora, tal vez canaria, que se sentaba detrás de mí. Despegó al fin el vuelo del Puente Aéreo Madrid-Barcelona de las 18 horas del pasado domingo 16, y el marido de la señora tal vez canaria, con su voz alta y menos melosa, nos lo aclaró a los ignorantes sentados a su alrededor: "Estos vuelven del cumpleaños de la Letizia".

            No hubo prerrogativas regias durante el vuelo de Iberia, que duró rigurosamente una hora. Sentado él junto al pasillo en la fila anterior a la mía, y al otro lado, era imposible, incluso cuando la curiosidad inicial se había disipado entre las nubes, dejar de ver la corpulenta y demacrada figura del duque de Palma haciendo lo que se hace en estas ocasiones aéreas tan gratamente exentas de la tremolina de los teléfonos móviles: hablar en voz queda, leer, dormir, tal vez soñar. Don Iñaki conversó tenuemente con su mujer, repasó las páginas de un cuaderno en el que tomó notas, y, como yo mismo un rato antes, cayó en una siesta reparadora. Reparadoras son, a mi juicio de gran dormilón en situaciones desacostumbradas, todas las cabezadas que uno da fuera del lecho y las horas prescritas, pero aquella tarde pensé que esos minutos de sueño serían especialmente lenitivos para quien quizá no lo concilie con facilidad al acostarse de noche. Y entonces se produjo el pequeño romance familiar.

     La niña y el segundo de los niños Urdangarin se acercaron a la fila de los padres y se los encontraron adormecidos (aunque yo a la infanta no la distinguía desde mi asiento). Los dos hermanos se miraron entre sí, con cara de perplejos al principio y de pilluelos a renglón seguido. El niño le sopló en una oreja a su padre, que no despertaba, y la pequeña dudaba entre no interrumpir el descanso paterno y no perder la ocasión  -habiendo conseguido zafarse del escolta infantil-  de travesear un poco con los papás. Fue ella quien optó por un despertar sin soplo en la cara ni zarandeo del brazo; se empinó sobre sus pies y le dio un beso al padre en la mejilla. Yo, que no tengo hijos y odio ser despertado en esas dormiciones extemporáneas que tan bien me sientan, aprecié la buena disposición del despertado, y volví al libro que llevaba entre manos. A la llegada al aeropuerto de El Prat, y puesto que la infanta y su marido viajaban en la primera fila de la cabina, el desembarco del avión, traídos prestamente los cuatro niños, con sus mochilitas individuales, hasta la puerta de salida, se hizo de nuevo con rapidez y discreción, aunque tanto la señora tal vez canaria y su marido, así como yo mismo, que desembarcamos después de ellos, pudimos ver que los Urdangarin bajaban directamente a la pista de cemento por la escalera auxiliar, al pie de la cual les esperaba una pequeña furgoneta de transporte y un vehículo de la Guardia Civil; el sargento que vigilaba la operación saludó militarmente a la Infanta cuando pasó frente a él, y ya no pude ver, al avanzar por la pasarela del ‘finger', si hubo saludo reglamentario al cónyuge.

    Nunca he sido un adepto del ‘ismo' de la monarquía, que, como todas las construcciones de fondo sobrenatural y forma dogmática, es ajeno a mi temperamento. El monarquismo, sin embargo, no me inspira el rechazo visceral que muchos amigos y otras gentes de lo más respetable profesan; históricamente siento por él la misma indiferencia que por el anabaptismo o, por poner otro caso extremo, el realismo socialista. Ese desapego no impide el reconocimiento de sus logros. Y así como al ateo más recalcitrante le resulta posible disfrutar trascendentalmente de las realizaciones pictóricas, literarias o arquitectónicas suscitadas por la teología de cualquier religión de cuya fe y ortodoxia reniega, los individuos concretos que ocupan tronos y llevan coronas que nadie o nada  -salvo un dios indocumentado o una componenda ancestral- les ha otorgado, pueden ser sujetos titulares de un poder simbólico de gran utilidad política para sus pueblos. Ese es en mi opinión el caso de la Casa Real española desde su restauración (tan anómala en principio) de 1975.

     No voy a repasar, por demasiado patentes, los errores de bulto cometidos en los últimos tiempo por el rey, y por la reina también (¿o se olvidan las palabras de tinte homófobo de Doña Sofía, nunca formalmente desautorizadas, en el infausto libro de Pilar Urbano?). La Casa del Rey parece estar ahora poniendo orden doméstico y doctrinal en asuntos que nos conciernen a todos, y eso, si queda sometido al escrutinio y el disentimiento de la ciudadanía, es positivo. Pero ahí está candente y pendiente el llamado ‘caso Noos', coincidiendo con un espíritu popular de indignación y revuelta no sólo frente a las medidas de recorte social que dicta el gobierno (o a él le dictan desde el norte de Europa) sino también contra todo privilegio, todo gasto injustificado y todo asomo de corrupción. Don Iñaki Urdangarin es, por el momento, el imputado de un delito grave y escandaloso, y el marido de la hija del jefe del estado. A ella y a su descendencia, mientras el curso procesal no sufra alteraciones, se le deben los miramientos propios de su rango; el saludo militar de la guardia civil, por decir algo de poca monta. Resulta sin embargo fundamental que la corona, que es una institución sostenida, dentro de los países democráticos, sobre un pacto simbólico, extreme en los próximos meses el cuidado del símbolo. Inaceptable sería, por ejemplo, que pudiera repetirse lo que sucedió el pasado febrero cuando el señor Urdangarin compareció en los juzgados de Palma, y el matrimonio, "por razones de seguridad", se alojó en un ala del Palacio de Marivent, que es un territorio que no pertenece a la familia Borbón sino al pueblo español. La seguridad, comprensible, del imputado y sus allegados la debe sufragar en estas circunstancias el propio interesado, sea su coste el que sea.

     Porque no hay que olvidar que, al lado de los muchísimos españoles decentes que, por principios, no quisieran tener a un monarca en la jefatura del estado, hay otros, nihilistas de extrema derecha los llamaría yo, que pretenden acabar con el sistema que ha funcionado bien casi cuarenta años y con la persona que, en sus luces y sombras, lo ha encarnado satisfactoriamente. Aquella tarde del Puente Aéreo a Barcelona, antes de despegar, tuve tiempo de leer en ‘El Mundo' el extenso reportaje en el que más de treinta "personalidades de la vida social" opinaban sobre la nueva página web de la Casa del Rey y el tratamiento que en ella se le ha dado a Urdangarín. Me llamó la atención que Federico Jiménez Losantos, con su inimitable estilo, expusiera en su respuesta lo que, me dicen los taxistas y algún amigo de manga radiofónica muy ancha, repite machaconamente en sus emisiones. Cito una de sus frases más tibias del reportaje: "El príncipe ha perdido y el rey está al lado del ladrón de su casa". Todos esperamos que se haga justicia, sin paliativos, en la resolución del caso Noos. Para restituir, para dar ejemplo y para castigar, si lo que la mayoría de la gente anticipa en la calle coincide con el dictamen de los jueces. Pero también para evitar que los rufianes de toda índole extiendan la sospecha de que no hay en nuestra sociedad morada para el justo, y ningún despacho bancario, mesa parlamentaria o palacio real libre de latrocinio.

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1 de octubre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La curiosidad es media vida

Lo decía mi abuela y yo creía que era una frase hecha, hasta que comprobé que en la preceptiva dominaban las acepciones negativas del estilo “la curiosidad es un vicio” o “la curiosidad mató al gato”. Ya ve, María Fermina Arrechea Larregui, tenga usted un nieto que se pretende escritor, para que a la criatura le lleve media vida distinguir un aforismo de una sinsorgada. Me he acordado a santo del “Curiosity”, el artefacto con ese nombre tan propio que indaga la gravilla marciana.
 
Curiosus en latín era el que tenía cuidado o ponía atención. En mala parte, la autoridad más antigua serían Terencio y, más de un siglo después, Cicerón, que lo usan como “fisgón”, y luego Suetonio, en su biografía de Augusto, donde ya aparece como “seguroso” o “agente de la policía secreta”. Pero el más explícito y antiguo al respecto podría ser Plauto que aforizó nam curiosus nemo est quin sit malevolus "no hay curioso que no sea malintencionado". Y aquí son obligados aquellos besos catulinos tan nutridos quae nec pernumerare curiosi possint "que ni los pedantes podrían enumerar".
 
Una derivación de los curiosi en mala parte sería los rerum novarum cupidi “deseosos de novedades”, dicho de los jóvenes incautos y de los conspiradores, revolvedores, sediciosos e intrigantes. Recurrente locución del léxico historiográfico, usada por Cicerón, Tito Livio, Tácito y hasta el papa León XIII. Hoy lo dirían de los narcisos rebañiegos que no tienen abuela y toman la calle con todo el derecho, incluido el de los demás.
 
La curiosidad como motivación de lectura ha sido celebrada con frecuencia. Menos, en cambio, se ha mencionado su cualidad inspiradora a la hora de escribir. A mí me motiva la curiosidad, uno nunca sabe qué va a poner y escribe para verlo.


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1 de octubre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Cataluña internacional

Cataluña ya está en el mapa. Era uno de los primeros objetivos. Artur Mas ya no es un desconocido. La eventualidad de que España se rompa en dos está en estudio en las embajadas y cancillerías. Todos aquellos que saben algo del asunto, en Pekín y en Londres, en Washington y en Brasilia, son requeridos con urgencia por sus superiores para que lo expliquen. Contribuyó y mucho la Diada. No es frecuente la noticia de una manifestación tan multitudinaria, pacífica y tranquila, pero también clara e inequívoca en su petición. Ha remachado el clavo esta semana la disolución anticipada, los mismos días en que aumenta la presión sobre Rajoy, en la calle contra los recortes sociales y en el escenario internacional para que pida de una vez el rescate. No nos hagamos los olvidadizos: Cataluña ya estaba en el foco de atención internacional desde finales de julio, cuando Andreu Mas-Colell se adelantó en la BBC a pedir el rescate.

El razonamiento que sitúa a Cataluña en el eje decisivo es su peso y tamaño respecto a la economía española. Si Cataluña cae, cae España, y si España cae, cae el euro. Ahora tras la Diada, el órdago de Mas y la convocatoria de elecciones con intenciones plebiscitarias y constituyentes, la cadena adquiere una energía política demoledora. Cataluña es la Alemania de España pero está en la situación de Grecia: tiene su lógica que busque un lugar en el norte riguroso cuando se halla anclada en el sur malgastador.

La disolución parlamentaria es un fracaso político sin paliativos. Para Rajoy, claro. Estamos hablando de una amenaza a la integridad del país de la que Rajoy es responsable y de un socio parlamentario del PP que le hace la cama en el peor momento posible. No lo es para Artur Mas, al contrario, aunque difícilmente se le puede atribuir otra virtud política que no sea un sutil y educado maquiavelismo. Tiene las arcas vacías, bajo perfusión directa desde Madrid. Se halla propiamente con su administración intervenida. Ha efectuado los recortes más drásticos y rápidos de toda España. No se le conoce balance de sus dos años de Gobierno. Y ha conseguido imponer, en cambio, la agenda nacionalista sobre la agenda social y económica que las circunstancias exigen. Estos milagros políticos son infrecuentes.

La apuesta es muy alta. Una auténtica aventura. Para evitar equívocos ya ha tomado la vacuna: una vez cumplida la misión abandonará. Creo que fue Jean-Pierre Vernant quien definió al emperador como un aventurero que ha triunfado. Mas ya ha dicho que no quiere ser emperador. También lo ha dicho para convencer a quienes temen a los caudillos: se irá en cuanto toque el cielo. Con la fuerza que tiene detrás es inevitable que piense en este momento sublime y que aleje, en cambio, la idea y la imagen de la derrota. Sabemos muy bien cuál es el destino de los aventureros derrotados.



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29 de septiembre de 2012
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II.Una visión incesante de la historia.

Este ciclo de la historia contada por Fuentes en sus novelas continuará luego con Años con Laura Díaz (1999), una visión que nos será dada a través del ojo de una mujer que vive la historia, y no sólo la acompaña desde el plano subalterno de la tradicional soldadera. Todo un friso en movimiento al que no basta el pasado, ni siquiera el presente, y Fuentes echa entonces mano del futuro, como en La silla del águila, su novela de 2003, que pertenece también a este ciclo que sólo la muerte pudo cerrar con Federico en su balcón. Un ciclo, como se ve, que duró toda su vida.
Los dos narradores de esta última novela, o los dos que nos la proponen, se asoman cada a uno a su balcón, balcones vecinos de dos habitaciones vecinas del hotel Metropole, que dan a una calle de una ciudad ignota pero conocida, o reconocible, una o muchas ciudades, o una fantasmagoría de ciudad; los dos dialogan al aire libre, y mientras filosofan, porque las preguntas que se hacen tienen que ver con la vida y con la muerte, con el destino, y sobre todo con el poder, arman al mismo tiempo un escenario en el que van dando entrada a los personajes de la novela, todos ellos estrafalarios pero paradigmáticos. Increíbles y creíbles, saliendo de la historia y volviendo a ella.
Y la gran representación del teatro del mundo comienza.

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28 de septiembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Derecho a la blasfemia

Donde no hay dioses no hay blasfemia. La blasfemia es hija de la divinidad, una manifestación estrictamente religiosa que refuerza con su transgresión la fuerza de lo sagrado. Castigar la blasfemia es propio de sociedades teocráticas, organizadas según las leyes de los dioses y no de los humanos.

Ciertamente, desde los poderes públicos hay que proteger la pluralidad religiosa y promover el respeto a las creencias de todos. Pertenecen a un ámbito personal en el que nadie tiene derecho a entrometerse. Pero las libertades de conciencia y de expresión son un bien superior que no cabe degradar en nombre de religión alguna. Nadie puede castigar un supuesto delito de difamación religiosa sin afectar directamente al corazón de la libertad. Pero inducir al respeto no significa obligación de respetar, como defender el derecho a la blasfemia no significa obligación de blasfemar.

Y eso es así porque estamos hablando de libertades y derechos individuales. Los dioses y los libros sagrados, las religiones y los dogmas, como los personajes históricos y los mitos, las patrias y las banderas, no tienen derechos ni deberes como los tienen los ciudadanos individuales. No se puede atentar contra el honor de Buda o de Confucio, de Napoleón o de Garibaldi, de Jesucristo o de la Santísima Trinidad.

Los violentos que reclaman el honor mancillado de sus profetas o de sus libros o que incluso llegan a asesinar en su nombre ejercen un chantaje intolerable. Este sería el caso si se convirtiera en delito punible la publicación de las viñetas de Mahoma que hizo el diario danés Jyllan Posten en 2005, la difusión en YouTube del infame vídeo californiano sobre Mahoma o la actual campaña satírica sobre el islam de Charlie Hebdo.

Será difícil convencer a los dirigentes de muchos países islámicos donde la blasfemia está ahora castigada penalmente, incluso con la muerte. Obama lo ha intentado con su discurso del martes ante la Asamblea General de Naciones Unidas, aunque es de temer que de poco servirá su pedagogía sobre la libertad de expresión, dirigida a gobiernos y regímenes que sacan réditos de estas prohibiciones en dos direcciones, en el control sobre los medios de comunicación y en el apaciguamiento de los islamistas más radicales y violentos.

Obama ejemplificó el problema con su defensa de la libertad para insultar al presidente de Estados Unidos. El insulto al soberano es una actividad que antaño, cuando era de origen divino, pertenecía también al territorio de la blasfemia y se castigaba severamente. Ahora, en cambio, la libertad de blasfemar contra el jefe del Estado es la garantía de la sociedad libre. Lo mismo hizo una sentencia célebre del Tribunal Supremo con el símbolo máximo de la nación que es la bandera. Esta es la paradoja: quienes estos días queman banderas con las barras y las estrellas a lo largo y ancho del mundo islámico no cometen delito alguno según la jurisprudencia y los códigos estadounidenses.

Todo esto es una discusión medieval, perfectamente al día gracias a la campaña organizada por los poderes religiosos de buen número de países islámicos, que promueven una legislación internacional contra la denominada difamación de la religión. Hasta 2011 estos problemas se dilucidaban sin discusión pública en las mazmorras y comisarías de las dictaduras árabes, pero ahora se debaten en los parlamentos y en las comisiones constitucionales como resultado de la llegada impetuosa de los partidos islamistas al poder, dispuestos a demostrar la verdad de su lema y mito de que el islam es la solución para todo.

El único límite a la libertad de expresión es la incitación a la violencia. No es el caso de las imágenes de Mahoma. Tampoco del humor más o menos grueso e irreverente con el islam o el cristianismo. Ni siquiera es el caso de la zafia producción videográfica utilizada como excusa para una campaña de violencia. Para la jurisprudencia estadounidense no lo es ni siquiera el negacionismo de los crímenes contra la humanidad, a diferencia de lo que sucede en algunos países europeos.

Obama ha trazado las líneas rojas. No las que le pedía Benjamín Netanyahu respecto al arma nuclear iraní, sino otras más importantes, exigidas por las reacciones antiliberales en las democracias árabes. Si las traspasamos, quedarán condonados otros sistemas de censura que se practican en muchos países, como China, en nombre de la estabilidad y para evitar las provocaciones. No hay diversidad cultural que valga respecto a estos valores universales que surgen espontáneamente en todas las civilizaciones, allí donde hay hombres y mujeres que reivindican sus derechos por encima de los dioses y de los mitos.



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27 de septiembre de 2012
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El hablar de Crusoe IV

 La letra de Crusoe

Inserta en la narración general de Crusoe hay una segunda narración de la cual en parte la primera es desarrollo y hermenéutica. Me refiero a su diario, esa descripción de sus peripecias, escrita en los momentos que él mismo considera de asueto. Y, ¿para quien escribe Crusoe un diario? Pues como todo escritor de diarios tan sólo para sí, aunque este sí no coincida necesariamente con el uno mismo, interlocutor habitual no de la propia escritura sino más bien de la propia estulticia (la cual mantiene una mecánica comunicación interior en torno a satisfacciones vacuas de llegar a realizarse, pero autenticamente dolorosas de no cumplirse); esa estulticia tan presente en la soledad y de la que Crusoe ha de huir en pos de su humanidad. Crusoe escribe para sí, en un mundo humano en el que la escritura, al igual que todo otro fruto del trabajo humano, carece de valor de cambio en acto, y el valor de cambio que encierra potencialmente (si por ejemplo encontrara Crusoe un interlocutor en su situación) no es disociable de su valor de uso.
Proponiéndose forjar una tabla para la mesa con la que ha decidido ornamentar su casa, se da cuenta de que sus instrumentos solo le permiten tallarla como pieza entera a partir de un único árbol, con enorme trabajo y paciencia, lo cual sin embargo-reflexiona- no ha de preocuparle, pues más allá de lo inmediato no hay objetivos de futuro que exijan una distribución jerárquica del tiempo (" But my time or labour was little worth, and so it was as well employed one way or as another). Como el transcurrir de los acontecimientos para los niños, la mayor o menor dilatación de las tareas de Crusoe no se mide en montos de oro y así cabe decir que no es realmente tiempo. Por ello puede decirse que Crusoe escribe y trabaja en un mundo plena (y trágicamente) humano dónde no cabe el futuro
Y en este horizonte sin medida de cambio, sin el futuro que es oro, el trabajo de Defoe le permite tener cubiertas con razonable amplitud sus necesidades inmediatas (1) dispuestas en perfecto orden, lo cual le procura gran satisfacción (2)  ¿Y qué acontece cuando lo relativo no solo a la necesidad inmediata sino a la dignidad del entorno está cubierto? Lo singular de la condición humana impone entonces sus exigencias, indicaba Aristóteles. La narración es una de ellas y la narración a través de la escritura un paso decisivo. Cubiertas las necesidades de su animalidad y subordinadas incluso las mismas al imperativo de ornato y decencia Crusoe tiene una tarea primordial: "Y entonces es cuando empecé a conservar un diario de mi diaria tarea"
Escritura de la que sólo Crusoe puede ser lector, narración sin otro destinatario que la humanidad, presente toda ella (y no como si fuera tan solo una parcela) en Crusoe mismo. Escritura para la que el fin de sus condiciones materiales (Crusoe posee un limitado stock de tinta extraído de los restos del barco) es la única sumisión al tiempo,
Cabe imaginar la letra de Crusoe trabada minuciosamente con tanta mayor exigencia caligráfica cuanto no pesa sobre el escritor el espectro de la conversión de su obra en mercancía, es decir, en oro y tiempo. Sí, en todas y cada una de las tareas que emprende, Crusoe está motivado por la exigencia de recrear la plena humanidad en ausencia de futuro. En ello reside el enorme peso moral de su figura.

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1 " So that had my cave been to seen, it looked like a general magazine of all necessary things"

2 "And I had everything so ready at my hand, that it was a great pleasure to me to see all my goods in such order..."

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27 de septiembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

Blogs de autor

Baila, baila, baila

Los incontables lectores de este autor estánde enhorabuena porque Baila, baila, baila es un Murakami en estado puro. La novela es de 1988 y está escrita justo después de  que Tokio Blues (Norvegian Wood) se convirtiese en uno de esos fenómenos universales que traspasan ampliamente el ámbito  de la literatura y que muchas veces se han llevado por delante y para siempre al desprevenido autor. De hecho, en el momento de su aparición en Estados Unidos muchos críticos interpretaron que Murakami había escrito esta novela como un antídoto contra el  éxito demoledor de Tokio Blues. Lo cual, bien pensado, era una forma de decir que no la habían entendido. Y con razón.  Porque no se entiende. O por mejor decir, porque leyéndola uno  tiene la sensación de que se le están escapando cosas, más allá de la novela misma.

Y ello es así no porque la trama o el lenguaje o la estructura narrativa presenten problemas de comprensión. Qué va. Los habituales de Murakami se van a encontrar con un ambiente que les resultará muy familiar, hasta el extremo de que en cierto modo es una continuación de La caza del carnero salvaje, cuyo protagonista allí juega un destacado papel aquí. Es decir, que se trata del choque habitual de uno universo onírico, misterioso y que parece de otra dimensión pero que tiene muchos puntos de contacto con este otro universo nuestro, perfectamente conocido, consumista, cotidiano, superficial y terrible.

Las dudas surgen porque, evidentemente, Murakami está haciendo una operación que va mucho más  allá de una purga y que resulta difícil de captar. Reduciendo la cuestión a un esquema brutal, cabría interpretar que el mundo misterioso y onírico, en el que "todo está interconectado" y que "es preciso a toda costa salvar" (hasta el extremo de que el narrador es uno de los encargados de mantener su memoria) podría ser el Japón ancestral, hoy pervertido y emputecido por una potencia colonial (América, claro) que además de derrotarlo militarmente, le impuso unos modos de vida y unos valores encarnados aquí por un  detective aficionado investigando una trama que le viene grande porque "los de arriba" mandan mucho y carecen de escrúpulos; que bebe whisky  sin parar, que se codea con prostitutas de lujo y call girls misteriosamente asesinadas; que oye sin parar música de Elvis,  Duran Duran, Iggy Pop, Police, los Beach Boys y  Genesis o Led Zeppelin  y se infla de café en los Dunkin´ Donuts. O sea que sí, que es una parodia evidente de un thriller  estilo Chandler pero en contemporáneo. Lo que  falta  es la pieza fundamental del lenguaje, y es  una pieza que lamentablemente se pierde con la traducción, por muy buena que sea ésta.

Obviamente, además de las gafas Ray-Ban, las sudaderas con los nombres y efigies de sus grupos de rock favoritos o su frenesí por los complementos Louis Vuitton,  los jóvenes japoneses de la generación de Murakami han tenido por fuerza que elaborar un lenguaje y unos símbolos  propios,  iguales pero  distintos a los de sus padres, y que les sirvan para interactuar con el mundo en que les ha tocado vivir, y es en ese aspecto en el que más sensación de pérdida se tiene al leer a Murakami. Sospecho que es ahí donde reside la razón de ese fluir divagante de una prosa a veces surrealista, con unas incursiones casi a ciegas en el terreno de la metafísica  y a impulso de la cual un héroe sin apenas atributos (un hombre anodino, desganado y sin pasión a la vista)  se adentra en laberintos de altos y misteriosos negocios que es mejor no investigar,  aventuras con mercenarias en las que el lujo está inexcusablemente mezclado con la muerte, idas y venidas sin motivos visibles o encuentros con seres tan inclasificables como el hombre carnero o la niña vidente. A uno le entran ganas de saber algo más del Japón actual para saber qué está pasando allí en realidad y sin tener que tomar al pie de la letra una interpretación como la de Murakami, que justamente por ser un narrador de ficción, vive una  realidad propia  que puede no coincidir del todo con la realidad de sus contemporáneos. O sí. Y no hay más que ver cómo le siguen allí, novela tras novela, para comprender que les dice algo lleno de sentido y significación para ellos.

Lo curioso es que pase lo mismo aquí.

Baila, baila,baila


Haruki Murakami

Tusquets Editores



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26 de septiembre de 2012
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El Boomeran(g)
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