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Lolitas

“Nunca vibraba bajo mi caricia”, reconocía Hubert H. a medida que avanzaba su obsesión por Lolita, y aún y así, el personaje que psiquiatras y lectores le debemos a Nabokov (porque sólo la literatura es capaz de bucear en territorios inexplorados e indecibles) reconocía hacer todo lo posible para ser feliz. Entre el deseo y el tabú, su caso representaba “una tempestad en un tubo de ensayo”, como se dice en el prólogo de una vieja edición de Grijalbo. Corría 1955 cuando el juicio moral a los amores de un hombre maduro con una niña revirtió en una cascada de declaraciones de médicos que reconocían que ese tipo de amor abyecto sacudía a un 15% de la población masculina de Estaddos Unidos. Hubo quien dijo que se quedaban cortos. Han transcurrido casi sesenta años y las lolitas de hoy ya no esperan a los catorce para pintarse los labios, aunque aún no puedan desasirse ni poniéndose de puntillas de la reconfortante infancia que todavía las habita. Campan en una frontera indeterminada. Desarrolladas por fuera, con los focos de su feminidad exultantes, pero con la ternura del crecer por dentro. La pornografía -que no la información sexual, tan indispensable- les entró a través de las ventanas de sus series yonkis. La publicidad las ha adultizado y, a pesar de las autorregulaciones para que hasta los 16 no se suban a una pasarela, ahí siguen, tropezando con altivez e inocencia. A partir del dramático caso de El Salobral, del asesinato de una niña por quien decía amarla locamente, resurge el debate sobre el límite de edad en las relaciones sexuales: regulación frente a libertad con matices. Es comprensible el rechazo que produjo que una niña de 16 años pudiera abortar sin el permiso paterno, pero en cambio es sorprendente que no se haya movido ni una pestaña tras el anuncio de Gallardón de que va a postergar el retraso de la edad legal para casarse: ¡catorce! Persiste una iconografía universal que humedece el deseo a fuerza de abuso, y que perpetúa el mito de la virgen, de la niña que sucumbe a los encantos de un hombre ya maleado. Suele ser falso. La pederastia es mucho más que una perversión. Es un negocio sin fondo que en los burdeles de Bombay amontona a miles de niñas de entre seis y nueve años, cuyos órganos sexuales aún no se han desarrollado; o las pequeñas con camiseta de Hello Kitty que vi en las calles de Phnom Penh, minúsculos cuerpos infectados de sida. Al otro lado, en el de la normalidad, sólo hace falta ojear los anuncios de prostitución que aparecen en los periódicos para comprobar el incontenible uso de diminutivos. De “culitos”, “viciosillas”, “peluditas”… aunque la palabra estrella no haya variado desde los tiempos de Nabokov: “jovencitas”.

(La Vanguardia)

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31 de octubre de 2012
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II. La realidad no admite exageraciones

La crónica, de verdad, es antigua, y está ligada a los inicios de la historia misma, cuando Heródoto, además del primer historiador, fue también el primer cronista que dejó constancia por escrito de lo que vio y descubrió en sus viajes; y siglos después, otro gran cronista, Ryszard Kapuscinski, lo emuló contando lo que vio y descubrió en el siglo veinte. Ambos, igual que los nuevos cronistas de indias, de Jon Lee Anderson a Juan Villoro, reúnen muchos oficios a la vez, exploradores, viajeros, reporteros, narradores literarios, periodistas, y, por la fuerza de la necesidad, también geógrafos, arqueólogos, etnólogos y paleontólogos, pues al poner pie fuera de las fronteras conocidas, se ven en la necesidad de comportarse como descubridores.

Pero el símil más inmediato del cronista de indias viene a ser Bernal Díaz del Castillo, porque, soldado de la conquista, ya viejo en su retiro de Santiago de Guatemala, al leer la Historia de las Indias y conquista de México de López de Gómara, encuentra que un clérigo que se quedó en su muelle comodidad de Valladolid, le quiere contar su propia historia, y se rebela airado. Nadie puede venirle con cuentos; la verdad está en su propio sudor, y en sus penurias de soldado, y además, no sólo es testigo de vista. Es protagonista. Y se rebela poniéndose a escribir su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España. Se empeña, así, en no faltar a la verdad. La crónica que cuenta hechos, no puede ser mentirosa.

Despoja a su relato de todo lo que pueda tener de olor de leyenda, o de mentira, o de exageración, y pretende que sean los hechos, en su exageración real, los que hablen por sí mismos. El procedimiento de construir la realidad no admite exageraciones gratuitas ni imposiciones mentirosas. Para parecer real, la realidad tiene que copiarse a sí misma. Esta es la lección.

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31 de octubre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El arte ¿es arte?

En otros momentos nos habría exasperado tanta banalidad, rayando el timo, expuesta en las mejores galerías y en prestigiosos museos, pero ahora, progresivamente, casi lo mismo nos da. La belleza hace tiempo que se escindió del producto artístico y siendo posible aceptar que lo feo sea altamente interesante, que las vísceras en corrupción del buey en una muestra despierten sensación o que las vaqueros rotos, los zapatos manchados, los muebles en découpage y las calaveras tatuadas sean buena parte de nuestro repertorio estético ¿cómo ponerse finos ante la creación?

Gombrich decía, mucho antes de que las cosas llegaran a este extremo, que "arte es aquello que los artistas dicen que es arte". Se trataba así, por este supercrítico, de salir airosamente del trago. Si los ebanistas hacen muebles de todas clases, los artistas hacen arte, sea de la forma y composición que sea.

La novedad, sin embargo, tratada el jueves por el profesor Calvo Serraller en su excitante conferencia del Reina Sofía es que, a fuerza de aceptar la belleza convulsa de los bretonianos -una belleza fuera de todo canon y saciada de libertad hasta el vómito, cuyo interior ha estallado en pedazos y de cuyos cascotes han ido produciéndose manifestaciones; unas llamativas y otras, ni fu ni fa- lo bello ha abandonado su trono imperial cargado de oros y el pasto del pueblo liberado ha adquirido las mil caras de la libertad y la fast food.

Antes del siglo XVIII, antes de la liberadora Ilustración, la belleza se hallaba enjaulada en reglas divinas que como la simetría, la proporción, el ritmo evocaban las leyes matemáticas que son, con Pitágoras, las leyes de Dios.

Tan pulcra como la matemática, tan digna y exacta como ella, la belleza era casi una ciencia para cuya producción era necesario aprender meticulosamente un oficio y seguir severamente sus órdenes y principios. Hoy, sin embargo, brotan músicos y escritores y pintores por todas partes. Es una belleza de puertas abiertas, el desorden es su correlato natural.

La pretensión de la belleza, como se ve en los escotes, en los cortes de pelo, en la arquitectura o en las faldas, no es simétrica sino asimétrica. La desproporción, el exceso, se impone espectacularmente a la precisión; y lo atonal, lo arrítmico pugna por hacerse oír mejor.

Una creación como la de la marca Desigual y las últimas colecciones de Custo Barcelona son un ejemplo cercano de la nueva belleza tan convulsa que, si parece colapsar en el proyecto, no llega nunca a la postración, sino a la sensación.

De ese universo estético está hecha actualmente la polimoda. Porque ahora no hay ya una moda imperante o única como no hay ningún canon de belleza superior. En las noticias de cada día la fe se intercambia bélicamente (convulsamente) con la blasfemia, lo minimal con el barroco, las prendas de Ralph Lauren con los serios modelos de Dior, el miedo de todos nosotros por un pavor mayor.

Este fin de semana se celebra en Madrid la operación Open Studio con el propósito de "abrir las puertas" de los espacios de los artistas a los galeristas, los coleccionistas, los críticos y los vecinos. Todo se mezcla en una promiscuidad de expertos y profanos, de gentes con juicio, con prejuicios y sin nada que opinar.

El arte se ha despojado de sus hábitos místicos y es carne de mercado. Y el mercado, como la crisis enseña, es tan errático como desequilibrante, tan desproporcionado como famoso, tan arrítmico como un infarto, tan decisivo como invisible.

El arte, ¿es arte? A estas alturas qué más dará esta etiqueta ancestral. La política, la economía, la sociedad y la cultura se hallan en una era cuyo máximo carácter es carecer de nombre propio. En estas condiciones de perdición, deslocalización, desconcierto y apocalipsis ¿a qué propiedades más o menos fijas podría la belleza aspirar?



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31 de octubre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Lo que cuenta es la ilusión

A primera vista el dietario es un género en el que, sin otro criterio que la calidad, cabe todo: citas, recordatorios de lecturas y esas notas que se escriben en papelillos que luego van dando saltos por los bolsillos hasta acabar en el abismo del no volverás que es el cajón de la mesa de trabajo de un escritor; también caben conversaciones cazadas al vuelo como ésta: "A la salida de la ópera, el lagarto podrido de dinero le dice a la lagarta empedrada de joyas:
-Es que yo, en el fondo soy un sentimental, un romántico"; también caben las notas de un viaje al (ex) mar de Aral realizado porque un día el autor se encontró por la calle a la persona adecuada para que se desencadenara dicho viaje. Frente a la escueta precisión de notas y acotaciones como la antes reseñada, el recuento de las salvajadas que los soviéticos cometieron con aquél pobre mar hoy casi desaparecido ocupan seis u ocho páginas, bien contadas e informadas y por lo tanto agradables de leer, hasta que de pronto, bruscamente, se vuelve a la dispersión, por lo que tanto puede ser una curiosa noticia acerca del teremin, un instrumento raro inventado por un no menos curioso, aparte de trágico, músico llamado Lev Theremin, o el destino actual de las uñas de Rasputín (como suena). Aunque también pueden ser una sucesión de recuerdos muy queridos para el autor (se nota), por ejemplo los relacionados con el poeta Juan Eduardo Cirlot.
Obviamente, no pueden faltar guiños cariñosos y discretos a viejos amores, más notados por la ausencia que por la presencia pero que han dejado su huella; o la impagable descripción que hace la tía Claudina del destino que les cabe a los opulentos ricachos que los días soleados pasean por las no menos opulentas calles del barrio barcelonés de Tres Torres.
Lo cual no quita para que, de cuando en cuando, la cosa se ponga seria, como por ejemplo a costa de una exposición celebrada en la Pedrera de Barcelona y dedicada a Ródchenko, o cuando el autor evoca su relación con el guitarrista Rafael Riqueni y, llevado por el afecto, cae de pronto en la cuenta de que está tratando de describir su música, en el caso de Riqueni, o los cuadros, en el caso de los pintores rusos, o sea metiéndose en un berenjenal del que, como ya prevenía Gombrowicz, hay que huir y dejar que sean los profesionales quienes se encarguen de dar cuenta de una catedral, una escultura o, ya que sale, un toque. Lo mismo vale cuando habla de Kandinsky y Malévich, cada cuál con sus respectivas locuras cromáticas tan difíciles de apreciar ("los famosos cuadros monocromos, amarillo, rojo y azul, que despertaban en los chicos a mi lado irreprimible hilaridad", dice al relatar su recorrido por la Pedrera viendo ródchenkos) y que, si se trata de describirlos, es mejor dejarle la tarea al profesional y limitarse a constatar las emociones que suscitan en uno.
Pero si conviene, para salir del laberinto cabe dedicarle un trazo dolorido a Juan Gombau, un hombre que era demasiado inteligente. "La vida no aguantaba sus desplantes y se vengó de él: se le hizo insoportable" se dice a modo de epitafio, rematado con esta sentencia: "Él actuó en consecuencia". O si no, una nota de solidaridad con Hvla, la osa traída al valle de Arán desde Rumanía casi con toda seguridad para morir a manos de los valientes cazadores locales.
Es decir: un dietario parece un cajón (de)sastre en el que cabe todo. Sin embargo, según van sucediéndose las páginas, y según se va saltando de aquí para allá, las anécdotas, las reflexiones, las notas e incluso algún que otro pequeño ajuste de cuentas van cobrando una cierta coherencia. Ignacio Vidal-Folch es un novelista y no puede evitar que se le note el oficio, por ejemplo en el hecho de que los fragmentos aparecen en un orden aleatorio pero no inocente (introducir un poco de orden en el azar, lo llamaría Casanova) de forma que poco a poco se asiste a la creación de un personaje, o por mejor decir, una conciencia que se manifiesta en sus múltiples facetas y permite intuir el personaje que la alimenta, la contradice, la soporta o la detesta. Y el aparente pastiche cobra una progresiva coherencia, pues llegado un momento determinado se produce esa complicidad entre lector y autor que es el fundamento de toda narración. Todo consiste en avanzar, un poco a ciegas, hasta dar con las claves que permiten captar las reglas de juego. A partir de ahí el libro se lee de un tirón y con intriga, porque nunca se sabe lo que viene a continuación, pero también con provecho.      

Lo que cuenta es la ilusión

Ignacio Vidal-Folch
Destino



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30 de octubre de 2012
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¿En qué momento de la historia evolutiva arranca el hombre?

Nótese que la interrogación en la columna anterior planteada sobre el lazo entre el hombre y la técnica es extensible al vínculo entre el hombre y el lenguaje:
¿Llamamos hombre a lo que resulta de que un momento de discontinuidad en la historia evolutiva? ¿Diremos más bien que no hay tal discontinuidad y que el hombre no difiere significativamente de sus ancestros? La respuesta depende de si por ese animal lingüístico que es el hombre entendemos meramente una especie dotada de un sofisticado instrumento para intercambiar información, o más bien dotada de lo que designa el término griego lógos, desde luego irreductible a un mero sistema de emisión de señales.
Muchas de las querellas en torno a la cuestión de la singularidad humana en el seno de la animalidad resultan meramente de equívocos en este asunto. Ha de empezarse por aclarar si se acepta o no la irreductibilidad del lenguaje a un mero código, y en caso de respuesta positiva bastaría con afirmar que designamos por hombre el animal que en la historia evolutiva se despliega como resultado de la emergencia del lenguaje para que la sentencia "en el principio está el verbo" se convierta en algo más que una metáfora y, en consecuencia, la antropología se convierte en una disciplina que trasciende en sus objetivos la mera descripción de una especie natural.
El debate está abierto, y enfrentarse al mismo, con la ayuda de la genética, la paleontología, la semiótica y la lingüística es un reto al que el filósofo no puede en ningún caso sustraerse.

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30 de octubre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El arte del sí y el no

Los arquitectos, los aficionados a la arquitectura y diletantes de todo género nos sentimos contentos de que Ivorypress haya publicado un conjunto de escritos de Paul Goldberger, premio Pulitzer 1984, el crítico más influyente de The New York Times primero y de The New Yorker desde 1996.

Como dice Fernández Galiano en el prólogo, Goldberger que es muy entendido se hace a la vez entender. La arquitectura es una de las artes más complejas tanto por la suma de factores que abraza como por la dificultad de comprenderla estando en sus brazos. Goldberger dedica un canto al interior de los edificios, puesto que ve en ese cuenco emocional la mayor razón del edificio. Su ecuación es esta: todo lo que siendo hermoso o bonito por fuera provoca malestar interior nos perjudica la vida. No digamos ya el humor.

En estos últimos años han dominado las fachadas atractivas sobre los interiores bienhechores y, con ello, una lista de celebrados arquitectos han dado el pego fotografiando, en revistas de lujo, el cutis de sus obras. La práctica parecía coherente con la importancia de la apariencia y la "buena pinta".

Afortunadamente, como corresponde a los libros de arte completos, las páginas están salpicadas de imágenes representativas. El viejo lema de que "la forma ha de seguir a la función", tan amado por la facción de arquitectos moralistas, la desmonta Goldberger alegando que no hay una única función sagrada. Como él dice "hay demasiadas clases de función y distintas formas que pueden cumplir la misma".

Quien vea los edificios de Gehry o Rem Koolhaas se dará cuenta de ello. O de lo inverso. Muchos arquitectos de estos años espectaculares han sentido un irresistible impulso por crear edificios divertidos. De hecho, el posmodernismo nació con Venturi "aprendiendo de Las Vegas" y el juego parecía, como el fuego, primordial fuerza de la inspiración.

Ser divertido en la publicidad, en el vestido, en la música o en los viajes del Papa ha sido hasta la actual hecatombe regla común. Divertirse hasta morir (Amusing ourselves to death) se llamó el best seller Neil Postman que plasmó la juerga mercantil a mediados de los ochenta.

Erigir edificios divertidos, coloreados, optimistas, acrobáticos o estrambóticos no terminó enseguida. Hasta hace una década seguían brotando entre la sociedad sin malestar.

Y ¿ahora? Ahora vale la pena referirse a las consideraciones que Paul Goldberger hace sobre diferencia y repetición. No exactamente a la manera en que Deleuze (Différence et répétition) trataba el asunto, pero sí evocando claves comunes en las obras de arte y hasta en la vida personal.

No hay cuadro, novela o edificio armónicamente terminado que descuide la dialéctica entre la repetición y la diferencia. El cuadro parece tan abigarrado como coherente, la novela parece tan pesada como entretenida, el potente edificio es amable sin saber por qué. Y la causa radica, como se advierte con las clásicas sinfonías en la secuencia de la letanía y de su interrupción. El seductor efecto del edificio BBVA de Sáenz de Oiza, en la Castellana de Madrid, se apoya en el protagonismo de las bandejas sobresalientes cuando la secuencia de las ventanas ha llegado al justo punto de la repetición. Esa interrupción con el mismo acero cortén no solo salva del tedio, sino que convierte su pasaje en "camino de perfección".

Los escritores, los artistas plásticos tienen acaso un estilo personal, pero lo peor de lo peor es copiarse a sí mismo. Toda obra que no cree un hiato esta muerta. Tan muerta como las obras que Goldberger repudia o tal como Johann Sebastian Bach logró dar vida en sus Variaciones Goldberg cautivando el oído con la sabia proporción estética del sí y el no.



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29 de octubre de 2012
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Un empujoncito y ya está

Quise resistirme, pero cuando supe que había muerto Santiago Carrillo se me hundieron las fuerzas y determiné que, en efecto, tenía que escribirle a Artur Mas, el estadista. No es que Carrillo me inspirara simpatía. Ese hombre, en plena juventud tuvo a su mando la carnicería principal del Madrid republicano y es cosa sabida que en aquel establecimiento todos los días desollaban carneros, conejos y bueyes condecorados. No debió de ser persona como para fiarle los niños a pasear por el Retiro, pero luego por lo menos remedió su vida y se convirtió en un chaquetero de lujo. Pasó de ser una amenaza mundial a un tipo pintoresco.

Aquellos personajes de los años treinta eran abominables y sin embargo no se les puede negar grandeza. Gracias al empeño que pusieron en defender sus ideas acabaron acopiando tal cantidad de cadáveres que uno supone aquellas ideas del tamaño de las de Platón. Luego lees un poco sobre Stalin o sobre Mussolini y te preguntas a qué precio salieron semejantes ideas de higienista húngaro. ¿Diez millones de muertos por idea? En fin, había grandeza.

Todavía hoy cuando hablas con algunos cráneos privilegiados te aseguran que están dispuestos a subvertir el orden mundial aunque sea al precio de sacrificar seis o siete generaciones. Como aquellos personajes de La vida de Brian, nuestros revolucionarios no se conforman con nada por debajo de la abolición del Imperio Romano. Admirables y orondos caballeros, los jefes de las masas aseguran a micrófono abierto que hay que acabar con el capitalismo y luego les entusiasma un chiflado de pueblo que va levantándose mercados con carretillas de aluminio. Sería heroico si no lo hubiera escrito ya Valle Inclán. No obstante, hay grandeza en esas ideas: la libertad de los humanos, la justicia universal.

Por lo menos estos Grandes Líderes están dispuestos a sacrificar a seis o siete generaciones para ver ejecutadas sus ideas. Quieren una revolución como es debido, que deje en la miseria a nuestros hijos, nietos, biznietos, a los hijos de los biznietos y a los nietos de los biznietos. Y luego, que luzca la Idea, si queda alguien. Por ejemplo, el estado proletario, el comunismo, la raza aria, incluso el socialismo. Una grandeza en la destrucción es a lo que pueden aspirar los Grandes Líderes incapaces de construir ni siquiera un instituto de enseñanza media.

¡Ah, pero ese no es el caso de Artur Mas, el estadista! Este hombre no está dispuesto a sacrificar más de una generación. Una, como mucho. Y lo que es aún más grave, está persuadido de que sus hijos ya estarán en Inglaterra cuando se realice la Idea. Eso, diría yo, es una mezquindad.

Bien es cierto que la antigua política, la que buscaba la justicia, la libertad, la liberación de los esclavos, la emancipación de las colonias, sabía calcular y calculaba. Se sentaban en torno a una mesa los Grandes Líderes y calculaban. Una guerra civil un millón de muertos, guerrillas incontroladas cien mil muertos, grupos paramilitares veinte mil muertos, milicias del pueblo diez mil muertos, la banda de la porra cinco mil muertos. Y así iban sumando y al final decidían si aquello daba juego o no.

La política actual no tiene aquella dimensión de cuando existía la grandeza. No se trata de liberar al proletariado, de emancipar a los esclavos, de edificar una sociedad basada en la justicia. No. Se trata de abrir estado en Cataluña, como ha sucedido últimamente en Eslovaquia o Montenegro, por poner un ejemplo. Yo creo que el mundo entero se estremeció de dicha al saber que existía una nación llamada Montenegro y adivino que el mundo entero volverá a estremecerse de felicidad cuando sepa que Cataluña es otra nación, aunque nadie lo sospechara. Son asuntos que conmueven el corazón de cualquier humano, que le hacen soñar en luchas en plan Mandela.

Ciertamente es algo un poco más mezquino que la revolución socialista o el fin del apartheid, pero los tiempos son mezquinos y los partidos socialistas están para el desguace. Con un poco de suerte a Cataluña le seguirá la Padania y el mundo entero estallará en un delirio incontenible. ¡Existe la Padania!, exclamarán. ¡La dignidad humana se ha salvado! Estos son los asuntos que interesan a los ciudadanos con estudios o conciencia: Cataluña, la Padania, los Sudetes, el sol rojo de nuestros corazones, la heroicidad, la grandeza.

Por eso me parece que debemos protestar e indignarnos e incluso acudir por decenas a la Plaza de Cataluña a manifestar nuestra ira porque Artur Mas solo sacrifica a una generación y ni siquiera la suya. Él sabe perfectamente, tal y como lo está planteando, que en diez años esa lucha heroica ha hecho agua. Para que la Idea triunfe necesitaremos, pongo por caso, algo más que el terror pequeñito que ha instalado en Cataluña. Arcadi Espada publica una encuesta en su blog sobre lo que opinan algunas grandezas catalanas sobre la independencia. Pues bien, no opinan nada. Parecen intelectuales checoeslovacos un mes antes de los tanques. Alguno llega a decir que solo contestará delante de sus abogados.

Está bien ese terror pequeñito, lo has hecho bien, Artur Mas, y en Cataluña nadie osa abrir la boca ni siquiera para decir que está de acuerdo contigo. Para decir algo semejante hay que montarse en un autobús que te pasa a recoger por Arenys y te lleva al Paseo de Gracia en donde están las cámaras y un señor de Omnium Cultural con los bocadillos. Pero esto es insuficiente: ahora hace falta un terror grande, un terror que no amenace solo a una generación sino que reviente la vida de seis o siete generaciones. Con esa finalidad, no estaría mal que comenzaras a estudiar a los vascos, que llevan ya sus cuatro o cinco generaciones hechas polvo y aún no se han decidido.

Eso sí, es imprescindible que sigas mintiendo como cuando dices "Cataluña, nuevo estado de Europa", sabiendo que es una estafa para gente que solo lee prensa del movimiento, porque ya han dicho en Bruselas que tendrás que ponerte a la cola e intercambiar tabaco y bebidas con Kosovo. Por eso has de seguir afirmando que te vas de España, para ocultar que de donde te vas, de verdad, es de Europa. Aunque lo más probable es que con esas mentiras no puedas embaucar a más de una generación de ilusos. La siguiente generación, que estará pagando en la nueva moneda (¿el virolai?), se reirá de ti por no haber mentido lo suficiente.

Recuerda que ruina y nacionalismo son las dos fuerzas que dieron el triunfo al totalitarismo en Europa y que solo por ese camino puedes avanzar. Ya has convencido a media población de que su ruina es culpa de los españoles, o sea, de los andaluces, de los gallegos, de los murcianos, y así sucesivamente, todos ellos ladrones. Ahora debes ascender un escalón. Si lees un poco verás que los Grandes Estadistas llega un momento en que tienen que emprender la Gran Marcha, el incendio del Reichstadt, la Marcha sobre Roma, la Noche de los Cristales Rotos, cosas semejantes, pasos decisivos. Solo entonces pasarás de una generación a seis o siete.

Piénsalo, Artur Mas, vuestra Idea se basa en dos pilares: la mentira y la subvención. Eso os hace inestables. Necesitáis un tercer pilar. Ese tercer pilar, el que los vascos no se han atrevido a poner en pie de momento, lo vas a tener que poner tú y pasarás a la historia como el hombre que sacrificó seis generaciones para que Cataluña pudiera salir de Europa. Se lo debes al mundo, se lo debes a la humanidad. Todos los pobres, explotados, aplastados por la injusticia y la tortura, todos los votantes socialistas, por ejemplo, están esperando ese signo en los cielos. Que no te tiemble la mano.

(Artículo publicado en Jot Down)

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29 de octubre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Las calabazas del diablo

El guión es trepidante. Como siempre, pero en cada ocasión con su ritmo y color propio. En el final de este cuatrienio, llega la función con un mega huracán de por medio y las obligadas calabazas de Halloween. Si supieran los americanos lo que significan entre nosotros se convertirían en el símbolo de los electores indecisos, a los que ninguno de los dos candidatos ha podido convencer todavía. O de los factores imprevistos que hacen descarrilar las campañas más meticulosas y calculadas. ?La deriva del huracán Sandy les recuerda (a los políticos) hasta qué punto la democracia puede estar fuera de control?, ha escrito Peter Baker en el New York Times. Todos los esfuerzos de los dos candidatos se dirigen a que los indecisos no les den calabazas el día 6 de noviembre.

Hace cuatro años hubo otro mega huracán, pero no era atmosférico sino financiero. El tramo final de la campaña estuvo presidido por el hundimiento de la banca de Wall Street, momento en el que pudo comprobarse que Bush ya no gobernaba, que el candidato republicano McCain no sabía gobernar y que el único que aparecía con pulso firme e ideas claras para gobernar era Obama. Entre la transición presidencial y los cien días del nuevo presidente se tomaron las medidas que sacaron a Estados Unidos de la recesión y condujeron a una lenta recuperación de frutos solo ahora algo visibles. Una paradoja ya repetida sería que Romney recogiera la cosecha sembrada por Obama, como Clinton hizo en el 94 con la siembra de Bush padre. Nada hay mejor que llegar a la Casa Blanca cuando la economía empieza a despegar. El presidente saliente se va cargado de reproches aunque suyos sean los méritos de la recuperación. El reto esta vez para Obama es demostrar que no ha sido un paréntesis. Que la llegada de un afro americano a la Casa Blanca no era la mera resolución de un expediente: cualquiera puede ser presidente de los Estados Unidos; si lo ha sido George W. Bush también puede serlo un negro. Está más que claro que se podía elegir a un ciudadano como Obama, pero no está tan claro que se le pueda relegir. La derecha blanca y republicana no lo concibe y lo considera una afrenta mucho mayor que haberlo elegido. Buena parte del antagonismo electoral que ha despertado Obama se debe a esta pulsión de relentes racistas.

De todo ello se deduce también que ha llegado la hora de la restauración, de dar el poder de nuevo a quien en propiedad le pertenece y sabe administrarlo a conveniencia de quienes mandan de verdad en este país. Todo esto debe desmentir Obama con una victoria dentro de una semana. En caso contrario, quedará súbitamente carterizado, convertido en presidente de un solo mandato como el denostado Jimmy Carter.

Así es como la historia está a punto de escribirse con un trazo fuerte y definitivo, el que convertirá a Obama en un presidente con la huella y el legado que permiten ocho años en la Casa Blanca, o el que lo relegará al pie de página de unas bellas palabras sin correspondencia en los hechos y un ambicioso programa apenas realizado. Y este trazo va a dibujarse en los próximos días en un bolsillo de votos o en cuatro detalles de la campaña electoral, que es donde está el diablo.



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29 de octubre de 2012
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