Lluís Bassets
El guión es trepidante. Como siempre, pero en cada ocasión con su ritmo y color propio. En el final de este cuatrienio, llega la función con un mega huracán de por medio y las obligadas calabazas de Halloween. Si supieran los americanos lo que significan entre nosotros se convertirían en el símbolo de los electores indecisos, a los que ninguno de los dos candidatos ha podido convencer todavía. O de los factores imprevistos que hacen descarrilar las campañas más meticulosas y calculadas. ?La deriva del huracán Sandy les recuerda (a los políticos) hasta qué punto la democracia puede estar fuera de control?, ha escrito Peter Baker en el New York Times. Todos los esfuerzos de los dos candidatos se dirigen a que los indecisos no les den calabazas el día 6 de noviembre.
Hace cuatro años hubo otro mega huracán, pero no era atmosférico sino financiero. El tramo final de la campaña estuvo presidido por el hundimiento de la banca de Wall Street, momento en el que pudo comprobarse que Bush ya no gobernaba, que el candidato republicano McCain no sabía gobernar y que el único que aparecía con pulso firme e ideas claras para gobernar era Obama. Entre la transición presidencial y los cien días del nuevo presidente se tomaron las medidas que sacaron a Estados Unidos de la recesión y condujeron a una lenta recuperación de frutos solo ahora algo visibles. Una paradoja ya repetida sería que Romney recogiera la cosecha sembrada por Obama, como Clinton hizo en el 94 con la siembra de Bush padre. Nada hay mejor que llegar a la Casa Blanca cuando la economía empieza a despegar. El presidente saliente se va cargado de reproches aunque suyos sean los méritos de la recuperación.
El reto esta vez para Obama es demostrar que no ha sido un paréntesis. Que la llegada de un afro americano a la Casa Blanca no era la mera resolución de un expediente: cualquiera puede ser presidente de los Estados Unidos; si lo ha sido George W. Bush también puede serlo un negro. Está más que claro que se podía elegir a un ciudadano como Obama, pero no está tan claro que se le pueda relegir. La derecha blanca y republicana no lo concibe y lo considera una afrenta mucho mayor que haberlo elegido. Buena parte del antagonismo electoral que ha despertado Obama se debe a esta pulsión de relentes racistas.
De todo ello se deduce también que ha llegado la hora de la restauración, de dar el poder de nuevo a quien en propiedad le pertenece y sabe administrarlo a conveniencia de quienes mandan de verdad en este país. Todo esto debe desmentir Obama con una victoria dentro de una semana. En caso contrario, quedará súbitamente carterizado, convertido en presidente de un solo mandato como el denostado Jimmy Carter.
Así es como la historia está a punto de escribirse con un trazo fuerte y definitivo, el que convertirá a Obama en un presidente con la huella y el legado que permiten ocho años en la Casa Blanca, o el que lo relegará al pie de página de unas bellas palabras sin correspondencia en los hechos y un ambicioso programa apenas realizado. Y este trazo va a dibujarse en los próximos días en un bolsillo de votos o en cuatro detalles de la campaña electoral, que es donde está el diablo.