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Del buen uso de la erudición

El planteamiento ingenuo de interrogaciones está mal considerado por el mundo cultural. Se ha instalado subrepticiamente la idea de que para tener derecho a avanzar alguna de los asuntos que ocupan a filósofos, científicos, artistas, o a todos a la vez, hay ya de entrada que estar bien informado. Más que una persona tensada por lo desconocido e inquieta sobre su ser y su entorno, se exige de entrada ser una persona culta y hasta una persona erudita. Esto alcanza, desde luego, al mundo académico: un especialista en genética, por ejemplo, no sólo se siente incompetente para emitir una opinión sobre algún interrogante de interés general pero técnicamente objeto de la física, sino para formular el interrogante mismo, siendo obviamente cierta la recíproca, es decir, el temor a meter la pata del físico tratándose de uno de los abismos filosóficos a los que conduce la genética.
Se diría que la información ha de preceder a la interrogación...incluso tratándose de las interrogaciones universales, cuya temática concierne a todos y cada uno de los humanos (otra cosa es que-como hemos visto- se hayan visto forzados a repudiar de sus vidas tales interrogantes). Ante este estado de cosas, se impone tomar posición:
Cabe eventualmente sentirse abrumado por la complejidad de los instrumentos con los que especialistas de una u otra materia (también curiosamente los filósofos, que no son especialistas de materia alguna, aunque deban alimentarse de muchas) abordan ciertos problemas cuyo origen es sin embargo muy elemental, pero no hay en absoluto que sentirse abrumado ante la cuestión misma, que no sólo todo el mundo está en condiciones potenciales de abordar, sino que probablemente ya ha abordado alguna vez. La formulación de una interrogación cabalmente filosófica nunca puede ser sofisticada en los términos (1).
Sólo si la interrogación es lo que ha conducido a la búsqueda de los elementos informativos, estos alcanzan pleno sentido, pues se revelan entonces como instrumento para lo que realmente importa y no como fin en sí. Reitero la tesis, clave en esta reflexión: la información es no sólo válida, sino imprescindible cuando constituye un arma para abordar un objetivo esencial; pero disponer de información por el hecho de estar informado (como sí el espíritu humano fuera esa tabula rasa, en sí vacía de contenido, a la que se refiere críticamente Steven Pinker) no tiene más interés que el que tiene para un saco estar lleno de patatas o de piedras. Pero el espíritu humano no es un mero recipiente. Es una estructura en la que se articulan múltiples facultades que pugnan por desplegarse. Se trata tan solo de vencer la inercia que impide tal despliegue (2).

 

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(1) Retomo ahora el ejemplo que ya presente aquí en anterior ocasión ¿Hay o no hay una realidad física exterior, que seguirá tras mi eventual desaparición y la desaparición de todos los demás humanos, cuya percepción de esa realidad coincide aparentemente con la mía? Los instrumentos para responder en uno u otro sentido a esta pregunta cubren hoy miles y miles de páginas de sesudas revistas filosóficas o científicas y han sido esgrimidos como armas por algunos de los pensadores más importantes del siglo veinte...pero la pregunta sigue siendo sencillísima y todo el mundo es susceptible de sentirse interpelado por la misma, hasta el punto quizás de que, si su vida material y social se lo permitiera, acuciado por tal interrogación, empezaría a ahondar en los escritos eruditos, y se dotaría de los argumentos para entenderlos.

(2) Tratando de estos asuntos del lazo entre filosofía y razón común o razón compartida, escribía yo hace un año "Lo democrático de la filosofía consiste en que todos podemos instalarnos en la actitud filosófica a poco que nos liberemos de las barreras que lo dificultan, en realidad barreras que impiden realizar nuestra naturaleza". Un lector realizó entonces un comentario crítico que (abstracción hecha del tono que parecía tender a personalizar el asunto) es representativo de una actitud que también es filosófica, y que desde luego no cabe ignorar. Transcribo lo esencial:

"... supongo que es parte de esa actitud democrática la de linchar a quien opte por seguir un rumbo que contradiga, niegue o relativice, el punto de vista democrático entre otros puntos de vista. De la absoluta tolerancia a la absoluta intolerancia hay poco trecho (...) Las formas de la tortura son múltiples y la que se práctica por el "bien del prójimo" no es de las menos salvajes, Es innegable por descontado que el democratismo filosófico afilia con suma facilidad a legiones de seguidores, sobre todo una vez han sido colocados en el lugar de lujo que a todos democráticamente corresponde"

Curiosamente estoy totalmente de acuerdo con la tesis de que "el bien del prójimo" puede ser coartada para toda clase de actitudes canallescas. De hecho he desconfiado toda mi vida de las disposiciones samaritanas. Y precisamente en función de una confianza en lo que de común tenemos los seres de razón. Es casi un asunto de instinto: si el entorno es miserable no hay fiesta posible. Y ello vale tanto tratándose de los regocijos del cuerpo como de los del alma. La defensa de un orden social en el que se den las condiciones materiales que posibiliten e incentiven prácticas como la ciencia el arte y desde luego la filosofía es una exigencia perfectamente "egoísta", si así se puede llamar al sano deseo de vivir bien, es decir estar en condiciones de pensar y amar.
Transcribo el entero texto que tanto irritó al citado lector:
" El motor de la filosofía no es tanto explorar desconocidos rasgos del mundo como restaurar una actitud ante aspectos (del entorno o de nosotros mismos) que eventualmente pueden ser ya conocidos, pero que no por ello dejan de ser sorprendentes. Sería ocioso para un investigador en física ocuparse a estas alturas de las fórmulas de la relatividad restringida, pero el filósofo que ve en ellas la cristalización de una puesta en tela de juicio de la idea que nos hacemos del mundo, tiene todo el derecho a seguir hurgando en ellas con vistas a extraer toda su significación. Lo democrático de la filosofía consiste en que todos podemos instalarnos en la actitud filosófica a poco que nos liberemos de las barreras que lo dificultan, en realidad barreras que impiden realizar nuestra naturaleza. La filosofía da efectivamente vueltas y vueltas a las cosas. Pero tales vueltas no siempre son coincidentes, lo que se repite no es exactamente lo mismo; la metáfora no sería la del círculo sino la de la espiral. Esto es la esencia de la interpretación: un núcleo a partir del cual se despliega una pluralidad de puntos de vista".

 

 

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20 de diciembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Los abismos de Obama

Hay épocas de llanuras y valles plácidos y épocas accidentadas y abruptas, cuarteadas por abismos infranqueables. Los más difíciles de superar suelen ser fruto del esfuerzo humano, excavados voluntariamente, gracias a la obstinación y a veces la intolerancia. La política en Estados Unidos tiene la virtud poética de las buenas metáforas. Ahí está el fiscal cliff, el abismo fiscal para demostrar lo uno y lo otro: la creación artificiosa de un obstáculo que parece insalvable y la capacidad sintética de encapsularlo en una expresión redonda.

El abismo fiscal se abrirá bajo los pies de la administración de EE UU el primer día del año 2013, dentro de doce días, en caso de que previamente no se haya producido un acuerdo presupuestario entre la presidencia y el Congreso, en el que hay que conciliar la defensa del gasto social por los demócratas con la maldición contra los impuestos de los republicanos. Sucederá por designio del propio Congreso, que aprobó unos recortes lineales y automáticos del gasto público para dicha fecha, simultáneos a la expiración de los recortes de impuestos decretados por Bush en 2001 y prorrogados por Obama. Todo ello si no hay antes el ya mencionado acuerdo presupuestario entre la Casa Blanca y el Congreso que reduzca el déficit público a la mitad. En el estado actual de las trepidantes negociaciones, encabezadas por Barack Obama y por el presidente de la Cámara de Representantes, el republicano John Boehner, este último ya ha accedido a incrementar la presión fiscal sobre los más ricos, en concreto quienes tienen unos ingresos anuales superiores a un millón de dólares, lejos del límite de 250.000 dólares que proponía el presidente y también de su última oferta de 400.000.

El abismo fiscal, con la amenaza que lo acompaña de una caída de la economía de EE UU y detrás la del resto del mundo, no es el único que se abre bajo los pies de los estadounidenses, para desgracia de quienes siguen cayéndose en ellos. Los niños y maestras del colegio Sandy Hook de Newtown son las últimas víctimas engullidas por el abismo excavado por la obsesiva identificación entre la libertad de los ciudadanos y la posesión de armas de fuego, derivada de una lectura de la Constitución que va más allá incluso de lo que dice literalmente su segunda enmienda.

Detrás de todo abismo se hallan agazapados grupos de intereses no siempre confesables. El abismo se franquea en el momento en que los multimillonarios dejan de aparecer como una delicada especie a la que hay que cuidar como si estuviera en peligro de extinción y no sobreprotegida como se encuentra; o cuando la sacrosanta libertad de portar armas para defenderse ya no se traduce en el derecho a acumular arsenales y pasear por los campus con subfusiles de asalto escondidos bajo la gabardina. Hay un momento en que la presión de los grupos especializados en ejercerla deja de ser efectiva y entonces puede revertirse de golpe toda su influencia.

El mejor ejemplo en la historia inmediata es la derrota de los amigos de Taiwan ante las necesidades de apertura estratégica ante la China de Mao, que llevó en 1971 y muy rápidamente a la expulsión de la isla nacionalista del Consejo de Seguridad y de Naciones Unidas para dejar libre la silla a la República Popular China. El lobby taiwanés estaba muy identificado con los republicanos y los guerreros fríos anticomunistas, pero fue precisamente su paladín, Richard Nixon, quien cometió la sacrílega reversión de posiciones. Algo similar podría decirse respecto a la resistencia de la industria tabaquera a las prohibiciones de fumar en espacios públicos, antes de que empezaran a llover sobre ella unas demandas millonarias que la pusieron contra las cuerdas.

Ahora estamos a punto de presenciar como los republicanos relativizan o dejan de obedecer a Grove Norquist, el patrono del lobby anti impuestos e inventor de un juramento que todos los republicanos electos han firmado, por el que se comprometen a rechazar su voto a cualquier incremento de la fiscalidad sin importar a quien afecte. Lo mismo puede suceder con la Asociación Nacional del Rifle, poderosísimo lobby de las armas, ahora levemente ablandado por la tragedia de Newtown y al parecer dispuesto a consentir con la limitación de las armas más peligrosas.

Algún día ocurrirá algo parecido con los colonos que ocupan los territorios palestinos de Cisjordania, actualmente muy apoyados en el partido republicano, en el electorado evangelista de los estados sureños y, destacadamente, en el AIPAC (American-Israeli Public Affairs Committee), el potente lobby conservador israelí. En todos estos casos se da una similar fabricación o invención de una tradición política, para justificar el mantenimiento de un statu quo mucho más reciente. Ni en la época más salvaje del Oeste americano había la permisividad con las armas que se ha instalado ahora, ni la aversión a los impuestos es inherente a la alma estadounidense, ni la relajación de cualquier exigencia a los gobiernos de Israel respecto a los derechos de los palestinos forma parte de un ADN en las relaciones internacionales que se remonta a los padres fundadores.



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20 de diciembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Cuando Alemania adoraba a Grecia

Si uno se queda con lo que lo "griego" significa actualmente para la prensa popular (e incluso no tan popular) alemana, las consecuencias no pueden ser más desoladoras. Lo "griego" es sinónimo de lo peor, y lo peor se traduce en corrupción, vagancia e incapacidad para el esfuerzo. Se hace difícil encontrar en las páginas de los periódicos una palabra amable para Grecia. La gran paradoja, sin embargo, es que ninguna cultura, en el pasado inmediato, se ha dirigido tanto a lo helénico como la alemana. Es verdad que se trataba de la Grecia antigua pero, en su momento, lo "griego" aludió a lo más elevado que se pudiese concebir. También en Francia y en Gran Bretaña el culto de la Grecia clásica fue muy intenso en los siglos XVIII y XIX, aunque en ningún país europeo, como en lo que ahora llamamos Alemania, fue tan decisivo. Lo "griego", ahora tan denostado, pareció imprescindible a la cultura alemana para cohesionar una nación que permaneció fragmentada en múltiples territorios hasta hace siglo y medio. No es nada seguro que los alemanes actuales sean conscientes del agravio a su propia raíz espiritual cuando utilizan peyorativamente el término "griego"; claro está que a los políticos europeos de nuestros días, y entre ellos a los alemanes, poca finura intelectual se les puede pedir: la cultura europea parece completamente ausente de la política que se hace en Europa.

Y, sin embargo, por raro que suene a los consumidores de información de nuestros días, Alemania amó apasionadamente a Grecia. Hasta tal punto que, en lo que en toda escuela se enseña como la obra cumbre de la literatura germana, el Fausto de Goethe, la boda del protagonista con Helena de Troya quiere simbolizar, entre otras cosas, la unión de la antigua Grecia con una nación en ciernes llamada Alemania. Con su insuperable capacidad de síntesis, Goethe culminaba en ese matrimonio simbólico una de las principales operaciones de apropiación mental que se haya realizado en la historia de la cultura: dos mundos, el griego y el germano, quedaban vinculados por una suerte de destino común que se atestiguaba mediante el arte y la filosofía. Durante dos siglos los escritores y filósofos alemanes vivieron en el convencimiento de que ellos eran los herederos naturales de los griegos en la época moderna, creencia, fértil y catastrófica al mismo tiempo, que condujo a extravagancias -por decirlo de un modo suave- como la opinión de Heidegger de que solo se podía pensar verdaderamente en alemán y en griego (es de suponer, vista la consideración que merece la Grecia moderna, que Heidegger se refería a la lengua griega antigua).

La boda del alemán Fausto con la griega Helena es, casi, la consecuencia de una necesidad histórica. A lo largo del siglo XVIII, y hasta mediados de la centuria siguiente, se suceden tres generaciones para las que lo "griego" cimenta el futuro de la civilización: Winckelmann y Lessing; Goethe y Schiller; Hegel, Hölderlin y Schelling. Desde el punto de vista de una asimilación espiritual el resultado es prodigioso. Alemania es convertida en sucesora de Grecia. Por primera vez en la cultura europea se trataba de un radical proceso de sublimación y purificación. Hasta entonces los escritores y pensadores europeos habían buscado guía y refugio en la entera Antigüedad, como si Grecia y Roma hubiesen sido una continuidad sin fisuras. Dante se hace acompañar en su viaje a los ultramundos por Virgilio, en tanto que representante de todo el mundo antiguo. Shakespeare pone sobre el escenario, sin muchas diferencias, a héroes helénicos y romanos. Montaigne, en sus Ensayos, cita indistintamente fuentes griegas y latinas como si dieran lugar a un caudal único.

Sin embargo, esta tendencia unificadora, grecorromana, mediterránea si se quiere, cambia drásticamente, de Winckelmann a Schiller, en el clasicismo alemán. En su Historia del Arte de la Antigüedad, Winckelmann proclama la superioridad indiscutible de la expresión griega, frente a la cual la arquitectura y la escultura romanas adquieren un papel notable, pero secundario. El modelo no es la Antigüedad grecorromana; el modelo, exclusivo, es Grecia. La diferencia, a este respecto, con Francia es palpable, si tenemos en cuenta que la liturgia y la estética de la Revolución Francesa atendieron bien claramente a principios inspirados en la República romana, como muestra con maestría la pintura de David. Winckelmann popularizó en Alemania, y progresivamente en Europa, la visión de la Grecia antigua como un ideal absoluto, indiscutible, al que toda la cultura del porvenir debía dirigirse para alcanzar su madurez. Las artes visuales eran, por tanto, en su significado más elevado, una creación griega.

Paralelamente, la literatura alemana que, no lo olvidemos, aunque se aproximó rápidamente a su edad áurea, estaba en sus inicios, realizó una operación similar. De Lessing a Schiller modificó el referente grecorromano para centrarse únicamente en el helénico. Virgilio, el guía de Dante, dejó de ser el protagonista en el escenario de los sueños de perfección de los escritores alemanes para dar paso a Homero. Hay un maravilloso poema de Schiller, Los dioses de Grecia, que atestigua este viraje, además de servir, en nuestros días, como antídoto contra el veneno de la prensa amarilla contra lo "griego" (tal vez no sería una mala lectura, tampoco, para la señora Merkel). En una vuelta más de tuerca, la siguiente generación idealista y romántica, la de Hölderlin, Hegel y Schelling, apuntaba definitivamente la filiación griega de la cultura alemana, si bien en el caso del primero, cuyo fervor filohelénico no tiene parangón, para advertir de los peligros de la concepción germana. No deja de ser curioso que al leer hoy El archipiélago, de Hölderlin pueden apreciarse con nitidez ciertas proféticas advertencias sobre la arbitrariedad a la que se expone una Alemania ensimismada en el egoísmo productivo. Medio siglo después otro alemán, Nietzsche, acusará a su país de ese mismo "olvido de la grandeza de Grecia". El amor por lo "griego" de los escritores alemanes les llevó con frecuencia a resguardarse frente a lo "alemán".

Como quiera que fuese Grecia -como idealidad, como entidad metafísica, como simbolización- jugó un papel extraordinario en la consolidación de la cultura alemana, sin posible comparación con lo ocurrido en ningún otro país, pese a que los clasicismos fueron fundamentales en toda Europa. Tal vez la explicación hay que encontrarla en la debilidad del alemán como lengua de cultura hasta la segunda mitad del siglo XVIII, y en el retraso histórico de la unidad alemana. Por ambas razones la apropiación espiritual de una Grecia idealizada fue determinante. En Gran Bretaña y en Francia este proceso no fue necesario. En Italia, cuya lengua tenía una larguísima tradición de cultura, el Risorgimento se apoyó, con naturalidad territorial, en la antigua Roma.

Únicamente Alemania se consideró de forma tan apasionada y exclusiva la hija espiritual de Grecia (filiación algo incestuosa en el caso de los amores entre Fausto y Helena de Troya). En consecuencia, la cultura germana encontró su matriz, su razón de ser, su destino en lo que supuestamente fue su Grecia onírica, la de los templos y estatuas de Winckelmann, la de los dioses de Schiller y los héroes de Hölderlin. En cierto sentido Grecia fue, a través de los escritores y artistas, el sueño de Alemania.

Ahora, pesadilla. Claro está que el mundo es otro, y Goethe o Hölderlin no pueden competir con el veneno de los medios de comunicación que se llaman a sí mismos populares o con la sistemática ignorancia de los políticos. Tampoco, claro está, los griegos son -ni han sido nunca- aquellos magníficos habitantes que moran en los versos de Los dioses de Grecia.Pero no deja de ser curioso -y, en cierto punto, espantoso- que un mismo vocablo, lo "griego", sirva en la universidad para aludir a lo mejor de las virtudes y en la calle, para resumir el más peligroso de los vicios

El País, 25/11/2012 



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19 de diciembre de 2012
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El bostezo del mundo

El mundo también se divide entre quienes se aburren y quienes no conciben cómo la desgana puede envenenar las horas. Tantos libros por leer, tantos lugares por conocer, tantas realidades por descorchar. Uno de los adjetivos recurrentes en nuestro tiempo, que tanto vale para etiquetar no ya a individuos, sino a un vestido o a un modelo de teléfono, es divertido. La gente se dice: “Vayamos allí, que es un restaurante muy divertido”. Difícilmente se atreverían a decir lo contrario, claudicar frente a la curiosidad y, en su lugar, someterse a una especie de indolencia en la que aparentemente no ocurre nada, ni asomo del filo de novedad que nos engancha a fin de remover sensaciones, pero también conscientes de que sin el aguijón de lo que entretiene y recrea, atrae y arrastra, nos convertiríamos en zombis. Los habitantes de los años 10 de este siglo hemos sido programados para saltar de un estímulo a otro con el objetivo de exiliar el tedio de nuestras vidas. Por ello, hoy poseemos el mayor caudal de comercio de ocio de la historia. Sofisticadas formas de captar la atención para romper rutinas, tan lejos de aquella idea burguesa de Proust: la costumbre es la única aliada de nuestro espíritu, que, sin ella, no lograría serenarse y buscaría continuamente un nuevo acomodo. A pesar de que los centros comerciales hayan convertido las compras en un pasatiempo, de los parques temáticos y la pulsera del todo incluido, del florecimiento del ocio digital -que sólo en España movió casi 9.000 millones de euros el año pasado- y de la sobrevaloración de lo audaz, risueño y fresco -otro adjetivo que nos llena la boca-, nuestra sociedad nunca había bostezado tanto. Hace ya un siglo, el psicoanálisis atribuía las razones del hastío a los deseos inconscientes no cumplidos. Y la psicología moderna aseguró que se trataba de un desajuste entre nuestra necesidad de excitación y la falta de respuestas para satisfacerla. Un exhaustivo estudio realizado por un grupo de psicólogos de la Universidad de York, en Canadá, lanza ahora una nueva hipótesis: el aburrimiento podría estar causado por un déficit de atención, y por tanto derivaría más de nuestra interacción con las circunstancias que de las circunstancias en sí mismas. Según otros investigadores, es precisamente al estar inmersos en el tedio cuando nuestra mente lleva a cabo de forma automática una actividad cerebral extraordinaria. Eso es, divagar. Nunca hubiéramos cuestionado que nuestra capacidad de concentración pudiera ser responsable del hastío vital, pero de algo nos ilustra: a menudo salimos de nosotros mismos esperando que un anzuelo nos atrape, en lugar de convertirnos nosotros en el anzuelo. (La Vanguardia)

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19 de diciembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Fin del autor monocultivo

Los pintores que solo pintan, los escritores que solo escriben o los músicos que solo componen no son artistas. Puede que sean enviados de Dios o excelentes criaturas del Infierno, pero no serán artistas.

Hace un siglo que Ortega se horrorizaba por la moda de la especialización que, en su parecer, reducía hasta la monstruosidad la condición humana. Eran los tiempos en que los filósofos críticos se mostraban aterrorizados por el taylorismo que condenaba a repetir el mismo trabajo en la monótona cadena industrial. Esto fue, a su vez, el amanecer de lo que Chaplin llamó Tiempos modernos y en cuyo ámbito la moral fue adaptándose hasta considerar sinónimo de honestidad al “hombre de una sola pieza”.

Ser de una pieza garantizaba el ajuste al artefacto social o laboral y quien no cumplía este diseño se convertía en un marginado. Pero ese tiempo “moderno” ya ha pasado. No solo se ha pasado de rosca y ha dejado de valer sino que vuelve a revelarse tan limitador como Ortega y sus colegas lo contemplaron en otras circunstancias. Ni el profesional de la comunicación es hoy solo un locutor ni en el empleo, cualquiera que sea, se valora al sujeto que sabe mucho de algo y no sabe mucho más. De este modo su rendimiento disminuye puesto que ya en el omnipresente sector servicios lo que importa no es la pieza exacta sino la empatía, y vale incomparablemente más el tipo facetado que el de una misma y única cara.

Y lo mismo vale para el llamado “creador”. Serlo de veras conlleva no ser sirviente de una única modalidad a la manera de los troqueles unívocos de la industria metalúrgica. Luis Eduardo Aute, Navarro Baldeweg, Alberto Corazón, David Trueba pintan, cantan, hacen cine, diseñan, escriben o construyen edificios gracias a una creatividad que, si ha desarrollado más en un sentido no ha podido impedir que le crezca la poderosa arboleda por aquí y por allá. La comunicación es la clave del quehacer y cuantas más idiomas se sepan mejor.

En los reductos estancos y férreos de hace cincuenta o sesenta años, especializarse era asegurarse un lugar profesional. Ahora no es ya nada seguro pero en el caso de los artistas resulta tan grotesco que el pintor solo pinte o el poeta solo haga versos que debe dudarse sobre lo genuino de su condición. Siempre ha habido pintores poetas y poetas pintores, por ejemplo, pero nunca se les aceptó con gusto en más de una cosa.

Un artista hoy, sin embargo, comporta serlo en tres o cuatro manifestaciones y bajo una hipóstasis principal: la directa comunicación con el mundo, las personas y las muchas cosas. Porque si no es concebible un buen rendimiento de un futbolista que solo desarrolle las piernas y los pies o que sepa tan solo atacar o defender, igualmente debe desconfiarse de aquellos que hacen partituras pero no comparten nada más. O de los pintores cuyas dimensiones del cuadro reflejan demasiado la limitación de su capacidad.

Y no se trata con todo esto de repetir la alabanza del tipo renacentista. O sí: se trata de un inminente renacer de la cultura que, en adelante será múltiple o ya no valdrá. Los obstinados fracasos de los políticos y economistas que han orientado las criminales medidas anticrisis proceden de la misma raíz invalidante. Es decir, de la falta de atención a la complejidad social y de su reverencia tan fanática como simplista, tan angelista como satánica, a las metas econométricas. Pero todo ello, en fin, redondea hoy con su hecatombe el término de un mundo que se tambalea como un zombi a falta de una transfusión de varios colores y sabores. O lo que es lo mismo, ansioso del tuti frutti de la época que nos espera y en donde, arrumbado el corsé de la pieza única, gozaremos de artistas en masa haciendo esto, lo otro y lo de más allá, porque patético será aquel que se embolique en una dedicación y que, como ciertos animales menores, solo sepa repetir y repetir las gracias que le enseñó su propio domador.



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19 de diciembre de 2012
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I. Managua la idílica

Un corrido de aires festivos canta a Managua como la novia del Xolotlán, nombre del lago de sus orillas en lengua náhuatl. Una capital con una leyenda idílica, antes de que el terremoto de la medianoche del 22 de diciembre de 1972, hace ahora cuarenta años, la hiciera desaparecer; el Xolotlán, un lago de cristal, aunque fuera la cloaca de la ciudad; lagunas volcánicas de celofán, y de terciopelo la sierra que la custodia desde el sur. Managua era una típica capital centroamericana de aires provincianos, de poco menos de 250 mil habitantes, calles estrechas, construcciones de taquezal y tejas de barro entre algunos edificios que alojaban bancos y tiendas comerciales, que se podía recorrer a pie desde la loma de Tiscapa, asiento del poder de la familia Somoza, hasta el lago Xolotlán, y donde al caer la tarde, cuando los negocios se cerraban y el tráfico disminuía junto con el calor de bochorno, las familias sacaban sus mecedoras y butacas a las aceras para las amenas tertulias entre vecinos.

Toda aquella vida quedó sepultada entre una inmensa polvareda, los edificios se quebraron por el espinazo, las casas de adobe sucumbieron sin remedio, y el terremoto cobró una cifra de vidas que nunca fue determinada, pero que bien puede llegar a 20 mil. La madrugada del día siguiente, cuando la gente no salía aún del aturdimiento, los vecinos se preguntaban de acera a acera cómo les había ido, y yo escuché a alguien responder: “a mí más o menos bien, sólo mi mamá…” O alguien decía: “sólo mi hermano”. Que un solo miembro de una familia hubiera muerto no dejaba de ser un consuelo, porque algunas habían perdido dos, o tres…

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19 de diciembre de 2012
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