Joana Bonet
A pesar de cumplir años, del tabaco o de las pérdidas de la empresa, el ser humano está programado para confiar en el futuro. Cómo va a obsesionarse con los surcos nasogenianos, el cáncer de pulmón o el despido a la alemana cuando se descalza las zapatillas y respira la intimidad del cuarto mientras la noche sólo es un cuadro en la ventana. La vida es un saco de rutinas, incluso la de quienes habitan a la intemperie. A fuerza de costumbre, moldeamos nuestros días abrazando un liberador sentimiento de eficacia. Nos acomodamos a lo que tenemos sin permitirnos las aristas de la disidencia.
“¿Qué más queremos? -decimos-. La felicidad completa no existe”, aunque percibamos un aire enrarecido por debajo la puerta. Da igual la trascendencia de nuestros logros, desde afinar un piano hasta suturar un tórax, lo importante es convencerse de que al final de la jornada uno se ha ganado el sueldo, asumiendo estoicamente que valemos lo que hacemos, a sabiendas de que hoy son casi seis millones los españoles desprovistos de identidad laboral. ¿Qué tipo de sociedad se puede permitir tanta exclusión cronificada hasta congelar el aliento?
Las carencias personales con frecuencia se enmascaran cuando parece que el trabajo es la vida. Todo es urgente. Prioritario. El tiempo de los afectos se acumula los fines de semana, pero incluso los domingos por la tarde, espesados de indolencia, parecen añorar los teléfonos del lunes. Pocos mandatos humanos son tan incontestables como los de ocuparse y fortalecer los afectos, y de hecho en circunstancias adversas los unos acaban supliendo a los otros. Ante la desaparición de un ser querido, los humanos se abocan a la acción para escapar del abatimiento, mientras que ante la pérdida del trabajo se cobijan entre los suyos. “Los suyos”, “los míos”, asentimos, remarcando ilusoriamente el sentido de pertenencia, de igual forma que decimos “mi trabajo”, pues en verdad nos hacen creer que es nuestro hasta que un jefe decide expropiar al empleado de su actividad y, a ser posible, jibarizarlo.
En cambio, casi nunca decimos mi propio yo. “Uno sólo es lo que puede ser cuando está solo, despedido o expulsado. El único momento en que puede verse y decir: esto es lo que hay, esto es lo que soy. El cargo es un espejismo social. Una trampa”, asegura mi amigo Basilio. Cierto es que el cargo acostumbra a ser un paracaídas que nunca se abre, de igual forma que la tarjeta de visita es un placebo.
Después de un despido, con el lápiz de la mente se marca un paréntesis (pensar en signos procura un efecto calmante) a fin de escuchar los propios yos. El yo doliente conduce a la cueva hasta convertirse en miniatura, pero el yo confiado combate a base de cafés el efecto paralizador. Y exalta la belleza de la incertidumbre, descerrajada ya la puerta, sin blindajes ni bisagras, cantando como Sinatra que lo bueno está por venir.
(La Vanguardia)